—¿Charley?

Lo que más recuerdo de cuando me escondí en aquel porche trasero es la rapidez con la que me quedé sin aliento. Estaba frente a la nevera, moviéndome pesadamente, y al cabo de un segundo el corazón me latía con tanta fuerza que pensé que no habría oxígeno suficiente para sustentarlo. Estaba temblando. Tenía la ventana de la cocina a mis espaldas, pero no me atreví a mirar por ella. Había visto a mi madre muerta y ahora había oído su voz. Ya me había roto partes del cuerpo en otras ocasiones, pero aquélla fue la primera vez que me preocupaba haberme dañado la cabeza.

Me quedé allí, con el pecho palpitante y la mirada clavada en el suelo de tierra que tenía frente a mí. Cuando éramos niños a aquello lo llamábamos nuestro «jardín», pero no era más que un cuadrado de césped. Se me ocurrió cruzarlo dando saltos hacia una casa vecina.

Entonces se abrió la puerta.

Y salió mi madre.

Mi madre.

Allí mismo. En aquel porche.

Y se volvió hacia mí.

Y dijo:

—¿Qué estás haciendo aquí afuera? Hace frío.

Bueno, no sé si puedo explicar el salto que di. Es como bajarse del planeta. Está todo lo que sabes y todo lo que ocurre. Cuando las dos cosas no coinciden, tienes que elegir. Vi a mi madre, viva, frente a mí. La oí volviendo a pronunciar mi nombre. «¿Charley?» Era la única persona que me llamaba así.

¿Acaso estaba alucinando? ¿Debía avanzar hacia ella? ¿Era como una burbuja que estallaría? Lo cierto es que en aquellos momentos mis miembros parecían pertenecer a otra persona.

—¿Charley? ¿Qué ocurre? Estás lleno de cortes.

Ella llevaba unos pantalones azules y un jersey blanco —al parecer siempre iba vestida de calle, daba igual lo temprano que fuera— y no parecía haber envejecido desde la última vez que la había visto, el día en que cumplió setenta y nueve años, con esas gafas de montura roja que le regalaron. Volvió suavemente las palmas de las manos y con la mirada me indicó que me acercara y… no sé, esas gafas, su piel, su cabello, su manera de abrir la puerta trasera como solía hacer cuando yo tiraba las pelotas de tenis que había en el tejado de nuestra casa. Algo se fundió en mi interior, como si su rostro despidiera calor. Me recorrió la espalda. Descendió hasta mis tobillos. Entonces algo se rompió, la barrera entre la fe y la incredulidad, y casi pude oír el chasquido.

Me di por vencido. Me bajé del planeta.

—¿Charley? —dijo ella—. ¿Qué te pasa? Hice lo que habrías hecho tú.

Me abracé a mi madre como si no fuera a soltarla nunca.