La carta de mi hija llegó un viernes, cosa que me vino muy bien, puesto que me permitió correrme una juerga el fin de semana de la cual no recuerdo gran cosa. El lunes por la mañana, a pesar de darme una larga ducha fría, llegué dos horas tarde al trabajo. Una vez en la oficina no aguanté allí ni cuarenta y cinco minutos. Tenía la cabeza a punto de estallar. Aquel lugar parecía una tumba. Entré sigilosamente en el cuarto de la fotocopiadora, luego fui al baño y después me dirigí al ascensor Sin abrigo ni maletín para que, si alguien seguía atentamente mis movimientos, éstos le parecieran normales y no un mutis premeditado.
Fue una estupidez. A nadie le importaba. Trabajaba en una gran empresa con montones de vendedores que podía sobrevivir perfectamente sin mí, como ahora ya sabemos, puesto que aquel paseo desde el ascensor al aparcamiento fue lo último que hice como empleado.
Después llamé a mi ex esposa. La llamé desde un teléfono público. Estaba trabajando.
—¿Por qué? —dije cuando contestó al teléfono.
—¿Chick?
—¿Por qué? —repetí. Había tenido tres días para empapar mi ira en alcohol y eso era lo único que me salía. Dos palabras—: ¿Por qué?
—Chick —su tono se suavizó.
—¿Por qué no me invitasteis siquiera?
—Fue idea suya. Pensaron que era…
—¿Qué? ¿Más seguro? ¿Pensaron que iba a hacer algo?
—No lo sé…
—¿Ahora resulta que soy un monstruo? ¿Es eso?
—¿Dónde estás?
—¿Soy un monstruo?
—Basta.
—Me marcho.
—Mira, Chick, ya no es una niña y si…
—¿No pudiste apoyarme?
Oí que soltaba aire.
—¿Adónde te marchas?
—¿No pudiste apoyarme?
—Lo siento. Es complicado. También está la familia de él, y ellos…
—¿Sales con alguien?
—¡Oh, Chick!… Estoy en el trabajo, ¿vale?
En aquel momento me sentí más solo de lo que nunca me había sentido, y aquella soledad pareció instalarse en mis pulmones y aplastarlo todo menos mi más mínimo aliento. No había nada más que decir; ni respecto a aquel asunto ni sobre ninguna otra cosa.
—Está bien —susurré—. Lo siento.
—¿Adónde te marchas? —dijo ella.
Colgué.
Entonces me emborraché por última vez. Primero en un lugar llamado Mr. Ted’s Pub, donde el camarero era un chico flacucho y de cara redonda que probablemente no fuera mayor que el tipo con el que se había casado mi hija. Después regresé a mi apartamento y bebí un poco más. Tiré muebles al suelo. Escribí en las paredes. Creo que en realidad metí las fotos de la boda en el triturador de basura. En mitad de la noche decidí irme a casa, a Pepperville Beach, quiero decir, la ciudad en la que crecí. Estaba a dos horas en coche de distancia, pero hacía años que no iba por allí. Anduve por el apartamento, caminando en círculos como si me preparara para la marcha. No se necesitan muchas cosas para un viaje de despedida. Fui al dormitorio y saqué una pistola del cajón.
Bajé a trompicones al garaje, encontré mi coche, puse la pistola en la guantera, arrojé una chaqueta en el asiento trasero, o quizá fuera el asiento delantero, o tal vez la chaqueta ya estuviera allí, no lo sé, y salí a la calle haciendo chirriar los neumáticos. La ciudad se hallaba tranquila, las luces amarillas parpadeaban y yo iba a terminar con mi vida allí donde ésta había comenzado.
Regresaba con Dios dando tumbos. Así de sencillo.