Hacía frío y lloviznaba, pero la autopista estaba despejada y utilicé sus cuatro carriles, zigzagueando de uno a otro. Cabría pensar, cabría esperar que a alguien que iba tan borracho como yo lo parase la policía, pero no fue así. Hubo un momento en el que incluso entré en una de esas tiendas que están abiertas toda la noche y le compré seis latas de cerveza a un tipo asiático con un fino bigote.
—¿Quiere un número de lotería? —me preguntó.
Con los años había perfeccionado un aspecto de normalidad cuando iba bebido —el alcohólico ambulante— y fingí pensármelo un poco.
—Esta vez no —respondí.
Puso la cerveza en una bolsa. Percibí su mirada, dos ojos oscuros y apagados, y pensé para mí: «Ésta es la última cara que veré en la tierra». Me devolvió el cambio empujándolo por el mostrador.
Cuando vi el letrero que anunciaba mi ciudad natal —PEPPERVILLE BEACH, SALIDA A 1 MILLA— ya me había terminado dos cervezas y otra se había derramado por todo el asiento del acompañante. Los limpiaparabrisas se movían ruidosamente. Yo luchaba por mantenerme despierto. Debí de quedarme medio dormido pensando «Salida a 1 milla», porque al cabo de un rato vi otro letrero anunciando otra ciudad y me di cuenta de que había pasado de largo mi salida. Di un golpe en el salpicadero. Entonces hice girar el coche allí mismo, en medio de la autopista, y volví a avanzar en dirección contraria. No había tráfico y, de todos modos, me habría dado lo mismo. Iba a llegar a esa salida. Pisé el acelerador a fondo. No tardó en aparecer una rampa ante mi vista —la de entrada, no la de salida— y me dirigí a ella haciendo rechinar los neumáticos. Era uno de esos accesos largos que describen una curva, por lo que mantuve el volante girado mientras avanzaba rápidamente, bajando y dando la vuelta. De pronto me cegaron dos luces enormes, como dos soles gigantescos. Retumbó el claxon de un camión, hubo una colisión estremecedora, mi automóvil salió volando por encima de un terraplén y aterrizó con fuerza, dando golpes cuesta abajo. Había cristales por todas partes y latas de cerveza dando tumbos; me aferré como un loco al volante, el coche dio una sacudida hacia atrás y me lanzó boca abajo. No sé cómo, pero encontré la manija de la puerta y tiré de ella con fuerza; recuerdo imágenes fugaces de cielo oscuro y hierbajos verdes y un sonido atronador de algo sólido que caía estrepitosamente desde lo alto.
Cuando abrí los ojos estaba tendido sobre la hierba mojada. Mi coche se hallaba medio enterrado bajo una valla publicitaria de un concesionario de Chevrolet local contra la que al parecer se había estrellado. En una de esas inesperadas actuaciones de la física debí de salir despedido del vehículo antes del impacto final. No sé cómo explicarlo. Cuando quieres morir, salvas la vida. ¿Quién puede explicar eso?
Me puse de pie, lenta y dolorosamente. Tenía la espalda empapada. Me dolía todo el cuerpo. Seguía cayendo una ligera lluvia, pero reinaba el silencio, excepto por el canto de los grillos. Normalmente, llegados a ese punto, uno diría: «me alegré de seguir con vida», pero yo no puedo decirlo porque no me alegré. Levanté la vista hacia la carretera. Distinguí el camión entre la niebla como un descomunal naufragio, con la cabina torcida como si tuviera el cuello roto. Salía vapor del capó. Uno de los faros todavía funcionaba y proyectaba un solitario haz de luz que convertía los cristales rotos en diamantes que centelleaban sobre la pendiente embarrada.
¿Dónde estaba el conductor? ¿Estaba vivo? ¿Herido? ¿Sangraba? ¿Respiraba? Lo más valeroso, por supuesto, hubiera sido subir a comprobarlo, pero el valor no era mi fuerte en aquellos momentos.
Así pues, no lo hice.
En lugar de eso, bajé las manos con las palmas abiertas contra los costados, me di la vuelta hacia el sur y me encaminé a mi antigua ciudad. No estoy orgulloso de ello, pero no fue una reacción racional, en absoluto. Yo era un zombi, un robot, no me importaba nadie, incluido yo mismo (la verdad es que quien menos me importaba era yo). Me olvidé del coche, del camión, de la pistola; lo dejé todo atrás.
Mis zapatos hacían crujir la grava y oí que los grillos se reían.
No sé cuánto tiempo estuve andando. El suficiente como para que cesara la lluvia y el cielo empezara a iluminarse con los primeros indicios del alba. Llegué a las afueras de Pepperville Beach, que se distinguía por un gran depósito de agua oxidado situado justo detrás de los campos de béisbol. Trepar por los depósitos de agua era un rito de tránsito en las ciudades pequeñas como la mía y, los fines de semana, mis compañeros de entrenamiento y yo solíamos subirnos a aquél con los botes de pintura en aerosol metidos en la cinturilla de los pantalones.
Entonces me hallaba de nuevo ante aquel depósito. Empapado, viejo, destrozado, borracho y debería añadir que tal vez siendo un asesino, o eso creía, puesto que no vi al conductor del camión. No importaba, porque lo que hice a continuación fue un acto impensado, estaba decidido a hacer de aquélla la última noche de mi vida.
Encontré el pie de la escalera.
Empecé a ascender.
Tardé un poco en llegar al depósito sellado. Cuando al fin lo hice me desplomé en la pasarela jadeando, aspirando el aire. En el fondo de mi aturullada mente, una voz me reprendió por estar en tan baja forma.
Miré hacia los árboles por debajo de mí. Tras ellos vi el campo de béisbol en el que mi padre me había enseñado a jugar. Su imagen todavía desenterró recuerdos tristes. ¿Qué es lo que tiene la niñez que nunca te abandona, ni siquiera cuando estás tan destrozado que cuesta creer que alguna vez fueras niño?
El cielo se estaba iluminando. Los grillos sonaban más fuerte. Me sobrevino un repentino y fugaz recuerdo de la pequeña Maria dormida en mi pecho, cuando era tan pequeña que podías acunarla en un solo brazo y su piel olía a polvos de talco. Entonces me vi a mí mismo, empapado y sucio como estaba entonces, irrumpiendo en su boda: la música se detenía y todo el mundo levantaba la vista horrorizado, Maria más horrorizada que nadie.
Bajé la cabeza.
No me echarían de menos.
Di dos pasos corriendo, me agarré a la barandilla y me arrojé por encima.
El resto es inexplicable. No puedo decirte dónde caí ni cómo sobreviví. Lo único que recuerdo son golpes, giros, roces; di vueltas, raspé contra algo y luego vino un trompazo final. ¿Ves estas cicatrices que tengo en la cara? Me figuro que me las hice entonces. Tuve la impresión de que caía durante mucho rato.
Cuando abrí los ojos me vi rodeado de pedazos que habían caído del árbol. Las piedras me presionaban el vientre y el pecho. Levanté el mentón y vi lo siguiente: el campo de béisbol de mi juventud bajo las primeras luces del día, las dos casetas y el montículo.
Y a mi madre, que llevaba muerta varios años.