Voy a relatar un suceso que a muchos les parecerá increíble y del que yo mismo fui en parte testigo presencial. A los pocos que están al corriente de cierto acontecimiento político, les proporcionará, si estas hojas aún los hallan con vida, una oportuna aclaración; e incluso sin esta clave tal vez sea importante para los demás como contribución a la historia del fraude y de los desvarios del espíritu humano. Nos asombraremos de la audacia de los objetivos que la maldad es capaz de planear y perseguir; nos asombraremos de los medios que es capaz de ofrecer para asegurarse su fin. La pura y estricta verdad dirigirá mi pluma; pues cuando estas hojas salgan a la luz ya no viviré y no tendré nada que ganar ni que perder a causa del informe que aquí hago.
Fue en mi viaje de regreso a Curlandia[34] en el año de 17***, por la época de carnaval, cuando fui a visitar en Venecia al príncipe de ***. Nos habíamos conocido sirviendo como militares en *** y ahora renovábamos una amistad que la paz había interrumpido. Como yo, de todos modos, deseaba ver lo más notable de aquella ciudad y el príncipe tan sólo esperaba unos efectos para regresar a ***, me persuadió sin dificultad para que lo acompañara y retrasar mientras tanto mi partida. Acordamos no separarnos mientras durara nuestra estancia en Venecia y el príncipe tuvo incluso la amabilidad de ofrecerme su propia casa en El Moro.
Se hospedaba allí del más estricto incógnito porque quería vivir en soledad y su escasa renta tampoco le habría permitido vivir a la altura de su rango. Dos caballeros, en cuya discreción podía confiar por completo, constituían, junto con algunos fieles sirvientes, todo su séquito. Evitaba la ostentación, más por su temperamento que por economía. Rehuía las diversiones; a la edad de treinta y cinco años se había resistido a todos los atractivos de aquella lujuriosa ciudad. Hasta ahora el bello sexo le había resultado indiferente. Una profunda seriedad y una apasionada melancolía dominaban en su carácter. Sus instintos estaban apaciguados, aunque era testarudo hasta más no poder, su forma de elegir era lenta y tímida, sus apegos cálidos y duraderos. En medio de un alborotado gentío caminaba solitario; encerrado en su mundo de fantasía era con mucha frecuencia un extraño en el real. Nadie era más apto que él para dejarse dominar sin ser débil. En cuanto se le convencía para algo, se volvía firme e inquebrantable, y poseía también un gran valor, tanto para defender a ultranza cualquier consabido prejuicio como para morir por otro.
Como tercer príncipe de su casa[35] no tenía ninguna perspectiva probable de gobernar. Su ambición nunca había despertado, sus pasiones habían tomado una dirección completamente diferente. Satisfecho de no depender de una voluntad ajena, no sentía la tentación de dominar sobre otros: la tranquila libertad de la vida privada y el disfrute que le deparaba el trato intelectual delimitaban todos sus deseos. Leía mucho, aunque sin criterio; una educación descuidada y el hecho de haber tenido que entrar muy pronto a servir en el ejército no habían permitido que su inteligencia madurara. Todos los conocimientos de los que se fue nutriendo después tan sólo aumentaron la confusión de sus conceptos, porque no se sustentaban sobre una base firme.
Era protestante, igual que toda su familia, por nacimiento, no por convicción, algo sobre lo que jamás había reflexionado, aunque en una época de su vida había sido un fanático de la religión. Masón, que yo sepa, no llegó a serlo nunca.
Una noche, cuando, como era costumbre, íbamos paseando por la plaza de San Marcos con máscara completa y algo retirados —comenzaba a hacerse tarde y la multitud se había disuelto— el príncipe se percató de que una máscara nos seguía a todas partes. La máscara era de un armenio[36] e iba solo. Aceleramos el paso y tratamos de confundirlo cambiando con frecuencia de camino; en vano, pues la máscara no dejaba de pegarse a nosotros.
—¿No habrá tenido usted aquí ninguna intriga amorosa? —me dijo finalmente el príncipe—. Los maridos de Venecia son peligrosos.
—No tengo trato con ninguna dama —fue mi respuesta.
—Vamos a sentarnos aquí y a hablar alemán —continuó diciendo—. Me da la impresión de que nos confunden.
Nos sentamos en un banco de piedra y esperamos a que la máscara pasara. Vino directamente hacia nosotros y tomó asiento arrimándose al príncipe. Éste sacó el reloj y en voz alta me dijo en francés mientras se levantaba:
—Las nueve pasadas. Venga. Olvidamos que nos esperan en el Louvre[37].
Dijo esto únicamente para alejar a la máscara de nuestros pasos.
—Las nueve —repitió ésta precisamente en la misma lengua, lenta y enfáticamente—. Deséese suerte, príncipe —dijo, nombrándole por su verdadero nombre—. Ha fallecido a las nueve.
Y diciendo esto se levantó y se fue.
Nos miramos consternados.
—¿Quién ha fallecido? —dijo finalmente el príncipe tras un largo silencio.
—Sigámosla —dije yo— y exijamos una aclaración.
Recorrimos uno tras otro todos los rincones de la plaza de San Marcos: no fue posible hallar a la máscara. Insatisfechos regresamos a nuestra posada. Por el camino, el príncipe no dijo una palabra, sino que anduvo solo y apartado, y parecía estar librando una violenta batalla en su interior, tal como luego me confesó también.
Una vez llegados a casa volvió a abrir la boca:
—Desde luego es ridículo —dijo— que un loco perturbe la paz de un hombre con apenas dos palabras.
Nos deseamos buenas noches y, tan pronto como estuve en mi cuarto, apunté en mi cuaderno el día y la hora en que había ocurrido aquello. Era un jueves.
A la noche siguiente el príncipe me dijo:
—¿Por qué no damos un paseo por la plaza de San Marcos a ver si encontramos a nuestro misterioso armenio? Tengo ganas de saber cómo se va a desarrollar esta comedia.
Me pareció bien. Nos quedamos en la plaza hasta las once. Al armenio no se le veía por ningún sitio. Repetimos lo mismo las cuatro noches siguientes y sin mejor resultado.
Cuando salíamos del hotel la sexta noche, se me ocurrió —si involuntaria o intencionadamente ya no lo recuerdo— dejar dicho a los criados dónde podrían encontrarnos si alguien preguntaba por nosotros. El príncipe se dio cuenta de mi previsión y la aprobó con un gesto sonriente. Al llegar a la plaza de San Marcos había un enorme gentío. Apenas habíamos dado treinta pasos cuando volví a reparar en el armenio, que se abría camino entre la multitud a paso ligero mientras parecía buscar a alguien con la mirada. Justo estábamos a punto de alcanzarlo cuando el barón de F***, del séquito del príncipe, se llegó hasta nosotros sin aliento y entregó al príncipe una carta.
—Lleva un sello negro —añadió—. Hemos creído que era urgente.
Aquello me golpeó como un rayo. El príncipe se había acercado a una farola y comenzó a leer:
—Mi primo ha muerto —exclamó.
—¿Cuándo? —le interrumpí bruscamente.
Volvió a mirar la carta.
—El jueves pasado. Por la noche, a las nueve.
No habíamos tenido tiempo de reponernos de nuestro asombro, cuando el armenio se hallaba ya entre nosotros.
—Aquí le han reconocido, mi noble señor —le dijo al príncipe—. Apresúrese a volver a El Moro. Encontrará allí a los diputados del Senado. No tenga reparos en aceptar el honor que se le quiere dispensar. El barón de F*** olvidó decirle que han llegado sus efectos.
Se perdió entre el gentío.
Nos apresuramos a regresar al hotel. Lo encontramos lodo tal como el armenio había anunciado. Tres nobles de la República estaban preparados para dar la bienvenida al príncipe y acompañarlo con toda su pompa hasta la Asamblea, donde lo esperaba la alta nobleza de la ciudad. Apenas tuvo ni tiempo de darme a entender con una breve seña que le esperara despierto.
De noche, hacia las once, regresó. Serio y pensativo entró en la habitación y cogió mi mano tras haber despedido a los criados.
—Conde —me dijo con las palabras de Hamlet—, hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que soñaríamos en nuestras filosofías[38].
—Señor —respondí—, parece olvidar que se va a la cama lleno de perspectivas. (El difunto era el príncipe heredero, el único hijo del regente ***, que estaba viejo y enfermo, y sin esperanza de sucesión propia. Un tío de nuestro príncipe, también sin herederos y sin expectativas de tenerlos, era el único que se hallaba ahora entre éste y el trono. Menciono esta circunstancia porque en lo que sigue se hablará de ello).
—No me lo recuerde —dijo el príncipe—. Y aunque se hubiera ganado para mí una corona, ahora tendría más cosas que hacer que pensar en esa pequeñez. Si ese armenio ha hecho algo más que adivinar…
—¿Cómo es posible, príncipe? —le interrumpí.
—Entonces renunciaría en favor de usted a todas mis esperanzas sucesorias y las cambiaría por un hábito de monje.
A la noche siguiente nos hallábamos en la plaza de San Marcos más temprano que de costumbre. Un repentino chaparrón nos obligó a entrar en un café en el que había gente jugando. El príncipe se colocó detrás de la silla de un español y observó el juego. Yo fui a una sala contigua en la que me puse a leer unos periódicos. Un rato después oí cierto alboroto. Antes de llegar el príncipe, el español había estado perdiendo constantemente: ahora ganaba a todas las cartas. Todo el juego había cambiado de manera sorprendente y la banca estaba en peligro de saltar por obra del apostador al que aquel afortunado giro de los acontecimientos había vuelto aún más audaz. El veneciano que la tenía le dijo al príncipe en tono ofensivo que perturbaba la buena suerte y que debía abandonar la mesa. Éste lo miró indiferente y se quedó allí; persistió en la misma actitud cuando el veneciano repitió su ofensa en francés. Este último creyó que el príncipe no entendía ninguna de las dos lenguas y se volvió hacia los demás con una carcajada llena de desprecio:
—Díganme, señores, ¿qué puedo hacer para que me entienda este pazguato?
Al tiempo que lo decía se levantó, dispuesto a agarrar al príncipe del brazo; éste perdió entonces la paciencia, cogió al veneciano con mano firme y lo tiró al suelo sin contemplaciones. Toda la casa se puso en movimiento. Al oír ruido también yo entré precipitadamente; sin querer lo llamé por su nombre:
—Tenga cuidado, príncipe —añadí irreflexivamente—, estamos en Venecia.
El nombre del príncipe produjo un silencio general del que pronto nació un murmullo que me pareció peligroso. Todos los italianos allí presentes se apiñaron formando un corro y se echaron a un lado. Uno tras otro fueron abandonando la sala hasta que nos quedamos solos con el español y algunos franceses.
—Está usted perdido, señor —dijeron éstos—, si no abandona la ciudad ahora mismo. El veneciano al que habéis tratado tan mal es rico y goza de consideración; sólo le costará cincuenta cequís[39] eliminaros de este mundo.
El español se ofreció a llamar a la guardia para seguridad del príncipe y acompañarlo él mismo hasta casa. Lo mismo querían hacer los franceses. Aún seguíamos en pie pensando en lo que había que hacer cuando la puerta se abrió y entraron algunos servidores de la Inquisición. Nos mostraron una orden del gobierno en la que se nos obligaba a los dos a seguirlos sin demora. Nos condujeron al canal con una fuerte escolta. Aquí nos esperaba una góndola en la que tuvimos que sentarnos. Antes de bajar nos taparon los ojos. Nos llevaron por una gran escalera de piedra y luego a través de un largo y tortuoso pasillo por encima de unas bóvedas, tal como deduje del eco múltiple que resonaba bajo nuestros pies. Al final llegamos a otra escalera que nos condujo veintiséis escalones hacia abajo. Aquí se abría una sala en la que nos quitaron la venda de los ojos. Nos hallábamos en un círculo de respetables ancianos, todos vestidos de negro; toda la sala tenía colgaduras de lienzo negro y estaba escasamente iluminada; todo ello, junto con el silencio mortal que reinaba en toda la asamblea, daba una impresión espantosa. Uno de aquellos ancianos, probablemente el supremo inquisidor, se acercó al príncipe y le preguntó con gesto solemne, mientras llevaban ante él al veneciano:
—¿Reconoce usted en este hombre al mismo que le ha ofendido en el café?
—Sí —respondió el príncipe.
A continuación, el anciano se volvió hacia el prisionero:
—¿Es ésta la misma persona a la que iba usted a asesinar esta noche?
El prisionero respondió con un sí.
Al punto se abrió el círculo y vimos con horror cómo la cabeza del veneciano se separaba del tronco.
—¿Está satisfecho con el desagravio? —preguntó el inquisidor.
El príncipe yacía desmayado en brazos de sus acompañantes.
—Váyanse ya —continuó el inquisidor con una voz terrible, mientras se volvía hacia mí— y en el futuro no juzgue con tanta premura la justicia de Venecia.
No fuimos capaces de adivinar quién fue el amigo secreto que nos había salvado de una muerte segura gracias al rápido brazo de la justicia. Pasmados del susto llegamos a casa. Era más de medianoche. El ayudante de cámara de Z*** nos estaba esperando impaciente en la escalera.
—¡Qué bien que hayan enviado recado! —le dijo al príncipe mientras nos alumbraba—. Una noticia que el barón de F*** nos trajo a casa desde la plaza de San Marcos nos había infundido un espantoso temor por su persona.
—¿Que yo he enviado un recado? ¿Cuándo? Yo no sé nada de eso.
—Esta noche, pasadas las ocho. Nos mandaba decir que no nos preocupáramos si hoy llegaba tarde a casa.
En éstas el príncipe me miró.
—¿Acaso ha tomado usted esta precaución sin mi conocimiento?
Yo no sabía nada de nada.
—Ha tenido que ser así, su alteza —dijo el ayudante de cámara—, pues aquí está su reloj de repetición, que nos ha hecho llegar por seguridad.
El príncipe echó mano al bolsillo. En efecto, el reloj no estaba y reconoció aquél como el suyo.
—¿Quién lo ha traído? —preguntó consternado.
—Una máscara desconocida, vestida de armenio, que se ha marchado rápidamente.
Nos miramos inmóviles.
—¿Qué le parece? —dijo finalmente el príncipe tras un largo silencio—. Tengo un vigilante oculto en Venecia.
La horrible escena de aquella noche causó al príncipe una liebre tal que lo obligó a quedarse en casa ocho días. Durante ese tiempo el hotel fue un hormiguero de propios y extraños a los que atraía la posición del príncipe, ahora descubierta. Competían unos con otros por ofrecerle sus servicios, cada uno trataba de hacerse notar a su manera. No se volvió a mencionar lo ocurrido con la Inquisición. Como la corte de *** deseaba retrasar aún más la partida del príncipe, algunos cambistas de Venecia recibieron órdenes de satisfacerle unas considerables sumas. De este modo, contra su voluntad, estaba en situación de prolongar su estancia en Italia y, a sus ruegos, yo también me decidí a posponer mi marcha.
Tan pronto como estuvo en condiciones de poder abandonar la habitación, el médico le persuadió para que diera un paseo en barco por el Brenta[40] para cambiar de aires. El tiempo estaba claro y la excursión fue aceptada de buena gana. Justo cuando estábamos a punto de subir a la góndola, el príncipe echó en falta la llave de una pequeña gaveta que contenía papeles muy importantes. Regresamos de inmediato a buscarla. Recordó con exactitud haber cerrado la gaveta el día anterior y, desde ese momento, no había salido de la habitación. Pero toda búsqueda fue inútil: tuvimos que renunciar para no perder más tiempo. El príncipe, cuya alma estaba por encima de cualquier suspicacia, la dio por perdida y nos pidió que no volviéramos a hablar de ella.
El viaje fue de lo más agradable. Un paisaje pintoresco que a cada curva del río parecía superarse en riqueza y hermosura, un cielo clarísimo que procuraba un día de mayo en mitad de febrero, jardines deliciosos y un sinfín de casas de campo de muy buen gusto que adornaban ambas orillas del Brenta, a nuestra espalda la majestuosa Venecia con sus cientos de torres y mástiles brotando del agua: todo aquello ofrecía el más magnífico espectáculo del mundo. Nos abandonamos por completo al encanto de aquella hermosa naturaleza, nuestro humor era el más alegre, el mismo príncipe perdió su seriedad y competía con nosotros en alegres bromas. Una música festiva nos salió al encuentro cuando descendimos a tierra a algunas millas italianas[41] de la ciudad. Procedía de un pequeño pueblo en el que había una feria; por allí pululaban gentes de todo tipo. Un tropel de muchachitas y muchachitos, todos vestidos como actores de teatro, nos dio la bienvenida con una danza de pantomima. La creación era nueva, gracia y ligereza animaban cada movimiento. Antes de que la danza tocara a su fin pareció como si de repente a la que la encabezaba, y que representaba a una reina, la agarrara un brazo invisible. Ella y todo lo que la rodeaba se quedó como sin vida. La música cesó. En todo aquel grupo no se oía ni respirar, y ella, la mirada clavada en el suelo, se quedó profundamente ensimismada. De golpe se puso en pie a toda prisa con la furia propia del entusiasmo y lanzó una mirada furibunda:
—Hay un rey entre nosotros —exclamó, quitándose la corona de la cabeza y depositándola… a los pies del príncipe.
Entonces, todos los presentes dirigieron la mirada hacia él, sin saber durante un rato si aquella bufonada tenía algún significado, tanto les había engañado el afectuoso rigor de aquella actriz. Un aplauso generalizado interrumpió por fin el silencio. Mis ojos buscaron los del príncipe. Me di cuenta de que no estaba menos turbado y de que se esforzaba por evitar el escrutinio de los espectadores. Echó dinero a los niños y se apresuró a salir de aquel gentío.
Apenas habíamos dado unos pasos cuando un reverendo descalzo se abrió camino entre el pueblo y se interpuso en el camino del príncipe.
—Señor —dijo el monje—, dale a la virgen algo de tu riqueza, vas a necesitar sus plegarias.
Dijo esto en un tono que nos dejó perplejos. La muchedumbre se lo llevó.
Entretanto nuestro séquito había aumentado. Un lord inglés, a quien el príncipe ya había visto en Niza, algunos comerciantes de Livorno, un canónigo alemán, un abad francés con algunas damas y un oficial ruso se unieron a nosotros. La fisonomía del último tenía algo muy poco habitual que nos llamó la atención. Jamás en mi vida había visto cohabitando en un rostro humano tantos rasgos y tan poco carácter, una benevolencia tan atractiva con tanta frialdad repulsiva. Todas las pasiones parecían haber anidado en él para abandonarlo después. No quedaba más que la mirada tranquila y penetrante de un perfecto conocedor del alma humana, que espantaba de sí cualquier ojo en el que se fijara. Aquel extraño ser nos siguió desde lejos, pero parecía participar en todo lo que acontecía sólo de pasada.
Llegamos a una barraca en la que se jugaba a la lotería. Las damas apostaron, los demás seguimos su ejemplo; también el príncipe pidió un billete. Ganó una tabaquera. Cuando la abrió, lo vi retroceder pálido: la llave estaba dentro.
—¿Qué es esto? —me dijo el príncipe cuando estuvimos un momento a solas—. Una fuerza superior me persigue. Una fuerza omnisciente se mueve a mi alrededor. Un ser invisible del que no puedo escapar vigila todos mis pasos. Tengo que encontrar al armenio para que aclare todo esto.
El sol se inclinaba hacia el ocaso cuando llegamos al pabellón de recreo en el que estaba servida la cena. El nombre del príncipe había aumentado nuestro grupo hasta un total de dieciséis personas. Además de los antes mencionados se habían unido a nosotros también un virtuoso de Roma, algunos suizos y un aventurero de Palermo[42], que llevaba uniforme y se hacía pasar por capitán. Se decidió que pasaríamos allí toda la noche y que regresaríamos a casa con antorchas. La conversación en la mesa fue muy animada, y el príncipe no pudo evitar contar el suceso de la llave, que despertó la admiración general. Se discutió a fondo esta materia. La mayoría del grupo afirmaba sin vacilar que todas aquellas artes secretas acababan siendo siempre un juego de manos; el abad, que ya había bebido mucho vino, desafió a todo el mundo de los espíritus a salir de los armarios; el inglés blasfemaba, el músico se santiguaba ante el demonio. Unos pocos, entre los que se hallaba el príncipe, consideraban que en tales cuestiones había que contener las opiniones; entretanto, el oficial ruso hablaba con las señoritas y parecía no atender a toda aquella conversación. Con el calor de la discusión nadie se había dado cuenta de que el siciliano habia salido. Pasada algo menos de media hora regresó envuelto en una capa, y se colocó detrás de la silla del francés.
—Usted ha manifestado antes la osadía de atreverse con todos los espíritus… ¿quiere intentarlo con uno?
—¡Venga esa mano! —dijo el abad—. Si usted se encarga de procurarme uno aquí…
—Esto es lo que voy a hacer —respondió el siciliano volviéndose hacia nosotros—, cuando estos caballeros y estas damas nos hayan dejado.
—¿Y por qué? —exclamó el inglés—. Un espíritu valiente no teme una alegre reunión.
—Yo no respondo de lo que ocurra —dijo el siciliano.
—¡Por el amor de Dios! ¡No! —gritaron las señoritas de la mesa, levantándose asustadas de sus sillas.
—Haga venir a su espíritu —dijo el abad obstinado—; pero adviértale antes de que aquí hay hojas bien afiladas —en esto pidió su daga a uno de los invitados.
—En su momento podrá usted actuar como le plazca —respondió el siciliano fríamente—, si es que luego aún le quedan ganas —y diciendo esto se volvió al príncipe—: Señor —le dijo—, usted afirma que su llave ha estado en manos ajenas. ¿Sospecha usted en cuáles?
—No.
—¿No piensa usted en nadie?
—Claro que pensé en…
—¿Reconocería a la persona si la viera ante sí?
—Sin duda.
En éstas el siciliano se retiró la capa y sacó un espejo que puso al príncipe delante de los ojos.
El príncipe retrocedió asustado.
—¿Qué es lo que ha visto? —pregunté.
—Al armenio.
El siciliano volvió a guardarse el espejo bajo la capa.
—¿Es la misma persona en que usted pensaba? —le preguntó todo el grupo al príncipe.
—La misma.
Al decir esto las caras se demudaron y dejaron de reír. Todos los ojos se fijaron curiosos en el siciliano.
—Monsieur l’abbé, la cosa se pone seria —dijo el inglés—; yo le aconsejaría pensar en la retirada.
—Este tipo tiene el diablo en el cuerpo —gritó el francés y salió corriendo de la casa; las señoritas, entre gritos, salieron precipitadamente de la sala, el virtuoso las siguió, el canónigo alemán continuó roncando en un sillón y el ruso siguió sentado sin inmutarse como hasta ese momento.
—Tal vez lo único que quiera usted sea ridiculizar a un fanfarrón —empezó a decir el príncipe una vez que éstos hubieron salido—, ¿o acaso desea cumplir su palabra?
—Es cierto —dijo el siciliano—. Con el abad no iba en serio, tan sólo le hice la propuesta porque sabía que ese cobarde no me tomaría la palabra. La cosa es demasiado seria de por sí para bromear siquiera con ella.
—O sea, ¿que usted admite tener ese poder?
El mago guardó silencio un rato, mientras parecía examinar cuidadosamente al príncipe.
—Sí —respondió al final.
La curiosidad del príncipe había llegado a su más alto grado de tensión. Establecer contacto con el mundo de los espíritus había sido antaño su pasión favorita, y desde aquella primera aparición del armenio habían vuelto a hacer acto de presencia todas las ideas que su madurada razón había dado de lado hacía ya tanto tiempo. Se hizo a un lado con el siciliano y lo oí negociar con él con gran interés.
—Tiene usted ante sí a un hombre —continuó— que arde de impaciencia por obtener alguna certeza en esta importante materia. Abrazaría como a mi bienhechor, como al mejor de mis amigos, a aquel que disipara mis dudas y apartara definitivamente la venda de mis ojos. ¿Quiere usted hacerse acreedor de este gran merecimiento?
—¿Qué es lo que exige de mí? —dijo el mago con reparos.
—Por ahora únicamente una prueba de su arte. Déjeme ver una aparición.
—¿A qué nos llevaría tal cosa?
—Así, conociéndome mejor, podrá usted juzgar si soy merecedor de una instrucción superior.
—Lo estimo por encima de todo, mi noble príncipe. Una fuerza secreta en su rostro, que ni usted mismo conoce, me ha unido a usted desde que lo vi por primera vez. Es más poderoso de lo que usted mismo cree. Puede disponer ilimitadamente de todo mi poder, pero…
—Entonces déjeme ver una aparición.
—Pero tengo que estar seguro de que no me pide esto sólo por curiosidad. Aunque las fuerzas invisibles me obedecen en cierta medida, es condición sagrada que no profane los sagrados secretos, que no abuse de mi poder.
—Mis intenciones son las más puras. Lo deseo de verdad.
En esto abandonaron su sitio y se dirigieron a una ventana apartada, donde ya no pude continuar escuchándolos. El inglés, que también había prestado oídos a la conversación, me llevó aparte.
—Su príncipe es un hombre noble. Lamento que se líe con un estafador.
—Depende —dije yo— de cómo salga del negocio.
—¿Sabe una cosa? —dijo el inglés—. Ahora el pobre diablo se está haciendo valer. No sacará sus artes hasta que oiga sonar el dinero. Hay nueve de los nuestros. Hagamos una colecta y tentémosle con un alto precio. Eso acabará con él y abrirá los ojos a su príncipe.
—Me parece bien.
El inglés echó seis guineas en un plato y fue haciendo colecta por turno. Cada cual dio algunos luises; al ruso, en particular, pareció interesarle sumamente nuestra propuesta y echó un billete de cien cequís en el plato, un derroche que dejó perplejo al inglés. Llevamos la colecta al príncipe.
—Tenga la bondad —dijo el inglés— de mediar por nosotros ante este caballero para que nos deje ver una muestra de su arte y acepte esta pequeña muestra de nuestro reconocimiento.
El príncipe depositó aún un magnífico anillo en el plato y se lo alcanzó al siciliano. Éste reflexionó algunos segundos:
—Mis señores y protectores —comenzó a decir después— esta generosidad me abruma. Parece que me confunden, pero accederé a su petición. Su deseo será cumplido —tocó una campanilla—. Por lo que respecta a este oro, al que yo mismo no tengo derecho alguno, me permitirán ustedes que lo deposite en el vecino convento de benedictinos para pequeñas obras de caridad. Este anillo me lo quedaré como un preciado objeto que me hará recordar al más digno de los príncipes.
Entonces llegó el posadero, a quien entregó el dinero al instante.
—Y, aun con todo, es un pillo —me dijo el inglés al oído—. No acepta el dinero porque ahora tiene más interés en el príncipe.
—O el posadero está con él —dijo otro.
—¿A quién quiere ver? —preguntó entonces el mago al príncipe.
El príncipe reflexionó un momento.
—Preferentemente algún gran hombre —exclamó el lord—. Exíjale ver al papa Ganganelli[43]. Al señor le costará lo mismo.
El siciliano se mordió los labios.
—No puedo citar a nadie que haya tomado los hábitos.
—Qué mal —dijo el inglés—. A lo mejor nos habría dicho de qué enfermedad murió.
—El marqués de Lanoy[44] —el príncipe tomó entonces la palabra—, fue un brigadier francés en la última guerra y mi mejor amigo. Recibió una herida mortal en la batalla de Hastinbeck[45], y lo llevaron a mi tienda, donde poco después murió entre mis brazos. Cuando ya estaba luchando con la muerte, me hizo una seña para que me acercara a él. «Príncipe —me dijo—, no volveré a ver mi patria, sepa usted por eso un secreto del que nadie tiene la clave. En un convento en la frontera de Flandes vive una…», y en ese momento expiró. La mano de la muerte rompió el hilo de su discurso; quisiera tenerlo aquí y oír la continuación.
—¡Mucho pide, por Dios! —exclamó el inglés—. Lo tendré por un segundo Salomón si es capaz de resolver esta tarea.
Admiramos la ingeniosa elección del príncipe y le dimos nuestro aplauso unánime. Entretanto, el mago iba de un lado a otro con fuertes pasos y parecía estar luchando consigo mismo indeciso.
—¿Y eso es lo único que le legó el difunto?
—Nada más.
—¿No hizo más pesquisas en su patria?
—Todas fueron en vano.
—¿El marqués de Lanoy había llevado una vida intachable? No puedo llamar a cualquier muerto.
—Murió arrepentido por los excesos de su juventud.
—¿Lleva consigo algún recuerdo de él?
—Sí. (Efectivamente, el príncipe llevaba consigo una tabaquera con una miniatura esmaltada del marqués, y que había tenido encima de la mesa durante la cena).
—No necesito saberlo… Déjenme solo. Verán al difunto.
Nos pidió que, mientras tanto, nos dirigiéramos al otro pabellón hasta que él nos llamara. Al mismo tiempo ordenó retirar todos los muebles de la sala, desmontar las ventanas y cerrar meticulosamente los postigos. Al posadero, con el que parecía tener confianza, le ordenó que le llevara un recipiente con carbón ardiendo y que apagara cuidadosamente con agua todos los fuegos que hubiera en la casa. Antes de marcharnos nos pidió a cada uno en particular, bajo palabra de honor, que observáramos un eterno silencio respecto de lo que íbamos a ver y a oír. A nuestra espalda se cerraron con cerrojo todas las habitaciones de aquel pabellón.
Eran pasadas las once y un profundo silencio reinaba en toda la casa. Al salir, el ruso me preguntó si llevábamos alguna pistola cargada.
—¿Para qué? —dije yo.
—Por si acaso —repuso él—. Esperen un momento, quiero echar un vistazo.
Se alejó. El barón de F*** y yo abrimos una ventana situada frente a aquel pabellón y nos pareció oír susurrar a dos personas y un ruido parecido a como si alguien estuviera colocando una escalera de mano. Pero fue tan sólo una suposición, y no me atrevo a darla por cierta. El ruso regresé) con un par de pistolas tras haber estado ausente media hora. Le vimos cargarlas con balas. Eran casi las dos cuando el mago volvió a aparecer para anunciarnos que había llegado la hora. Antes de entrar se nos ordenó que nos quitáramos los zapatos y nos presentáramos sólo en camisa, medias y paños menores. A nuestra espalda, igual que la primera vez, se cerró con cerrojo.
Al regresar a la sala encontramos un amplio círculo trazado en el suelo con un carbón que podía rodearnos cómodamente a los diez[46]. Alrededor de él, en los cuatro costados de la sala se habían retirado las tablas del suelo, de manera que estábamos como en una isla. En medio del círculo se había levantado un altar cubierto de paño negro, bajo el cual se había extendido una alfombra de raso rojo. Una biblia caldea[47] estaba abierta sobre el altar al lado de una calavera, y también habían sujetado a él un crucifijo de plata. En lugar de velas ardía alcohol en un recipiente de plata. Un espeso humo de incienso oscurecía la sala, hasta casi sofocar la luz. El conjurador estaba desvestido como nosotros, pero sin nada en los pies; alrededor de su cuello desnudo llevaba un amuleto en una cadena de cabello humano; a la cintura se había atado un delantal blanco[48] en el que había dibujadas unas cifras arcanas y unas figuras simbólicas. Nos ordenó que nos cogiéramos de la mano y que guardáramos un profundo silencio; nos recomendó encarecidamente que no hiciéramos ninguna pregunta a la aparición. Al inglés y a mí (contra nosotros dos parecía abrigar una mayor desconfianza) nos pidió que tuviéramos dos dagas desenvainadas en forma de cruz a una pulgada de su coronilla todo el tiempo que durara la ceremonia. Estábamos alrededor de él formando una media luna; el oficial ruso se pegó al inglés y era el que más cerca estaba del altar. Con el rostro dirigido a oriente, el mago se situó entonces sobre la alfombra, roció con agua bendita los cuatro puntos cardinales y se inclinó tres veces ante la biblia. Medio cuarto de hora duró el conjuro, del cual no entendimos nada; a su término hizo una señal a los que estaban justo detrás de él para que le sujetaran firmemente del pelo. Entre las más violentas convulsiones llamó tres veces por su nombre al difunto, y la tercera vez extendió la mano hacia el crucifijo…
De repente todos sentimos a un tiempo como si nos hubiera tocado un rayo, de modo tal que se nos separaron las manos; un trueno repentino estremeció la casa, sonaron todos los cerrojos, se abatieron todas las puertas, la tapa del recipiente cayó, la luz se apagó y en la pared de enfrente, encima de la chimenea, apareció una figura humana, con la camisa ensangrentada, pálida y con el rostro de un moribundo.
—¿Quién me llama? —dijo una voz hueca, apenas perceptible.
—Tu amigo —respondió el conjurador—, que honra tu memoria y reza por tu alma —entonces pronunció el nombre del príncipe.
Las respuestas se sucedían siempre tras un largo intervalo.
—¿Qué es lo que desea? —continuó la voz.
—Quiere escuchar hasta el final la confesión que comenzaste en este mundo y no has concluido aún.
—En un convento en la frontera de Flandes vive…
En esto la casa comenzó a temblar de nuevo. La puerta se abrió sola, de par en par, por el efecto de un violento trueno, un rayo alumbró la habitación y otra figura corpórea, ensangrentada y pálida como la primera, pero más horrible, apareció en el umbral. El alcohol comenzó a arder por sí solo, y la sala se iluminó como antes.
—¿Quién está entre nosotros? —exclamó el mago asustado, recorriendo el grupo con una mirada de pavor—. A ti no te he llamado.
La figura se dirigió con paso majestuoso y suave justamente hacia el altar, se situó sobre la alfombra, frente a nosotros, y agarró el crucifijo. A la primera figura no la volvimos a ver.
—¿Quién me llama? —dijo esta segunda aparición.
El mago empezó a temblar con violencia. El horror y el asombro nos tenían maniatados. Yo eché mano a una pistola, el mago me la arrancó de las manos y disparó contra la figura. La bala rodó lentamente por el altar y la figura emergió inmutable de entre el humo. Entonces el mago se desmayó.
—¿Qué significa esto? —gritó el inglés, asombrado, al tiempo que trataba de darle un golpe con la daga.
La figura rozó su brazo y el acero cayó al suelo. Entonces un sudor frío me bañó la frente. El barón de F*** nos confesó después que había rezado. Todo ese tiempo el príncipe permaneció impasible y tranquilo, los ojos clavados en la aparición.
—¡Sí! Te reconozco —exclamó finalmente lleno de emoción—, eres Lanoy, eres mi amigo… ¿De dónde vienes?
—La eternidad es muda. Pregúntame sobre mi vida pasada.
—¿Quién vive en el convento que me mencionaste?
—Mi hija.
—¿Cómo? ¿Es que llegaste a ser padre?
—¡Ay de mí, lo fui demasiado poco!
—¿Acaso no eres feliz, Lanoy?
—Dios ha juzgado.
—¿Puedo prestarte todavía algún servicio en este mundo?
—Ninguno más que pensar en ti mismo.
—¿Cómo he de hacerlo?
—En Roma lo sabrás.
A esto siguió un nuevo trueno, una nube de humo negro llenó la habitación; una vez que se hubo diluido no pudimos encontrar ya a ninguna de las dos figuras. Empujé uno de los postigos hasta abrirlo. Era de día.
Entonces el mago volvió de su aturdimiento.
—¿Dónde estamos? —exclamó, al ver la luz del día.
El oficial ruso estaba justo detrás de él mirándolo por encima del hombro:
—Impostor —le dijo con una mirada terrible—, no volverás a invocar a ningún espíritu.
El siciliano se volvió, le miró a la cara con detenimiento, dio un grito y se echó a sus pies.
Entonces todos miramos a la vez al supuesto ruso. Al príncipe no le costó reconocer en él los rasgos de su armenio, y la palabra que en ese momento iba a decir, tartamudeando, murió en su boca. El horror y la sorpresa nos habían dejado a todos de piedra. Inmóviles y en silencio contemplábamos a aquel misterioso ser que nos observaba con una mirada de serena fuerza y superioridad. Un minuto duró este silencio, y otro más. No se oía ni una respiración en todo el grupo.
Unos fuertes golpes en la puerta nos obligaron finalmente a salir de nuestro ensimismamiento. La puerta cayó destrozada dentro de la sala e irrumpieron unos alguaciles con la guardia.
—¡Aquí están todos reunidos! —exclamó el capitán, volviéndose hacia sus acompañantes—. ¡En nombre del gobierno! —gritó, dirigiéndose a nosotros—. ¡Quedan arrestados!
No tuvimos demasiado tiempo para pensar; en pocos minutos estábamos rodeados. El oficial ruso, al que ahora vuelvo a llamar el armenio, se llevó a un lado al capitán de los alguaciles y, en la medida en que me lo permitió aquella confusión, pude percibir que le decía algunas palabras secretas al oído y que le mostraba algo escrito. Al instante, el alguacil se despidió con una muda y respetuosa reverencia, tras lo cual se volvió hacia nosotros quitándose el sombrero.
—Disculpen, caballeros —dijo—, que haya podido confundirlos con este estafador. No voy a preguntar quiénes son ustedes, pero este caballero me asegura que tengo ante mí a hombres de honor.
Al mismo tiempo hizo una seña a sus acompañantes para que nos soltaran. Al siciliano sí ordenó que lo vigilaran y que lo ataran:
—Ese tipo ya está listo —añadió—. Llevamos acechándolo siete meses.
Aquel pobre hombre daba en verdad mucha lástima. El doble susto por la segunda aparición fantasmal y aquel asalto inesperado habían superado el límite de sus sentidos. Se dejó atar como un niño; tenía los ojos bien abiertos y fijos en un rostro que se semejaba al de un muerto, y sus labios se estremecían en callados temblores sin dejar escapar un solo sonido. A cada minuto esperábamos que estallara en convulsiones. El príncipe se compadeció de su estado y, dándose a conocer, se encargó de interceder ante el alguacil para que lo dejara libre.
—Mi noble señor —dijo éste—, ¿sabe usted también quién es la persona por la que intercede tan magnánimamente? El fraude que tenía pensado representarle es el menor de sus delitos. Tenemos a sus cómplices. Han declarado cosas horri bles de él. Todavía puede darse por contento si sale de ésta y le envían a galeras.
Entretanto vimos también cómo conducían por el patio al posadero y a sus empleados atados con cuerdas.
—¿Ése también? —exclamó el príncipe—. ¿Qué culpa tiene él?
—Era su cómplice y encubridor —respondió el capitán de los alguaciles—, que le ha ayudado en sus escenitas de magia y en sus hurtos, y compartía con él lo que robaban. Ahora misino se convencerá, señor —y volviéndose a sus acompañantes, dijo—: Que registren toda la casa y me informen al instante de lo que encuentren.
Entonces el príncipe buscó al armenio, pero ya no estaba; en medio de la confusión general ocasionada por aquella incursión por sorpresa, había encontrado la forma de marcharse sin que nadie se diera cuenta. El príncipe estaba desconsolado; al instante se dispuso a enviar a toda su gente tras él; él en persona quería ir a buscarlo y arrastrarme a mí consigo. Corrí hacia la ventana; toda la casa estaba rodeada de curiosos atraídos por los rumores sobre el suceso. Era imposible atravesar el gentío. Le propuse al príncipe lo siguiente:
—Si este armenio trata concienzudamente de ocultarse a nuestra vista, seguro que conoce los escondrijos mejor que nosotros y todas nuestras pesquisas serán en vano. Mejor quedémonos aquí, príncipe. A lo mejor este alguacil puede decirnos algo más sobre él, pues, si no he visto mal, a él sí se ha dado a conocer.
Entonces recordamos que estábamos aún medio desnudos. Nos dirigimos apresuradamente a nuestros cuartos para vestirnos a toda prisa. Cuando regresamos, el registro de la casa había finalizado.
Tras haber quitado de en medio el altar y removido las tablas de la sala, salió a la luz una espaciosa bóveda, en la que un hombre podía sentarse cómodamente, provista de una puerta que, a través de una estrecha escalera, conducía al sótano. En aquella bóveda se encontró una máquina eléctrica, un reloj y una campanilla de plata, la cual, al igual que la máquina eléctrica, estaba comunicada con el altar y con el crucifijo sujeto a él. El postigo de una ventana situada justo enfrente de la chimenea estaba quebrado y provisto de un pasador para, como supimos después, introducir en su abertura una linterna mágica desde la cual se había proyectado en la pared de la chimenea la figura deseada. De la buhardilla y del sótano trajeron diversos tambores de los que colgaban enormes bolas de plomo sujetas con cordones, probablemente para producir el ruido del trueno que habíamos escuchado. Al registrar las ropas del siciliano encontraron en un estuche diversos polvos, así como mercurio en redomas y latas, fósforo en una botella de cristal, un anillo, que reconocimos en seguida como magnético porque se quedó pegado a un botón de metal que lo atrajo a corta distancia; en los bolsillos de la chaqueta un libro de oraciones, una barba de judío, unas pistolas de bolsillo y una daga.
—¡Veamos si están cargadas! —dijo uno de los alguaciles cogiendo una de las pistolas y disparando a la chimenea.
—¡Jesús, María y José! —exclamó una voz hueca, justo aquella que habíamos oído antes de la primera aparición, y en ese mismo momento vimos un cuerpo ensangrentado desplomarse por la chimenea.
—¿No te has ido aún a descansar, pobre espíritu? —exclamó el inglés, mientras los demás retrocedíamos asustados—. Regresa a casa, a tu tumba. Has aparentado lo que no eras; ahora serás lo que parecías.
—¡Jesús, María y José! Estoy herido —repitió el hombre de la chimenea.
La bala le había destrozado la pierna derecha. Al instante se ocuparon de que se vendara la herida.
—Pero ¿quién eres tú y qué ser perverso te ha traído hasta aquí?
—Un pobre monje descalzo —respondió el herido—. Un desconocido que me ofreció un cequí para que…
—¿Para que recitaras una fórmula? ¿Y por qué no te has vuelto a marchar al instante?
—Él tenía que hacerme una señal para que yo supiera cuándo debía irme, pero no la hizo y, cuando me dispuse a bajar, la escalera había sido retirada.
—¿Y cuál era la fórmula que te enseñó?
En este momento el hombre se desmayó y no hubo manera de sacarle más. Al observarlo más de cerca reconocimos al mismo que la noche anterior se había interpuesto en el camino del príncipe y se había dirigido a él tan solemnemente.
Entretanto, el príncipe se había dirigido al capitán de los alguaciles.
—Ustedes —dijo, poniéndoles algunas monedas de oro en la mano—, ustedes nos han salvado de las manos de un estafador y, sin conocernos siquiera, nos han hecho justicia. ¿Querrán ustedes que nuestra deuda sea completa y descubrirnos quién era el desconocido al que apenas le ha costado unas palabras ponernos en libertad?
—¿A quién se refiere? —preguntó el capitán de los alguaciles con un gesto que mostraba con claridad lo innecesario de la pregunta.
—Me refiero al señor de uniforme ruso que antes se retiró con usted, le mostró algo escrito y le dijo algunas palabras al oído, tras lo cual usted volvió a dejarnos libres al instante.
—O sea, ¿que no conocen a ese caballero? —volvió a preguntar el alguacil—. ¿No era de este grupo?
—No —dijo el príncipe—, y por motivos muy importantes desearía conocerlo mejor.
—Mejor —respondió el alguacil—, tampoco yo lo conozco bien. Desconozco incluso su nombre, y lo he visto hoy por primera vez en mi vida.
—¿Cómo? ¿Y en tan poco tiempo, con un par de palabras, ha podido disponer sobre usted hasta el punto de tenernos a todos por inocentes, e incluso a él mismo?
—Cierto, con una sola palabra.
—¿Qué fue…? Reconozco que me gustaría saberla.
—Ese desconocido, mi noble señor —dijo, sopesando los cequís en su mano—, ha sido usted tan generoso conmigo que esto no puede seguir siendo para usted un secreto por más tiempo… ese desconocido era un oficial de la Santa Inquisición.
—¡La Santa Inquisición! ¿Ése?
—Ni más ni menos, mi noble señor, y de eso me convenció el papel que me enseñó.
—¿Dice usted que ese hombre…? No es posible.
—Le diré aún más, mi noble señor. Precisamente ha sido por su denuncia por lo que me han enviado aquí para arrestar a este conjurador de espíritus.
Nos miramos unos a otros aún más perplejos.
—Ahí tenemos la explicación —exclamó por fin el inglés— de por qué el pobre diablo del conjurador se sobresaltó de espanto al verle de cerca la cara. Reconoció en él a un espía y por eso dio aquel grito y cayó a sus pies.
—De eso nada —exclamó el príncipe—. Ese hombre es todo lo que quiere ser, y todo lo que la ocasión quiera que sea. Lo que es en realidad no lo sabe aún ningún mortal. Ustedes vieron derrumbarse al siciliano cuando él le gritó al oído las palabras: «¡No volverás a invocar a ningún espíritu!». Detrás de todo esto hay más. Nadie me va a convencer de que uno se asusta así por algo humano.
—Sobre eso nos podrá informar mejor el mago mismo —dijo el lord—, si este señor —dijo, volviéndose hacia el capitán de los alguaciles— nos permite hablar con su prisionero.
El capitán de los alguaciles nos lo prometió y convinimos con el inglés en que iríamos a verlo justo a la mañana siguiente. Entonces regresamos a Venecia.
A primerísima hora de la mañana ya estaba allí lord Seymour (éste era el nombre del inglés[49]) y poco después apareció una persona de confianza que el alguacil había enviado para acompañarnos hasta la cárcel. He olvidado contar que hacía ya varios días que el príncipe echaba en falta a uno de sus monteros, oriundo de Bremen, que le había servido honradamente durante muchos años y que gozaba de su plena confianza. Si le había ocurrido algo, o si le habían raptado, o si incluso se había escapado, no lo sabía nadie. Para esto último no existía ninguna razón aparente, porque siempre había sido un hombre tranquilo y ordenado y jamás se encontró en él nada malo. Lo único que sus camaradas podían recordar era que últimamente había estado muy melancólico y que, a la primera ocasión, se iba a un convento de frailes menores[50] en la Giudecca[51], donde solía frecuentar a menudo la amistad de algunos hermanos. Esto nos llevó a sospechar que a lo mejor había caído en manos de los monjes y se había hecho católico, y, como el príncipe por aquel entonces pensaba con mucha indiferencia respecto de esa cuestión, tras algunas pesquisas infructuosas, se dio por satisfecho. No obstante, le dolía la pérdida de aquel hombre, que siempre había estado a su lado en sus campañas, que siempre le había sido fiel y que en un país extraño no resultaba tan fácil de reemplazar. Ese mismo día, justo cuando nos disponíamos a salir, se hizo anunciar el banquero del príncipe, a quien se le había dado el encargo de procurar un nuevo sirviente. Éste presentó al príncipe a un hombre de mediana edad, bien educado y correctamente vestido, que durante mucho tiempo había servido como secretario a un procurador[52], hablaba francés y también algo de alemán, y, por cierto, estaba provisto de las mejores referencias. Su fisonomía resultaba agradable y como además manifestó que su sueldo dependería de la satisfacción del príncipe con sus servicios, éste lo contrató sin demora.
Encontramos al siciliano en una celda individual adonde, según dijo el alguacil, había sido conducido por lo pronto por deferencia al príncipe, antes de sentarlo bajo los techos de plomo, a los que no hay ya la posibilidad de acceder. Esos techos de plomo son la más terrible de las cárceles de Venecia; situados justo bajo el tejado del palacio de San Marcos[53], en ellos los infelices criminales sufren hasta la locura a causa del calor abrasador del sol que se concentra en la superficie de plomo. El siciliano se había recuperado del suceso del día anterior y se puso en pie respetuosamente en cuanto divisó al príncipe. Tenía sujetos una pierna y una mano, pero por lo demás podía caminar libremente por la habitación. Cuando entramos, la guardia se alejó de la puerta.
—Vengo —dijo el príncipe, tras haber tomado asiento— para pedirle aclaración sobre dos puntos. Uno me lo debe usted, y no le perjudicará si me satisface respecto al otro.
—Mi papel ha terminado —repuso el siciliano—. Mi destino está en sus manos.
—Sólo su franqueza —replicó el príncipe— podrá aliviarlo.
—Pregunte, señor. Estoy dispuesto a responder, pues no tengo nada que perder.
—Usted me hizo ver el rostro del armenio en el espejo. ¿Cómo lo consiguió?
—No era un espejo lo que usted vio. Un simple dibujo a pastel tras un cristal que representaba a un hombre vestido de armenio es lo que le engañó. Mi rapidez, la poca luz y su perplejidad favorecieron el engaño. El dibujo se hallará entre las demás cosas que me requisaron en la posada.
—Pero ¿cómo podía usted conocer tan bien mis pensamientos y dar precisamente con el armenio?
—Eso no fue nada difícil, señor. Sin duda con alguna frecuencia se le habrá escapado a usted algo en la mesa, en presencia de sus sirvientes, acerca de este suceso que aconteció entre usted y ese armenio. Uno de los míos conoció casualmente en la Giudecca a un montero que está a su servicio, al que, poco a poco, supo cómo sonsacar todo lo que yo necesitaba.
—¿Dónde está ese montero? —preguntó el príncipe—. Le echo en falta y seguro que usted sabe algo de su desaparición.
—Le juro que no sé lo más mínimo al respecto, señor. Yo mismo no lo he visto jamás y no he pretendido otra cosa con él que lo que acabo de deciros.
—Continúe —dijo el príncipe.
—Únicamente por esta vía tuve también la primera noticia de su estancia y de sus avatares en Venecia, y al punto me decidí a aprovecharlo. Ya ve, señor, que soy sincero. Supe del paseo que ibais a dar por el Brenta; me preparé, y una llave que por casualidad se le cayó de las manos me dio la primera oportunidad para probar mis artes con usted.
—¿Cómo? ¿Así que yo estaba equivocado? ¿La escenita de la llave fue obra suya y no del armenio? ¿Y dice usted que la llave se me cayó de las manos?
—Cuando sacó la bolsa, y yo, como nadie me observaba, aproveché la ocasión para ocultarla rápidamente con el pie. La persona a la que cogió los billetes de lotería estaba de acuerdo conmigo. Le dejó que los sacara de un recipiente en el que no había ningún billete que no tuviera premio y la llave hacía ya tiempo que estaba en la tabaquera, antes de que usted la ganara.
—Ahora lo comprendo. ¿Y el monje descalzo que se metió en mi camino y me habló con tanta solemnidad?
—Era el mismo que, según he oído, han sacado herido de la chimenea. Es uno de mis camaradas, que ya me ha prestado algunos servicios con ese disfraz.
—Pero ¿con qué fin urdió usted todo esto?
—Para hacerle reflexionar, para predisponerle a un estado de ánimo que lo hiciera receptivo a las maravillas que tenía en mente para usted.
—Pero aquel baile de pantomimas que dio un giro tan sorprendentemente extraño… Eso al menos no fue invención suya.
—La chica que hacía de reina había sido aleccionada por mí y todo su papel era obra mía. Supuse que a Su Alteza no le resultaría poco extraño ser conocido en aquel lugar, y, discúlpeme, señor, la aventura del armenio me hizo pensar que usted tendría ya cierta disposición a rechazar las interpretaciones naturales y a percibir las fuentes más elevadas de lo sobrenatural.
—En efecto —exclamó el príncipe con gesto de disgusto y de asombro a la vez, mientras me dirigía una significativa mirada—, en efecto —exclamó—, eso no lo esperaba.
—Pero —continuó diciendo tras un largo silencio— ¿cómo hizo la figura que apareció en la pared de encima de la chimenea?
—Con la linterna mágica que estaba instalada en el postigo de la ventana de enfrente, donde vieron la abertura.
—Pero ¿cómo pudo ser que ninguno de nosotros se percatara de ello? —preguntó lord Seymour.
—Recordará usted, señor, que un espeso humo oscurecía toda la sala cuando ustedes regresaron. Al mismo tiempo yo había tenido la precaución de apoyar las tablas que se habían levantado junto a aquella ventana en que estaba metida la linterna mágica; con eso evité que aquel postigo les saltara a la vista en un primer momento. Por cierto que la linterna estuvo tapada con una corredera hasta que todos hubieron ocupado sus puestos y no había que temer ya que nadie inspeccionara la habitación.
—A mí me pareció —intervine—, al mirar por la ventana desde el otro pabellón, como si oyera colocar una escalera de mano cerca de esa sala. ¿Fue verdaderamente así?
—Exacto. Precisamente la escalera por la que subió mi ayudante a la ventana en cuestión para dirigir la linterna mágica.
—La figura —continuó el príncipe— parecía tener realmente un ligero parecido con mi difunto amigo; especialmente acertó en que era muy rubio. ¿Fue mera casualidad o lo averiguaron por algún medio?
—Su Alteza recuerda que en la mesa tenía usted a su lado una cajita que tenía el retrato en esmalte de un oficial en uniforme ***. Yo pregunté si no llevaba usted algún recuerdo de su amigo, a lo que me respondió afirmativamente; de ello deduje que tal vez fuera la caja. Yo había visto bien la imagen encima de la mesa y, como no se me da mal el dibujo, e incluso me sale muy bien infundir cierto aire de semejanza, no me resultó difícil dar a la imagen ese ligero parecido que usted percibió; y tanto más cuanto que los rasgos del marqués llaman mucho la atención.
—Pero la figura parecía moverse…
—Eso parecía, pero no era la figura, sino el humo iluminado por su brillo.
—¿Y entonces el hombre que cayó por la chimenea respondía por la aparición?
—Justo ése.
—Pero si no podía oír las preguntas…
—Tampoco lo necesitaba. Recuerde, príncipe, que yo les prohibí estrictamente hacer una sola pregunta al fantasma. Lo que yo le preguntaría y lo que él debía contestar estaba ya acordado, y para que no hubiera ningún error le ordené guardar unas largas pausas que tenía que medir por los compases de un reloj.
—Usted dio orden al posadero de apagar cuidadosamente con agua todos los fuegos; eso se hizo sin duda para…
—Para evitar que mi hombre corriera peligro de asfixiarse allí dentro, pues todas las chimeneas de la casa están comunicadas y yo no podía estar muy seguro de su séquito.
—Pero —preguntó lord Seymour—, ¿cómo pudo ser que su espíritu se presentara allí justo en el momento en que usted lo necesitaba?
—Mi espíritu hacía ya un buen rato que estaba en la habitación antes de que yo lo nombrara; pero mientras ardía el alcohol no se podía ver aquel leve reflejo. Cuando concluí la fórmula del conjuro dejé caer el recipiente en el que ardía el alcohol, en la sala se hizo la oscuridad y sólo entonces pudo percibirse la figura de la pared que ya hacía tiempo que estaba reflejada en ella.
—Pero justo en el momento en que apareció el espíritu todos sentimos una descarga eléctrica. ¿Cómo lo consiguió?
—Han descubierto la máquina que había bajo el altar. También han visto que yo estaba sobre una alfombra de seda. Yo les ordené que se pusieran a mi alrededor formando una media luna y que se dieran las manos; cuando estaba a punto, le hice una seña a uno de ustedes para que me agarrara del pelo. El crucifijo era el conductor y ustedes recibieron la descarga cuando yo lo toqué con la mano.
—Usted nos ordenó al conde de O*** y a mí —dijo lord Seymour— que cruzáramos dos dagas desenfundadas sobre su coronilla en tanto durara el conjuro. ¿Para qué?
—Nada más que para tenerlos a ustedes dos, en quienes menos confiaba, ocupados durante todo el acto. Recuerden ustedes que les dije expresamente que a una pulgada de altura; como siempre tenían que tener en cuenta esa distancia eso les impedía dirigir la mirada allí donde yo no quería que la dirigieran. Pero en mi peor enemigo aún no había reparado entonces.
—Confieso —exclamó lord Seymour— que eso se llama actuar con precaución, pero ¿por qué teníamos que estar desvestidos?
—Simplemente para dar mayor solemnidad a la ceremonia y excitar más su fantasía con cosas inusitadas.
—La segunda aparición no dejó hablar a su espíritu —dijo el príncipe—. ¿Qué es lo que nos hubiera dicho?
—Prácticamente lo mismo que oyeron después. Pregunté a Su Alteza, no sin intención, si usted me había dicho todo lo que el moribundo le había encomendado, y si no había hecho más pesquisas acerca de él en su patria; esto me pareció necesario para no chocar con hechos que hubieran podido contradecir lo que dijera mi espíritu. Pregunté por ciertos pecados de juventud, si el difunto había vivido intachablemente, y en la respuesta basé luego mi invención.
—Sobre esta cuestión —comenzó a decir el príncipe tras un silencio— me ha dado usted una aclaración convincente. Pero queda aún un asunto importante sobre el que exijo de usted una explicación.
—Si está en mi mano y…
—¡Sin condiciones! La justicia, en cuyas manos está, no preguntaría con tanta moderación. ¿Quién era el desconocido ante el que le vimos caer al suelo? ¿Qué sabe usted de él? ¿De qué lo conoce? ¿Y qué relación tiene con la segunda aparición?
—Mi príncipe…
—Cuando lo vio de cerca, dio un grito tremendo y se desplomó. ¿Por qué? ¿Qué significaba eso?
—Ese desconocido, príncipe… —se detuvo, se le veía cada vez más nervioso y nos miraba a todos por turno con mirada confusa—. Sí, por Dios, príncipe, ese desconocido es una criatura terrible.
—¿Qué sabe usted de él? ¿Qué relación tiene con usted? No espere poder ocultarnos la verdad.
—Me cuidaré bien de ello, pues ¿quién me asegura que en este momento no esté entre nosotros?
—¿Dónde? ¿Quién? —exclamamos todos a un tiempo, mirando medio sonriendo, medio consternados por toda la habitación—. Eso no es posible.
—¡Oh! Ese hombre, o quien quiera que sea, es capaz de hacer cosas que son mucho menos comprensibles que ésa.
—Pero ¿quién es? ¿De dónde es? ¿Armenio o ruso? ¿Qué hay de verdad en lo que aparenta ser?
—Nada de todo lo que parece. Seguro que hay pocas clases sociales, caracteres y naciones de los que no haya llevado una máscara. Quién es, de dónde viene, a dónde va, no lo sabe nadie. Que haya estado mucho tiempo en Egipto, como muchos afirman y que allí haya sacado todos sus saberes ocultos de una pirámide, ni lo afirmo ni lo niego. Entre nosotros se le conoce sólo por el nombre del insondable. Por ejemplo, ¿cuántos años creen que tiene?
—Juzgando por su aspecto apenas habrá llegado a los cuarenta.
—¿Y cuántos creen que tengo yo?
—Cerca de cincuenta.
—Muy bien; y si ahora les digo que yo era un muchacho de diecisiete cuando mi abuelo me hablaba de ese mago al que él había visto en Famagusta[54] justo con la misma edad que ahora aparenta tener…
—Eso es ridículo, increíble y exagerado.
—Ni un solo ápice. Si estas cadenas no me sujetaran, les presentaría testigos cuya honorable condición no les dejaría lugar a dudas. Hay personas dignas de crédito que recuerdan haberlo visto al mismo tiempo en distintas partes del mundo. No hay punta de daga capaz de atravesarlo, no hay veneno que le haga nada, no hay fuego que lo abrase, no hay barco que se hunda en el que él esté a bordo. El tiempo mismo parece perder su fuerza con él, los años no resecan sus fluidos y la edad no puede encanecer su cabello. No hay nadie que lo haya visto comer, jamás ha tocado a una mujer, el sueño no visita sus ojos; de todas las horas del día tan sólo se sabe de una que no domina, en la que nadie lo ha visto, en la que no hace negocios terrenales.
—¿Y bien? —dijo el príncipe—. ¿Qué hora es ésa?
—Las doce de la noche. En cuanto el reloj da la última campanada deja de pertenecer al mundo de los vivos. Donde quiera que esté ha de marcharse, sea lo que sea lo que esté haciendo, tiene que dejarlo y marcharse. Esa terrible campanada lo arranca de los brazos de la amistad, lo arranca incluso del altar y también lo sacaría de su agonía. Nadie sabe adónde va ni lo que hace allí. Nadie se atreve a preguntarle ni mucho menos a seguirlo; pues sus facciones se contraen de repente en cuanto llega esa temida hora, con una expresión de seriedad tan oscura y terrible que a todos les falta el coraje para mirarle a la cara o para hablarle. Un profundo silencio de muerte acaba entonces de repente con la conversación más viva, y todos los que están con él aguardan su regreso con un humilde terror, sin atreverse siquiera a moverse del sitio o a abrir la puerta por la que él se ha marchado.
—Pero —preguntó uno de nosotros—, ¿no se advierte en él nada extraordinario a su regreso?
—Nada más que está pálido y demacrado, más o menos como una persona que ha superado una dolorosa operación o que recibe una noticia terrible. Algunos dicen haber visto gotas de sangre en su camisa; pero en eso ni entro ni salgo.
—¿Y nadie ha tratado al menos de ocultarle esa hora o de distraerlo para que le pase inadvertida?
—Una sola vez se dice que rebasó esta hora. La reunión era numerosa, se retrasaron hasta bien entrada la noche, se habían esforzado por cambiar de hora todos los relojes y el acaloramiento de la conversación lo tenía atrapado. Cuando llegó la hora señalada, de repente se calló y se quedó inmóvil, todos sus miembros se quedaron en la misma posición en la que le sorprendió aquel imprevisto suceso, sus ojos se paralizaron, el pulso no le latía, todos los medios que se emplearon para despertarlo resultaron infructuosos, y este estado se prolongó hasta que hubo pasado la hora. Entonces se reanimó de golpe por sí mismo, abrió los ojos y continuó en la misma sílaba en la que se había interrumpido. La turbación general le delató lo ocurrido y entonces dijo con una seriedad terrible que podían considerarse afortunados de haber salido de aquélla sólo con un simple susto. Pero la ciudad en la que le había acontecido esto la abandonó aquella misma noche y para siempre. La creencia general es que en esta misteriosa hora mantiene conversaciones con su dios tutelar[55]. Algunos opinan incluso que se trata de un muerto que se ve obligado a vagar entre los vivos durante veintitrés horas al día; pero durante la última su alma tiene que regresar al mundo de los muertos para rendirle cuentas. Muchos lo tienen también por el famoso Apolonio de Tiana[56] y otros incluso por el joven Juan del que se dice que estará entre nosotros hasta el Juicio Final[57].
—Acerca de tan extraordinario hombre —dijo el príncipe— es evidente que no pueden faltar las suposiciones más peregrinas. Todo lo que ha dicho usted hasta ahora han sido tan sólo rumores; y, sin embargo, la actitud de él con usted y la suya con él parecían indicar una relación más estrecha. ¿No hay tras todo esto alguna historia en particular en la que usted se haya visto envuelto? No nos oculte nada.
El siciliano nos miró dubitativo y guardó silencio.
—Si concierne a algún asunto —continuó el príncipe— que no desea usted hacer público, le aseguro en nombre de estos dos caballeros que guardaremos el más absoluto silencio. Pero hable con franqueza y sin rodeos.
—Si puedo confiar —comenzó a decir el hombre después de un largo silencio— en que no lo van a utilizar en mi contra, entonces les contaré un extraño acontecimiento con ese armenio del que yo fui testigo presencial y que no les dejará duda ninguna de los poderes secretos de ese individuo. Pero han de permitirme —añadió— que omita algunos nombres al contarlo.
—¿No puede ser sin esa condición?
—No, señor. Hay una familia involucrada a la que tengo motivos para proteger.
—Escuchemos —dijo el príncipe.
—Hará ahora cosa de cinco años —comenzó a contar el siciliano— que en Nápoles, donde practicaba mis artes con bastante fortuna, trabé amistad con un tal Lorenzo del M***nte, miembro de la orden de san Esteban[58], un caballero joven y rico de una de las principales casas del reino, el cual me colmó de favores y parecía interesarse mucho por mis secretos. Me confió que el marqués del M***nte, su padre, era un celoso admirador de la càbala y que se sentiría muy honrado de tener bajo su techo a un sabio de mundo (como a él le gustaba llamarme). El anciano vivía en una de sus propiedades junto al mar, a unas siete millas de Nápoles, donde, casi en absoluta soledad, lloraba el recuerdo de un hijo muy querido que el cruel destino le había arrebatado. El caballero me dejó entrever que a lo mejor él y su familia podrían necesitar de mí en un asunto muy importante, para, por medio de mi ciencia secreta, obtener tal vez una aclaración sobre una cuestión que había agotado infructuosamente todos los recursos naturales. En tono muy significativo añadió que tal vez llegara un día en que él en particular tuviera motivos para considerarme la fuente de su paz y de toda su felicidad terrenal. No me atreví a preguntarle más y de momento el asunto quedó en esa explicación. Las cosas, no obstante, se desarrollaron de la siguiente forma.
»Aquel Lorenzo era el hijo menor del marqués, por lo cual estaba destinado también a entrar en religión; los bienes de la familia habían de recaer en el hermano mayor. Jerónimo, así se llamaba el hermano mayor, había pasado varios años viajando y había regresado a su patria unos siete años antes de este suceso que ahora relato para contraer matrimonio con la única hija de la casa vecina del conde de C***tti, sobre lo cual ambas familias estaban de acuerdo ya desde el nacimiento de los niños, a fin de unificar así sus considerables bienes. A pesar de que aquella unión era mera obra de la conveniencia de los padres y nadie había consultado sobre la elección a los corazones de ambos prometidos, éstos la habían legitimado en silencio. Jerónimo del M***nte y Antonia C***tti habían crecido juntos y la poca presión que se impuso en el trato entre dos niños que ya entonces estaban acostumbrados a ver como una pareja, creó muy pronto una tierna comprensión entre ambos que se reafirmó aún más con la armonía de sus caracteres, y que en los años de madurez aumentó sencillamente hasta convertirse en amor. Una separación de cuatro años más que enfriarlo lo había avivado, y Jerónimo regresó igual de fiel y apasionado a los brazos de su novia, como si nunca le hubieran arrancado de ellos.
»Los arrebatos del reencuentro no habían pasado aún y los preparativos para los esponsales se estaban llevando a cabo con gran laboriosidad cuando el novio… desapareció. A menudo pasaba tardes enteras en una casa de campo que tenía vistas al mar para disfrutar allí de vez en cuando de un paseo en barca. Tras una de esas tardes aconteció que estuvo fuera un tiempo más largo de lo usual. Enviaron mensajeros en su busca, unos se adentraron incluso en el mar; nadie lo había visto. De sus criados no se echó en falta a ninguno, o sea, que ninguno podía haberlo acompañado. Se hizo de noche y no aparecía. Llegó la mañana, el mediodía y la tarde, y sin rastro de Jerónimo. Ya se empezaban a alimentar las más terribles suposiciones cuando llegó la noticia de que un corsario argelino había desembarcado el día anterior en aquella costa y apresado a varios de los nativos. Al punto se fletan dos galeras que ya estaban preparadas para navegar; el anciano marqués sube él mismo a la primera, decidido a liberar a su hijo poniendo en peligro su propia vida. Al tercer día divisan al corsario, frente al cual ellos tienen la ventaja del viento; lo alcanzan rápidamente, se acercan tanto a él que Lorenzo, que se encuentra en la primera galera, cree reconocer una señal de su hermano en la cubierta enemiga, cuando de repente una tormenta los separa de nuevo. Las dañadas embarcaciones logran superarla con esfuerzo, pero la presa ha desaparecido y la necesidad los obliga a atracar en Malta. El dolor de la familia no tiene fin; desconsolado, el anciano marqués se mesa los encanecidos cabellos, se teme por la vida de la joven condesa.
»Transcurren cinco años de infructuosas averiguaciones. Se llevan a cabo pesquisas a lo largo de toda la costa bárbara[59]; se ofrecen recompensas inmensas por la libertad del joven márqués; pero no se presenta nadie a cobrarlas. Al final quedaba la sospecha probable de que aquella tormenta que separó ambos barcos hubiera hundido el barco pirata y que toda la tripulación hubiera perecido entre las olas.
»Por verosímil que fuera esta suposición, le faltaba aún mucho para la certeza absoluta, y nada justificaba que se abandonara por completo la esperanza de que aquel al que se creía perdido no pudiera volver a dar en algún momento señales de vida. Pero, en el supuesto de que no lo hiciera, entonces con él se extinguiría de inmediato la familia, o el segundo hermano tendría que renunciar al clero y asumir los derechos del primogénito. Por muy osado que fuera este paso y por muy injusto que fuera de por sí el hecho de desposeer de sus derechos naturales a aquel hermano que posiblemente aún vivía, se pensó que no se podía poner en juego el destino de una familia de tan alto y antiguo abolengo, que sin esa disposición se extinguiría, a causa de una posibilidad tan remota. La aflicción y la edad acercaban al anciano marqués a la tumba; con cada nuevo intento fracasado disminuía la esperanza de volver a encontrar al desaparecido; veía el ocaso de su casa que podía evitarse con una pequeña injusticia si él se decidía a favorecer al hermano menor a costa del mayor. Para llevar a cabo su unión con la casa condal de C***tti, sólo necesitaba cambiarse un nombre; el propósito de ambas familias se conseguía de igual modo, ya fuera la condesa Antonia la esposa de Lorenzo o de Jerónimo. La débil posibilidad de una reaparición de este último no podía considerarse frente a un mal certero y apremiante, el hundimiento total de la familia, y el anciano marqués, que sentía cada día con más fuerza la proximidad de la muerte, deseaba con impaciencia morir al menos libre de aquel desasosiego.
»El único que retrasaba tal paso y lo combatía con mayor resistencia era justo aquel que hubiera ganado más con él: Lorenzo. Indiferente a la tentación de unos bienes inmensos, insensible incluso a la posesión de la amable criatura que había de ser entregada a sus brazos, se negaba con los más nobles escrúpulos a robar a un hermano que tal vez aún estaba con vida y podía reclamar lo que era suyo. “¿Es que acaso el destino de mi querido Jerónimo —decía—, no es ya lo suficientemente terrible con esa larga prisión, para que yo se lo baga aún más amargo con un robo que le deja sin nada de lo que le es más querido? ¿Con qué corazón imploraría yo al cielo su regreso si tuviera a su esposa entre mis brazos? ¿Cómo saldría a recibirlo con la frente alta si al final un milagro nos lo devolviera? Y, suponiendo que lo hayan separado de nosotros para siempre, ¿cómo podríamos honrar mejor su recuerdo que dejando eternamente sin llenar el vacío que su muerte ha causado entre nosotros? ¿Qué mejor que sacrificar todas nuestras esperanzas sobre su tumba y dejar intacto aquello que era suyo como si fuera algo sagrado?”.
»Pero todas las razones que encontraba la delicadeza fraternal no fueron capaces de conciliar al anciano marqués con la idea de ver extinguirse una estirpe que había florecido durante siglos. Lo único que Lorenzo consiguió fue un plazo de dos años más antes de llevar a la novia de su hermano al altar. En ese espacio de tiempo las pesquisas se continuaron con el mayor celo posible. El propio Lorenzo hizo diversos viajes por mar, exponiendo su integridad a algunos peligros; ningún esfuerzo, ningún coste se ahorró para volver a encontrar al desaparecido. Pero también esos dos años transcurrieron tan infructuosamente como todos los anteriores.
—¿Y la condesa Antonia? —preguntó el príncipe—. De su estado no nos dice usted nada. ¿Es que se iba a resignar tan estoicamente a su destino? No lo puedo creer.
—El estado de Antonia era el de la más terrible lucha entre la obligación y la pasión, la repugnancia y la admiración. La abnegada generosidad del amor fraternal la conmovía; se sentía arrastrada a honrar al hombre al que ya no podía amar más; su corazón sangraba desgarrado por sentimientos contradictorios. Pero su aversión al caballero parecía aumentar justo en el mismo grado en que aumentaban las pretensiones de éste a obtener su atención. Con profundo dolor advirtió él la callada aflicción que consumía la juventud de Antonia. Sin darse cuenta, una tierna compasión pasó a ocupar el lugar de la indiferencia con la que la había contemplado hasta entonces; pero este sentimiento traidor le engañó y una furiosa pasión comenzó a entorpecer el ejercicio de una virtud que hasta entonces había superado cualquier tentación. No obstante, aun a costa de su corazón, prestó oídos a las insinuaciones de la grandeza de su alma: él era el único capaz de proteger a la infeliz víctima de la arbitrariedad de la familia. Pero todos sus esfuerzos fracasaron; cualquier victoria que obtuviera sobre su pasión lo exponía con mucha mayor dignidad ante los ojos de ella, y la magnanimidad con que la rechazaba apenas servía para robarle toda disculpa a su resistencia.
»Así estaban las cosas cuando el caballero me convenció para ir a visitarlo a su finca. La cálida recomendación de mi protector me preparó una bienvenida que superó todos mis deseos. No puedo olvidar mencionar en este punto que, gracias a algunas considerables operaciones, había conseguido que mi nombre se hiciera famoso entre las logias locales, cosa que tal vez pudo contribuir a aumentar la confianza del anciano marqués y, con ello, aumentar las expectativas que tenía puestas en mí. Hasta dónde llegué con él y qué caminos seguí para ello, dispénsenme de contarlo; por las confesiones que ya les he hecho pueden deducir todo lo demás.
Como aproveché todos los libros de mística que había en la muy considerable biblioteca del marqués, conseguí pronto hablar en su mismo lenguaje y armonizar mi sistema del mundo invisible con sus propias opiniones. Tardó poco en creer lo que yo quería, y con igual confianza habría jurado también sobre los apareamientos de los filósofos con los tritones y las sílfides[60] como sobre un artículo del canon[61]. Como además era muy religioso y su predisposición a creer había alcanzado un alto grado de formación en aquella escuela, mis cuentos hallaron en él una acogida mucho más fácil y, al final, lo había envuelto y liado de tal manera en asuntos de misticismo que ya nada tenía crédito para él en cuanto fuera natural. En muy poco tiempo me convertí en el venerado apóstol de la casa. El contenido habitual de mis lecciones era la exaltación de la naturaleza humana y el trato con seres superiores, mi garante el infalible conde de Gabalis[62]. La joven condesa, que, desde la pérdida de su amado, vivía sin duda más en el mundo de los espíritus que en el real, y que, debido a los vuelos entusiastas de su fantasía se sentía atraída con apasionado interés por objetos de esta especie, acogía con escalofriante placer las señales que yo le lanzaba; sí, incluso los criados de la casa buscaban siempre algo que hacer en la sala cuando yo hablaba para poder pillar de aquí y de allá alguna de mis palabras, cuyos fragmentos luego ellos engarzaban unos con otros a su manera.
»Llevaba ya casi dos meses así en aquella casa solariega cuando una mañana el caballero entró en mi habitación. En su rostro se dibujaba una profunda aflicción, todos sus rasgos estaban desfigurados, se desplomó en una silla con todos los gestos de la desesperación.
»—Capitán —dijo—, no puedo más. Tengo que marcharme. No puedo aguantar más aquí.
»—¿Qué es lo que le ocurre, caballero? ¿Qué tiene?
»—¡Oh, esta terrible pasión! —en esto se levantó con vehemencia de la silla y se echó en mis brazos—. La he combatido como un hombre. Ahora ya no puedo más.
»—Pero ¿de quién depende, querido amigo, más que de usted? ¿No está todo en sus manos? Padre, familia…
»—¡Padre! ¡Familia! ¿Qué me importan? ¿Quiero una mano forzada o un afecto voluntario? ¿Acaso no tengo un rival? ¡Ay! ¿Y cuál? ¿Acaso un rival entre los muertos? ¡Oh, déjeme! ¡Déjeme! Aunque fuera hasta el fin del mundo. Tengo que encontrar a mi hermano.
»—¿Cómo? ¿Después de tantos intentos frustrados aún puede usted albergar…?
»—¡Esperanza! Hace mucho que murió en mi corazón. Pero ¿también en aquél? ¿Qué más da si yo tengo esperanza? ¿Acaso seré feliz en tanto un destello de esa esperanza brille en el corazón de Antonia? Dos palabras, amigo, podrían poner fin a mi martirio… ¡Pero en vano! Mi destino seguirá siendo igual de miserable hasta que la eternidad rompa su largo silencio y las tumbas sean mis testigos.
»—¿Así que es esa certeza la que le puede hacer feliz?
»—¿Feliz? ¡Oh, dudo de que pueda volver á serlo! ¡Pero la incertidumbre es la más terrible de las condenas! —tras un silencio se calmó y continuó con melancolía—: ¡Si él viera mi sufrimiento! ¿Acaso puede hacerle feliz esa fidelidad que es la miseria de su hermano? Si supiera de mi sufrimiento… —en este punto comenzó a llorar a lágrima viva y apretó su rostro contra mi pecho—, sí, tal vez él mismo la conduciría a mis brazos.
»—Pero ¿tan irrealizable es ese deseo?
»—¡Amigo! ¿Qué dice usted? —me observó atemorizado.
»—Motivos mucho menores —continué— han inmiscuido a los difuntos en el destino de los vivos. Si toda la felicidad terrenal de una persona…, de un hermano…
»—¡Toda la felicidad terrenal! ¡Oh, eso es lo que siento! ¡Qué verdad ha dicho! ¡Toda mi felicidad!
»—¿Y acaso la paz de una familia que está de duelo no va a ser causa legítima para requerir el apoyo de los poderes ocultos? ¡Por supuesto que sí! Si hay un asunto terrenal que pueda dar derecho a perturbar la paz de los difuntos… a hacer uso de un poder…
»—¡Por el amor de Dios, amigo! —me interrumpió—. Nada de eso. Confieso que en otro tiempo sí que albergaba yo tales pensamientos, me parece que se lo dije, pero hace ya mucho que los he desechado por infames y despreciables.
»Vean ahora —continuó el siciliano— adónde nos condujo lodo aquello. Yo me esforcé por disipar los reparos del caballero, cosa que al final conseguí también. Se decidió citar al espíritu del difunto, para lo que establecí un plazo de tan sólo catorce días, para, tal como les hice creer, prepararme debidamente. Una vez transcurrido ese plazo de tiempo y mis máquinas instaladas como era oportuno, aproveché una noche espantosa en la que la familia, tal como acostumbraba a hacer, estaba reunida en torno a mí, para conseguir con astucia su consentimiento o, mejor aún, para llevarlos al extremo de que ellos mismos me lo pidieran. La mayor resistencia estaba en la joven condesa, cuya presencia, sin embargo, era esencial; pero aquí nos ayudaron mucho los fogosos aires de su pasión, y tal vez incluso más un débil rayo de esperanza en la posibilidad de que el que era dado por muerto aún viviera y no apareciera a la llamada. Desconfianza en la cosa en sí y duda en mis artes eran el único impedimento que no tenía que combatir.
»Tan pronto obtuve el consentimiento de la familia, se fijó el tercer día para actuar. Plegarias que debían prolongarse hasta medianoche, ayuno, vigilia, retiro y formación mística, junto con el uso de un cierto instrumento musical aún desconocido[63], que en casos similares me parecía muy efectivo, fueron los preparativos para aquel solemne acto, los cuales se adaptaron tan bien a sus deseos que el fanático entusiasmo de mi auditorio avivó mi propia fantasía y aumentó no poco la ilusión para la que tenía que esforzarme en aquella ocasión. Al final llegó la hora esperada…
—Adivino —exclamó el príncipe—, a quién nos va a presentar ahora… Pero continúe, continúe.
—No, mi señor. El conjuro salió a pedir de boca.
—Pero ¿cómo? ¿Dónde está el armenio?
—No tema —respondió el siciliano—, el armenio aparecerá a su debido tiempo.
»No entraré en la descripción del engaño, que, sin duda, me llevaría muy lejos. Basta con decir que cumplió todas mis expectativas. Estaban presentes el anciano marqués, la joven condesa junto con su madre, el caballero y algunos parientes más. No le resultará difícil imaginar que, en el tiempo que pasé en aquella casa, no me faltó ocasión para recoger las informaciones más detalladas sobre el difunto. Diversos retratos que encontré allí de él me pusieron en situación de dar a la aparición el parecido más engañoso y, como sólo dejaba hablar al espíritu por señas, su voz tampoco podía despertar sospechas. El propio muerto apareció con ropas de esclavo bereber, con una profunda herida en el cuello. Observarán —dijo el siciliano— que en esto yo me aparté de la suposición general de que había perecido en las aguas, porque tenía razones para creer que precisamente lo inesperado de aquel giro aumentaría no poco la credibilidad de la visión misma, al igual que, por el contrario, nada me parecía más peligroso que una escrupulosa aproximación a lo natural.
—Creo que eso estaba muy bien pensado —dijo el príncipe volviéndose a nosotros—. En una serie de apariciones sobrenaturales me parece que precisamente la más verosímil estorbaría. La facilidad para comprender las revelaciones obtenidas tan sólo habría servido para desacreditar el medio por el que se ha llegado a ellas; la facilidad para inventarlas probablemente las había hecho sospechosas; pues ¿para qué dar trabajo a un espíritu si no vamos a aprender de él nada más de lo que es posible obtener también sin él, con ayuda simplemente del sentido común? Pero aquí la sorprendente novedad y la complejidad de las revelaciones son también una garantía del prodigio con el que se obtiene, pues ¿quién va a poner en duda lo sobrenatural de una operación si aquello que la ha producido no puede ser causado por fuerzas naturales? Le he interrumpido —añadió el príncipe—. Termine su narración.
—Formulé —continuó éste— al espíritu la pregunta de si ya no era de este mundo y si no había dejado en él nada que le fuera querido. El espíritu sacudió tres veces la cabeza y alargó una mano hacia el cielo. Antes de marcharse acarició aún un anillo que llevaba en el dedo y que después de su desaparición se encontró en el suelo. Cuando la condesa lo vio más de cerca, resultó ser su alianza.
—¡Su alianza! —exclamó el príncipe con extrañeza—. ¡Su alianza! Pero ¿cómo la consiguió?
—Yo… No era la auténtica, príncipe… Yo la había… Era sólo una copia…
—¡Una copia! —repitió el príncipe—. Para hacerla necesitaba usted la auténtica y ¿cómo la consiguió, si el difunto seguro que no se la quitó del dedo?
—Eso sí es verdad —dijo el siciliano, no sin síntomas de confusión—, pero de una descripción que me habían hecho de la auténtica alianza…
—¿Que se la había hecho quién?
—Hacía ya mucho —dijo el siciliano—. Era un anillo de oro muy sencillo, con el nombre de la joven condesa, creo… Pero me ha trastocado usted completamente el orden de…
—¿Qué pasó después? —dijo el príncipe con un gesto de ambigüedad y gran insatisfacción.
—Entonces todos se convencieron de que Jerónimo no seguía con vida. A partir de ese día la familia hizo pública su muerte y dispuso formalmente el luto por él. Lo del anillo no dejaba duda alguna tampoco a Antonia, la cual empezó a prestar mayor atención a las pretensiones del caballero. Pero la profunda impresión que le había producido aquella aparición la sumió en una peligrosa enfermedad que hubiera podido frustrar para siempre las esperanzas de su amado. Una vez restablecida, insistió en tomar los hábitos, cosa de la que sólo pudieron disuadirla las insistentes objeciones de su confesor, en el que ella tenía depositada una confianza sin límites. Finalmente, los esfuerzos conjuntos de este hombre y de la familia consiguieron arrancarle un angustiado consentimiento. El último día del luto había de ser el afortunado día que el anciano marqués estaba dispuesto aún a hacer más solemne con la cesión de todos sus bienes al legítimo heredero.
»Llegó el día, y Lorenzo recibió a su novia, temblorosa, en el altar. El día declinaba y una espléndida cena esperaba a los alegres invitados en la sala nupcial, vivamente iluminada, y una ruidosa música acompañaba la desenfrenada alegría. El dichoso anciano había querido que todo el mundo compartiera su gozo; todos los accesos al palacio estaba abiertos y era bienvenido todo aquel que se alegraba de su dicha. Entonces, entre aquel gentío…
El siciliano se detuvo y un escalofrío de expectación nos cortó el aliento…
—Pues entre aquel gentío —continuó— el que estaba sentado a mi lado me llamó la atención sobre un monje franciscano que estaba allí, inmóvil como una columna, y que, alto de estatura, enjuto de carnes y rostro ceniciento, observaba con seriedad y tristeza a la pareja de novios. La alegría que se manifestaba en todos los rostros parecía pasar por alto únicamente a éste: su expresión era inalterable, igual que un busto entre figuras vivas. Lo extraordinario de esa mirada, que, al haberme sorprendido en medio de la alegría, contrastando de forma tan estridente con todo lo que me rodeaba, tuvo sobre mí en aquel momento un efecto mucho mayor, dejó una impresión imborrable en mi alma, hasta el extremo de que sólo por eso soy capaz de reconocer los rasgos de aquel monje en la fisonomía del ruso (pues ustedes seguro que ya comprenden que éste y su armenio eran una y la misma persona), cosa que por lo general hubiera sido materialmente imposible. A menudo traté de apartar los ojos de aquella espantosa figura, pero involuntariamente volvían a posarse en ella y, a cada ocasión, la hallaban invariable. Di un codazo a mi vecino, éste al suyo; la misma curiosidad, la misma extrañeza recorrió toda la mesa, la conversación se interrumpió, hubo un repentino silencio general; al monje no le importunaba. Él seguía inmóvil y siempre igual, una mirada seria y triste clavada en la pareja de novios. A todos espantó aquella aparición; sólo la joven condesa halló su propia aflicción reflejada en el rostro de aquel extraño y, con callado placer, se pegó al único objeto de la reunión que parecía compartir y comprender su pena. Lentamente fue disolviéndose el gentío, pasó la medianoche, la música comenzó a sonar más baja y lejana, las velas daban menos luz y al final sólo ardían unas pocas, la conversación se fue convirtiendo poco a poco en un murmullo, y la sala nupcial, lúgubremente iluminada, fue quedándose cada vez más desierta; el monje seguía inmóvil y siempre igual, una mirada silenciosa y triste clavada en la pareja de novios.
»Se levanta la mesa, los invitados se dispersan por aquí y por allá, la familia se junta en un círculo más estrecho; el monje permanece en ese estrecho círculo sin ser invitado. No sé a qué se debía que nadie quisiera dirigirle la palabra y nadie le hablaba. Ya se juntan las amigas alrededor de la temblorosa novia que mira suplicante, en busca de ayuda, al venerable desconocido; el desconocido no le correspondía.
»Los hombres se agrupan de igual manera en torno al novio. Un silencio contenido, lleno de expectación…:
»—Que estemos aquí reunidos tan felices —empezó finalmente a decir el anciano, que parecía el único de entre lodos nosotros que no reparaba en el desconocido o que no se asombraba por su presencia—. ¡Que estemos aquí reunidos tan felices —dijo— y tenga que faltar mi hijo Jerónimo!
»—¿Es que lo has invitado y no ha venido? —preguntó el monje. Era la primera vez que abría la boca. Lo miramos atemorizados.
»—¡Ay! Se ha marchado al lugar de donde uno no regresa jamás —repuso el anciano—. Respetable señor, no me comprende usted. Mi hijo Jerónimo está muerto.
»—A lo mejor sólo tiene miedo de dejarse ver en una reunión así —continuó el monje—. ¡Quién sabe qué aspecto tendrá ahora tu hijo Jerónimo! ¡Deja que oiga la voz que oyó por última vez! Pide a tu hijo Lorenzo que le llame.
»—¿Qué significa eso? —murmuraron todos. Lorenzo mudó de color. No niego que a mí se me empezaron a poner los pelos de punta.
»Entre tanto el monje se había acercado a la mesa de las bebidas, de donde cogió una copa llena de vino y se la llevó a los labios:
—¡Por el recuerdo de nuestro querido Jerónimo! —exclamó—. Todo aquel que quiso bien al difunto que me imite.
»—De donde quiera que sea usted, respetable señor —dijo finalmente el marqués—, ha mencionado un nombre que nos es querido. ¡Sea bienvenido! ¡Venid, amigos! —dijo volviéndose a nosotros y haciendo correr las copas—. ¡No dejemos que nos avergüence un extraño! ¡Por el recuerdo de mi hijo Jerónimo!
»Creo que jamás se ha bebido a la salud de alguien de tan mala gana.
»—Todavía queda ahí una copa llena… ¿Por qué se niega mi hijo Lorenzo a corresponder a este amistoso brindis?
»Tembloroso, Lorenzo cogió la copa de manos del franciscano, tembloroso se la llevó a la boca…:
»—¡Por mi queridísimo hermano Jerónimo! —balbuceó y, temblando, la dejó sobre la mesa.
»—Ésa es la voz de mi asesino —exclamó una terrible figura que, de repente, apareció en medio de nosotros con ropas ensangrentadas y desfigurada por unas horribles heridas…
»Pero no me pregunten por lo que siguió —dijo el siciliano con todos los signos del horror en su rostro—. A partir de ese momento, al dirigir la vista a aquella figura, me abandonaron todos los sentidos, igual que a todos los que estaban presentes. Cuando nos recuperamos, Lorenzo luchaba con la muerte; monje y aparición se habían desvanecido. Al caballero lo llevaron a la cama entre espantosas convulsiones; al lado del moribundo no había nadie más que el sacerdote y el desconsolado anciano que, pocas semanas después, lo siguió en la muerte. Sus confesiones siguen en lo hondo del pecho del cura que escuchó su última confesión, y ningún hombre vivo las ha conocido.
»No mucho después de este suceso hubo que limpiar un pozo en el patio de atrás de la casa de campo que estaba oculto por la maleza y que llevaba cegado muchos años; al remover la basura descubrieron un esqueleto. La casa en la que aquello aconteció ya no existe; la familia del M***nte se ha extinguido y en un convento, no muy lejos de Salerno, puede verse la tumba de Antonia.
»Ya ven —continuó el siciliano al ver que todos permanecíamos en silencio y afectados, y nadie se disponía a tomar la palabra—, ya ven en qué se basa mi relación con ese oficial ruso, o ese armenio. Juzguen ahora si he tenido motivos para temblar ante una criatura que ya se ha interpuesto dos veces en mi camino de manera tan terrible.
—Contésteme aún a una pregunta —dijo el príncipe levantándose—. ¿Se ha ceñido usted en todo momento a la verdad en todo lo que ha relatado sobre el caballero?
—No sé otra cosa —repuso el siciliano.
—O sea, ¿que realmente lo tenía por hombre honrado?
—Claro que sí, por Dios, claro que sí —respondió aquél.
—¿También cuando le dio el consabido anillo?
—¿Cómo…? Él no me dio ningún anillo… Yo no he dicho que él me diera el anillo.
—Está bien —dijo el príncipe tocando la campanilla y dispuesto a marcharse—. Y el espíritu del marqués de Lanoy —preguntó dándose la vuelta— que ese ruso hizo seguir ayer al suyo, ¿cree usted entonces que es un espíritu real y verdadero?
—No puedo creer otra cosa —respondió aquél.
—Vamos —nos dijo el príncipe. Entró el carcelero—: Estamos listos —le dijo—. Usted, señor mío —dijo volviéndose hacia el siciliano—, ya tendrá noticias mías.
—Señor, la pregunta que le ha hecho usted en último lugar a este bribón me gustaría hacérsela a usted mismo —le dije al príncipe cuando volvimos a estar a solas—. ¿Cree usted que ese segundo espíritu era el único y verdadero?
—¿Yo? No, ciertamente, ya no.
—¿Ya no? O sea, ¿que sí lo ha creído?
—No niego que por un momento me he dejado seducir y he pensado que aquella ilusión era algo más.
—Ya me gustaría ver a aquél —exclamé— que en tales circunstancias puede resistirse a creer algo así. Pero ¿qué motivos tiene ahora para no seguir pensando lo mismo? Después de lo que nos acaban de contar de ese armenio, su fe en una fuerza prodigiosa debería haber aumentado en lugar de disminuir…
—¿Lo que nos acaba de contar un hombre infame? —me interrumpió el príncipe con mucha seriedad—. Porque espero que no le quepa duda de que hemos estado con un tipo de esas características.
—No —dije yo—. Pero no por eso su testimonio…
—El testimonio de un infame, suponiendo que yo no tuviera ninguna otra razón para ponerlo en duda, no puede contradecir la verdad y el sano juicio. ¿Acaso un individuo que me ha engañado varias veces, que ha hecho del engaño su oficio, merece ser escuchado en un asunto en el que, para merecer credibilidad, ha de purificarse primero incluso el más sincero amor a la verdad? ¿Acaso un individuo que seguramente no ha dicho jamás una verdad por la verdad misma merece crédito cuando se presenta como testigo contra la razón humana y el eterno orden de la naturaleza? Eso suena igual que si yo diera poderes a un malvado convicto para que pleiteara contra la más inmaculada e intachable inocencia.
—Pero ¿qué razones había de tener para dar testimonio tan glorioso de un hombre al que tiene tantas razones para odiar, o al menos para temer?
—Aunque yo no vea los motivos, ¿acaso dejará de tener menos por ello? ¿Sé yo a sueldo de quién me mintió? Confieso que no acabo de ver con claridad todo el entramado de su engaño; pero le ha prestado un muy mal servicio a la causa por la que lucha habiéndose descubierto como un estafador… y quizás algo peor todavía.
—El asunto del anillo desde luego me parece algo sospechoso.
—Es más que eso —dijo el príncipe—, es decisivo. Ese anillo —permítame suponer de momento que el suceso que nos ha contado ha ocurrido de verdad— se lo dio el asesino, y en ese mismo momento él tuvo que adquirir la certeza de que era el asesino. ¿Quién sino el asesino podía haberle quitado al difunto un anillo que éste seguro que jamás se quitaba del dedo? Durante toda la narración ha estado intentando convencernos de que él mismo había sido engañado por el caballero, cuando había creído poder embaucarlo a él. ¿A qué si no estos rodeos, si él mismo no intuía todo lo que perdía si confesaba que estaba de acuerdo con el asesino? Resulta evidente que toda su narración no es más que un montón de invenciones entre las que intercalar las pocas verdades que le pareció bien revelarnos. ¿Y yo debería dudar acaso entre inculpar de la undécima mentira a un infame al que ya he atrapado en otras diez, e interrumpir el orden básico de la naturaleza, en la que jamás he percibido una sola falta de armonía?
—A eso no puedo responderos nada —dije—. Pero la aparición que vimos ayer no me resulta por ello menos incomprensible.
—A mí tampoco —repuso el príncipe—, aunque acabo de caer en la tentación de averiguar la clave.
—¿Cómo? —dije yo.
—¿No recuerda que la segunda figura, en cuanto estuvo dentro, se dirigió al altar, cogió con la mano el crucifijo y se situó sobre la alfombra?
—Eso me pareció. Sí.
—Y el crucifijo nos dijo el siciliano que era un conductor. De ahí puede deducir entonces que se apresuró a electrificarse. Así que el golpe que lord Seymour le dio con la daga no podía sino quedar sin efecto porque la sacudida eléctrica le paralizó el brazo.
—Con la daga eso tendría su justificación. Pero ¿y la bala que le disparó el siciliano y que oímos rodar lentamente por el altar?
—¿Tiene usted la certeza de que era la bala disparada la que oímos rodar? Ni siquiera voy a entrar en que la marioneta o el individuo que representaba al espíritu pudiera estar tan bien acorazado como para resistir disparos y estocadas… Pero piense un poco en quién había cargado las pistolas.
—Es verdad —dije… y de repente se me hizo la luz—. Las había cargado el ruso. Pero eso sucedió ante nuestros ojos, ¿cómo pudo engañarnos así?
—¿Y por qué no pudo hacerlo? ¿Desconfiaba usted entonces ya de aquel hombre? ¿Creía acaso necesario vigilarlo? ¿Antes de que la introdujera en el cargador examinó usted la bala, que podía haber sido lo mismo una de mercurio que una de arcilla pintada? ¿Estuvo usted atento a si de verdad la metía en el cargador de la pistola o no se la guardaba a lo mejor en la mano? ¿Qué le asegura, suponiendo que de verdad la hubiera cargado, que al pasar al otro pabellón llevara consigo precisamente las pistolas cargadas y no las hubiera sustituido por otro par, algo que pudo hacer con mucha facilidad, puesto que a nadie se le ocurrió vigilarlo, y además estábamos ocupados en quitarnos la ropa? Y, en el momento en que el humo de la pólvora no nos permitía verla, ¿no pudo la figura dejar caer sobre el altar otra bala que llevara consigo para un caso de necesidad? ¿Cuál de todas estas posibilidades resulta improbable?
—Tiene usted razón. Pero ese acertado parecido de la figura con su difunto amigo… Yo lo vi muchas veces con usted, y en el espíritu lo reconocí al instante.
—También yo… y sólo puedo decir que el engaño estaba preparado al máximo. Pero, si ese siciliano supo dar a su retrato un ligero parecido que nos engañó a usted y a mí, simplemente con unas pocas miradas furtivas a mi tabaquera, ¿por qué no iba a hacer aún más el ruso que durante todo el tiempo que estuvimos en la mesa tuvo libre acceso a ella y disfrutó de la ventaja de que nadie le observó en ningún momento, y a quien yo, además, había descubierto en secreto de quién era el retrato de la caja? Añada a esto, cosa que el siciliano también recalcó, que lo característico del marqués está en un buen número de rasgos faciales que es posible imitar toscamente, ¿dónde queda entonces lo inexplicable de toda esta aparición?
—Pero… ¿y el contenido de sus palabras? ¿Y la explicación sobre su amigo?
—¿Cómo? ¿Acaso no nos ha dicho el siciliano que había compuesto una historia similar con lo poco que me había preguntado? ¿No demuestra esto lo natural que era caer en esas invenciones? Además, las respuestas del espíritu sonaban tan proféticamente oscuras que no podía correr peligro de ser atrapado en una contradicción. Suponga usted que la criatura del impostor que representaba al espíritu tuviera algo de inteligencia y juicio, y estuviera informado, aunque sólo fuera un poco, de las circunstancias…, ¿hasta dónde no habría podido llevar aquel engaño?
—¡Pero piense, señor, en lo complicados que habrían tenido que ser los preparativos del armenio para un engaño tan artificioso! ¡Cuánto tiempo habría tardado! ¡Cuánto tiempo sólo para imitar fielmente una cabeza humana en otra, tal como aquí se presupone! ¡Cuánto tiempo para instruir a ese falso espíritu para asegurarse frente a cualquier torpe equívoco! ¡Cuánta atención a los pequeños e innumerables detalles, a los que ayudan en el asunto, y también a los que hay que evitar de algún modo para que no estorben! Y ahora recuerde que el ruso no estuvo ausente más de media hora. ¿Acaso pudo disponer todo lo indispensable en no más de media hora? Verdaderamente, señor, ni siquiera un dramaturgo que no supiera qué hacer con las inflexibles tres unidades de su Aristóteles cargaría un entreacto con tanta acción ni exigiría de la platea una fe tan grande.
—¿Cómo? ¿Así que le parece a usted absolutamente imposible que en esa breve media hora se pudieran llevar a cabo todos esos preparativos?
—En efecto —exclamé—, absolutamente imposible.
—No entiendo esa forma de hablar. ¿Acaso contradice todas las leyes del tiempo, del espacio y de los efectos físicos que una cabeza tan hábil, como lo es indiscutiblemente la de ese armenio, con ayuda de sus tal vez también hábiles criaturas, al abrigo de la noche, sin ser observado por nadie, provisto de todos los recursos posibles, de los que un hombre de ese oficio sin duda no se separa jamás, es decir, que un hombre tal, favorecido por tales circunstancias, pueda hacer tanto en tan poco tiempo? ¿Es que acaso es impensable y absurdo creer que con ayuda de pocas palabras, órdenes o señales pudiera dar a sus ayudantes minuciosos encargos, que pudiera indicar minuciosas y complejas operaciones siendo muy parco en palabras? ¿Y acaso puede esgrimirse contra las eternas leyes de la naturaleza otra cosa que no sea una imposibilidad que salte a la vista? ¿Acaso prefiere creer en un milagro que admitir algo inverosímil? ¿Prefiere invertir el orden de las fuerzas de la naturaleza antes que admitir una combinación artificial y poco usual de esas fuerzas?
—Aunque el asunto no justifique tampoco una conclusión tan arriesgada, debe convenir conmigo en que sobrepasa nuestra comprensión.
—Casi me agradaría rebatirle también esto —dijo el príncipe con una traviesa alegría—. ¿Qué pasaría, querido conde, si, por ejemplo, resultara que no sólo han trabajado para ese armenio simplemente durante y después de esa media hora, no sólo con prisas y como de paso, sino durante toda la tarde y (oda la noche? Piense que el siciliano necesitó casi tres horas enteras para prepararse.
—¡El siciliano, señor!
—¿Y con qué me demuestra usted que el siciliano no tuvo lanía parte en el segundo fantasma como en el primero?
—¿Cómo, señor?
—Que no fuera él el principal ayudante del armenio, o sea, que no estuvieran confabulados.
—Eso sería difícil de demostrar —exclamé no poco asombrado.
—No tan difícil, querido conde, como usted cree. ¿Cómo? ¿Sería casualidad que esos dos individuos se encontraran a la misma hora en el mismo lugar implicados en un complot contra la misma persona, y que entre las operaciones llevadas a cabo por ambas partes existiera una armonía tan llamativa, un acuerdo tan bien planeado como para que no fueran cómplices el uno del otro? Suponga que se sirvió del engaño más burdo para poner de relieve el más sutil. Suponga que envió primero a aquél para averiguar el grado de fidelidad con el que podía contar, para espiar cómo acceder a mi confianza, para familiarizarse con su sujeto por medio de este intento que podía fracasar sin perjuicio de sus planes posteriores; en resumen, para ir templando su instrumento. Suponga que lo hizo justamente para que, requiriendo deliberadamente toda mi atención y despabilándola, por un lado, pudiera adormecerla por otro que le era de mucho más valor. Suponga que necesitó obtener algunas informaciones que deseaba que corrieran a cargo del impostor para desviar las sospechas del verdadero rastro.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Supongamos que sobornó a uno de los míos para obtener de él ciertas informaciones secretas, tal vez incluso documentos, que sirvieran a su propósito. Echo en falta a mi montero. ¿Qué me impide creer que el armenio no está implicado en la desaparición de este hombre? Pero la casualidad puede disponer que yo descubra esta intriga; puede interceptarse una carta, un criado puede irse de la lengua. Toda su fama se irá a pique si descubro las fuentes de su omnisciencia. De manera que entonces mete por medio a este impostor que debe atentar contra mí de una manera u otra. De la existencia y de las intenciones de ese individuo no se olvida de darme muy pronto una señal. Es decir, que sea lo que sea lo que yo descubra, mis sospechas no recaerán sobre ningún otro que no sea ese estafador; y en las pesquisas que le favorecen a él, al armenio, pondrá su nombre el siciliano. Ésa fue la marioneta con la que me dejó jugar, mientras él, sin ser observado y libre de sospechas, me ataba con hilos invisibles.
—¡Muy bien! Pero ¿cómo concuerda con esas intenciones que el siciliano contribuya a destruir el engaño y revele los secretos de su arte a ojos profanos? ¿No ha de temer que la futilidad descubierta de un engaño llevado hasta tan alto grado de verosimilitud, como lo fue en efecto la operación del siciliano, pudiera debilitar la fe general en él y dificultarle en mucho sus planes futuros?
—¿Qué secretos son los que me ha revelado? Ninguno de los que ha querido que yo conociera es digno de crédito. O sea que no ha perdido nada con su profanación. Sino, por el contrario, ¿cuánto es lo que habría ganado si ese supuesto triunfo sobre la mentira y el engaño me diera seguridad y confianza, si con ello consiguiera dirigir mi atención en otra dirección, conducir mis recelos, aún vagos e indefinidos, hacia objetos bien alejados del verdadero lugar del ataque? Podía esperar que yo, tarde o temprano, por propia desconfianza o estimulado por otros, buscaría la clave de sus prodigios en el arte del engaño. ¿Qué cosa mejor podía hacer que colocar ambas cosas una junto a la otra, poniendo al mismo tiempo en mis manos la balanza, aumentando o confundiendo mis ideas sobre la primera al poner a la última un límite artificial? ¡Cuántas conjeturas cortó de un plumazo con esta maniobra! ¡Cuántas explicaciones posibles refutadas de antemano, a las que yo tal vez habría podido llegar más adelante!
—Al menos así actuó, aun en contra de sí mismo, agudizando la vista de aquellos a los que quería engañar y debilitando su fe en las fuerzas ocultas al descubrir un engaño tan artificioso. Usted mismo, señor, es la mejor refutación de su plan, si es que alguna vez tuvo uno.
—Tal vez se haya equivocado conmigo, pero no por eso ha juzgado con menos inteligencia. ¿Acaso podía presuponer que a mí se me quedaría en la memoria justo aquello que podía ser la clave del prodigio? ¿Estaba en sus planes que la criatura de la que se sirvió se descubriría de ese modo? ¿Sabemos si ese siciliano no se ha extralimitado en sus poderes? Con el anillo seguro… Y, sin embargo, ha sido fundamentalmente esa única circunstancia la que me ha hecho desconfiar de ese hombre. ¿Con qué facilidad puede desbaratarse un plan enormemente refinado por culpa de un elemento tosco? Seguro que no pensaba que el impostor iría pregonando su fama ante nosotros como si estuviera en el mercado, que nos largaría esos cuentos que, sólo pensando un poco, resultan fáciles de refutar. Por ejemplo, ¿cómo puede pretender ese mentiroso que su milagrero tenía que interrumpir todo trato con humanos al sonar las doce campanadas de la noche? ¿Es que no estaba con nosotros a esa hora?
—Eso es verdad —exclamé—. ¡Debió olvidarlo!
—Pero es propio del carácter de este tipo de gente exagerar las tareas que se les encomiendan, estropeando además todo lo que, con un engaño modesto y comedido, habría salido a pedir de boca.
—A pesar de todo, señor, no puedo dejar de ver todo el asunto simplemente como un juego premeditado. ¿Cómo? El espanto del siciliano, las convulsiones, el desmayo, el lamentable estado de aquel individuo en conjunto, que nos movió a compasión a nosotros mismos… ¿y si todo eso no hubiera sido más que un papel bien aprendido? Admitamos que llevara el engaño teatral aún más lejos; sin embargo, el arte del actor no puede dominar sobre los elementos de su vida.
—Por lo que a eso se refiere, amigo, he visto el Ricardo III de Garrick[64]. ¿Y éramos en aquel momento lo suficientemente neutrales y estábamos lo suficientemente concentrados para pasar por espectadores imparciales? ¿Pudimos comprobar las emociones de aquel hombre, si las nuestras nos dominaban? Además, la crisis decisiva, incluso la de un engaño, es una ocasión tan importante para el propio estafador que la esperanza puede generar en él fácilmente unos síntomas tan violentos como la sorpresa en aquel que es engañado. Añada a eso la inesperada aparición de los alguaciles…
—Precisamente eso, señor. Bien que me lo recuerde. ¿Acaso se habría atrevido a desenmascarar un plan tan peligroso a ojos de la justicia? ¿A someter a tan arriesgada prueba la lealtad de su criatura? ¿Y con qué fin?
—Deje que se preocupe de eso él, que debe conocer a su gente. ¿Sabemos acaso de qué secretos delitos ha de responder él por culpa del silencio de ese individuo? Ya ha oído qué cargo ocupa en Venecia… Y si une también las apariencias al resto de los cuentos… ¿cuánto le va a costar ayudar a ese tipo que no tiene otro acusador que él?
(Y de hecho, el curso de los acontecimientos no hizo sino confirmar con creces las sospechas del príncipe. Cuando, unos días después, quisimos saber cómo estaba el detenido, nos dieron por respuesta que había desaparecido).
—¿Y con qué fin, pregunta usted? ¿Por qué otro camino más que por el de la fuerza podía exigir al siciliano una confesión tan inverosímil y tan injuriosa, pero que resultaba tan esencial? ¿Quién sino un hombre desesperado que ya no tiene nada que perder es capaz de decidirse a dar sobre sí mismo tan denigrantes explicaciones? ¿En qué otras circunstancias le hubiéramos creído?
—Todo admitido, mi noble príncipe —dije yo finalmente—. Ambas apariciones habrán sido engaños y me da que ese siciliano nos ha liado con un cuento que le hizo aprender su mentor; ambos deben estar actuando de acuerdo con un fin concreto, y por ese acuerdo se explicarían todas las cosas extrañas que nos han asombrado tanto en el curso de este suceso. Aquella profecía en la plaza de San Marcos, la primera cosa extraña que abrió la puerta a las demás, no por ello ha dejado de seguir siendo inexplicable; y entonces, ¿de qué nos sirve la clave de todo lo demás si no somos capaces de solucionar esta única cuestión?
—Mejor mírelo al revés, querido conde —me dio el príncipe por respuesta—. Dígame, ¿qué demuestran todas aquellas cosas extrañas si averiguo que tras ellas lo único que había era un engaño? Aquella profecía, se lo reconozco, va más allá de mis capacidades. Si no hubiera más cosas, si el armenio hubiera terminado su papel con ella igual que con ella lo empezó… le confieso que no sé hasta dónde me habría podido llevar. En esa compañía tan abyecta me resulta un poquito sospechoso.
—¡Admitido, señor! Pero sigue sin tener explicación, y voy a pedir a todos nuestros filósofos que nos lo aclaren.
—Pero… ¿y si fuera de verdad tan inexplicable? —continuó diciendo el príncipe tras haber reflexionado unos momentos—. Estoy muy lejos de pretender que me llamen filósofo y, sin embargo, podría sentirme tentado de buscar también una clave natural para ese prodigio, o mejor, de despojarlo de toda apariencia sobrenatural.
—Si es usted capaz, mi príncipe —repuse yo con una sonrisa de gran incredulidad—, entonces sería usted el único prodigio en el que creería.
—Y como prueba —continuó— del poco derecho que tenemos a buscar amparo en las fuerzas sobrenaturales, voy a mostrarle dos soluciones distintas con las que tal vez podamos resolver este suceso sin forzar la naturaleza.
—¡Dos claves a la vez! Efectivamente despierta usted mi curiosidad en grado sumo.
—Usted leyó conmigo las noticias más detalladas acerca de la enfermedad de mi difunto primo. Fue en un acceso de calenturas en el que lo mató una apoplejía. Lo excepcional de esta muerte, lo confieso, me llevó a consultar la opinión de algunos médicos y lo que aprendí entonces me lleva directamente al rastro de esa obra de magia. La enfermedad del difunto, una de las más raras y terribles, tiene ese síntoma característico de que, mientras duran los espasmos, el enfermo se sume en un sueño profundo, del que no se puede despertar, y que, por lo general, a la segunda vez que aparece el paroxismo, lo mata de una apoplejía. Como esos paroxismos se repiten con el mayor rigor y a una hora determinada, el médico es capaz de anunciar la hora de la muerte desde el mismo momento en que ha emitido su juicio sobre el género de la enfermedad. Es sabido que el tercer paroxismo de unas tercianas tiene lugar en el quinto día de enfermedad, y justo ése es el tiempo que necesita una carta para llegar desde ***, donde falleció mi primo, a Venecia. Supongamos ahora que nuestro armenio tenía un corresponsal atento entre el séquito del difunto, que tuviera un vivo interés en tener noticias de allí, que tuviera intención de potenciar mi credulidad en fenómenos extraños, así como en la presencia de fuerzas sobrenaturales…, ahí tiene usted una explicación natural a aquella profecía que le parece tan incomprensible. En fin, de ahí puede usted inferir la posibilidad de cómo un tercero puede darme noticia de una defunción que está ocurriendo en el momento en que la anuncia a cuarenta millas de allí.
—En efecto, príncipe, usted relaciona aquí cosas que, contempladas individualmente, suenan sin duda muy naturales, pero sólo pueden relacionarse por algo que no es mejor que la magia.
—¿Cómo? O sea, ¿que se espanta usted menos de lo mágico que de lo rebuscado, de lo poco común? En cuanto reconozcamos que el armenio tramó un importante plan en el que me utilizó a mí como finalidad o como medio —¿y acaso no hemos de hacerlo independientemente de lo que juzguemos de su persona?—, entonces no hay nada fuera de lo natural, nada forzado que lo conduzca a su meta por el camino más corto. Pero ¿qué camino hay más breve para estar completamente seguro de un individuo que las credenciales de un milagrero? ¿Quién se resiste a un hombre a quien se someten los mismos espíritus? No obstante, reconozco con usted que mis suposiciones son artificiosas; confieso que a mí mismo no me satisfacen. No insisto porque me parece que no merece la pena recurrir a una idea artificial y rebuscada, cuando la mera casualidad es más que suficiente.
—¿Cómo? —interrumpí—. ¿Es que una mera casualidad…?
—¡Difícilmente otra cosa! —continuó el príncipe—. El armenio sabía del peligro en que estaba mi primo. Nos vio en la plaza de San Marcos. La ocasión lo invitó a arriesgarse a formular una profecía que, si fallaba, tan sólo era una palabra perdida; si acertaba, podía tener importantísimas consecuencias. El éxito favoreció este intento, y sólo entonces debió pensar en servirse de un regalo del azar para un plan bien hilvanado. El tiempo aclarará este misterio o no, pero créame, amigo —dijo, poniendo su mano sobre la mía y adoptando un gesto muy grave—, un hombre que tiene a su disposición poderes tan elevados no tendrá necesidad de engaño alguno o lo despreciará.
Así concluyó una conversación que he recogido aquí en su totalidad porque es buena muestra de las dificultades que el principe tuvo que vencer y porque, como espero, limpiará su memoria del reproche de haberse precipitado ciega e irreflexivamente a la trampa que le había preparado un inaudito y diabólico plan. No todos aquellos —continúa el conde de O***— que en el momento en que escribo estas líneas tal vez contemplen con desprecio y sonrisas burlonas su debilidad, y, en la arrogante vanidad de su razón nunca combatida, se crean con derecho a blandir sobre él la vara de la condena, no todos, me temo, pasarían esta primera prueba con tanta virilidad. Si después, no obstante, incluso tras este afortunado preámbulo, lo vemos caer; si la oscura intriga, de cuya inminencia lo advirtió su buen genio tutelar de antemano, no por ello dejó de cumplirse, nos burlaremos menos de su necedad de lo que nos asombraremos de la magnitud de la treta que sucumbió ante razonamientos tan bien defendidos. Las consideraciones terrenales no pueden formar parte de mi testimonio, pues el que me lo habría de agradecer ya no está. Su terrible destino se ha cumplido; hace ya tiempo que su alma se ha purificado en el trono de la verdad, ante el cual hará ya tiempo que está la mía cuando el mundo lea esto; pero —que se me perdonen las lágrimas que derramo involuntariamente al recuerdo de mi queridísimo amigo—, pero lo pongo por escrito como contribución a la justicia: fue un hombre noble y seguro que habría sabido honrar el trono por el que se dejó engañar a fin de conseguirlo con un delito[65].