Estoy sentada en un asiento de esquina del metro. Sólo han sido dos meses, poco más de nueve semanas, he pasado dos meses descontrolada. Frente a mí se ha sentado un muchacho, con el pelo rizado caído sobre una frente redonda, camisa desabrochada, un libro abierto rígidamente sujeto con las dos manos. Le miro sin pestañear, mi cuerpo está líquido, flota. Me devuelve la mirada; dos veces ha intentado sonreír. Tengo las manos dobladas en el regazo, las palmas abiertas, una dentro de otra. No sonrío. Soy consciente de mi nuevo poder, y el muchacho sentado al otro lado del pasillo también lo es. Seguramente no es un poder nuevo, probablemente es antiguo. Simplemente no lo conocía; abandono.
Me apeo en la calle Cuatro Oeste. El muchacho estira el cuello, abre la boca cuando le devuelvo la mirada, se incorpora torpe y apresuradamente, pero las puertas ya se han cerrado. El chaval del metro lo sintió, de segunda mano. Debe filtrarse por mis poros. A lo largo de los dos últimos meses, he pasado por un proceso de aprendizaje de mí misma, todas las noches algo nuevo, una profunda corriente que se refuerza con el paso de las horas; manos sujetas encima de la cabeza, breves gemidos, mi cerebro repitiendo «esto es nuevo». Un poder nuevo y consciente: una vulnerabilidad perversa tan sólo en cuanto que es total, en todo caso natural como la hierba, o el asfalto en Nueva York. Abandono. Tómame, cualquier cosa, házmelo, cualquier cosa, tómame, cualquier cosa, mátame si te place. Pero, antes átame. Mírame, mis ojos están cerrados, tus dedos perfilados en mi mejilla, el pelo húmedo caído donde la gravedad lo hace aterrizar cuando mi cabeza se desploma sobre la almohada. Mejor aún, primero habla de pegarme, en voz baja, y espósame a la pata de la mesa y dame de comer, agachándote. Hazme comerte entre un bocado de bacalao asado y uno de patatas fritas, inclina el vaso de vino sobre mis labios hasta que el líquido fluya a mi lengua, mis ojos están cerrados, tienes que decidir cuánto hay que inclinar el vaso, no se puede contar conmigo. El vino se derrama por mi barbilla, nadie lo seca, primero, y Dios sabe qué vendrá después: gruesos verdugones y un grito ahogado por vez primera. A continuación, siguiendo los verdugones, viendo cómo la polla se te pone otra vez dura, mirando cómo sigues los verdugones, sintiendo que tu polla se pone otra vez dura, nuestros ojos enlazados.
Semanas más tarde, ya no se pueden ahogar los gritos. Quizá más tarde, un hilillo de sangre: ¿qué se siente cuando te pegan hasta hacerte sangrar?
Cuando tienes cuatro años, tener cinco es insondable. Si nunca has chillado, descontrolada, no puedes imaginar lo que se siente. Ahora sé lo que se siente, es como correrse. Hay un lejano sonido que tiene algo que ver conmigo y que seguramente no tiene nada que ver conmigo, no hay responsabilidad. Mi cuerpo sometiéndose, cediendo. Sin límites. Extraños sonidos a lo lejos, no se puede contar conmigo. Años de intermitentes imposturas a mi espalda. El poder de fingir el éxtasis, el mezquino y patético control que garantiza el jadeo-jadeo-jadeo, ah, querido. «Dinamita en la cama», susurra un hombre a su mejor amigo cuando entro en el salón, hace de eso unos años. No obstante, ni una sola vez me corrí con aquel hombre, ni una sola vez en diez meses de incansables contorsiones, y él, sin embargo, estaba satisfecho de mi respuesta. Viéndole encima, jadeaba mientras se corría entornando los párpados, la cara roja muy alta sobre mí, controlándole. Ya no controlo más. Ahora éste me ha tomado, me ha poseído, me ha hecho suya, puede tenerme entera, bienvenido sea, bienvenido.
En Broadway con la calle Veinticuatro, dan una película porno que se llama Más allá de todo límite. Más-allá-de-todo-límite, ¡qué hermoso sonido! Me ha prometido que iremos a verla.
—Iremos mucho al cine —dice—, en cuanto hayamos superado esta… fase en que estamos metidos.
Tiene razón. Hay que superar fases como ésta. La visión es demasiado borrosa, yendo así, peligrosamente borracha, por carreteras estrechas, empinadas y sinuosas, como si fueran la autopista de Nueva York, a 150 por hora, ajena a la ebriedad y a los límites de velocidad. Él es quien me lleva, abriéndome el camino con cautelosos pasos, muy sobrio, superando un límite y luego otro; los límites van cayendo en la cuneta. Hace dos meses que he perdido el control. Hace mucho tiempo que he perdido la cuenta de las veces que me corro, de las veces que digo por favor, no, por favor, ah, no. Suplico todas las noches, es hermoso suplicar. «Por favor, ¿qué?», dice en voz baja, y hace que me corra otra vez. Mi voz está muy lejos, no es en absoluto mi voz. Suplico noche tras noche, feos ronquidos de mi garganta, el estómago líquido, los muslos como jarabe tibio, descontrolada.
Escucha Santa-Virgen-María, ahora soy como tú; no necesito controlar, él lo hace todo, lo hará hasta que me mate. No puede, no me matará, ambos somos demasiado egoístas para eso. Tantas formas de abrirse siempre más caminos, una vida llena. Profundos verdugones, y un grito ahogado por vez primera. Llevo sólo nueve semanas con él, y hace mucho que hemos superado los gritos ahogados. Muchas deben ser las cosas que acostumbran a hacerse antes de sentir la necesidad que te maten. Un hilillo de sangre, por vez primera… Muchas cosas. Y recordar a cada instante: si me matas, tendrás que encontrar a otra, y ¿es fácil encontrar a una mujer como yo?