Cuando mi viejo se marcha yo ya he dejado de creer en Santa Claus, pero Roberta tan sólo tiene seis años y ejecuta toda la rutina: deja galletas, escribe una nota, se acerca a hurtadillas a la ventana, señala las estrellas y pregunta: ¿Eso de ahí es un reno?
El primer mes de diciembre que pasamos solos, mi madre quiere hacer algo especial. Encuentra un disfraz completo de Santa Claus: la chaqueta roja, los pantalones rojos, las botas, la barba postiza. La víspera de Navidad le dice a Roberta que se vaya a la cama a las nueve y media y que, haga lo que haga, no se acerque al salón a las diez, cosa que, por supuesto, significa que Roberta sale de la cama cinco minutos antes de las diez para acechar como un halcón.
La sigo con una linterna. Nos sentamos en la escalera. De repente la habitación se queda a oscuras y oímos un frufrú. Mi hermana suelta un grito ahogado. Enciendo la linterna. Roberta exclama con un susurro «¡No, Chick!», y yo la apago, pero entonces, como tengo la edad que tengo, la vuelvo a encender y sorprendo a mi madre con su traje de Santa Claus y una funda de almohada en las manos. Se da la vuelta e intenta bramar: «¡Jo, jo, jo! ¿Quién anda ahí?» Mi hermana se esconde, pero, no sé por qué, yo sigo enfocando a mi madre con la luz, iluminando su rostro barbudo de modo que tiene que protegerse los ojos con la mano libre.
—¡Jo, jo! —vuelve a intentarlo.
Roberta está hecha un ovillo y mira por encima de los puños. Susurra:
—¡Apágala, Chick! ¡Vas a asustarle y se irá!
Pero yo únicamente veo la absurdidad de la situación, veo que a partir de ahora vamos a tener que fingirlo todo: fingir una mesa llena en la cena, fingir un Santa Claus femenino, fingir ser una familia en vez de tres cuartos de familia.
—Es mamá —le digo cansinamente.
—¡Jo, jo, jo! —dice mi madre.
—¡No es verdad! —replica Roberta.
—Sí que es verdad, idiota. Es mamá. Santa Claus no es una chica, boba.
Sigo enfocando a mi madre y veo que su postura cambia: echa la cabeza hacia atrás y hunde los hombros, como un Santa Claus fugitivo atrapado por la policía. Roberta se echa a llorar. Me doy cuenta de que mi madre quiere gritarme, pero si lo hace se delatará, por lo que se me queda mirando fijamente entre su gorro tejido y su barba de algodón y yo siento la ausencia de mi padre por toda la estancia. Al final deja la funda de almohada llena de pequeños regalos en el suelo y sale por la puerta de la calle sin tan siquiera añadir otro «jo, jo, jo». Mi hermana regresa corriendo a la cama, deshecha en llanto. Yo me quedo en las escaleras con mi linterna, iluminando una habitación vacía y un árbol.