La mesa que teníamos en la cocina era redonda y estaba hecha de madera de roble. Una tarde, cuando íbamos a la escuela primaria, mi hermana y yo grabamos nuestros nombres en ella con unos cuchillos para la carne. No habíamos terminado cuando oímos que se abría la puerta —nuestra madre había llegado del trabajo—, por lo que volvimos a meter los cuchillos en el cajón. Mi hermana agarró lo más grande que encontró, dos litros de zumo de manzana, y lo puso encima. Cuando mi madre entró vestida de enfermera y con un montón de revistas en los brazos, debimos de decir «Hola, mamá» demasiado rápido, porque ella sospechó inmediatamente. Lo ves enseguida en la cara de tu madre, esa mirada de «¿Qué habéis hecho, niños?». Quizá fuera porque a las 5:30 de la tarde estábamos sentados a una mesa, por io demás vacía, con dos litros de zumo de manzana entre nosotros.
Fuera como fuere, mi madre, sin dejar las revistas, empujó suavemente el zumo con el codo, vio CHAR y Rober —no habíamos podido escribir más— y soltó un fuerte sonido de exasperación, algo parecido a «uhhhhch».
Entonces gritó: «¡Estupendo, sencillamente estupendo!», y en mi mente de niño creí que tal vez no fuera tan malo. Estupendo quería decir estupendo, ¿no?
En aquella época mi padre viajaba, y mi madre nos amenazó con su ira cuando él regresara a casa. Pero aquella noche, sentados a la mesa comiendo pan de carne con un huevo duro dentro —una receta que mi madre había leído en alguna parte, quizá en una de esas revistas que llevaba—, mi hermana y yo no dejábamos de mirar nuestra obra.
—Habéis estropeado completamente la mesa, ¿sabéis? —dijo mi madre.
—Lo siento —mascullamos nosotros.
—Y podríais haberos cortado los dedos con esos cuchillos.
Permanecimos allí sentados mientras nos reprendía, con la cabeza gacha al nivel obligatorio para los castigos. Sin embargo, ambos estábamos pensando lo mismo. Salvo que mi hermana lo dijo.
—¿Podemos terminarlo para que al menos nuestros nombres estén bien escritos?
Yo dejé de respirar un momento, asombrado por su valentía. Mi madre le lanzó una mirada asesina. Entonces se echó a reír. Y mi hermana se echó a reír. Yo escupí un bocado de pan de carne.
Nunca terminamos los nombres. Permanecieron siempre allí como CHAR y ROBER. Mi padre, por supuesto, se puso furioso cuando llegó a casa. Pero creo que con los años, mucho después de que nos marcháramos de Pepperville Beach, a mi madre llegó a gustarle la idea de que hubiéramos dejado allí algo de nosotros, aunque faltaran unas letras.
Me senté entonces a la mesa de la cocina y vi esas marcas, y luego a mi madre —o a su fantasma, o lo que fuera— que volvía de la otra habitación con un frasco de antiséptico y una toallita. Miré cómo vertía el antiséptico en la tela, me cogía el brazo y me levantaba la manga, como si fuera un niño pequeño que se hubiese caído de los columpios. Quizá estés pensando: ¿Por qué no gritar la absurdidad de la situación, los hechos evidentes que hacían que todo aquello fuera imposible y cuyas primeras palabras son: «Estás muerta, mamá»?
Sólo puedo responder diciendo que para mí, al igual que para ti, tiene sentido ahora, al volver a contarlo, pero en aquel momento no lo tenía. En aquel momento estaba tan atónito por el hecho de volver a ver a mi madre que parecía imposible corregir la situación. Era como un sueño, y quizá una parte de mí tenía la sensación de estar soñando. No lo sé. Si has perdido a tu madre, ¿puedes imaginar verla delante de ti de nuevo, lo bastante cerca como para tocarla, para percibir su olor? Sabía que la habíamos enterrado. Recordaba el funeral. Recordaba haber echado una palada de tierra simbólica sobre su ataúd.
Pero cuando se sentó frente a mí, me frotó la cara y los brazos con la toallita, hizo una mueca al ver los cortes y masculló «Mírate»… No sé cómo decirlo. Eso penetró en mis defensas. Hacía mucho tiempo que nadie quería estar tan cerca de mí, mostrar la ternura necesaria para arremangar una camisa. Ella se preocupaba. A ella sí le importaba. Cuando yo ni siquiera tenía dignidad para seguir con vida, ella me limpiaba los cortes y volví a ser un hijo; volví a serlo con la misma facilidad con la que tú te echas en tu almohada por la noche.
Y no quería que eso terminara. No puedo explicarlo mejor. Sabía que era imposible, pero no quería que terminara.
—¿Mamá? —susurré.
Hacía mucho tiempo que no lo decía. Cuando la muerte se lleva a tu madre, destierra esa palabra para siempre.
—¿Mamá?
En realidad no es más que un sonido, un zumbido interrumpido por los labios al abrirse. Pero hay millones de palabras en este planeta y ninguna sale de tu boca de la misma manera en que lo hace ésta.
—¿Mamá?
Ella me limpiaba el brazo suavemente con la toallita.
—¡Ay, Charley! —suspiró—. Mira que te metes en líos.