Se oyen grandes golpes en la puerta de entrada. Son las seis y media de la tarde, y he llegado hace sólo unos minutos. Cuando me asomo por encima de la cadena de seguridad, ahí le veo: los ojos en blanco, una bolsa de comestibles en el hueco de su brazo derecho, el asa de su cartera entre índice y pulgar, los demás dedos de la mano izquierda curvados sobre la parte superior de una bolsa con el logotipo de Bendel; lleva el Post, doblado a lo largo, entre los dientes. Un decidido movimiento de cabeza —el periódico zumba sobre las cabezas de apio— me hace saber que no desea que le descargue. Entra en la cocina y suelta los comestibles con ruidosa satisfacción; toma una curva cerrada, deja caer el Post en el vestíbulo y la cartera en el umbral de la puerta del dormitorio. La cartera hace mucho ruido al caer. Me guiña un ojo con marcada gravedad y deposita con ambas manos, ceremoniosamente, la bolsa de Bendel encima de la cama desecha.

—Después de cenar —dice, al ver que sonrío y frunzo el ceño—. En la calle no llevarías el periódico con los dientes —digo yo—. No —responde—. Me lo metí en la boca justo antes de llamar a la puerta con el pie. Para mayor efecto.

Me mira con gran seriedad de arriba abajo.

—¿Ahora? —pregunto después de la ensalada.

—De ninguna manera —dice—. ¿Qué crees que hacemos? ¿El ayuno dietético? Vamos a tomar una tortilla.

—A Su Majestad ya no se le ocurre nada más que cocinar. Otra vez. Sonríe con severidad:

—Y te va a encantar.

Terminada la tortilla —sus tortillas son exquisitas: rellenas de verduras crujientes, queso fundido por encima y champiñones salteados a un lado—, me aclaro la voz.

—¿Ahora?

—Desde luego —dice—, es como si nunca hubieras comido aquí. ¿No suelo arreglármelas para preparar algún postre? Tenemos baklavá. —Baklavá —gimo—. ¿Después de los huevos? Asombrosa combinación. Estoy llena.

—Como gustes —dice—. Yo la estoy saboreando desde que me miró de reojo en una grasienta confitería de Bleecker Street. Puedes mirarme mientras como.

Cuando termino de chupar las últimas gotas de miel en sus dedos, me relamo ruidosamente.

—Asqueroso —dice—. Parece que necesitas otro baño. Tienes porquería en el cuello. ¡Por el amor de Dios, hasta las cejas las tienes pegajosas!

Coge una toallita empapada y me friega la cara.

—Muy bien —digo pomposamente—. Ya está. ¿Puedo ver qué hay en la bolsa de Bendel, por favor?

—Ni siquiera has encontrado la segunda bolsa —se regodea—. La escondí dentro de la bolsa de comestibles, has aplastado los tomates. Además, todavía no he tomado el café; sin cafeína, podría quedarme dormido, ha sido un día muy largo.

Pasan otros quince minutos antes de que nos acomodemos en el salón. Estoy sentada en una almohada, al pie del diván, esposada a la mesa del café, esperándole mientras lo prepara, calienta el agua para mi té y lava los platos; entra en el salón con la bandeja. Hace una gran exhibición de lo contento y relajado que está: enciende un cigarrillo para mí, disimula un bostezo, se dispone a coger el Post

—¿Qué hay en la bolsa de Bendel? —grito.

Se lleva el índice al labio inferior y frunce el ceño.

—¡Shhhh! ¡Sh! ¿Cómo puedes ser tan grosera? Aquí los alquileres son altos a propósito, para que no vengan los gritones. La anciana señora Chrysler no tardará en llamar a la puerta. ¿Nunca te he hablado de ella? Al fondo del vestíbulo, en el 15 D. Necesita enterarse de una violación y un par de atracos todas las semanas, de lo contrario se estriñe. Ya lleva nueve días sin noticias jugosas…

—Mira que burlarse de las funciones corporales de las ancianas… —digo—. No puedes caer mucho más bajo. Tengo ganas de pegarte una patada a la mesa del café y tirarte al suelo, a ver si doblas la columna y te duele la espinilla.

Suspira ostensiblemente, quita los pies de la mesa y, en tres grandes brincos, desaparece y regresa con un paquete en cada mano, los brazos triunfalmente estirados por encima de la cabeza. Tira los paquetes al otro lado de la habitación, se arrodilla a mi lado para soltarme las esposas. Me frota automáticamente las muñecas: un reflejo arraigado en él y que no tiene nada que ver con la condición en que se encuentran mis muñecas, que, esta vez, como la mayor parte de las veces, no muestran ni siquiera una línea rosada en el lugar que estaba en contacto con el metal. He aprendido a estar cómoda e incólume en ellas.

—Está bien —dice—. Me sentaré ahí, mientras tú irás a ver qué hay en esos paquetes y te lo pondrás.

—Teatro vivo, 15 B —murmuro, y él asiente.

—Exacto. Representación por encargo.

Abro primero la bolsa de Bendel. Contiene, envuelto en el lujoso despilfarro de seis capas de papel de seda, un liguero negro y unas medias gris pálido. Con costura. La risa me sube irresistible a la garganta. Me río a carcajadas, río y río, levanto y estiro al máximo el volante de encaje… Tiene un aspecto vagamente esquelético y como de murciélago. Me lo pongo en la cabeza. Cojo con los dientes una tira que cuelga, bizqueo al paso de la otra, que me cruza por delante de la nariz, mientras una tercera me hace cosquillas en la oreja.

—¡Demonios! —brama—. Nunca te he visto tan exótica… Gañe, ruge, ulula. Estamos presos, a ambos lados de la gran habitación que nos separa, de uno de esos ataques a los que a veces se sucumbe de niño, sin previo aviso, durante un recreo; o en un estadio muy especial, avanzado y breve, de la borrachera, cuando es imposible explicarse a uno mismo la broma, lo cual ni siquiera se intenta, cuando es imposible parar de reír, aunque duelan desde hace mucho tiempo los costados.

—¿Qué diablos…?

Se frota la cara y da un puñetazo al almohadón que tiene a su lado. Cuando me contesta, ya me he calmado. Me he quitado la cosa de la cabeza y me la he puesto en el regazo.

—Míralo desde este punto de vista —dice, sin dejar de sonreír—. Estoy poniéndome al día, bastante tarde, con una antigua fantasía mía. Adolescente. Once, infiernos, eso no es ni siquiera… Da lo mismo. Me he calentado tanto con estas cosas (a los once, a los quince, a los veintidós, a los treinta y dos). Un liguero negro, no en una revista, ni en una película, sino en una mujer de carne y hueso. ¡Y medias con costura! Y ni una sola de las que han dormido conmigo las llevaba, ni una sola, lo juro por Dios. ¿Qué voy a contarte? He tenido que ocuparme personalmente del asunto.

Me mira de reojo y guiña un ojo.

—Quiero ver, por fin, cómo es en la vida real.

Le digo que nunca he llevado liguero, aunque hace años que, de vez en cuando, se me ocurre que podría comprar uno. Pero, le digo, nunca me lo he imaginado negro, que yo recuerde; habría sido… rosa, quizás, o blanco. Nos estamos riendo otra vez. Hace una descripción de la decorosa vendedora que le atendió, una mujer de la edad de nuestras madres: grandes pechos, impecable, la boca reluciente, fría y discreta. Le había enseñado una impresionante variedad de ligueros, señalando sus rasgos más destacados: tiras ajustables; un elástico en la parte posterior de uno de ellos, para que siente mejor; otro con sisas especiales; otro con pequeñas rosas de tela de distinto color y calidad para realzar los corchetes; todos ellos, naturalmente, lavables en agua fría.

—Ha escogido uno de los modelos que más se venden señor —le había dicho.

Pensó en preguntarle cuál era el otro, pero decidió no hacerlo cuando ella le dijo, en un tono que le pareció casi venenoso:

—¿Desea algo más, señor?

—Ahora, mira la otra caja —dice, encantado, y separa la mesa baja del diván. Está sentado con las piernas abiertas, los pies descalzos plantados en la alfombra, los dedos apuntando hacia fuera; un codo en cada rodilla, la barbilla en la pahua de las manos, los dos anulares frotando la piel de las esquinas exteriores de los ojos. El pelo, que ya se ha secado desde la ducha antes de cenar, cae suavemente en su frente. Una camisa de fino algodón blanco, con el cuello muy desgastado sin abrochar, arremangado, el pelo del pecho rizado arriba y menos rizado abajo, perdiéndose en unos viejos y anchos pantalones cortos de tenis—. No sabes el aspecto que tienes en este momento —le digo—. Un Crusoe, feliz en su isla, que jamás volverá a ponerse un traje. No sabes cuánto te quiero.

Entorna los párpados y se muerde el labio inferior con un colmillo, tratando de enmascarar una sonrisa… tímido y complacido, y tan precioso para mí que se me nubla la vista. Se reclina en el diván, con la cabeza muy atrás, apoyada en los cojines; su cuello arqueado destella al otro lado de la habitación. Se mesa el cabello con ambas manos y dice, hablando al techo lenta y cuidadosamente:

—Esto tiene que seguir así. Todo lo que tenemos que hacer es asegurarnos de que siga así.

E, incorporándose, inclinándose hacia delante y agitando un brazo estirado y un dedo que apunta hacia mí, dice con voz tonante:

—¡Abre la otra bolsa, maldita sea, toda la noche gimiendo y suplicando y ahora arrastrando los pies!

—Muy bien —digo—. ¡Sí, señor!

La bolsa contiene una caja de zapatos de Charles Jordán, una tienda que sólo conozco desde fuera, reconociendo sabiamente que mi tarjeta de Bloomingdale's es ya demasiada tentación. Levanto la brillante tapa beige. Envueltos en aún más papel de seda, hay un par de elegantes zapatos de ante gris claro con unos tacones tan altos que me quedo estupefacta.

—Con esto andarás —digo con vehemencia—. Dios mío, ni sabía que hacían tacones como éstos.

Cruza desmañado la habitación y se pone en cucullas a mi lado, sonriendo tímidamente.

—Sí, claro, ya veo qué quieres decir.

—Ves lo que quiero decir —repito—. ¿Cómo no vas a verlo? ¿Estás seguro de que son zapatos?

—Son zapatos, desde luego —dice—. Supongo que no te gustan. ¿Nada? ¿Ni siquiera olvidando los tacones?

—Claro que sí —digo, sosteniendo un zapato en cada mano, sintiendo el ante suave como el terciopelo—. ¿Cómo no me van a gustar? Son sensacionales. Claro que es difícil olvidarse de tan estrafalarios apéndices, y seguro que te han costado una fortuna. Se encoge de hombros, repentinamente avergonzado.

—Mira —dice—, en realidad, no son para usarlos; quiero decir en la calle. —Señala los paquetes de Bendel—. Son sólo para nosotros. Para mí, en realidad. Para los dos. Me gustaría que… quiero decir… Pero, si tan poco te gustan…

De pronto, tiene diez años menos que yo; un hombre muy joven invitándome a tomar una copa, seguro de que voy a rechazarla. Nunca le he visto así.

—Querido —digo, abrumada, presurosa—, son preciosos, toca la piel, claro que me los pondré.

—Me alegro —dice, aún con indicios de timidez—. Estaba deseando que te los probaras; siempre hay posibilidades de que lleguen a gustarte. —Y, de nuevo, feliz—: Ponte esa cosa.

Así lo hago. Como hasta esta noche —y esta noche por última vez— nunca he llevado encima más que una camisa, no tardo mucho, aunque poner las costuras rectas es más complicado de lo que pensaba. Los zapatos me quedan perfectos.

—Me llevé tus zapatos negros —dice—. E insistí hasta que encontraron a una chica de esa talla y se probó nueve pares hasta que me decidí por éstos. Gracias a Dios, eres de una talla normal. Los tacones me hacen tan alta que nuestros ojos quedan casi al mismo nivel. Me abraza levemente, me pasa las manos por los costados hasta llegar a los pechos, mueve las palmas de las manos, con los dedos abiertos, en pequeños círculos centrados en mis pezones. Su rostro permanece inexpresivo. Las pupilas grises, que mis ojos enfocan, reflejan dos caras en miniatura. Sus manos descienden por mi esternón hasta el liguero. Sigue sus perfiles hasta alrededor de mi cuerpo; después, una por una, las cuatro ligas hasta donde empiezan las medias. Estamos casi en la oscuridad. Enciende la lámpara de pie que tenemos detrás y dice:

—Quédate aquí.

Vuelve al sofá, se sienta y dice, la voz ronca:

—Ahora, ven aquí. Tómate tu tiempo.

Recorro lentamente la alfombra. Doy pasos pequeños, cautelosos, con el cuerpo inclinado en una posición que le es extraña. Mis brazos cuelgan torpemente de sus articulaciones. Algo ruge en mis oídos, ampliando el sonido de mi respiración.

—Ahora, date la vuelta —dice cuando estoy a pocos pasos del sofá. Apenas le oigo—. Y levántate la camisa.

Me doy la vuelta y me quedo muy erguida, sujetando con los codos los faldones de la camisa.

—¿Te he decepcionado? —digo, en lo que resulta ser una voz aguda y desafinada.

—¿Bromeas? Eres algo digno de verse, —murmura a mis espaldas—, algo digno de verse, querida.

Mis ojos se cierran. Escucho el rugido que atruena en mis oídos; hasta el último centímetro cuadrado de mi cuerpo ansia ser tocado. Tratando de aclarar mis oídos, sacudo la cabeza, se me mete el pelo en la boca; por favor, pienso, por favor.

—Ponte a cuatro patas —dice—. Y levántate la camisa. Levántatela. Quiero verte el culo.

Contemplo la espesa trama de la alfombra, de color gris vivo, ahora a poca distancia de mi rostro.

—Camina a gatas —dice, en voz muy baja—. Gatea hasta la puerta. Gatea por el cuarto.

Muevo hacia delante el brazo derecho, la rodilla derecha, el brazo izquierdo. Me pregunto si son los elefantes los que lo hacen de otra forma. La rodilla izquierda. Estoy suspendida en un silencio roto de pronto por la apagada conversación de alguien que camina por el pasillo exterior al apartamento. Se oye un portazo. El violonchelista del piso de abajo empieza a practicar y me concentro, interesada, en su característica explosión inicial. Siempre había supuesto que los músicos se calientan despacio, como los corredores. Este empieza con gran energía y volumen, que va disminuyendo a lo largo de sus tres horas de práctica. Es calvo y hosco, me he tropezado con él en el ascensor.

—No puedo —digo.

Parece que el sonido de mi voz ha hecho derrumbarse mi cuerpo. Durante un segundo tengo la cara aplastada contra la alfombra, que parece impecablemente lisa, vista desde arriba, pero que es menos suave para la piel que lo que se supone. Me siento, erguida. La altura de los tacones me impide sentarme en la posición que repentinamente ansío: las rodillas pegadas a la barbilla, con los brazos alrededor.

—Cuéntame —dice, con voz neutral.

—Me siento estúpida —digo—. Me hace sentirme idiota. La única lámpara encendida, al otro lado de la habitación, no da bastante luz como para que pueda ver la expresión de su rostro. Cruza los brazos detrás de la cabeza y se recuesta en los cojines del sofá. Me levanto, me tambaleo, digo:

—Esta alfombra pica.

Hablo en voz muy baja, pero como si comunicara una información valiosa… y me siento en la primera silla que encuentro. Cruzo los brazos sobre la pechera de la camisa, que he enroscado a mi alrededor. Una de las mangas se ha soltado y tiro del puño para cubrirme los dedos y cerrar la mano por debajo de la tela.

—No es precisamente la primera vez que hablamos de este asunto —dice sin mirarme—. Detesto hacer maletas. Detesto aún más deshacerlas. La última vez me costó una semana entera deshacer tu maleta.

Debajo, el violonchelo gime violentamente, como desollado por un loco.

—Lo que no comprendo es por qué no eres capaz de pensar que te van a pegar, por qué hay que hacerlo siempre de verdad. Antes de decirme que no, que no quieres hacer algo, ¿por qué no te formas en la cabeza una imagen mía quitándome el cinturón? ¿Por qué no recuerdas, de una noche a otra, lo que sientes cuando cae sobre ti? Tenemos que negociar como putas cada una de las veces y, al final, siempre acabas haciendo lo que te digo.

—No —digo, imperceptiblemente al principio—. No, por favor…

Ahora se inclina sobre mí, apartándose el pelo de la frente.

—Me siento como un perro —digo—, andando a gatas. Me da miedo que te burles de mí.

—Haces bien en sentirte idiota —dice—. Vaya montón de mierda. Si alguna vez me burlo de ti, ya te lo haré saber.

Sacudo la cabeza, enmudecida. Ceñudo y mirándome intensamente, camina hacia mí y pasa a mi lado. Estoy sentada rígidamente en el borde de la silla, con las rodillas apretadas una contra otra, los antebrazos aplastados contra los músculos del estómago. Siento sus manos en mis hombros. Me echa hacia atrás hasta que mis omóplatos tocan la tapicería. Después, me pone la mano en el pelo, masajeando el cuero cabelludo, cerrando el puño, tirando lentamente hacia atrás hasta que mi cara queda horizontal, la coronilla apretada contra su polla. Me frota la parte baja de la cara con el bajo de la mano. No tardo en abrir la boca. Cuando empiezo a gemir uniformemente, sale de la habitación y regresa con la fusta. La deja encima de la mesa del café.

—Mírala —dice—. Mírame. En tres minutos, puedo dejarte de tal forma que tendrías que pasar una semana en la cama.

Pero apenas le oigo. El inadecuado, minúsculo pasadizo, esa fibra capilar que tengo en la garganta en lugar de tráquea sólo permite el paso de pequeñas bocanadas de aire. Mi boca abierta se siente magullada.

—Gatea —dice.

Otra vez a gatas. Aprieto la cara fuertemente contra el hombro derecho y siento que el temblor de mi barbilla, en vez de calmarse, se transmite de hueso a hueso hasta que empiezan a temblarme los brazos y las piernas, hasta los dedos de los pies. Oigo el roce de la punta del mango cubierto de cuero sobre el tablero de la mesa. Un dolor abrasador brinca por la cara posterior de mis muslos. Las lágrimas acuden a mis ojos repentinamente, como por arte de magia. Como si me hubieran liberado de un estupor peligroso, gateo desde la silla hasta la puerta del dormitorio, flexible y ágil hasta la lámpara al otro extremo de la habitación; un gato que ronronea ruidoso teje figuras de ochos en torno a mis brazos. Ambas medias se desgarran por las rodillas y siento una carrera que asciende a tirones por cada uno de mis muslos. Cuando estoy a punto de llegar de nuevo al sofá, me alcanza, me empuja al suelo, me pone boca arriba. En realidad, es la primera vez con él, y la primera vez en mi vida, que me corro al mismo tiempo que mi amante. Después, me lame la cara. En cada punto siento, primero, calor y, luego —cuando su lengua se desplaza—, un frío repentino al evaporarse el sudor y la saliva con el aire acondicionado.

Cuando se detiene, abro los ojos.

—Pero, de todas formas, me pegas —susurro—, incluso, cuando hago lo que tú…

—Sí —dice.

—Porque te gusta pegarme —susurro.

—Sí —dice—, y ver cómo te encoges, sujetarte y oír tus súplicas. Adoro los ruidos que haces cuando no puedes quedarte callada, cuando ya no puedes controlarte. Adoro ver los cardenales en tu cuerpo y saber a qué se deben, las marcas del látigo en tu culo.

Me estremezco. Se estira hacia atrás y saca de un tirón la vieja manta que guarda doblada bajo un cojín en un extremo del sofá. A continuación la sacude hasta abrirla, me cubre con ella, metiéndome el desgastado ribete de raso bajo la barbilla, y dice:

—Y también porque tú quieres.

—Sí quiero —susurro—. Nunca cuando… nunca mientras…

—Lo sé —dice cerca de mi oreja, sus manos profundamente metidas en mi cabellera, prietas y tranquilizadoras sobre mi cuero cabelludo.