Chick regresa a su antigua casa

Para entonces, el sol de la mañana apenas asomaba por el horizonte y llegaba hasta mí como un lanzamiento bajo brazo por entre las casas de mi antiguo vecindario. Me protegí los ojos con la mano. Como estábamos a principios de octubre, ya había montones de hojas apiladas contra el bordillo; más hojas de las que recordaba de los otoños que pasé allí y menos espacio abierto en el cielo. Creo que en lo que más reparas cuando hace tiempo que no estás en casa es en lo mucho que han crecido los árboles en tu recuerdo.

Pepperville Beach. ¿Sabes por qué se llama así? Casi resulta embarazoso. Hace años, algún empresario que creía que la ciudad sería más impresionante si tuviéramos playa, aunque aquí no hubiera mar, había llenado una pequeña parcela con arena que trajeron en camiones. Dicho empresario entró a formar parte de la cámara de comercio y consiguió incluso que le cambiaran el nombre a la ciudad —Pepperville Lake, el lago Pepperville, se convirtió en Pepperville Beach, la playa Pepperville—, a pesar del hecho de que nuestra «playa» tenía unos columpios y un tobogán y de que en cuanto había doce familias ya tenías que sentarte en la toalla de otra persona. Para los que crecíamos aquí se convirtió en una especie de broma. Decíamos: «¡Eh! ¿Quieres que vayamos a la playa?» o «¡Qué bien, me parece que hoy hace día de playa!», porque sabíamos que no engañábamos a nadie.

En cualquier caso, la casa se encontraba cerca del lago —y de la «playa»— y mi hermana y yo la habíamos conservado después de la muerte de nuestra madre porque supongo que albergábamos la esperanza de que algún día llegara a valer algo. Para ser sincero, nunca tuve valor para venderla.

Entonces me encaminé a aquella casa, encorvado como un fugitivo. Había abandonado el escenario de un accidente y seguramente alguien habría encontrado el coche, el camión, la valla publicitaria rota, la pistola. Me dolía todo el cuerpo, sangraba y todavía estaba medio aturdido. Esperaba oír las sirenas de la policía en cualquier momento…, aún con más motivo tenía que suicidarme primero.

Subí tambaleándome por los escalones del porche. Encontré la llave que escondíamos debajo de una piedra falsa en un arriate de flores (una idea de mi hermana). Miré a ambos lados por encima del hombro y no vi nada, ni policía, ni gente, ni un solo automóvil en ninguna dirección; empujé la puerta para abrirla y entré.

La casa olía a humedad y también se notaba un débil y dulce olor a limpiador de alfombras, como si alguien hubiera lavado la nuestra recientemente (¿el conserje al que pagábamos, quizá?). Pasé junto al armario del vestíbulo y junto a la barandilla por la que solíamos deslizamos cuando éramos pequeños. Entré en la cocina con su viejo suelo de baldosas y sus armarios de madera de cerezo. Abrí la nevera porque buscaba algo que tuviera alcohol; a esas alturas ya era un acto instintivo.

Y retrocedí.

Había comida en el interior.

Recipientes de plástico. Sobras de lasaña. Leche descremada. Zumo de manzana. Yogur de frambuesas. Por un fugaz momento me pregunté sí alguien se habría instalado allí, algún ocupante ilegal, y si aquélla era entonces su casa, el precio a pagar por descuidarla tanto tiempo.

Abrí un armario. Había té Lipton y un frasco de café Sanka. Abrí otro armario. Azúcar. Sal Morton. Pimentón dulce. Orégano. Vi un plato en el fregadero, en remojo bajo las burbujas. Lo saqué y volví a sumergirlo, como si intentara volver a dejarlo en su sitio.

Entonces oí algo.

Provenía del piso de arriba.

—¿Charley?

Otra vez.

—¿Charley?

Era la voz de mi madre.

Salí corriendo por la puerta de la cocina con los dedos mojados de agua jabonosa.