Mi madre me escribía notas constantemente. Me las daba con disimulo siempre que me dejaba en algún sitio. Nunca lo entendí, pues cualquier cosa que hubiera tenido que decirme podría habérmela dicho entonces y ahorrarse así el papel y el horrible sabor de la goma del sobre.
Creo que la primera nota me la dio el día que empecé a ir al colegio en 1954. ¿Qué tendría yo? ¿Unos cinco años? El patio de la escuela estaba lleno de niños que gritaban y corrían por ahí. Nos acercamos; una mujer con una boina negra hacía formar a los niños en filas delante de los maestros y yo no le solté la mano a mi madre. Vi que las otras madres les daban un beso a sus hijos y se alejaban. Debí de empezar a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó mi madre.
—No te vayas.
—Estaré aquí cuando salgas.
—No.
—No pasa nada. Estaré aquí.
—¿Y si no te encuentro?
—Me encontrarás.
—¿Y si te pierdo?
—No puedes perder a tu madre, Charley.
Sonrió. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y me entregó un pequeño sobre azul.
—Toma —dijo—. Si me echas muchísimo de menos puedes abrirlo.
Me enjugó las lágrimas con un pañuelo de papel que sacó del bolso, me abrazó y se despidió. Todavía la veo caminando de espaldas, lanzándome besos, con los labios pintados de carmín de Revlon y el cabello recogido por encima de las orejas. Le dije adiós agitando la carta. Me imagino que no se le ocurrió pensar que era mi primer día de escuela y que no sabía leer. Así era mi madre. Lo que contaba era la intención.
Dicen que conoció a mi padre junto al lago Pepperville la primavera de 1944. Ella estaba nadando y él jugaba a lanzarse una pelota de béisbol con un amigo suyo. Su amigo tiró la pelota demasiado alta y ésta cayó al agua. Mi madre fue nadando a cogerla. Mi padre se zambulló. Cuando salió a la superficie con la pelota, se dieron un cabezazo.
—Y ya nunca dejamos de hacerlo —decía ella.
Su noviazgo fue rápido e intenso, porque así era mi padre, que empezaba las cosas con el propósito de terminarlas. Era un joven alto y robusto, recién salido del instituto, que se peinaba con un alto tupé y conducía el LaSalle azul y blanco de su padre. Se alistó en la Segunda Guerra Mundial en cuanto pudo y le dijo a mi madre que le gustaría «ser el que matara más enemigos de toda la ciudad». Embarcó rumbo al norte de Italia, hacia los Apeninos y el valle del Po, cerca de Bolonia. En una carta que escribió desde allí en 1945 le propuso matrimonio a mi madre. «Cásate conmigo», escribió, lo cual a mí me parece más bien una orden. Mi madre accedió en una carta que escribió a vuelta de correo en un papel de tela especial que era demasiado caro para ella, pero que compró de todos modos, pues mi madre cuidaba tanto las palabras como el modo de transmitirlas.
Dos semanas después de que mi padre recibiera dicha carta, los alemanes firmaron los documentos de rendición. Iba a volver a casa.
Mi teoría era que nunca combatió lo suficiente para su gusto. Así pues, hizo su propia guerra con nosotros.
Mi padre se llamaba Leonard, pero todo el mundo lo llamaba Len; mi madre se llamaba Pauline, pero todo el mundo la llamaba Posey, como en la canción infantil, a pocketful of Posey[1]. Mi madre tenía unos ojos grandes y almendrados, un cabello largo y oscuro que casi siempre llevaba peinado en alto y un cutis aterciopelado. A la gente les recordaba a la actriz Audrey Hepburn y en nuestra pequeña ciudad no había muchas mujeres que encajaran con esa descripción. Le encantaba llevar maquillaje —rímel, delineador de ojos, colorete, de todo— y en tanto que la mayoría la consideraban «divertida» o «animada» o, más adelante, «excéntrica» u «obstinada», durante la mayor parte de mi niñez yo la consideré un fastidio.
¿Me había puesto las chanclas de goma? ¿Llevaba la chaqueta? ¿Había terminado los deberes? ¿Por qué tenía un desgarrón en los pantalones?
Siempre estaba corrigiéndome la gramática.
—Yo y Roberta vamos a… —empezaba a decir yo.
—Roberta y yo —me interrumpía ella.
—Yo y Jimmy queremos…
—Jimmy y yo —decía ella.
En la mente de un niño, los padres encajan en determinadas posturas, y la postura de mi madre era la de una mujer con los labios pintados que, inclinada, me hacía un gesto admonitorio con el dedo suplicándome que fuera mejor de lo que era. La postura de mi padre era la de un hombre en reposo, apoyado contra una pared con un cigarrillo en la mano, mirándome mientras yo me hundía o nadaba.
Visto en retrospectiva, el hecho de que ella se inclinara hacia mí y él en sentido contrario debería haberme dicho muchas cosas. Pero era un niño, ¿y qué saben los niños?
Mi madre era una protestante francesa y mi padre un católico italiano, por lo que su unión tenía un exceso de Dios, culpa y descaro. Discutían constantemente. Por los niños. Por la comida. Por la religión. Mi padre colgaba un cuadro de Jesús en la pared de fuera del baño y, mientras estaba trabajando, mi madre lo ponía en otro lugar menos llamativo. Él llegaba a casa y gritaba: «¡No puedes cambiar de sitio a Jesús, por el amor de Dios!», y ella decía: «Es un cuadro, Len. ¿Crees que Dios quiere estar colgado junto al baño?» Y él volvía a ponerlo allí.
Y al día siguiente ella lo cambiaba.
Y así una y otra vez.
Eran una mezcla de orígenes y culturas, pero si mi familia era una democracia, el voto de mi padre valía por dos. Él decidía lo que teníamos que cenar, de qué color pintar la casa, de qué banco ser clientes y qué canal ver en la televisión. El día en que nací, él informó a mi madre, diciendo: «Al niño lo bautizarán en la iglesia católica», y no hubo más que hablar.
Lo curioso es que él no era un hombre religioso. Después de la guerra, mi padre, que tenía una licorería, estaba más interesado en los beneficios que en las profecías. Y por lo que a mí concernía, lo único que yo tenía que adorar era el béisbol. Ya me lanzaba la pelota antes de que supiera andar. Me dio un bate de béisbol antes de que mi madre me dejara utilizar las tijeras. Dijo que algún día podía llegar a la liga nacional si tenía un «plan» y si «me ceñía al plan».
Cuando eres tan pequeño, claro está, sigues los planes de tus padres, no los tuyos.
Así pues, cuando tenía siete años buscaba en el periódico las tablas de puntuaciones de los que iban a contratarme en el futuro. Tenía un guante en la licorería de mi padre por si éste podía robarle unos minutos al trabajo y lanzarme la pelota en el aparcamiento. En algunas ocasiones hasta me llevaba puestas las zapatillas de clavos a la misa de los domingos, porque nos íbamos a los partidos de la American Legion justo al terminar el último cántico. Cuando se referían a la iglesia como a la «Casa de Dios» me preocupaba que al Señor no le gustara que mis zapatillas se clavaran en sus suelos. Una vez intenté permanecer de puntillas, pero mi padre me susurró «¿Qué demonios estás haciendo?», y bajé los pies enseguida.
A mi madre, en cambio, no le gustaba el béisbol. Ella había sido la única hija de una familia pobre y durante la guerra había tenido que dejar la escuela para ponerse a trabajar. Se sacó el diploma del instituto estudiando por las noches y después fue a la escuela de enfermería. Respecto a mí, ella sólo tenía en la cabeza los libros y la universidad, y las puertas que éstos me abrirían. Lo mejor que podía decir sobre el béisbol era que «te proporciona un poco de aire fresco».
No obstante, mi madre asistía a los partidos. Se sentaba en las gradas con sus grandes gafas de sol y el cabello bien peinado en la peluquería local. A veces la miraba desde la caseta y la veía contemplando el horizonte. Pero cuando me tocaba batear, ella aplaudía y gritaba «¡Eeeeei, Charley!», y supongo que eso era lo único que me importaba. Mi padre, que fue el entrenador de todos los equipos en los que jugué hasta el día en que se largó, me pillaba mirándola y me gritaba: «¡La vista en la pelota, Chick! ¡Ahí arriba no hay nada que vaya a ayudarte!»
Supongo que mamá no formaba parte del «plan».
De todos modos, puedo decir que adoraba a mi madre, de ese modo en que los chicos adoran a sus madres al mismo tiempo que no saben valorarlas. Ella hacía que resultara sencillo. Para empezar, era divertida. No le importaba mancharse la cara de helado para reírse. Hacía voces extrañas, como la de Popeye el Marino o la voz ronca de Louis Armstrong diciendo «Si no lo llevas dentro no puedes sacarlo soplando». Me hacía cosquillas y dejaba que yo se las hiciera a ella, que apretaba los codos mientras se reía. Iba a arroparme todas las noches, me alborotaba el pelo y me decía: «Dale un beso a tu madre.» Me decía que era un chico inteligente y que eso era un privilegio, se empeñaba en que leyera un libro cada semana y me llevaba a la biblioteca para asegurarse de que así fuera. A veces se vestía de un modo demasiado llamativo y cantaba con la música que escuchábamos, cosa que me molestaba. Pero entre nosotros no hubo nunca, ni por un momento, ningún problema de confianza.
Si mi madre lo decía, yo me lo creía.
No es que fuera poco exigente conmigo, no me entendáis mal. Me daba bofetones. Me regañaba. Me castigaba. Pero me quería. Me quería mucho. Me quería cuando me caía de los columpios. Me quería cuando pisaba el suelo con los zapatos llenos de barro. Me quería a pesar de los vómitos, los mocos y las rodillas ensangrentadas. Me quería con mis idas y venidas, en mis peores y mejores momentos. Tenía un pozo sin fondo lleno de amor para mí.
Su único defecto era que no me obligaba a esforzarme para conseguirlo.
Verás, ésta es mi teoría: los niños persiguen el amor que les es esquivo y, en mi caso, ése era el amor de mi padre. Él lo tenía guardado, como si fueran unos papeles en un maletín. Y yo no dejaba de intentar meterme allí dentro.
Años después, tras la muerte de mi madre, hice una lista de «Las veces que mi madre me apoyó» y «Las veces que no apoyé a mi madre». El desequilibrio resultante era muy triste. ¿Por qué los niños presuponen tanto de uno de sus padres y relegan al otro a una posición inferior, más despegada?
Quizá es como decía mi viejo: Puedes ser el niño de mamá o el niño de papá, pero no puedes ser ambas cosas. De modo que te aferras a aquél que crees que podrías perder.