Hijos avergonzados

Rose tenía la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en el fregadero, y mi madre le mojaba el cabello con cuidado con un acoplamiento colocado en el grifo. Por lo visto habían elaborado toda una rutina. Colocaban almohadas y toallas hasta que la cabeza de Rose quedaba apoyada de esa manera y mi madre podía pasar la mano libre por su cabello húmedo.

—¿Está bastante caliente, cielo? —decía mi madre.

—Oooh, sí, querida. Está bien —Rose cerró los ojos—. ¿Sabes, Charley? Tu madre me hace de peluquera desde que yo era mucho más joven.

—Eres joven de espíritu, Rose —dijo mi madre.

—Es lo único que tengo joven.

Se rieron.

—Cuando iba a la peluquería siempre preguntaba por Posey. Si Posey no estaba, volvía al día siguiente. «¿No quiere que la peine otra persona?», me preguntaban. Pero yo decía: «A mí sólo me toca Posey.»

—Eres muy amable, Rose —dijo mi madre—, pero las otras chicas lo hacían muy bien.

—Oh, calla, querida. Deja que fanfarronee. Tu madre, Charley, siempre tenía tiempo para mí. Y cuando se me hizo demasiado difícil ir al salón de belleza, ella venía a mi casa, cada semana.

Dio unos golpecitos en el antebrazo de mi madre con sus dedos temblorosos.

—Gracias por todo eso, querida.

—De nada, Rose.

—Además, eras una belleza.

Vi que mi madre sonreía. ¿Cómo podía estar tan orgullosa de lavarle el pelo a alguien en un fregadero?

—Deberías ver a la hijita de Charley, Rose —dijo mi madre—. Ella sí que es una belleza. Es una pequeña rompecorazones.

—¿Ah sí? ¿Cómo se llama?

—Maria. ¿No es una rompecorazones, Charley?

¿Cómo podía responder a eso? La última vez que nos habíamos visto fue el día en que murió mi madre, hacía ocho años. Maria todavía era una adolescente. ¿Cómo podía explicarle lo que había pasado desde entonces? ¿Que había salido de la vida de mi hija? ¿Que ahora ella tenía otro apellido? ¿Que había caído tan bajo que no me habían dejado ir a la boda? Antes ella me quería, de verdad. Venía corriendo a recibirme cuando llegaba a casa del trabajo, con los brazos levantados y gritando: «¡Aúpame, papá!» ¿Qué ocurrió?

—Maria se avergüenza de mí —mascullé al fin.

—No seas bobo —dijo mi madre.

Me miró y frotó el champú entre las palmas de las manos. Yo bajé la cabeza. Me moría por echar un trago. Notaba la mirada de mi madre posada en mí. Oía cómo sus dedos trabajaban el cabello de Rose. De todas las cosas de las que me sentía avergonzado delante de mi madre, la peor era la de ser un padre pésimo.

—¿Sabes una cosa, Rose? —dijo de pronto—. Charley nunca dejó que le cortara el pelo. ¿Te lo puedes creer? Se empeñaba en ir al barbero.

—¿Por qué, querida?

—Bueno, ya sabes. Llegan a una edad en la que todo es «Vete, mamá, vete».

—Los hijos se avergüenzan de sus padres —dijo Rose.

—Los hijos se avergüenzan de sus padres —repitió mi madre.

Era cierto que, cuando era adolescente, rechazaba a mi madre. Me negaba a sentarme a su lado en el cine. Intentaba evitar sus besos. Me sentía incómodo con su figura femenina y me enojaba que fuera la única mujer divorciada de por aquí. Yo quería que se comportara como las otras madres, que llevara ropa de estar por casa, que hiciera álbumes de recortes, que horneara bizcochos de chocolate y nueces.

—A veces los hijos dicen cosas muy desagradables, ¿verdad, Rose? Te entran ganas de preguntar, ¿de quién será este niño?

Rose se rió.

—Pero, normalmente, lo que pasa es que están sufriendo por algo. Necesitan resolverlo.

Me lanza una mirada.

—Recuérdalo, Charley. A veces los hijos quieren hacerte el mismo daño que sufren ellos.

«¿Hacerte el mismo daño que sufren ellos?» ¿Era eso lo que yo había hecho? ¿Había querido ver en el rostro de mi madre el rechazo que sentía por parte de mi padre? ¿Acaso mi hija me había hecho lo mismo?

—No lo hice con ninguna intención, mamá —susurré.

—¿El qué?

—Sentirme avergonzado. De ti, de tu ropa o… de tu situación.

Ella se enjuagó el champú de las manos y luego dirigió el chorro de agua a la cabeza de Rose.

—Un niño que se avergüenza de su madre —dijo— no es más que un niño que no ha vivido lo suficiente.

En el cuarto de estar había un reloj de cuco que rompió el silencio con leves campanadas y un ruido mecánico de algo que se deslizaba. Mi madre le estaba recortando el pelo a Rose con un peine y unas tijeras.

Sonó el teléfono.

—Charley, querido —dijo Rose—, ¿puedes cogerlo por mí?

Me dirigí a la habitación de al lado, siguiendo el timbre hasta que vi un teléfono colgado en el exterior de la pared de la cocina.

—¿Diga? —dije en el auricular.

Y todo cambió.

—¿CHARLES BENETTO?

Era la voz de un hombre que gritaba.

—¡CHARLES BENETTO! ¿PUEDE OÍRME, CHARLES?

Me quedé helado.

—¿CHARLES? ¡SÉ QUE PUEDE OÍRME! ¡CHARLES! ¡HA HABIDO UN ACCIDENTE! ¡HÁBLENOS!

Con mano temblorosa, volví a colgar el auricular.