Rose

Seguimos andando por el viejo barrio. A estas alturas ya me he acostumbrado a una nebulosa aceptación de toda esta… ¿Cómo llamarla?… ¿Locura transitoria? Iría con mi madre adondequiera que ella quisiera ir hasta que lo que fuera que hubiese hecho me pasara factura. Para ser sincero, una parte de mí no quería que aquello terminara. Cuando aparece ante ti una persona querida a la que habías perdido, es tu mente la que se resiste, no tu corazón.

Su primera «cita» vivía en una pequeña casa de ladrillo en el centro de la calle Lehigh, a tan sólo dos manzanas de nuestra casa. El porche estaba cubierto con un toldo y en él había una jardinera llena de guijarros. El aire matutino parecía entonces demasiado frío y había una luz extraña que hacía que los bordes del escenario estuvieran definidos con demasiada nitidez, como si estuvieran dibujados con tinta. Todavía no había visto a ninguna otra persona, pero era media mañana y la mayoría de la gente estaría trabajando.

—Llama —me dijo mi madre.

Llamé.

—Es dura de oído. Llama más fuerte.

Di unos golpes en la puerta.

—Vuelve a llamar.

Aporreé la puerta.

—No tan fuerte —dijo.

Por fin se abrió la puerta. Una anciana vestida con una bata y apoyada en un andador apretó los labios en una sonrisa turbada.

—Buenos díííaaas, Rose —entonó mi madre—. He traído a un joven conmigo.

—¡Oooh! —dijo Rose. Tenía la voz tan aguda que parecía la de un pajarito—. Sí. Ya veo.

—¿Te acuerdas de mi hijo Charley?

—¡Oooh! Sí. Ya veo.

Retrocedió.

—Pasad, pasad.

Tenía una casa ordenada, pequeña y al parecer estancada en la década de 1970. La alfombra era de color azul real. Los sofás estaban cubiertos de plástico. La seguimos hacia el lavadero. Con unos pasos anormalmente pequeños y lentos, marchamos detrás de Rose y su andador.

—¿Estás teniendo un buen día, Rose? —le preguntó mi madre.

—¡Oooh, sí! Ahora que has llegado.

—¿Te acuerdas de mi hijo, Charley?

—¡Oooh, sí! Es muy guapo.

Lo dijo dándome la espalda.

—¿Cómo están tus hijos, Rose?

—¿Cómo dices?

—¿Y tus hijos?

—¡Oooh! —agitó la palma de la mano—. Vienen una vez a la semana a ver cómo estoy. Como si fuera otra tarea más.

En aquellos momentos no sabía quién o qué era Rose. ¿Una aparición? ¿Una persona de carne y hueso? Su casa parecía muy real. La calefacción estaba en marcha y todavía se percibía el olor a pan tostado del desayuno. Entramos en el lavadero, donde había una silla colocada junto al fregadero. En una radio sonaba una canción de una orquesta de jazz.

—¿Quieres apagarla, joven? —dijo Rose sin darse la vuelta—. La radio. A veces la pongo demasiado alta.

Encontré el botón del volumen y lo hice girar hasta que hizo «clic» y el aparato se apagó.

—¡Es terrible! ¿Te has enterado? —dijo Rose—. Ha habido un accidente en la autopista. Lo estaban diciendo en las noticias.

Me quedé helado.

—Un automóvil chocó con un camión y atravesó un enorme letrero. Lo derribó del todo. Terrible.

Estudié el rostro de mi madre, esperando que se diera la vuelta y exigiera mi confesión. «Admite lo que hiciste, Charley.»

—Bueno, Rose, las noticias son deprimentes —dijo, y siguió sin sacar las cosas de la bolsa.

—Oooh, sí —respondió Rose—, ya lo creo.

Un momento. ¿Lo sabían? ¿No lo sabían? Sentí un terror frío, como si alguien fuera a dar un golpe en las ventanas y pedirme que saliera.

En lugar de eso, Rose hizo girar el andador en mi dirección, luego las rodillas y después sus huesudos hombros.

—Es estupendo que pases un día con tu madre —dijo—. Es algo que los hijos deberían hacer más a menudo.

Puso una mano temblorosa en el respaldo de la silla que había junto al fregadero.

—Y ahora, Posey —dijo—, ¿todavía puedes ponerme guapa?

Quizá te estés preguntando cómo es que mi madre se convirtió en peluquera. Tal como he mencionado, había sido enfermera, una profesión que le gustaba de verdad. Poseía ese profundo pozo de paciencia para poner vendajes, sacar sangre y responder interminables preguntas preocupadas con optimistas palabras tranquilizadoras. A los pacientes masculinos les gustaba tener cerca a una persona joven y guapa. Y las pacientes femeninas le agradecían que les cepillara el pelo o las ayudara a pintarse los labios. Dudo que por aquel entonces eso formara parte del protocolo, pero mi madre maquillaba a un buen número de ocupantes de nuestro hospital del condado. Ella creía que así se sentían mejor. Ése era el objetivo de la estancia en un hospital, ¿no? «No se trata de ir allí y pudrirte», decía ella.

A veces, mientras cenábamos, se le ponía una mirada ausente y hablaba de «la pobre señora Halverson» y su enfisema o «el pobre Roy Endicott» y su diabetes. De vez en cuando dejaba de hablar sobre una persona y mi hermana preguntaba, «¿Qué ha hecho hoy la anciana señora Golinski?», y mi madre le respondía, «Se ha ido a casa, cariño». Mi padre la miraba con las cejas enarcadas y luego volvía a masticar la comida. Hasta que no me hice más mayor no caí en la cuenta de que «irse a casa» significaba «morirse». De todos modos, era en aquel momento cuando mi padre solía cambiar de tema.

En nuestro condado tan sólo había un hospital y cuando mi padre desapareció del mapa mi madre intentaba hacer todos los turnos posibles, lo cual significaba que no podía recoger a mi hermana al salir de la escuela. Así pues, era yo el que pasaba a buscar a Roberta casi todos los días, la llevaba a casa y luego cogía la bicicleta y me iba a entrenar a béisbol.

—¿Crees que papá irá hoy? —me preguntaba.

—No, idiota —decía yo—. ¿Por qué iba a venir hoy?

—Porque la hierba está crecida y tiene que cortarla —decía ella. O—: Porque hay un montón de hojas que rastrillar. —O bien—: Porque es jueves, y los jueves mamá hace costillas de cordero.

—No creo que sea un buen motivo —respondía yo.

Ella esperaba antes de hacer la siguiente pregunta lógica.

—Entonces, ¿cómo es que se marchó, Chick?

—¡No lo sé! Se marchó y ya está, ¿vale?

—Ése tampoco es un buen motivo —mascullaba ella.

Una tarde, cuando yo tenía doce años y ella siete, mi hermana y yo salimos del patio de la escuela y oímos un claxon.

—¡Es mamá! —exclamó Roberta, que salió corriendo.

Mi madre no salió del coche, lo cual era extraño. Mi madre creía que era una grosería dar bocinazos para llamar a la gente; años después le advertiría a mi hermana que no valía la pena salir con un chico que no fuera a buscarla a la puerta de casa. Pero allí estaba, sentada en el coche, de modo que seguí a mi hermana, crucé la calle y entré en el vehículo.

Mi madre no tenía buen aspecto. Tenía los ojos manchados de negro por debajo de los párpados y no dejaba de carraspear. No llevaba puesto el uniforme blanco de enfermera.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté. En aquel entonces le hablaba así.

—Dale un beso a tu madre —me dijo ella.

Incliné la cabeza por encima del asiento y me dio un beso en el pelo.

—¿Te dejaron salir pronto del trabajo? —preguntó Roberta.

—Sí, cielo, algo así.

Se sorbió la nariz. Se miró en el retrovisor y se limpió el negro de los ojos.

—¿Qué os parece si nos tomamos un helado? —dijo.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó mi hermana.

—Tengo entrenamiento —dije yo.

—Oh, ¿por qué no te saltas el entrenamiento? ¿De acuerdo?

—¡No! —protesté—. No puedes saltarte los entrenamientos; tienes que ir.

—¿Quién lo dice?

—Los entrenadores y todo el mundo.

—¡Yo quiero ir! ¡Quiero un cucurucho! —dijo Roberta.

—¿Y un helado rápido? —preguntó mi madre.

—¡He dicho que no! ¿Vale?

Levanté la cabeza y la miré directamente a los ojos. Lo que vi entonces no creo que lo hubiera visto nunca antes. Mi madre parecía perdida.

Después me enteraría de que la habían despedido del hospital. Después me enteraría de que algunos miembros del personal tenían la sensación de que distraía demasiado a los médicos, ahora que estaba soltera. Después me enteraría de que había habido un incidente con un superior y que mi madre se había quejado de una conducta inapropiada. Su recompensa por defenderse fue la sugerencia de que «esto ya no va a funcionar».

¿Y sabes lo más extraño? No sé por qué, pero supe todo esto en el instante en que la miré a los ojos. Los detalles no, por supuesto. Pero perdida quiere decir perdida, y reconocí aquella mirada porque era igual que la mía. La odié por tenerla. La odié por ser tan débil como yo.

Salí del coche y dije:

—No quiero ningún helado. Me voy a entrenar.

Mientras cruzaba la calle, mi hermana me gritó desde la ventanilla:

—¿Quieres que te traigamos un cucurucho? —y yo pensé: «Qué tonta eres, Roberta, los cucuruchos se derriten.»