Las veces que no apoyé a mi madre

Es Halloween. Ya tengo dieciséis años y soy demasiado mayor para salir a recorrer las casas. Pero mi hermana quiere que la acompañe después de cenar —está convencida de que los dulces que te dan son mejores cuando es de noche—, de manera que accedo a regañadientes siempre y cuando mi nueva novia, Joanie, pueda venir con nosotros. Joanie es una animadora de segundo curso y yo, en aquellos momentos, soy una estrella del equipo universitario de béisbol.

—Vayamos lejos y así conseguiremos golosinas diferentes —sugiere mi hermana.

Fuera hace frío y vamos de casa en casa con las manos hundidas en los bolsillos. Roberta recoge sus golosinas en una bolsa de papel. Yo llevo mi chaqueta de béisbol. Joanie lleva su jersey de animadora.

—¡Truco o trato! —chilla mi hermana cuando se abre una puerta.

—¡Vaya! ¿Y tú quién eres, querida? —pregunta la mujer. Calculo que debe tener la misma edad que mi madre, más o menos, pero es pelirroja, lleva puesto un vestido de estar por casa y tiene las cejas muy mal dibujadas.

—Soy un pirata —responde Roberto—. ¡Grrr…!

La mujer sonríe y echa una chocolatina en la bolsa de mi hermana como si estuviera dejando un penique en el banco. Cae dentro con un ¡plaf!

—Yo soy su hermano —tercio yo.

—Yo… voy con ellos —dice Joanie.

—¿Conozco a vuestros padres?

Está a punto de dejar caer otra chocolatina en la bolsa de mi hermana.

—Mi madre es la señora Benetto —contesta Roberta.

La mujer se detiene. Retira la chocolatina.

—Querrás decir la señorita Benetto, ¿no? —dice la mujer.

Ninguno de nosotros sabe qué decir. La expresión de la mujer ha cambiado y las cejas dibujadas descienden, tensas.

—Ahora escúchame, cielo. Dile a tu madre que a mi esposo no le hace ninguna falta ver su pequeño desfile de moda frente a su tienda cada día. Dile que no se haga ilusiones, ¿me has oído? Que no se haga ilusiones.

Joanie me mira. A mí me arde la nuca.

—¿Puedo coger esa también? —pregunta Roberta con los ojos puestos en el chocolate.

La mujer se arrima más la chocolatina al pecho.

—Vamos, Roberta —le digo entre dientes, y me la llevo de un tirón.

—Debe de ser cosa de familia —espeta la mujer—. Queréis tenerlo todo. ¡Dile lo que te he dicho! ¡Que no se haga ilusiones! ¿Me has oído?

Nosotros ya hemos cruzado medio jardín.