Ahora los padres que se divorciaban informaban a sus hijos como si formaran un equipo. Los sentaban a todos. Explicaban las nuevas reglas. Mi familia se vino abajo antes de aquella época de progresismo; cuando mi padre se fue, se fue.

Después de pasarse unos días llorando, mi madre se pintó los labios, se puso rimmel, hizo patatas fritas y al darnos los platos dijo:

—Papá ya no va a vivir más aquí. —Y eso fue todo. Fue como un cambio de decorado en una obra de teatro.

Ni siquiera recuerdo cuándo se llevó sus cosas. Un día volvimos de la escuela y la casa parecía más espaciosa. Sobraba espacio en el armario del vestíbulo de entrada. En el garaje faltaban cajas y herramientas. Recuerdo que mi hermana lloraba y preguntaba: «¿Papá se ha marchado por mi culpa?», prometiéndole a mi madre que se portaría mejor si él regresaba. Recuerdo que yo también tenía ganas de llorar, pero ya había caído en la cuenta de que ahora éramos tres, no cuatro, y que yo era el único varón. Incluso con once años, me sentía obligado para con el género masculino.

Además, cuando lloraba, mi padre solía decirme que levantara el ánimo. «Levanta el ánimo, muchacho, levanta el ánimo.» Y, al igual que todos los niños cuyos padres se separan, intentaba comportarme de un modo que trajera de vuelta al ausente. Así pues, nada de lágrimas, Chick. Tú no.

Durante los primeros meses creímos que sería algo temporal. Una discusión. Un período de reflexión. Los padres se pelean, ¿no? Los nuestros sí lo hacían. Mi hermana y yo escuchábamos sus discusiones desde lo alto de la escalera, yo con mi camiseta blanca y ella con su pijama amarillo pálido y sus zapatillas de danza. A veces discutían por nosotros:

—¿Por qué no te encargas tú, Len, para variar?

—Tampoco hay para tanto.

—¡Sí, sí que hay para tanto! ¡Siempre soy yo la bruja que tiene que decírselo a ellos!

O por el trabajo:

—¡Podrías prestar más atención, Posey! ¡Esa gente del hospital no son los únicos que importan!

—Están enfermos, Len. ¿Quieres que les diga que lo siento, pero que mi marido necesitaba que le planchara las camisas?

O por el béisbol:

—¡Es demasiado, Len!

—Podría llegar a ser alguien.

—¡Mírale! ¡Está siempre exhausto!

A veces, sentados en aquellas escaleras, mi hermana se tapaba los oídos y lloraba. Pero yo intentaba escuchar. Era como entrar a hurtadillas en un mundo de adultos.

Sabía que mi padre trabajaba hasta tarde, que en los últimos años pasaba algunas noches fuera, visitando a sus distribuidores de licores, y le decía a mi madre:

—Mira, Posey, si no les das cháchara, esos tipos te destripan como a un pez.

Yo sabía que estaba montando otra tienda en Collingswood, a una hora de distancia, y que trabajaba allí algunos días a la semana. Sabía que una tienda nueva significaría «más dinero y un coche mejor». Sabía que a mi madre no le gustaba la idea.

De modo que sí, discutían, pero nunca imaginé que eso tuviera consecuencias. En aquel entonces los padres no se separaban. Solucionaban las cosas. Seguían en el equipo.

Recuerdo una boda en la que mi padre vestía un esmoquin alquilado y mi madre llevaba un vestido de un rojo brillante. En el banquete salieron a bailar. Vi que mi madre levantaba la mano derecha. Vi que mi padre ponía su manaza encima. Aunque yo era muy joven, advertí que eran la pareja más apuesta de toda la pista de baile. Mi padre era un hombre alto, de figura atlética que, a diferencia de otros padres, tenía un vientre plano debajo de su camisa blanca de canalé. ¿Y mi madre? Bueno, a ella se la veía feliz, sonriente con su cremoso lápiz de labios rojo. Y cuando se la veía feliz, todo el mundo quedaba relegado a un segundo plano. Bailaba tan bien que no podías evitar mirarla, y su brillante vestido rojo parecía iluminarse con sus movimientos. Oí que algunas mujeres mayores de la mesa decían entre dientes: «¡Eso es pasarse!» y «¡Un poco de recato!», pero supe que lo que ocurría es que le tenían envidia porque no estaban tan guapas como ella.

Así es como yo veía a mis padres. Se peleaban, pero bailaban. Tras la desaparición de mi padre yo pensaba constantemente en esa boda. Casi mi convencí de que volvería para ver a mi madre con ese vestido rojo. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero con el tiempo dejé de pensar en ello. Con el tiempo llegué a ver aquel acontecimiento de la misma forma en que uno mira una descolorida fotografía de unas vacaciones. No es más que un lugar al que fuiste hace mucho tiempo.

—¿Qué quieres hacer este año? —me preguntó mi madre el primer mes de septiembre después del divorcio. Estaba a punto de empezar la escuela y ella hablaba de «empezar de nuevo» y de «nuevos proyectos». Mi hermana había optado por un teatro de marionetas.

Miré a mi madre y puse la primera de un millón de caras raras.

—Quiero jugar a béisbol —respondí.