No sé cuánto tiempo pasé en aquella cocina —la cabeza todavía me daba vueltas y tenía la sensación de estar grogui, como cuando te das un cabezazo con la tapa del maletero del coche—, pero en algún momento, quizá cuando mi madre dijo «come», me rendí físicamente a la idea de estar allí. Hice lo que mi madre me decía.
Pinché los huevos con el tenedor y me lo llevé a la boca.
Se podría decir que la lengua se me puso en posición de firmes. Llevaba dos días sin comer y empecé a engullir la comida como si fuera un prisionero. El hecho de masticar me distrajo de la imposibilidad de mi situación. Además, si puedo serte sincero, era tan delicioso como familiar. No sé qué tiene la comida que te hace tu madre, sobre todo cuando es algo que puede hacer cualquiera —tortas, pan de carne, ensalada de atún—, pero tiene un cierto sabor a recuerdo. Mi madre solía poner cebollino en los huevos revueltos —yo lo llamaba «las cositas verdes»—, y allí estaban otra vez.
De modo que me estaba comiendo un desayuno del pasado en una mesa del pasado con una madre del pasado.
—Come más despacio, que te va a sentar mal —dijo ella.
Eso también pertenecía al pasado.
Cuando hube terminado, se llevó los platos al fregadero y dejó correr el agua sobre ellos.
—Gracias —mascullé.
Ella levantó la mirada.
—¿Acabas de decir «gracias», Charley?
Yo le dije que sí con un leve movimiento de la cabeza.
—¿Por qué?
Me aclaré la garganta.
—¿Por el desayuno?
Ella sonrió y terminó de fregar los platos. Viéndola allí, en el fregadero, me invadió una repentina sensación de familiaridad; yo sentado a aquella mesa y ella con los platos. Habíamos mantenido muchas conversaciones desde aquella misma posición, sobre la escuela, sobre mis amigos, sobre las habladurías de los vecinos que no debía creer, y el ruido del agua en el fregadero siempre nos hacía alzar la voz.
—No puedes estar aquí… —empecé a decir. Entonces me callé. Después de esa frase ya no pude seguir.
Ella cerró el grifo y se secó las manos con una toalla.
—Mira qué hora es —dijo—. Tenemos que irnos.
Se inclinó y me cogió el rostro entre las manos. Tenía los dedos calientes y húmedos por el agua del fregadero.
—De nada —dijo—, por el desayuno.
Agarró el bolso de la silla.
—Ahora sé un buen chico y ponte el abrigo.