Ha encontrado mis cigarrillos. Están en el cajón de los calcetines. Tengo catorce años.
—¡Es mi habitación! —grito.
—¡Charley! ¡Ya hemos hablado de esto! ¡Te dije que no fumaras! ¡Es lo peor que puedes hacer! ¿Qué te pasa?
—¡Eres una hipócrita!
Se detiene. Se le tensa el cuello.
—No utilices esa palabra.
—¡Tú fumas! ¡Eres una hipócrita!
—¡No utilices esa palabra!
—¿Por qué no, mamá? Siempre quieres que utilice palabras complicadas en una frase. Esto es una frase. Tú fumas. Yo no puedo hacerlo. ¡Mi madre es una hipócrita!
Me estoy moviendo mientras le grito, y el movimiento parece darme fuerza, seguridad, como si así ella no pudiera pegarme. Esto sucede después de que mi madre haya aceptado un trabajo en el salón de belleza y en lugar de su uniforme blanco de enfermera va a trabajar con ropa de moda, como los pantalones Capri y la blusa color turquesa que lleva ahora. Esa ropa realza su figura. La detesto.
—Me los voy a llevar —grita al tiempo que coge los cigarrillos—. ¡Y hoy no vas a salir, señorito!
—¡No me importa! —la fulmino con la mirada—. ¿Y por qué tienes que vestirte así? ¡Me das asco!
—¿Qué has dicho? —la emprende a bofetadas conmigo—. ¿QUÉ HAS DICHO? ¿Que te doy —¡paf!— asco? ¿Te doy —¡paf!— asco? —¡paf!—. ¿Eso es lo que —¡paf!— has dicho? —¡paf, paf!—. ¿Es eso? ¿Eso es lo que PIENSAS DE MÍ?
—¡No! ¡No! —grito—. ¡Para!
Me cubro la cabeza y me escabullo. Bajo las escaleras corriendo y salgo a la calle por el garaje. No vuelvo hasta mucho después de anochecer. Cuando finalmente regreso a casa, la puerta de su dormitorio está cerrada y me parece oírla llorar. Me voy a mi habitación. Los cigarrillos siguen allí. Enciendo uno y yo también empiezo a llorar.