—Bueno, Rose —decía mi madre cuando volví a entrar en la habitación—, vas a estar preciosa. Es cuestión de media hora.

—¿Quién llamaba, cariño? —me preguntó Rose.

Meneé la cabeza a duras penas. Me temblaban los dedos.

—¿Charley? ¿Estás bien? —me preguntó mi madre.

—No era… —tragué saliva—. No han dicho nada.

—Quizá fuera un vendedor —dijo Rose—. Tienen miedo cuando es un hombre quien contesta al teléfono. Les gustan las ancianas como yo.

Me senté. De repente me sentí exhausto, demasiado cansado para mantener la barbilla erguida. ¿Qué acababa de ocurrir? Cuanto más pensaba en ello, más me mareaba.

—¿Estás cansado, Charley? —me preguntó mi madre.

—Tan sólo… dame un segundo.

Se me cerraron los ojos de golpe.

—Duerme —oí que decía una voz, pero estaba tan agotado que no supe cuál de ellas fue.