Yo diría que el día que fui a la universidad fue uno de los más felices de la vida de mi madre. Al menos empezó siéndolo. La universidad se había ofrecido a pagar la mitad de mi matrícula con una beca de béisbol, aunque cuando mi madre se lo contó a sus amigas sólo dijo «beca», y su amor por aquella palabra eclipsaba cualquier posibilidad de que me hubieran admitido para darle a la pelota y no a los libros.
Recuerdo la mañana en que nos dirigimos en coche hacia mi primer año de estudiante universitario. Mi madre se había levantado antes de amanecer y cuando bajé a trompicones por la escalera me estaba esperando un desayuno completo: tortitas, bacon, huevos… Ni seis personas podrían haberse terminado tanta comida. Roberta quería venir con nosotros, pero yo dije que de ninguna manera —me refería a que ya era bastante malo tener que ir con mi madre—, de manera que se consoló con un plato de tortitas cubiertas de caramelo. Dejamos a mi hermana en casa de una vecina e iniciamos nuestra excursión de cuatro horas.
Como para mi madre aquélla era una gran ocasión, llevaba uno de sus «conjuntos»: un traje pantalón de color púrpura, un pañuelo en el cuello, tacones altos y gafas de sol, y se empeñó en que yo me pusiera una camisa blanca y una corbata.
—Vas a empezar la universidad, no te vas de pesca —dijo. Si los dos juntos ya hubiéramos llamado la atención de mala manera en Pepperville Beach, imagínate en la universidad. Recuerda que era a mediados de los años sesenta y allí, cuanto menos correctamente fueras vestido, más correctamente ibas vestido. Así pues, cuando por fin llegamos al campus y salimos de nuestra furgoneta Chevy, nos vimos rodeados de chicas con sandalias y faldas de campesina y chicos con camisetas sin mangas y pantalones cortos, con unas cabelleras que les llegaban por debajo de las orejas. Y allí estábamos nosotros, una corbata y un traje pantalón color púrpura y, una vez más, sentí que mi madre me alumbraba con una luz ridícula.
Quería saber dónde estaba la biblioteca y encontró a alguien que nos lo indicó.
—Mira todos esos libros, Charley —se maravilló mientras caminábamos por la planta baja—. Podrías estar aquí cuatro años y no conseguirías leer ni una parte.
Allí adonde iba no dejaba de señalarlo todo. «¡Mira ese cubículo…!, podrías estudiar allí»; y: «¡Mira esa mesa de la cafetería!, podrías comer allí». Lo toleré porque sabía que no tardaría en marcharse. Pero mientras caminábamos por el césped, me fijé en una chica muy guapa —mascando chicle, lápiz de labios blanco, el flequillo sobre la frente— y ella también se fijó en mí; flexioné los músculos del brazo y pensé: ¿Quién sabe? Quizá sea mi primera chica universitaria. Y en aquel preciso momento mi madre dijo: ¿Cogimos tu neceser?
¿Cómo respondes a eso? ¿Con un sí? ¿Con un no? Con un «¡Por Dios, mamá!». No hay respuesta adecuada. La chica pasa por nuestro lado y suelta una especie de carcajada, o tal vez me lo imaginara. En cualquier caso, nosotros no existíamos en su universo. Vi que se acercaba pavoneándose a dos tipos barbudos que estaban despatarrados debajo de un árbol. Le dio un beso en los labios a uno de ellos y se dejó caer a su lado, y yo allí con mi madre que me preguntaba por el neceser.
Al cabo de una hora llevé el baúl a la escalera que conducía a mi dormitorio. Mi madre llevaba mis dos bates de béisbol «de la suerte» con los que había conseguido el mayor número de home runs en la Liga del Condado de Pepperville.
—Dame —le dije, con la mano extendida—. Ya llevo yo los bates.
—Subiré contigo.
—No, no hace falta.
—Pero es que quiero ver tu habitación.
—Mamá.
—¿Qué?
—Vamos.
—¿Qué?
—Ya lo sabes. Venga.
No se me ocurrió otra cosa que no hiriera sus sentimientos, por lo que me limité a extender la mano aún más. Su expresión se apagó. En aquel entonces yo le sacaba quince centímetros a mi madre. Ella me dio los bates. Los puse encima del baúl de manera que no se cayeran.
—Charley —me dijo. Habló con una voz más baja que sonó distinta—. Dale un beso a tu madre.
Dejé el baúl en el suelo con un leve golpe sordo. Me incliné hacia ella. En aquel preciso momento dos estudiantes mayores bajaron dando saltos por la escalera, ruidosamente, riendo y voceando. Me aparté de mi madre bruscamente, de forma instintiva.
—Disculpen —dijo uno de ellos mientras nos rodeaban para pasar.
En cuanto se hubieron ido me incliné hacia delante con la única intención de darle un beso en la mejilla, pero ella me rodeó el cuello con los brazos y me atrajo hacia sí. Olí su perfume, la laca del pelo, la crema hidratante, todo el surtido de pociones y lociones con las que se había rociado para aquel día especial.
Me alejé, levanté el baúl y empecé a subir, dejando a mi madre en la escalera de un dormitorio, lo más cerca que llegaría a estar nunca de una educación universitaria.