En mitad del día

—¿Cómo está Catherine?

Volvíamos a estar en su cocina, comiendo, tal como ella había sugerido. Desde que estaba solo, casi siempre comía en taburetes de bar o en tiendas de comida rápida. Pero mi madre siempre había evitado comer fuera de casa. «¿Por qué vamos a pagar para comer mal?», decía. Después de marcharse mi padre, aquel argumento se volvió discutible. Comíamos en casa porque ya no podíamos permitirnos el lujo de comer fuera.

—¿Charley? ¿Cielo? ¿Cómo está Catherine? —repitió.

—Está bien —mentí, pues no tenía ni idea de cómo estaba Catherine.

—¿Y esto de que Maria se avergüenza de ti? ¿Qué dice Catherine a eso?

Trajo un plato con un bocadillo: pan de molde integral de centeno, ternera asada, tomate y mostaza. Lo cortó en diagonal. Ya no me acuerdo de la última vez que vi un bocadillo cortado en diagonal.

—Mamá —le dije—. Para serte sincero… Catherine y yo nos separamos.

Ella acabó de cortar el bocadillo. Parecía estar pensando en algo.

—¿Has oído lo que te he dicho?

—Ajá —contestó en voz baja, sin levantar la mirada—. Sí, Charley, te he oído.

—No fue por su culpa. Fui yo. De un tiempo a esta parte no me he portado muy bien, ¿sabes? Por eso…

¿Qué iba a decir? ¿Por eso intenté suicidarme?

Ella empujó el plato y me lo puso delante.

—Mamá… —se me quebró la voz—, te enterramos. Llevas muerta mucho tiempo.

Me quedé mirando fijamente el bocadillo, dos triángulos de pan.

—Ahora todo es distinto —susurré.

Ella alargó la mano y me la puso sobre la mejilla. Hizo una mueca, como si el dolor recorriera su cuerpo.

—Las cosas pueden arreglarse —me dijo.