Un viernes por la tarde, a las cuatro y media, me llama a la oficina:

—A las cinco y media, en la habitación 312, del Hotel Algonquin. He almorzado allí una vez. Hace unos días, durante una de nuestras interminables conversaciones («comparemos restaurantes» —«y hoteles» —«el París Ritz» —«ridículo» —«entonces, ZumZum» —«buen bratwurst» — «un sauerkraut asqueroso» —«café mediocre…»), le conté lo románticos que me habían parecido el vestíbulo y el suntuoso rincón donde me había sentado con dos clientes. Ellos estaban ya muy acostumbrados a los encantos del Algonquin, y le conté que tuve que reprimir mi placer de estar allí al menos lo bastante como para concentrarme en lo que me decían. Había pensado ir en metro, pero una pareja de ancianos baja de un taxi delante del edificio de mi oficina justo en el momento en que salgo por la puerta giratoria. Les sujeto la puerta del coche, siento el dolor de los músculos de los muslos mientras me repito «A las cinco y media, en…», y unos minutos después entro en el Algonquin. Llamo dos veces con los nudillos a la puerta de la habitación 312, pero nadie responde; la puerta no está cerrada con llave. Había dado por supuesto que me estaría esperando. Digo su nombre junto a la puerta del cuarto de baño, que está entornada, e incluso —obedeciendo a un impulso que no es sino medio en broma— abro el armario. No hay nadie.

Encima de la cama, hay un montón de paquetes. No están envueltos para regalo, más bien parecen esos paquetes que se tiran encima de la cama después de un día de compras antes de Navidad. La llave de la habitación está en el cenicero de la mesilla, y hay una nota con su letra metida en el disco selector del teléfono. «Ábrelos —dice—, date un baño y vístete».

Empiezo por una de las pequeñas bolsas de Brooks Brothers. Contiene una camisa azul pálido, como la que llevaba la noche pasada, aunque menor. Calcetines de hombre en una bolsa de Altman. Un recipiente, que parece una caja de sombrero de niño, contiene una barba y un bigote rubios, envueltos en papel de seda. Mis manos tiemblan un poco cuando desenvuelvo el paquete mayor: un traje gris oscuro, con chaleco. Después, zapatos. Una corbata. Una peluca rubia de hombre. Un pequeño paquete de horquillas de Woolworth. Un pañuelo blanco. Un sombrero de verano de hombre. Aparto a un lado papeles y cartones y me siento al borde de la cama, con la peluca en las manos.

Es una peluca cara, de pelo humano, suave al tacto. La inquietud y la emoción se apoderan de mí, paralelas, como automóviles acelerando en una carretera oscura. A ratos, acortan la distancia que les separa y se tocan, sin ruido ni chispas, suavemente. Una vez en el agua del baño —Estée Lauder, Jean Naté y Vitabadi para elegir (pero no soy capaz, pongo cantidades excesivas de todos ellos bajo los grifos abiertos; se anulan mutuamente, por primera vez desde hace semanas estoy sumergida en agua lechosa sin espuma, rodeada de una confusa mezcla de aromas)—, la inquietud se desvía. La emoción me empuja hacia los oscuros kilómetros delante de mí, los faros tan sólo iluminan unos metros de la carretera gris, mientras doy vueltas y vueltas entre mis manos a la pastilla de jabón sin estrenar. Me seco, siguiendo la misma secuencia con que él me seca todas las noches: cara y cuello, pies y pantorrillas, espalda y nalgas. Lo único que falta entre las prendas ahora extendidas sobre la cama es ropa interior. El forro de los pantalones me roza suavemente la piel. Los calcetines me están bien, la camisa es de mi talla. Mis pechos son lo suficientemente pequeños como para que las sucesivas capas —camisa, chaleco y chaqueta— los simulen por completo. Me pongo los zapatos —estilo anticuado, de punta ancha, como los suyos, el reluciente forro de cuero aromático, ¿por qué nunca huelen tan deliciosamente los zapatos de mujer?—, el izquierdo me aprieta al principio.

Hay un pequeño frasco de cola para maquillaje, con un cepillo sujeto a la parte interior de la tapa. Estoy perpleja: no soy capaz de determinar si la cola debe ponerse en el forro de la barba y el bigote o en la piel. Finalmente, unto una capa fina en el forro, que parece como de lona, y me coloco el bigote bajo la nariz. Me hace cosquillas; parece sacado de una representación de teatro preuniversitario y me pongo a reír ruidosamente. Tengo que ajustado tres veces para que se quede recto sobre el labio superior. La barba es más difícil. Me la pongo y me la quito repetidas veces, mientras la cola se va fijando y se pone pegajosa; la cambio de posición hasta que se queda a la misma distancia de los lóbulos de las orejas y fija debajo de la barbilla. Comparada con la barba, la peluca se coloca fácil: me cepillo el pelo, me hago una cola de caballo estrecha y alta, la retuerzo, sujeto bien al cuero cabelludo los mechones sueltos con las horquillas. Cuando me pongo la peluca en la cabeza, por encima del pelo, se queda firme. Levanto cuidadosamente una capa superior de pelo e hinco unas cuantas horquillas más a mi pelo a través del forro. El pelo de la nuca de la peluca roza el cuello de mi camisa, me cubre casi por completo las orejas, me cae sobre la frente en una amplia onda.

Cuando guardo el papel de seda que envolvía el bigote, encuentro un juego de cejas en la misma caja redonda. Me las pongo encima de las mías. Me he estado mirando todo el tiempo en el espejo del tocador, pero fijándome sólo en los detalles. Ahora entra en juego el mecanismo que permite cambiar el enfoque: de un panel de cristal, donde cada partícula de polvo y cada huella digital está perfectamente definida y es importante, se pasa a una visión exterior, más allá del marco de la ventana. Ahora, en el espejo, hay un rostro ya no tan sólo una barba aislada o la inclinación de una peluca. La alarma derrapa ruidosamente por una oscura calle lateral y colisiona con la emoción antes de que ambas avancen de nuevo juntas y veloces. Observo que parece incómodo, de una forma que se me antoja familiar, pero no reconozco nada. Frente a mí, se ha sentado un joven delgado, de agradable aspecto. Si alguien me lo presentara en una fiesta, registraría la respuesta involuntaria; una inclinación de la cabeza perdida en mi interior… ¿Quién sabe? Tiene grandes ojos grises, cabello rubio, espeso, cejas claras y pobladas, la nariz fina; piel pálida, una barba corta rubia-pelirroja. Reconociendo la chispa de un entendimiento preliminar entre nosotros se inclina hacia mí; también a él le gusta lo que ve. Sólo dura un instante. En mi interior, hay una torsión violenta; la alarma me domina. La habitación se sumerge, me encojo al pie de la cama, mientras una sola frase me golpea el pecho: quiero a mi madre.

También eso pasa. Me aparto el pelo de la frente, abro el paquete de Camel que está encima de la mesilla de noche. En mi vida me he fumado un Camel, y tengo inmediatamente un acceso de tos, la garganta en carne viva. Pero después, trago el humo más profundamente y el áspero sabor me aclara perversamente la cabeza; ya no estoy mareada, sino serena, los ojos claros. Me pregunto por un instante dónde lo guarda él y, finalmente, me lo meto en el bolsillo posterior del pantalón. Es la primera vez que llevo una prenda con bolsillos posteriores, y deslizo la mano adentro y afuera, sintiendo el forro resbaladizo y, debajo de él, la curva de la nalga. Sólo quedan dos prendas, la corbata y el sombrero, y ambas me causan problemas. Descubro que la corbata viene con instrucciones; dentro del papel de seda que envuelve la corbata, hay una delgada hoja de papel. Ha hecho cinco diagramas. El encabezamiento dice: «Lo que hay en el dibujo es lo que hay en el espejo, síguelo paso a paso». Al primer intento, el nudo se queda a un palmo por debajo del botón del cuello de la camisa; al segundo intento, consigo colocarlo en su sitio. El sombrero, sin embargo, me supera. Me lo pongo sobre la cabeza cuidadosamente, después me lo bajo un poco, lo inclino hacia uno y otro lado. Sé lo bastante de sombreros como para darme cuenta de que es de mi talla o más bien de la talla de mi cabeza con el pelo recogido y la peluca, pero, por mucho que lo muevo, siempre parece extraño. Ni siquiera el intento de recordar los ángulos de sombrero de los actores de cine o la apariencia del único de mis amigos que lleva regularmente sombrero tiene sentido aplicado a la imagen del espejo.

Al fin me rindo de mala gana y meto otra vez el sombrero en la caja. Mi reloj, que me quito y meto en el bolso, marca las siete en punto. Me lavo las manos. Me planto ante el espejo de cuerpo entero, abrochándome y desabrochándome la chaqueta, posando primero con una mano y después con la otra en el bolsillo del pantalón. Después, descuidada y sonriente, me quito los pendientes y los meto en el bolso con el reloj. Y descubro el cinturón mientras doblo y recojo cuidadosamente los papeles, reintegrando —como si siguiera instrucciones precisas— cada hoja de papel, alisada, a su correspondiente caja o bolsa.

El cinturón es exactamente igual al suyo, aunque más rígido. Cabe en la pahua de mi mano izquierda y se desenrosca lentamente cuando lo pongo sobre la colcha. Lo paso entero entre el pulgar y el índice; después, cierro el puño entorno a la hebilla. Abro la mano, enrosco un poco el cuero alrededor de la palma y el dorso, cierro de nuevo el puño. Me abruma el recuerdo de una mujer, con las muñecas atadas al caño de la ducha, retorciéndose bajo los golpes de este cinturón que corta una y otra vez la cortina de agua. Suena el teléfono.

—Estoy en el vestíbulo —dice—. Baja. No olvides la llave de la habitación.

Deslizo la llave en el bolsillo derecho de la chaqueta, la transfiero al bolsillo derecho del pantalón, la paso al bolsillo izquierdo de la chaqueta, impaciente. Meto el cinturón por las trabillas del pantalón, cierro torpemente la hebilla. Cojo los Camel y un librillo de cerillas; no sé dónde meterlas y termino quedándomelas en la mano izquierda. Un hombre bajo y escaso de pelo espera conmigo la llegada del ascensor; después, murmura rápidamente por el pasillo. Le veo alejarse y me doy cuenta de que no es más bajo que yo. Con sandalias de tacón, soy una mujer alta; ahora, soy un hombre más bajo que la media.

Al fondo del ascensor, hay una mujer de mediana edad. Entro y me quedo al lado de la puerta. Cuando llegamos a la planta baja y me dispongo a salir al vestíbulo, recuerdo algo. Me aparto a un lado, y la mujer cruza la puerta, sin mirarme. Me estoy sonrojando y tengo que hacer un esfuerzo para no reír. Qué ritual tan extraordinario, pienso, al mismo tiempo, encantada: ¡he aprobado!

Está sentado en un sofá de un rincón; me indica por señas la silla que tiene enfrente, al otro lado de una mesa redonda y baja con una campanilla de bronce, su vaso de whisky y un cenicero vacío. Lleva su traje gris, idéntico al mío. Me mira largo rato, observando los zapatos, el ajuste del chaleco el nudo de la corbata, la barba y el pelo.

—¿Y el sombrero?

—El… no encontré forma de que me quedara bien. Lo intenté mucho rato.

Sonríe, después ríe abiertamente, toma un trago de su vaso, parece completamente feliz.

—No importa —dice al fin, sin dejar de sonreír—. Estás bien. De hecho, estás fenomenal. Olvidemos el sombrero.

Se inclina hacia delante y coge mis manos entre las suyas como quien calienta a un niño que acaba de entrar en casa después de construir un muñeco de nieve.

—No te pongas nerviosa —dice—. No hay razón para ponerse nerviosa.

Aparece un camarero y se cierne a un lado, a dos pasos de nosotros. Él pide vino para mí, más whisky para él sin cambiar de postura: los codos en las rodillas, los hombros echados hacia delante, sus manos envolviendo las mías. Yo estoy sentada rígida, erguida, con los ojos fijos en mis brazos que se extienden hacia él como si fueran de madera. Estoy abrumada por esa mezcla de sentimientos contradictorios a la que ya debía estar acostumbrada, pues, de una u otra forma, me ha asaltado casi diariamente desde que nos conocimos. Estoy profundamente avergonzada, estoy sonrojada, temblorosa… y llena de regocijo, borracha antes de que llegue el vino, encendida por un brío irracional.

El camarero no reacciona en absoluto, al menos a juzgar por su expresión, cuando nos trae las bebidas; finalmente, me atrevo a mirarle.

—Sucede todo dentro de ti, ¿sabes? —dice el hombre que tengo sentado enfrente, vestido con el mismo traje que yo—. A nadie más le importa. Pero a mí me divierte mucho que te importe a ti. Después, pasamos al comedor, donde me coge la mano entre plato y plato. Me resulta difícil masticar, más difícil aún tragar; bebo casi el doble de vino de lo que acostumbro a hacer. Él toma otra copa en el bar, la mano ligeramente apoyada sobre uno de mis muslos. Arriba, en la habitación, me lleva al espejo. Me pasa un brazo por encima de los hombros, y contemplamos nuestra imagen: dos hombres, uno alto y bien afeitado, otro bajo y de barba rubia; trajes oscuros, una camisa rosada y una azul pálido.

—Quítate el cinturón —dice en voz baja; le obedezco, incapaz de separar mis ojos de los suyos en el espejo. Sin saber qué debo hacer ahora, lo enrosco como la apretada serpiente que era cuando estaba en la caja. Me lo quita y dice:

—Sube a la cama. No, a gatas.

Me pasa una mano por detrás para desabrocharme los pantalones y dice:

—Bájate los pantalones por el culo.

Algo cede en mí, y mis codos ya no pueden sostener mi peso. Estoy de rodillas, la cabeza entre los brazos, y de mi garganta surgen sonidos que no alcanzo a interpretar: ni temor ni deseo, sino la incapacidad de distinguir entre ambas cosas y como resultado… Me golpea, tras ponerme una almohada encima de la cabeza para amortiguar mis gritos; después, me posee como poseería a un hombre. Grito más fuerte que antes, con los ojos abiertos como platos en la oscuridad, la almohada cubriéndome el rostro. Muy dentro de mí, su golpeteo cesa abruptamente. Me empuja boca abajo, su mano derecha debajo de mí y entre mis piernas. Tumbado encima de mí cuan largo es, levanta la almohada y escucha cómo se apagan mis sollozos. Cuando me doy cuenta de que estamos respirando al unísono, serenos, sus dedos inician su infinitesimal movimiento. Mi respiración no tarda en agitarse. Me vuelve a tapar la cara con la almohada cuando me corro y no tarda en correrse también. Coge Kleenex reforzado de la mesilla y me lo mete por entre las nalgas. Cuando, más tarde, lo saca de allí, está empapado de semen y teñido de rosa. Acurrucado contra mí murmura:

—Tan prieto tan caliente, no puedes imaginarte…