Ahora, cuando digo que vi a mi madre muerta, quiero decir exactamente eso. La vi. Estaba de pie junto a la caseta, llevaba puesta una chaqueta de color azul lavanda y tenía la billetera en la mano. No dijo ni una palabra. Se limitó a mirarme.
Intenté levantarme para ir hacia ella, pero caí de nuevo y una punzada de dolor recorrió mis músculos. Quise gritar su nombre, pero de mi garganta no salía ningún sonido.
Agaché la cabeza y junté las palmas de las manos. Volví a empujar con fuerza y aquella vez me levanté a medias del suelo. Alcé la mirada.
Se había ido.
No espero que des crédito a esto que te cuento. Es una locura, lo sé. No ves a los muertos. No recibes visitas. No te caes de un depósito de agua, milagrosamente vivo tras hacer todo lo posible por suicidarte, y ves a tu querida madre muerta en la línea de la tercera base con la billetera en la mano.
Le he dado todas las vueltas que probablemente tú le estés dando ahora mismo: una alucinación, una fantasía, un ensueño de borracho, los confusos entresijos de una mente desorientada. Como digo, no espero que me creas.
Pero eso es lo que ocurrió. Ella había estado allí. Yo la había visto. Permanecí tendido en el campo durante un tiempo indeterminado, luego me puse de pie y empecé a andar. Me sacudí la arena y la suciedad de las rodillas y los antebrazos. Me salía sangre de una docena de cortes, en su mayoría pequeños, aunque había unos cuantos más grandes. Noté el sabor de la sangre en la boca.
Atajé por una zona cubierta de hierba que ya conocía. El viento matutino agitaba los árboles y traía con él una lluvia de hojas amarillas, como un pequeño y revuelto temporal. Había intentado suicidarme dos veces y había fallado. ¿No era patético?
Me encaminé hacia mi antigua casa, decidido a terminar la tarea.