Las veces que no apoyé a mi madre

Tengo seis años. Es Halloween. La escuela celebra su desfile anual de Halloween. Todos los niños marcharán por unas cuantas manzanas del vecindario.

—Cómprale un disfraz y ya está —dice mi padre—. En el baratillo tienen.

Pero mi madre decide que no, que puesto que es mi primer desfile ella misma me hará el disfraz: la momia, mi personaje de terror favorito.

Corta unos trapos blancos y toallas viejas y me envuelve con ellos, sujetándolos con imperdibles. Luego cubre los trapos con capas de papel higiénico que pega con cinta adhesiva. Tarda un buen rato, pero, cuando termina, me miro en el espejo. Soy una momia. Alzo los hombros y voy tambaleándome de un lado a otro.

—¡Uuuh! Das mucho miedo —dice mi madre.

Me lleva en coche a la escuela. Empezamos el desfile. Cuanto más camino más se me sueltan los trapos. Entonces, a unas dos manzanas, empieza a llover. Cuanto me quiero dar cuenta el papel higiénico ya se está deshaciendo. Los trapos me cuelgan. No tardan en caerse y se me quedan en los tobillos, en las muñecas y en el cuello, se me ve la camiseta y los pantalones del pijama, que mi madre pensó que serían la ropa interior más adecuada.

—¡Mirad a Charley! —chillan los demás niños. Se están riendo. Yo me estoy poniendo colorado. Quiero desaparecer, pero ¿adónde vas en mitad de un desfile?

Los padres esperan con las cámaras en el patio del colegio y yo llego hecho un revoltijo de trapos y trozos colgantes de papel higiénico mojado. Enseguida veo a mi madre. Ella se lleva la mano a la boca al verme. Rompo a llorar.

—¡Me has destrozado la vida! —le grito.