Nada me había preparado. Hacía unos años había leído La historia de O intrigada al principio, horrorizada a las pocas páginas y asqueada mucho antes del final. Los sadomasoquistas de la vida real eran monstruos, de cuero negro, tontos y divertidos en sus ridículos atavíos. Si alguna amiga, alguien como yo, me hubiera dicho que se hacía atar a la pata de una mesa cuando llegaba a casa tras un día de trabajo en la oficina… Bueno, nunca ha ocurrido. Sólo Dios sabe que no la habría creído.