—¿Puedes quedarte todo el día? —pregunta mi madre.
Estaba de pie frente a la cocina económica, haciendo huevos revueltos con una espátula de plástico. Ya habían saltado las tostadas. Sobre la mesa había un pedazo de mantequilla y una cafetera al lado. Yo estaba allí, desplomado en la silla, todavía me sentía aturdido y me costaba incluso tragar saliva. Tenía la sensación de que si me movía con demasiada brusquedad me iba a estallar todo. Ella se había atado un delantal en la cintura y, en los minutos que habían pasado desde que la vi, se había comportado como si aquél fuera un día como otro cualquiera, como si la hubiera sorprendido haciéndole una visita y, a cambio, me estuviera preparando el desayuno.
—¿Puedes, Charley? —dijo—. ¿Puedes pasar un día con tu madre?
Oigo el chisporroteo de la mantequilla y los huevos.
—¿Mmm? —dijo.
Levantó la sartén y se acercó.
—¿Por qué estás tan callado?
Tardé unos segundos en poder responder, como si estuviera recordando las instrucciones para hacerlo.
¿Cómo hablas con los muertos? ¿Se utilizan otras palabras? ¿Un código secreto?
—Mamá —susurro finalmente—, esto es imposible.
Ella saca los huevos de la sartén y me los echa en el plato con brío. Observo cómo sus manos sarmentosas manejan la espátula.
—Come —me dice.