Vamos de compras; supermercado, tienda de licores, tintorería, droguería. Es un hermoso sábado, una semana después de nuestra expedición a Bloomingdale's (la cama llegó el jueves, como nos habían prometido), a principios de junio. Pasamos un largo rato delante del mostrador de pasta de dientes; él recita dramáticamente los competitivos anuncios de la televisión… Gana BETTER CHECKUPS. Pienso que en mi vida he estado tan enamorada. Por dos veces he preguntado en voz alta:
—¿Cómo puedo ser tan feliz?
Las dos veces me ha mirado, con una sonrisa deliciosa, y ha cambiado las bolsas de la compra a una sola mano para poder pasarme la otra por los hombros.
Estamos los dos sobrecargados de paquetes cuando dice:
—Necesito algo más.
Llama a un taxi. Terminamos en Brooklyn, en una pequeña y oscura tienda de artículos de caza. Hay dos dependientes, uno digno y entrado en años, el otro adolescente. Somos los únicos clientes. Están colocando etiquetas con el precio a chalecos aislantes, de esos que se llevan debajo del anorak.
Dejo mis paquetes en una silla, doy unos pasos, me aburro, me siento en el borde de un viejo escritorio de caoba, cojo y hojeo un New Yorker de hace tres años, que tiene un aspecto milagrosa y perfectamente nuevo.
—Supongo que ésta irá bien —dice.
Miro hacia el mostrador y él me está mirando. Tiene una fusta en la mano.
—Me gustaría probarla.
Siento un extraño cambio de situación: de un segundo a otro, me he desorientado, estoy en territorio extraño, en un país extranjero. En dos o tres zancadas, llega hasta donde estoy medio sentada en el escritorio, con un pie en el suelo y el otro meciéndose en el aire. Me levanta la falda por la pierna izquierda, que está apoyada en el escritorio, da un paso atrás y me golpea en la cara interior del muslo. El dolor cortante es parte inseparable de una ola de excitación que me corta el aliento, el habla y la capacidad de moverme; hasta la última célula de mi cuerpo se inunda de deseo. La pequeña y polvorienta habitación está en completo silencio. Los dependientes se han quedado helados detrás del mostrador. Me alisa lentamente la falda y se vuelve hacia el mayor de los dos, que viste traje y tiene aún aspecto de contable, aunque un rubor profundo se extiende desde el cuello de su camisa hacia arriba.
—Esta vale.