Estoy de pie, casi de puntillas, con los brazos levantados por encima de la cabeza, en un extremo de la habitación, extremo opuesto a donde se encuentra él. Tengo las manos atadas al gancho de la pared del que, durante el día, cuelga uno de sus grandes cuadros. El lado donde me encuentro en la habitación está oscuro; sólo está encendida, a su espalda, la lámpara de lectura. Me ha dicho que no hable. La televisión está encendida, pero él, absorto en su trabajo, hace anotaciones en un bloc y no levanta la cabeza durante lo que me parecen largos períodos de tiempo. Empiezan a dolerme los brazos, después todo el cuerpo, hasta que finalmente digo:

—Escucha, no puedo soportarlo, de verdad…

Me dirige una mirada burlona, entra en el dormitorio, sale de él con dos pañuelos y me dice en un tono coloquial y cortés:

—Quiero que te calles de una puta vez.

Me mete uno de los pañuelos en la boca y lo ata firmemente con el otro. Siento el mórbido sabor del apresto.

Empieza 300 millones. Trato de escuchar, fijo la vista en la parte posterior del televisor, esforzándome en visualizar los anuncios para distraerme de las ondas de dolor que se extienden por todo mi cuerpo. Me digo que mi cuerpo no puede tardar en quedarse insensible, pero mi cuerpo no hace nada de eso, es tan sólo puro dolor. Después, duele aún más, y, cuando termina 300 millones, se oyen ruidos apagados a través del pañuelo que me llega hasta la misma garganta y me oprime la lengua. Él se levanta, se acerca a mí y enciende la lámpara de pie junto a su escritorio, ajustando la pantalla de forma que la luz me dé directamente a los ojos. Por primera vez desde que le conozco, echo a llorar. Me mira con curiosidad, sale de la habitación y regresa con la botella de aceite de baño que me ha comprado al volver del trabajo a casa. Empieza a untarme con aceite el cuello y las axilas. Mi cerebro está bloqueado por los espasmos convulsivos de mis músculos. Me masajea los pechos, mientras lucho por respirar por la nariz, inundada de lágrimas. Ahora, siento el aceite en mi estómago, con un movimiento circular, lento, insistente, rítmico. El terror se apodera de mí, sé que voy a asfixiarme, que voy a asfixiarme de verdad, en un minuto estaré muerta; entonces, me abre las piernas, lo cual me estira aún más. Grito. Es un sonido ahogado, como el de un niño que imita una sirena de niebla, completamente ineficaz a través de tanta tela. Por primera vez en la noche, parece interesado, incluso fascinado. Sus ojos están a unos cinco centímetros de los míos, y algo se mueve muy suavemente, de arriba abajo, al lado de mi clítoris. Sus dedos están resbaladizos de aceite, empapados en aceite, y, a medio grito, mi cuerpo se acopla a los sonidos —no muy distintos— que emite él cuando estoy a punto de correrme, y entonces me corro. Me desata, me jode de pie, me lleva a la cama, me lava la cara con una toallita mojada en agua fría de un cuenco blanco. Me fricciona prolongadamente las muñecas. Justo antes de que me quede dormida, dice:

—Mañana tendrás que llevar manga larga, querida, es una lástima, va a ser un día caluroso.