Mi padre me dijo en una ocasión: «Puedes ser el niño de mamá o el niño de papá, pero no puedes ser ambas cosas». De modo que fui el niño de papá. Imitaba su manera de andar. Imitaba su risa grave que olía a tabaco. Llevaba un guante de béisbol porque él adoraba el béisbol, y atrapaba todos sus implacables lanzamientos, incluso los que me hacían escocer tanto las manos que creía que iba a gritar.
Al salir de la escuela corría hacia la licorería que mi padre tenía en Kraft Avenue y me quedaba allí hasta la hora de la cena, jugando con cajas vacías en el almacén mientras esperaba a que él terminara. Volvíamos juntos a casa en su Buick Sedan de color azul celeste y a veces nos quedábamos sentados dentro del vehículo en el camino de entrada mientras él fumaba sus Chesterfield y yo escuchaba las noticias en la radio.
Tenía una hermana menor llamada Roberta que en aquella época iba a casi todas partes con unas zapatillas de danza de color rosa. Cuando comíamos en la cafetería local, mi madre tiraba de ella para llevarla al servicio de «señoras» —sus pies rosados se deslizaban por las baldosas— en tanto que mi padre me llevaba al de «caballeros». En mi mente infantil me figuraba que así lo asignaba la vida: yo con mi padre y ella con mi madre. Señoras. Caballeros. Niñas de mamá. Niños de papá.
Un niño de papá.
Yo era un niño de papá y lo seguí siendo hasta un caluroso y despejado sábado de primavera por la mañana, cuando iba a quinto curso. Aquel día jugábamos dos encuentros consecutivos contra los Cardenales, que vestían uniformes rojos y estaban patrocinados por la fontanería Connor’s.
El sol ya calentaba la cocina cuando entré con mis calcetines largos puestos y el guante de béisbol en la mano, y vi a mi madre sentada a la mesa fumando un cigarrillo. Mi madre era una mujer hermosa, pero aquella mañana no lo parecía. Se mordió el labio y volvió la cabeza. Recuerdo el olor a tostada quemada y pensé que se había disgustado porque había echado a perder el desayuno.
—Tomaré cereales —dije.
Saqué un cuenco del armario.
Ella carraspeó.
—¿A qué hora tienes el partido, cariño?
—¿Estás resfriada? —le pregunté.
Ella dijo que no con la cabeza y se llevó una mano a la mejilla.
—¿A qué hora es el partido?
—No lo sé —me encogí de hombros. Por aquel entonces yo todavía no llevaba reloj.
Cogí la botella de cristal de la leche y la gran caja de copos de maíz inflado. Eché los copos demasiado aprisa y algunos rebotaron, salieron del cuenco y cayeron en la mesa. Mi madre los recogió, uno a uno, y los puso en la palma de su mano.
—Te llevaré yo —susurró—. Sea a la hora que sea.
—¿Por qué no puede llevarme papá? —pregunté.
—Papá no está.
—¿Dónde está?
Ella no respondió.
—¿Cuándo va a volver?
Mi madre aplastó los copos de maíz, que se desmenuzaron convirtiéndose en un polvo parecido a la harina.
A partir de aquel día fui el niño de mamá.