Tengo cinco años. Vamos andando al supermercado Fanelli’s. Una vecina con albornoz y rulos de color rosa abre la puerta mosquitera y llama a mi madre. Mientras ellas hablan yo voy paseando hasta el patio trasero de la casa de al lado.
De repente, salido de la nada, un pastor alemán se abalanza sobre mí, ¡guauauuuu! Está atado a una cuerda de tender, ¡guauauuu! Se levanta sobre las patas traseras, tirando de la correa, ¡guauuauuu!
Me doy la vuelta rápidamente y echo a correr. Voy chillando. Mi madre viene corriendo hacia mí.
—¿Qué? —grita, agarrándome de los codos—. ¿Qué pasa?
—¡Un perro!
Mi madre suelta aire.
—¿Un perro? ¿Dónde? ¿Ahí detrás?
Digo que sí con la cabeza, llorando.
Me hace dar la vuelta a la casa. Ahí está el perro, que empieza a aullar de nuevo.
¡Guauauauuuuu! Retrocedo de un salto, pero mi madre me hace avanzar de un tirón. Y se pone a ladrar.
Ladra. Hace el mejor ladrido que nunca oí hacer a un humano.
El perro se agacha, gimoteando. Mi madre se da la vuelta.
—Tienes que enseñarles quién manda, Charley —me dice.
(sacado de una lista que había en un cuaderno hallado entre las pertenencias de Chick Benetto)