Curioso ejemplo de una venganza femenina

Sacado de un manuscrito del difunto Diderot[19]

El marqués de A***[20] era un joven que vivía a placer, amable y simpático, y que, por cierto, no tenía en demasiada estima la virtud femenina. No obstante, había una dama que le traía bastante de cabeza: era la señora de P***[21], una rica viuda de clase alta, muy inteligente, cortés y con don de gentes, pero orgullosa y con mucho ingenio.

El marqués había roto con todas sus relaciones anteriores para vivir tan sólo para aquella dama. Le hacía la corte con la mayor habilidad, le presentaba todas las muestras imaginables para convencerla de la solidez de su amor, e incluso al final le ofreció su mano. Pero la marquesa, que no había podido olvidar aún lo desafortunado que había sido su primer matrimonio, prefería exponerse, antes que a un segundo, a cualquier otro infortunio de la vida.

Aquella mujer vivía muy solitaria. El marqués había sido un viejo conocido de su difunto marido; entonces le había admitido en su casa y después tampoco le cerraba sus puertas.

El lenguaje femenino de la galantería no podía desagradar a un hombre de mundo. La perseverancia de su solicitud, acompañada de sus cualidades personales, su figura, su juventud, la apariencia de un amor verdadero y tierno, y también a su vez el solitario estilo de vida de aquella dama, un temperamento nacido para los más delicados sentimientos, en una palabra, todo aquello que sólo es capaz de seducir a un corazón femenino, surtió aquí también sus efectos. La señora de P*** se rindió finalmente tras un mes de infructuosa resistencia y de la más tenaz lucha consigo misma. Con las formalidades propias de un juramento sagrado, el marqués era sin duda el más afortunado, y habría seguido siéndolo si su corazón, por el contrario, hubiera querido permanecer fiel a los tiernos sentimientos que entonces alababa tan solemnemente y que, a su vez, le eran correspondidos con tanta ternura[22].

Así transcurrieron algunos años, cuando al marqués se le ocurrió que el estilo de vida de la dama resultaba algo monótono. Le propuso que hicieran vida social y ella se avino: aceptó recibir visitas y también cedió a los deseos de él de celebrar algunos banquetes. En resumidas cuentas, llegó un día, llegaron varios días en los que A*** no se dejaba ver. Hallaba al almuerzo, a la cena. Los negocios lo apremiaban cuando estaba con ella, era necesario abreviar esta vez su visita. Cuando llegaba, murmuraba una, dos palabras, se tiraba cuan largo era en el sofá, echaba mano a este o a aquel opúsculo, lo tiraba, jugueteaba con su perro o, al final, incluso se dormía. Se hacía de noche… su debilitada salud le aconsejaba llegar a casa a tiempo, Tronchin[23] se lo había recomendado expresamente, y Tronchin, esto es cierto y verdadero, Tronchin es un hombre incomparable… y con ésas cogía bastón y sombrero y desaparecía, en su distracción olvidaba incluso abrazar a madame al despedirse. La señora de P*** se daba cuenta de que ya no la amaba, pero tenía que convencerse de ello y lo hizo más o menos de la siguiente manera.

En una ocasión, apenas acababan de cenar, ella comenzó a decir:

—¿Por qué está tan pensativo, marqués?

—¿Por qué lo está usted, amable señora?

—Es cierto, y además son pensamientos muy tristes.

—¿Cómo es eso?

—Nada.

—Eso no es cierto, madame, cuéntemelo —y al decirlo bostezó—, confiéseme qué le pasa… nos animará a los dos.

—¿Le resulta tan necesario?

—En realidad no… usted ya sabe… uno tiene ciertas horas…

—¿En las que tiene que estar triste?

—No, madame, no, no… No tiene usted razón, por mi honor que no tiene usted razón. No es nada. Absolutamente nada. A veces hay momentos… ni yo mismo sé cómo me debo expresar.

—Querido amigo, hace ya tiempo que oprime mi corazón algo que quería decirle, pero siempre tengo miedo de que pueda ofenderle.

—¿Ofenderme? ¿Usted?

—A lo mejor… pero Dios es testigo de que soy inocente. Sin mi voluntad, sin mi conocimiento, ha ido sucediendo poco a poco. No puede ser de otro modo… tiene que ser una maldición de Dios para toda la humanidad, porque yo… yo misma no soy una excepción.

—Ah, madame, algo le preocupa… hmm… ¿y qué es?

—¿Que qué es? Oh, soy muy desgraciada… y también a usted le haré desgraciado… No, marqués, es mejor que guarde silencio.

—Hable libremente, querida. ¿Es que ha de tener secretos conmigo? ¿Es que ya no recuerda que la primera condición para nuestra confianza era no callarnos nada el uno al otro?

—Precisamente eso es lo que me preocupa. Lo que usted ahora me reprocha, marqués, era lo que faltaba para llevar mi culpabilidad al máximo extremo. ¿No le parece a usted que he perdido toda mi alegría de antes? Ya no tengo ganas ni de comer ni de beber. Ni siquiera dormir me gusta ya. Nuestro trato más íntimo empieza poco a poco a darme asco. A menudo me pregunto a medianoche: ¿es que acaso él ya no es tan amable? Él es como era. ¿Tienes motivos para quejarte de él? Ni el más mínimo. ¿A lo mejor frecuenta casas sospechosas? Ni mucho menos. ¿O a lo mejor te parece menos delicado que antes? Por supuesto que no. Pero, si tu amigo sigue siendo el de antes, ¿entonces eres tú la que has cambiado? Eres tú, oh, confiésalo, eres tú. Ya no queda ni una chispa del deseo con el que antaño le recibías, de los dulcísimos arrebatos cuando regresaba, cuando oías sus pasos, cuando lo anunciaban, cuando entraba… ¡Oh, todo eso ha pasado…! Se ha terminado, se ha convertido para ti en un extraño.

—¿Cómo, madame?

Al llegar a este punto la dama apretó las dos manos contra el rostro, inclinó la cabeza hacia atrás y guardó silencio un buen rato. Finalmente volvió a decir:

—Sé lo que me puede usted responder. Estoy preparada para ver su asombro… para que me diga las cosas más amargas… pero respéteme, señor marqués… no, no, no me respete. Dígamelo todo. Lo he merecido. Tengo que consentirlo. Sí, querido marqués, así es… es verdad… pero ¿no es suficientemente horrible haber llegado tan lejos? ¿Es que tengo que pasar también por la vergüenza de haber sido una hipócrita con usted? Usted es lo que era, pero yo ya no lo soy. Claro que aún le respeto, le respeto igual y aún más que nunca, pero… pero una mujer, usted me conoce, una mujer que está acostumbrada a poner a prueba las más secretas emociones de su corazón, a no engañarse en nada, esa mujer no puede disimular más que se le ha escapado el amor. Esta confesión… oh, lo siento… es la más terrible, pero no por ello es menos cierta. ¡Yo una inconstante, una mentirosa! Saque toda su rabia, querido marqués. Reniegue de mí. Maldígame. Márqueme con los nombres más odiosos. Yo misma ya lo he hecho; puedo oír todo lo que me diga, todo, pero no que soy una hipócrita, eso no lo merezco.

En este punto la señora de P*** se volvió en el sofá y rompió a llorar.

El marqués se echó a sus pies.

—¡Excelsa mujer! ¡Divina mujer! Una mujer como no encontraré otra. Su sinceridad, su honradez me avergüenzan, me conmueven… quisiera morirme de vergüenza. Con cuánta grandeza está usted en este momento a mi lado, qué pequeño me siento yo al suyo. Usted ha dado el primer paso para confesar… yo he dado el primer paso para errar. Su franqueza me abruma… sería un monstruo si por un momento vacilara en replicarla. Sí, madame, no puedo negarlo; la historia de su corazón es literalmente también la historia del mío. Todo, todo lo que usted se ha dicho, me lo he dicho yo también. Pero yo consentí, y guardé silencio… tal vez habría guardado silencio por más tiempo… tal vez jamás habría tenido el valor de explicarme.

—¿Es eso cierto de veras, marqués?

—Cierto, madame… así que ambos podemos sentirnos afortunados por haber sido capaces de dominar a la vez una pasión tan perecedera como la nuestra. De hecho, marqués, yo lamentaría mucho que mi amor se apagara después que el suyo.

—De eso puede estar segura, madame… Yo fui el primero en el que se apagó.

—¿De verdad, mi señor? Siento algo así como…

—¡Oh, mi querida marquesa! Jamás la he encontrado tan encantadora, tan amable, tan hermosa como en este momento. Si las experiencias que he tenido hasta este instante no me hicieran ser tan tímido, quién sabe si no la amaría ahora más que nunca.

Diciendo esto le cogió ambas manos y las besó apasionadamente. La señora de P*** disimuló la ira mortal que desganaba su corazón y tomó la palabra:

—Pero ¿por qué empezar ahora, marqués? Yo pensaba que no tendríamos que reprocharnos ninguna mentira. Usted tiene aún todos los derechos a mi respeto igual que antes… también yo espero no haber perdido por completo mi derecho al suyo. ¿Vamos a seguir viéndonos? ¿Vamos a transformar nuestro amor en la más tierna amistad? Esto nos ahorrará en el futuro todas las tristes escenas, todas las pequeñas infidelidades, todos los caprichos infantiles, todo el humor petulante que suele acompañar a una pasión pasajera. Seremos el único ejemplo de nuestra especie. Usted… vuelve a tener su antigua libertad, a mí… devuélvame la mía. De esta forma viajaremos juntos por el mundo. Usted me hará su confidente en cada nueva conquista. Yo no le guardaré ningún secreto de las mías… si es que tengo alguna, se entiende, pues me temo mucho, querido marqués, que en este aspecto me ha vuelto usted un poco tímida. Y de este modo funcionará, será algo sin igual. Usted de vez en cuando me apoyará con sus consejos, yo a usted con los míos. Y al final, ¿quién sabe lo que puede suceder?

—Muy bien, madame, demos entonces por hecho que en cualquier comparación usted siempre ganará… que de día en día yo regresaré a usted con mayor calidez y delicadeza, que al final todo me habrá demostrado que la marquesa de p*** es la única mujer capaz de hacerme feliz. Y, si luego volviera a pensar de otra manera, seguro que por lo más sagrado me tendría para siempre encadenado a sus pies.

A esta conversación siguió un sermón muy aburrido sobre la inconstancia del corazón humano, sobre la futilidad de los juramentos, sobre las obligaciones matrimoniales. Tras breves abrazos, ambos se despidieron.

Por grande que hubiera sido la presión a la que la dama había tenido que someterse en presencia de su amado, igual de terrible fue el estallido de su dolor una vez que éste se hubo marchado. «Así que es cierto —decía a voz en grito—, es más que cierto, ¡ya no me ama!». Una vez que hubieron pasado los primeros arrebatos y hubo meditado en medio de una silenciosa rabia acerca de la afrenta sufrida, decidió una venganza sin parangón, una venganza para espanto de todos los hombres que se complacen en engañar a una mujer honrada, y esta venganza la llevó a cabo.

En otro tiempo la marquesa había sido amiga de cierta mujer de provincias que, por culpa de un proceso, se había mudado a París con su hija, una joven de gran belleza y buena educación. Hacía poco había sabido que esta mujer había perdido en el proceso toda su fortuna y se había visto obligada a convertir su casa en un burdel. En él, algunos huéspedes se encontraban, jugaban, cenaban y, por lo general, uno o dos de ellos pasaban allí la noche, con la madre o con la hija, según les apeteciera, para darse un placer.

La marquesa hizo que algunos sirvientes averiguaran el paradero de estas mujeres; las encontraron, y la señora de P***, un nombre que apenas podían recordar, las invitó a hacerle una visita. Las mujeres, que en París se hacían pasar por madame y mademoiselle Aisnon, aceptaron la invitación con gran placer. Justo a la mañana siguiente la madre se presentó en casa de la marquesa, que, al instante, supo llevar la conversación hacia el modo de vida que ambas llevaban entonces.

—No se ande con rodeos, buena señora —respondió la vieja—, vivimos de un oficio que, desgraciadamente, nos aporta pocos beneficios, es peligroso y arriesgado y, además, uno de los más ultrajantes. Ciertamente, yo me opondría a él basta la muerte, pero la necesidad obliga, como dice el refrán. Yo ya estaba completamente decidida a colocar a mi hija en la Ópera, pero su voz vale como mucho para cantante de cámara y, además, baila muy mal. Incluso durante mi proceso, y también después, la llevé a los principales de esta ciudad, a las autoridades, a los arrendatarios y a los religiosos, todos por turno, pero los señores, como suele suceder, se la quedaban siempre sólo por un tiempo determinado, así que al final se me quedó para vestir santos. No es que no fuera tan hermosa como un ángel, mi querida señora, tampoco le faltan ni entendimiento ni modales, pero sí carece por completo de las verdaderas mañas que hay que tener para este negocio, y de los pequeños ardides que hay que emplear para no dejar respirar a los hombres.

—Entonces, ¿usted es muy conocida aquí? —preguntó la marquesa.

—Por desgracia no mucho —dijo la vieja.

—Y, por lo que veo, las dos parecen tenerle pocas ganas y poco amor a su oficio…

—Ninguno en absoluto, y mucho menos mi hija, que no para de decirme que la aparte de él o si no que la mate. Además tiene aún sus horas melancólicas, en las que no se la puede utilizar para nada.

—O sea, que si yo, por ejemplo, me propusiera mejorar su suerte de una forma espectacular, seguro que las dos no me lo pondrían muy difícil.

—Eso pienso.

—Pero la cuestión es si me prometerán cumplir con la mayor exactitud todas las instrucciones que yo pudiera tener a bien darle.

—Con eso puede contar, madame. Por muy rigurosas que sean.

—Está bien, madame, ahora váyase a casa. Pronto oirán mis nuevas disposiciones. Mientras tanto, desháganse de todo lo que tengan en casa, desháganse también de todas sus ropas, en especial de aquellas que sean de colores atrevidos o chillones: todo eso únicamente estorbaría mis planes.

La señora de Aisnon se fue. La de P*** se subió al coche y ordenó que la llevaran al lugar de las afueras de la ciudad que le parecía que estaba más alejado de la casa de las de Aisnon. Aquí, no lejos de la parroquia, alquiló una casa modesta en un edificio honorable y dispuso que la amueblaran con la mayor parquedad. Allí invitó a las dos de Aisnon, les entregó la casa y los enseres, y les dio un listado por escrito de las reglas de vida que habían de seguir en el futuro. Eran las siguientes:

No volver a pasear en público, pues todo depende de que nadie las descubra.

No recibirán ustedes visitas, tampoco del vecindario, pues todo ha de parecer como si hubieran ustedes renunciado al mundo.

A partir de mañana mismo llevarán ropas como las de las mujeres devotas.

En casa no permitirán más que libros de religión, de manera que no se expongan a una recaída.

Tienen que acudir a misa todos los días de diario y los de fiesta, con el máximo fervor.

Tienen que tratar de procurarse el acceso al locutorio de varios monasterios. Las charlas de los monjes pueden ser de provecho para ustedes.

Los sacerdotes y los demás religiosos tienen que llegar a conocerlas bien; podría darse el caso de que pidieran un informe sobre ustedes.

Tendrán que confesarse y comulgar al menos dos veces al mes.

Volverán a tomar su apellido original, porque es más honorable, y por el otro podría preguntar alguien.

De vez en cuando den algunas limosnillas, pero les prohíbo terminantemente aceptar alguna. No han de tenerlas ni por ricas ni por pobres.

En casa entreténganse cosiendo, haciendo punto, tejiendo y bordando, y luego vendan sus labores a un asilo de pobres.

Que su orden de comidas sea extremadamente comedido. Unas pequeñas raciones de la posada es lo único que puedo permitirles.

La hija no irá nunca sin la madre, la madre nunca sin la hija. Siempre que encuentren oportunidad de hacer algo constructivo sin que produzca costes, no dejen nunca de hacerlo.

Pero de una vez por todas ni curas, ni monjes, ni hermanos píos entre sus cuatro paredes.

Si han de cruzar la calle, bajen siempre la vista castamente. En la iglesia no miren a ningún otro sitio más que a Dios.

—Ya sé que estas restricciones son duras, pero no pueden durar demasiado y la compensación será extraordinaria. Ahora váyanse y deliberen entre ustedes. Si les preocupa que sus fuerzas no puedan resistir tal presión, entonces díganlo ahora sin tapujos. No me ofenderá y tampoco me extrañará. Antes he olvidado comentar que no estaría mal si se acostumbraran al lenguaje de los místicos y utilizaran fluidamente las expresiones de las Sagradas Escrituras. A la primera ocasión que tengan suelten su furia contra los sabios del mundo, y declaren a Voltaire el Anticristo. Por ahora, que les vaya bien. Será difícil que volvamos a vernos aquí, en su casa. No soy digna de vivir con mujeres tan piadosas. Pero no se preocupen por eso. Ustedes me visitarán a escondidas con mayor frecuencia, y entonces recuperaremos lo perdido a puerta cerrada.

»Pero lo que sí les pido… es que tengan cuidado, no se me vayan a hacer de verdad unas santas con tanto aparentarlo. Yo me ocuparé de los gastos de su casita. Si nuestro plan sale bien, no volverán a necesitar de mi ayuda. Si fracasara, sin que fuera culpa suya, tengo fortuna suficiente para hacerles soportable el futuro e infinitamente más soportable que aquel al que ahora renuncian para hacerme un favor. Pero, por encima de todo… obediencia, ciega obediencia sin límite a mis órdenes, o no las apoyaré ni ahora ni en el futuro.

En el tiempo en que nuestras dos devotas construían su mundo según lo prescrito, y su buen olor a santidad se extendía a su alrededor, la señora de P*** continuó, según era su costumbre, observando toda apariencia externa de respeto e íntima confianza hacia el marqués. Bienvenido siempre que se dejaba ver, jamás lo recibió de mal humor o con indiferencia, ni siquiera cuando había estado ausente durante largo tiempo, le desembuchaba todas sus aventurillas, y ella las escuchaba con la alegría más despreocupada. En cada apuro ella le brindaba toda su compasión, su consejo… bajo mano dejaba caer incluso alguna palabra de matrimonio, aunque siempre con el tono de la amistad más desinteresada que no parecía tener en absoluto la más mínima relación con ella misma. Si, en determinados momentos, el marqués tenía la tentación de ser galante con ella y demostrarle algún afecto —cosas que no se pueden evitar por completo con mujeres a las que se conoce tan bien—, ella le respondía con una sonrisa, o parecía no querer siquiera darse cuenta. Entonces afirmaba que un amigo como él era suficiente para la felicidad de su vida, que su primera juventud ya había pasado, y que sus pasiones se habían apagado.

—Pero ¿cómo, madame? —respondía él absolutamente perplejo—. O sea, ¿que no tiene ya nada que confesarme?

—Ni lo más mínimo.

—¿Tampoco sobre aquel condecito que me resultaba tan peligroso?

—A ése le he cerrado mis puertas. Ya no lo veo nunca.

—Eso sí que es curioso, ¿y por qué?

—Porque me daba asco.

—Confiese, madame. Confiese. Lo leo en su corazón. ¿Todavía me ama?

—Pudiera ser.

—¿Y cuenta con mi regreso?

—¿Por qué no habría de hacerlo?

—Y, si acaso tuviera la suerte… o la desgracia de volver atrás en mi amor, ¿acaso dudaría en tener la bondad de correr un tupido velo sobre mis antiguas travesuras?

—Tiene usted muy buena opinión de mi condescendencia.

—Oh, madame, después de lo que acaba usted de hacer, la creo capaz de cualquier heroicidad.

—Eso es infinitamente halagador.

—De veras, madame. Es usted una mujer peligrosa. Eso está claro.

Así estaban aún las cosas cuando ya habían transcurrido tres meses y la dama creyó por fin llegado el momento de volver a mover sus hilos. Un hermoso día de verano en el que esperaba al marqués a mediodía, ordenó a las dos de Aisnon que fueran a pasear al Jardín Real. El marqués se presentó a comer, sirvieron la mesa antes de lo habitual, almorzaron cosas mucho más exquisitas y la conversación fue de las más animadas. Después de comer, la dama propuso dar un breve paseo si el marqués no tenía nada más importante que hacer. Daba la casualidad de que justo ese día no había ni teatro ni ópera. Esto dio ocasión a que el marqués fuera el primero en tener la idea de ver el Pabellón Real. Nada podía venirle mejor a la dama. Sin pérdida de tiempo se ordena un coche. Los caballos ya están enganchados. Se suben a él. Se encaminan rápidamente al jardín y de repente se encuentran en medio de un tumulto de gente, lo miran todo y no ven nada, tal como suele ocurrir por lo general.

Tras haber abandonado ambos el Pabellón Real, se mezclaron entre los demás paseantes. El camino los llevó por una avenida en dirección al vivero, donde la señora de P*** de repente comenzó a decir:

—¿Son ustedes? ¡Son ustedes! ¡No, no me equivoco! Son realmente las mismas… —y diciendo esto se alejó del marqués dando un brinco y voló hacia nuestras dos piadosas hermanas.

La joven Aisnon estaba aquel día encantadora; el modesto vestido permitía a las miradas deshacerse en la contemplación de su físico.

—¡Ah! ¿Es usted, madame?

—¡Lo soy! Claro que lo soy. ¿Y qué tal les va ahora? ¿Y cómo les ha ido toda esta eternidad?

—Ya sabe de nuestra desgracia, madame. ¿Qué podíamos hacer? Nos hemos tenido que estrechar mucho, hemos tenido que ajustar los gastos porque no nos quedaba otro remedio, y le hemos dicho adiós a un mundo en el que ya no podemos aparecer con nuestra presencia de antes.

—Pero abandonarme a mí, a mí, que tampoco pertenezco ya al mundo y que cada vez me va pareciendo tan falto de gusto, como de hecho lo está… Eso no ha sido muy cortés, ninas mías.

—La desconfianza, querida señora, ha sido desde siempre la compañera de la desgracia. Las personas indignas temen siempre ser excesivamente pesadas.

—¿Pesadas? ¿Ustedes para mí? Sepan que no se lo perdonaré mientras viva.

—No me culpe, querida señora. Más de cien veces le recordé a mamá su presencia, pero siempre me decía: «¿La señora de P***? Déjalo, hija mía. En nosotros ya no piensa nadie».

—¡Qué injusto! Pero sentémonos. Hablemos de todo aquí mismo. Aquí mis amigas. El marqués de A***, un buen amigo mío que no nos estorbará en lo más mínimo. ¡Pero mira lo que ha crecido mademoiselle, qué hermosa está desde que nos vimos la última vez!

—Esto tenemos que agradecérselo a nuestra pobreza, madame, que, al menos, preserva nuestra salud. Mírela a los ojos, observe a esta pobre.

—Eso sólo lo pueden el orden y la mesura, el descanso y el trabajo, y una conciencia limpia…, y eso no es poca cosa, querida señora.

Se sentaron y hablaron con confianza; la vieja Aisnon hablaba mucho, la joven poco. Las dos observaban el tono de la humildad religiosa, pero sin afectación y sin exagerar. Mucho antes de que se hiciera de noche, las dos piadosas hermanas se dispusieron a marcharse. Les insistieron en que se quedaran; les objetaban que aún era muy de día, pero la madre susurró a la marquesa al oído —bastante alto, se entiende— que aún tenían que hacer sus devociones, que nunca faltaban a ellas. Se habían separado ya un buen trecho cuando la señora de P*** se acordó de repente de que no les había preguntado dónde vivían. Al punto el marqués se volvió de un salto, para rectificar aquel olvido. Con buena disposición aceptaron la dirección de la buena señora, pero todos los esfuerzos del marqués por averiguar la suya fueron en vano. Ni siquiera se atrevió a ofrecerles su coche, cosa que, como luego confesó él mismo a la marquesa, había tenido todo el tiempo en la punta de la lengua.

La primera cosa que hizo fue informarse al detalle con la marquesa de quiénes eran en realidad aquellas señoras.

—Dos criaturas —fue la respuesta— que por lo menos son más felices que usted y que yo. ¿Ha visto usted esa salud tan robusta? ¿La alegría en su rostro? ¿La inocencia, lo comedido de sus palabras? Algo así no se siente, no se ve, no se oye en nuestros círculos. Nos dan pena las gentes devotas, a los devotos les damos pena nosotros, y al final… ¿quién sabe si no tienen razón?

—Pero, madame, se lo ruego… ¿No irá a convertirse usted ahora en una beata?

—¿Y por qué no?

—Se lo suplico, madame… Espero que nuestra ruptura, si es que ha de haber una, no vaya a llevarla a la locura.

—¿Entonces vería con mejores ojos que volviera a abrirle mis puertas al condecito?

—Mil veces más.

—¿Y acaso usted mismo me lo aconsejaría?

—Sin duda.

La señora de P*** le contó al marqués lo que sabía de la procedencia y de la fortuna de sus amigas, y puso en esa historia todo el interés que le fue posible. Al final añadió:

—Aquí tiene a dos criaturas femeninas, como hay pocas, pero sobre todo la hija. Una figura como la que tiene la joven, admítalo usted mismo, no permitiría a su dueña pasar penas en París si tuviera ganas de hacer uso de ella; pero esas mujeres han preferido una necesidad honrada a una abundancia ignominiosa. Lo que les queda de su fortuna es tan poco que hasta este mismo momento no soy capaz de comprender cómo pueden apañárselas. Eso sí que es un misterio. Soportar la pobreza cuando se ha nacido pobre es una virtud de la que son capaces miles de personas… pero hundirse de repente desde la más absoluta abundancia en la más absoluta escasez, y estar satisfecho y, además, creerse afortunado, es una cosa que no me puedo explicar. Mire, marqués, eso es algo que sólo puede la religión. Los sabios hablan por hablar. La religión es algo soberbio.

—Para quien es infeliz seguro que sí.

—¿Y quién no lo es en mayor o menor medida, antes o después?

—Me muero, marquesa, si ahora se convierte usted todavía en una santa.

—¡Cómo si la desgracia fuera tan terrible! ¡Qué poco me importa esta vida si la pongo en la balanza junto con un futuro para la eternidad!

—Pero si ya habla usted como un apóstol…

—Hablo como alguien que está convencido. Sin embargo, mi querido marqués, respóndame, pero de verdad y sin escrúpulos, si viéramos ante nosotros las alegrías y las miserias de aquel mundo con toda su fuerza, ¿no disminuirían a nuestros ojos las riquezas de esta tierra? ¿Quién sino un loco tendría ganas de seducir a una joven o a una amante esposa al lado de su marido, si le asaltara la idea de que podía morir en sus brazos y ser condenado para siempre?

—Pues, sin embargo, eso es algo cotidiano.

—Porque ya no se cree en Dios, porque la gente ha perdido el juicio.

—O también, madame, porque nuestras costumbres no tienen nada que ver con nuestra religión. Pero, querida marquesa, ¿qué le sucede? ¿Es que va a ir de cabeza al confesionario?

—Seguro que debería hacer algo más inteligente.

—Váyase, es usted una loca. Tiene usted aún unos buenos veinte años para pecar bien a gusto. Primero disfrútelos, y luego, por mí, arrepiéntase, haga gala de ellos ante su confesor. Pero… nuestra conversación ha dado un giro muy triste. Su fantasía, madame, se está volviendo insoportablemente sombría y, por mi honor, que eso no viene de otra cosa más que de esa repelente vida monacal. Sígame, madame, deje que regrese el condecito, no volverá a ver ni el cielo ni el infierno, y volverá usted a ser de golpe tan amable como antes. ¿Es que acaso teme que sería un delito si volviéramos a estar como antes? Pero no podríamos llegar a ello nunca, pues entonces usted, como para dar gusto a un sueño caprichoso, habría pasado en un engaño los años más dulces de su vida, y, ¿tendré que decirlo justo ahora?, el triunfo por haberme tomado la delantera no merece tanto sacrificio.

Dieron aún unos pasos por la avenida y volvieron a subir al coche. Un rato después, la señora de P*** comenzó de nuevo:

—¡Hay que ver cómo se hace uno viejo! Todavía me acuerdo de que no era más alta que un repollo cuando vino por primera vez a París.

—¿Se refiere a la joven que nos hemos encontrado antes con su madre?

—A la misma. Mire, marqués, me recuerda un jardín en el que las rosas nuevas relevan siempre a las marchitas. ¿Usted también se ha dado cuenta de ello?

—No me he perdido nada.

—Bueno, ¿y qué le parece?

—Es la cabeza de una virgen de Rafael colocada sobre el cuerpo de su Galatea. Oh, y esa voz indescriptiblemente melódica…

—¡Y la modestia de su mirada!

—¡Y la devoción, la gracia en cada movimiento!

—Y la dignidad de sus palabras, que no se encuentran así como así en una joven de su igual. ¡Ya ve lo que hace una buena educación!

—Sí, cuando la base es tan estupenda.

El marqués llevó a la señora de P*** a casa. Ésta apenas podía esperar el momento de testimoniar a las dos criaturas la satisfacción que sentía por el afortunado comienzo de aquella farsa.

A partir de aquel momento el marqués empezó a doblar sus visitas a la dama. Ella parecía no querer darse cuenta. Jamás llevaba la conversación hacia las dos mujeres, era él quien tenía que preguntar siempre el primero por ellas, cosa que hacía también con gran impaciencia, aunque al mismo tiempo con una indiferencia artificial que, no obstante, no le salía bien.

—¿Ha visto usted hoy a sus dos amigas?

—No.

—Pero, mi querida señora, ¿sabe que no es usted muy cortés? Usted tiene dinero, esas dos mujeres pasan penas, ¿y ni siquiera tiene la amabilidad de ofrecerles de vez en cuando su mesa?

—Creía que el marqués de A*** conocía mejor mi forma de pensar. En otro tiempo el amor me prestaba de vez en cuando alguna virtud, pero ahora la amistad sólo me reporta impotencia. Más de diez veces las he invitado a comer, pero siempre han rehusado mi invitación. Tienen razones personales para evitar mi casa y, si soy yo la que las visito, es imprescindible que deje el coche al final de la calle y me quite las joyas, el carmín y cualquier otra cosa ostentosa antes de entrar. No se asombre de estas precauciones tan extravagantes. Un simple comentario ambiguo podría enfriar fácilmente la buena voluntad de su benefactor. Hoy en día, marqués, cuesta mucho hacer el bien.

—Sobre todo a los devotos.

—Allá donde haya el más mínimo pretexto para que hablen de ello. Si se supiera que yo me entrometo, al instante se diría: «La señora de P*** es su protectora, ya no necesitan más ayuda», y las limosnas se acabarían.

—¿Qué? ¿Las limosnas?

—Sí, señor, las limosnas.

—¿Esas mujeres son amigas suyas y viven de limosnas?

—¡Pues sí…! Querido marqués, ahora veo con claridad que ya no me ama. Al mismo tiempo que su cariño he perdido lambién una buena parte de su consideración. ¿Quién le dice a usted que ha de ser mía la culpa de que esas mujeres vivan de la caridad?

—Perdón, madame. Me he precipitado. Le pido mil disculpas. Pero ¿qué motivos tendrán para rehusar el apoyo de una buena amiga?

—¡Oh, mi querido marqués! Los seres terrenales no comprendemos los extraños pensamientos de los santos. No les parece decente aceptar sin distinción la caridad de una mano extraña.

—Pero ¿no nos están robando así el único medio que tenemos para que nuestros alocados gastos tengan de vez en cuando un buen fin?

—Yo no lo veo así. Pongamos que el marqués de A*** se tomara muy a pecho el futuro de estas dos criaturas, ¿no podría hacerles llegar sus dádivas a través de unas manos más dignas?

—Más dignas, ¿verdad? ¿Y también menos seguras?

—Pudiera ser.

—¿Qué quiere decir, madame? ¿Que si, por ejemplo, les envío veinte luises me devolverían el regalo?

—Nada más cierto… y a usted, mi querido marqués, esta obstinación de la madre de una hija tan hermosa, ¿no le parecería sin duda poco conveniente?

—¿Cree usted que he estado tentado de ir allí?

—Oh, claro que sí… ¡marqués, marqués! ¡Ande con cuidado! En su corazón se manifiesta una compasión que me resulta muy sospechosa e inesperada.

—Puede ser, pero dígame, ¿habrían aceptado mi visita?

—En confianza, creo que no. Sólo con el esplendor de su coche, la elegancia de sus ropas, el aspecto de sus lacayos, la mirada de un apuesto joven… no habría hecho falta nada más para alarmar a todo el vecindario y arruinar para siempre a esas pobres inocentes.

—Me hace daño, madame, pues por mi honor que no eran ésas mis intenciones. O sea, que tendré que renunciar al placer de verlas y hacerles un bien.

—Eso parece.

—Pero… ¿y si les hago llegar mis regalos a través de sus manos?

—No voy a prestarme a una obra de caridad que parece tan ambigua.

—¡Qué fantasías! Me parece que quiere usted burlarse de mí, madame. Una joven, a la que he visto sólo una vez en mi vida…

—Le digo que tenga cuidado. Está usted en vías de convertirse en un infeliz. Déjeme mejor ser ahora su ángel de la guarda antes que después su paño de lágrimas. ¿Es que acaso cree que éstas son criaturas como las que ha conocido hasta ahora? No confunda las cosas, mi buen marqués. A mujeres así no se las tienta, no se las coge por sorpresa, no se las conquista. No entienden de gestos. No caen en la trampa.

De repente, el marqués recordó que tenía que hacer aún algo urgente. Se levantó con gran ímpetu y salió de la habitación con gesto triste.

La cosa siguió así durante muchas semanas. El marqués no dejaba pasar un día sin ver a la señora de P***, pero llegaba, se tumbaba en el sofá y no decía palabra; la señora de P*** hablaba sola, el marqués se quedaba un cuarto de hora y desaparecía. Al final estuvo un mes entero sin aparecer por la casa. Transcurrido ese tiempo volvió a dejarse ver, pero apesadumbrado y maltrecho, igual que un cadáver. La señora de P*** se asustó al verlo.

—Marqués, ¿qué aspecto tiene? ¿De dónde viene? ¿Ha estado usted prisionero todo este tiempo?

—¡Poco más o menos, por Dios! La desesperación me ha precipitado a una repugnante vida disipada.

—¿Cómo? ¿La desesperación?

—Ninguna otra cosa, madame… la desesperación.

Mientras decía esto no dejaba de correr por la habitación, de acá para allá, iba a una ventana, miraba las nubes, regresaba, se quedaba parado delante de ella, iba a la puerta, llamaba a uno de sus sirvientes, le decía que se volviera a marchar, se colocaba de nuevo ante la dama, quería hablar, pero no podía. Entretanto la señora de P*** permanecía sentada en silencio a su escritorio, tratando de no reparar en lo que él hacía; al final se compadeció de su estado y comenzó a decir:

—¿Qué es lo que tiene, señor marqués? ¡No se le ve en todo un mes, y ahora viene con el mismo aspecto de alguien recién sacado del sudario, y anda vagando por ahí como un alma en el purgatorio!

—No lo aguanto más. Quiero… tengo… tiene usted que oírlo todo. Aquella joven, la hija de su amiga, ¡oh, qué profunda huella ha dejado en mi corazón! He hecho todo, todo lo posible para olvidarla, pero en vano. Cuanto más lo combato, más profundo anida en mí su recuerdo. Ese ángel me tiene perdido… Tiene usted que prestarme un gran servicio.

—¿Y bien?

—Todo es en vano. Tengo… tengo que volver a verla, y a usted, oh, sólo a usted podría agradecérselo. He vestido a mis criados con trajes extranjeros, las he mandado espiar. Sólo entran y salen a la iglesia y de la iglesia, a casa y de casa. Más de diez veces me he puesto a sus pies en el camino, ni siquiera se han dignado dirigirme una mirada. En vano me he plantado delante de su puerta. Para olvidarlas me he convertido por un tiempo en el tipo más licencioso; para gustarles me he vuelto devoto y santo como un mártir sin perderme una misa en quince días. ¡Oh, qué figura, amiga mía! ¡Qué encanto! ¡Qué hermosura indescriptible!

La señora de P*** estaba informada de todo.

—Eso quiere decir —dio por respuesta al marqués— que ha utilizado usted todos los medios para espantarlas, y no ha reparado en nada para hacerse el loco, y esto sí que le ha salido bien.

—Oh, cuánta razón, me ha salido bien, y en un grado terrible. ¿Me va a compadecer, madame? ¿Me va a proporcionar la dicha de volver a ver a ese ángel?

—El asunto precisa reflexión; pero de ninguna manera lo haré, si no me promete por lo más sagrado que va a dejar en paz a esa infeliz y renunciar a su persecución. Tampoco voy a ocultarle, señor marqués, que ya me han manifestado con mucha delicadeza su impertinencia. ¿Quiere ver esta carta?

La carta que en ese momento se le puso al marqués en las manos la habían convenido las tres mujeres. Tenía que dar la impresión de que la joven Aisnon la había escrito por orden expresa de su madre. Además, no habían dejado de entretejerla con toda la nobleza y la ternura, todo el ingenio y el gusto que se requerían para volver loco al marqués. Incluso acompañaba cada frase con un grito de alegría, volvía a leer cada palabra, y salían de sus ojos lágrimas de entusiasmo.

—Confiese ahora usted mismo que no se puede escribir de manera más divina.

—Oh, madame, adoro a la mujer capaz de escribir y de sentir así.

—Es que es su obligación.

—Cumpliré su promesa, se lo juro, pero le ruego, le suplico, que haga usted lo mismo.

—Ciertamente, marqués. Pero pronto me parecerá que soy la más loca de los dos. No puede ser otra cosa: debe ejercer usted un poder ilimitado sobre mí, y eso me asusta.

—Entonces, ¿cuándo la veré?

—Ahora no se lo puedo decir aún. Sobre todo hay que prepararlo para que no despierte sospechas. Las señoras conocen su pasión. Imagínese cómo quedaría mi amistad si, aunque sólo fuera de lejos, llegaran a sospechar que estoy de acuerdo con usted. Pero, sinceramente, querido marqués, ¿para qué todos estos miramientos? ¿Qué me importa a mí si usted ama o no ama? ¿Si es usted necio o astuto? Líbrese usted de sus ataduras. El papel que quiere que yo desempeñe es realmente muy extraño.

—Estoy perdido, querida, si me deja ahora en la estacada. No tenga cuenta de mí, sé que eso sólo la ofendería; pero se lo suplico por esas caras, esas buenas, esas celestiales criaturas… usted me conoce, madame. Presérvelas de las locuras que soy capaz de maquinar. Iré a su casa… sí, por Dios todopoderoso, lo haré, se lo he advertido… haré saltar las puertas, entraré por la fuerza, me sentaré, diré, diré… ¡oh!, ¿qué sé yo lo que diré, lo que haré? Pero soy terrible cuando mi corazón está en esa situación.

Cada una de esas palabras fue una puñalada en el corazón de la señora de P***. Se asfixiaba de indignación y de rabia, y, tartamudeando, continuó:

—No puedo censurar del todo su tenacidad. Pero… ¡sí! Si yo… si yo hubiera sido amada con esa pasión… a lo mejor… pero basta. En realidad, tampoco quería actuar por usted, tan sólo espero que mi señor marqués me dé al menos algo de tiempo.

—El menos posible.

—¡Oh, sufro —exclamó la dama una vez que él se hubo marchado— sufro terriblemente, pero no sufro sola! El más repugnante de todos los hombres, aún no sé cuánto durará mi tormento, pero eternamente, eternamente, eternamente ha de durar el tuyo.

Todo un mes supo aguantar el marqués esperando la prometida cita; durante ese tiempo no hizo otra cosa que consumirse de pena, embriagarse y encender aún más su pasión en sus conversaciones con la señora de P***. Preguntó por la patria, el lugar de procedencia, la educación y los avatares de aquellas mujeres, y siempre se enteraba de demasiado poco, y volvía a preguntar, y dejaba que le volviera a contar todo y le encantaba. La marquesa era lo suficientemente picara para hacer que él se percatara de todo avance en su pasión y, bajo pretexto de asustarlo, fue acostumbrándolo, sin que se diera cuenta, al desesperado final de esta novela que le tenía preparado.

—Cuídese —decía—, esto podría llevarle más lejos de lo que usted desea; podría llegar el momento en que mi amistad, que usted malgasta ahora de forma tan inaudita, no pudiera disculparme ni ante mí ni ante el mundo. Claro que no pasa un día en que no se represente una necia farsa a la luz de la luna, pero me temo, marqués, casi me temo que esa señorita no será nunca suya, o sólo con algunas condiciones que hasta ahora al menos no han sido nunca de su gusto.

Una vez que la señora de P*** encontró al marqués suficientemente preparado para sus propósitos, envió un billete a las dos Aisnon para almorzar un mediodía en su casa, y acordó con el marqués que las sorprendiera allí en ropas de viaje, cosa que así sucedió.

Estaban justo en el segundo plato cuando el marqués se hizo anunciar. Él, la señora de P*** y las dos Aisnon desempeñaron el papel de consternadas con gran maestría.

—Madame —dijo él a la señora de P***—, acabo de llegar de mis tierras, es demasiado tarde para ir ahora hasta casa, donde difícilmente estarán preparados para mi llegada; espero que me permita ser su huésped.

Y diciendo esto cogió una silla y ocupó su puesto en la mesa. La distribución estaba hecha de manera que tuvo que sentarse al lado de la madre y enfrente de la hija, una atención que agradeció a la señora de P*** con un furtivo gesto de su mirada. Ambas señoras se habían recobrado de la primera turbación. Comenzaron a charlar, retiraron incluso el servicio, el marqués trató a la madre con la más exquisita atención y a la hija con la más delicada amabilidad y deferencia. Para las tres señoras resultó una escena de lo más graciosa ver el temor con el que el marqués evitaba todo lo que por lo más remoto hubiera podido ponerlas en un apuro.

Fueron lo suficientemente malvadas para dejarle hablar piadosamente durante tres horas enteras, y al final la señora de P*** le dijo:

—Sus conversaciones, marqués, suponen un infinito honor para sus padres; las impresiones de la primera infancia nunca se apagan. Verdaderamente, ha penetrado usted con tal profundidad en los misterios del amor espiritual que uno diría que ha pasado toda su vida en monasterios. ¿Nunca ha sentido la tentación de convertirse en quietista[24]?

—Nunca que yo recuerde, madame.

No hay ni que decir que nuestras dos devotas aderezaron la conversación con todo el ingenio, toda la delicadeza, y toda la gracia seductora de que fueron capaces. El capítulo de las pasiones lo tocaron sólo de paso, y mademoiselle Duquenoi —ése era su apellido— afirmó que sólo había una que fuera peligrosa. El marqués confirmó esta opinión de todo corazón. Entre las seis y las siete las dos señoras se dispusieron a partir: todo intento por retenerlas más tiempo resultó infructuoso. La señora de P*** y la madre Duquenoi siguieron el dicho de que es primero la oración y luego la devoción, si uno no quiere acabar el día con remordimientos de conciencia. Así que ambas se fueron a casa para gran disgusto del marqués, y entonces volvió a quedarse a solas con la señora de P***.

—¿Y bien, marqués? ¿No soy una loca maravillosa? Muéstreme a una mujer de París capaz de hacer algo igual.

—¡No, madame! ¡No! ¡No! —y en esto se echó a sus pies—. En todo el mundo no tiene igual. Su generosidad me avergüenza. Es usted la única amiga verdadera que se puede hallar sobre la tierra.

—Marqués, ¿está usted seguro de que siempre juzgará así mi comportamiento de hoy?

—Tendría que ser un tremendo desagradecido si cambiara de opinión.

—Bueno, a otra cosa. ¿Cómo se siente ahora su corazón?

—¿He de hablarle sinceramente? Esa joven ha de ser mía o estoy perdido.

—En efecto lo será, pero la cuestión es a qué precio.

—Ya veremos.

—Marqués, marqués, le conozco, conozco a esa gente. Puede descubrirse todo este teatro.

Durante dos meses el marqués no volvió a aparecer; entretanto estuvo más activo que nunca. Buscó la protección del confesor de las dos Duquenoi para encarrilar las cuestiones referentes a su voluptuosidad a través de la omnipotencia de Dios. Aquel cura, lo suficientemente picaro para simular todas las dificultades posibles que contraponían lo sagrado de su doctrina a aquel infame propósito, vendió la dignidad de su cargo lo más caro posible y, al final, a cambio de unos honorarios, se prestó a todo lo que el marqués le exigía.

La primera granujada que se permitió aquel hombre de Dios consistió en retirar a las devotas la beneficencia de la parroquia y en hacer creer al párroco de la diócesis que aquellas protegidas percibían de la señora de P*** unas dádivas ilícitas, de las cuales estaban más necesitados otros miembros de la parroquia. Su propósito no era otro que minar su estoica virtud por medio de la necesidad.

Luego continuó trabajando en el confesionario a fin de propiciar la discordia entre madre e hija. Cuando la madre se le quejaba de la hija, sabía siempre cómo aumentar las culpas de esta última, aguijoneando aún más la exasperación de la primera. Si era la joven la que se quejaba, le daba a entender con no poca claridad que el poder patrio tenía sus límites y que, si las persecuciones de la madre no remitían, la sagrada Iglesia podía encontrar necesario que se liberara de la tiranía materna. Por de pronto le impuso la penitencia de acudir a confesión con mayor frecuencia.

En otra ocasión desvió la conversación hacia su figura, afirmando que el regalo más peligroso que el cielo podía otorgar a una mujer era la belleza. Bajo mano insinuó algunas palabrillas acerca de un hombre honrado y sin peligros que se había dejado arrebatar por ella, al que no llamaba por su nombre, pero que sabía describir suficientemente bien. A partir de ahí comenzó a hablar de la infinita misericordia de Dios y de la gran indulgencia del cielo con ciertas cosas de la naturaleza humana que eran patrimonio de la carne, del enorme poder de ciertos deseos, a los que ni los hombres más sagrados podían escapar. Luego le preguntó si no se agitaba ningún deseo en su corazón, si de vez en cuando no sentía alguna emoción, si tenía sueños intranquilos, si la presencia de hombres no la predisponía a cometer alguna tontería. Tras esto le preguntó si una mujer debía resistirse a la pasión de un hombre, o mejor entregarse a ella, si habría que arriesgarse a dejar morir a un hombre por el que se ha derramado la preciada sangre del redentor igual que por cualquier otro, y esta pregunta ella no se atrevió a contestarla. Concluyó con un suspiro profundo y sagrado, volvió sus ojos hacia el cielo y rezó… por las almas del purgatorio. La joven Duquenoi le dejó ir en paz e informó fielmente de todo esto a su madre y a la señora de P***, quien le sugería todavía más confesiones para infundir más coraje al piadoso religioso.

No esperaban otra cosa con mayor seguridad que el que, larde o temprano, el hombre de Dios se dejara utilizar para hacerle llegar a su hija espiritual una carta de amor, y esta sospecha se hizo afortunadamente real. Pero ¡con cuánta precaución la cogió el cura! Al principio ni siquiera sabía en realidad de qué manos procedía; en absoluto dudaba de que en su parroquia debía de ocultarse algún alma caritativa que, movida por la aflicción de la joven, se habría prestado a ofrecerle su ayuda. Él mismo había tenido que aceptar a menudo tales encargos.

—De ahora en adelante, mademoiselle —continuó diciendo entonces—, habrá usted de actuar con precaución. Su señora madre es una mujer razonable. La insto expresamente a que no abra la carta más que en su presencia.

Mademoiselle se guardó la carta y al punto se la entregó a la vieja, que, en el mismo momento, se la envió a la señora de P***. La marquesa, ahora en posesión de un testimonio irreprochable, mandó llamar al confesor, le echó una reprimenda tal como se había merecido, y le amenazó con dar noticia a su superior de todo lo ocurrido si acaso volvía a oír hablar de él.

La carta rebosaba un sinfín de alabanzas del marqués sobre su propia persona y sobre mademoiselle. En ella le pintaba su pasión con los colores más vivos y espantosos, haciendo unos augurios terribles y hablando incluso de rapto.

Una vez que la señora de P*** le hubo leído todo el texto al cura, rogó también al marqués que fuera a verla y le explico hasta qué punto su conducta era un oprobio para un hombre de honor y con cuánta desventaja se había inmiscuido en el asunto; luego le enseñó su carta, asegurando que las obligaciones de la delicadísima amistad que hasta ese momento había reinado entre él y ella tampoco la detendrían de pedir ayuda contra él a la madre Duquenoi, e incluso a las mismas autoridades, si insistía en sus persecuciones.

—Marqués, marqués —añadió—, el amor está haciendo de usted un hombre perverso. Tiene que haber nacido en mala hora, pues aquello que a cualquier otro estimula a hacer grandes obras, en usted no produce otra cosa que bajezas. ¿Qué es lo que esas mujeres le han hecho de malo para que se obstine en amargar su pobreza con el deshonor? ¿Acaso es porque esa joven es hermosa y está decidida a preservar estoicamente su virtud por lo que quiere ser su perseguidor? ¿Por eso quiere usted ser la causa de que maldiga el mejor regalo del cielo? ¿Y qué he hecho yo para merecer ser culpable de sus vergonzosos actos? ¡El más desagradecido de los hombres! A mis pies ahora mismo, pídame ahora mismo perdón, júreme que a partir de este mismo momento va a dejar a mis desgraciadas amigas en paz.

El marqués prometió que no volvería a dar un paso sin que lo supiera antes la señora de P***, pero que tenía que poseer a aquella joven al precio que fuese.

En modo alguno cumplió lo que había prometido. Ahora que la madre Duquenoi conocía toda la historia no tenía, por tanto, ningún motivo para no dirigirse directamente a ella misma. Confesó lo repugnante de su propósito, le ofreció considerables sumas, le habló de las más brillantes expectativas que el tiempo habría aún de madurar y acompañó su carta con una cajita llena de las piedras más preciosas.

Las tres mujeres deliberaron entre sí en secreto. La madre y la hija parecían muy inclinadas a aceptar el trato, pero aquello no saldaba la cuenta de la señora de P***. Les recordó el primer artículo de su contrato e incluso amenazó con descubrir toda la mentira si se negaban a obedecerla. Para gran pesar de las dos santas, especialmente de la hija, que se quitó lo más despacio que pudo los pendientes que le quedaban tan bien, la carta y las joyas hubieron de regresar a su propietario con una respuesta en la que hablaba todo el orgullo de la virtud ofendida.

La señora de P*** le hizo al marqués los más amargos reproches por haber incumplido su palabra; él se disculpó diciendo que no se habría atrevido a denigrarla a ella con un encargo de esa naturaleza.

—Querido marqués —le dijo—, justo al principio le advertí y voy a repetírselo ahora. Está usted aún muy lejos de la meta que pretende conseguir… pero ahora ya no es el momento de echarle un sermón, ahora serían tan sólo palabras perdidas, para usted ya no hay salvación.

El marqués respondió que sus expectativas seguían siendo las mejores y que sólo le pedía permiso para hacer un último intento.

Éste consistía en comprometerse a dotar a las dos mujeres de una considerable renta vitalicia, compartir con ellas su fortuna a partes iguales, y, mientras vivieran, cederles en propiedad una de sus casas de París y otra en sus tierras.

—Haga usted lo que quiera —dijo la marquesa—, lo único que no tolero es la fuerza, pero honestidad y honor verdadero, créame, amigo mío, son más nobles que cualquier otra contribución. Su nueva oferta no tendrá mejor suerte que las anteriores; conozco a mi gente, y me atrevo a responder por su virtud.

Estos nuevos ofrecimientos del marqués salieron a relucir en plena sesión de las tres mujeres. Madame y mademoiselle esperaban silenciosas la sentencia definitiva de boca de la señora de P***. Ésta estuvo algunos minutos sin pronunciar palabra, yendo de un extremo a otro de la sala.

—¡No! ¡No! ¡No! —exclamó finalmente—. Es demasiado leve… ¡No! Es demasiado poco para mi herido corazón —y de inmediato pronunció la prohibición irrevocable.

La madre y la hija se echaron llorando a sus pies, suplicándole y haciéndole ver cuán atroz era prohibirles una felicidad que podrían aceptar sin peligro ninguno. La señora de P*** respondió con frialdad:

—¿Acaso imaginan que todo lo que ha acontecido hasta ahora ha sido por amor a ustedes? ¿Y quiénes son ustedes? ¿Qué obligaciones tengo yo con ustedes? ¿A qué se debe que no las devuelva, a la una y a la otra, a su antiguo oficio? Estoy convencida de que estas proposiciones significan mucho para ustedes, pero para mí significan demasiado poco. Siéntese, madame. Escriba usted la respuesta, literalmente, tal como yo se la voy a dictar, y que salga al instante, en mi presencia.

Las dos regresaron a casa más consternadas que de mal humor.

El marqués volvió a presentarse muy pronto ante la señora de P***.

—Bueno —le dijo ella—, ¿qué tal sus nuevos regalos?

—Ofrecidos y rechazados. Estoy desesperado. ¡Si pudiera arrancarme del corazón esa desafortunada pasión, si pudiera arrancarme incluso el corazón con ella, me sentiría bien! Dígame, marquesa: ¿no encuentra en el rostro de esa joven algún parecido con el mío?

—Nunca he querido hablarle de ello, pero claro que encuentro algunos; no obstante ahora no estamos hablando de eso, ¿qué ha decidido usted?

—¿Acaso lo sé? ¿Acaso puedo hacer algo? Oh, madame, de repente me asalta el deseo de subirme al primer correo que pase y marcharme a toda prisa tan lejos como la tierra me quiera llevar. Un momento después me abandonan las fuerzas. No me puedo mover. La cabeza me da vueltas. Pierdo el sentido. Olvido lo que soy, lo que quiero ser.

—Déjese de viajes. No merece la pena el esfuerzo de caminar desde aquí hasta el barrio de los judíos[25], para luego regresar a casa.

A la mañana siguiente llegó un billete en el que anunciaba que el marqués se había marchado a sus tierras por una temporada tan larga como le permitiera su corazón, al tiempo que le pedía con el mayor fervor que le recordara cuando estuviera con sus amigas. Su alejamiento no duró mucho. Regresó a la ciudad y se dejó caer en casa de la marquesa. Ella había salido. Cuando volvió, lo encontró tumbado cuan largo era en el sofá, con los ojos cerrados y horriblemente rígido.

—¡Ah! ¿Está usted aquí, marqués? ¿Así que, al parecer, el aire del campo no le ha sentado bien?

—Oh, madame, no me siento bien en ninguna parte. Véame aquí otra vez, véame decidido, madame, a cometer la más tremenda de las locuras que sólo puede cometer un hombre de mis circunstancias, de mi rango, de mi cuna, de mi dinero. Pero lo que sea, lo que sea, antes que padecer eternamente este tormento. Me caso.

—¡Marqués, marqués! El paso es arriesgado y necesita reflexión.

—¿Reflexión? Tan sólo he hecho una, pero es la más fundamental de todas: no puedo ser más desgraciado de lo que ya soy ahora.

—Eso no puede usted decirlo aún con tanta seguridad.

—Bueno, madame. Creo que ésta sí que es, después de todo, una tarea que puedo encomendarle con honor. Vaya allí. Hable con la madre, examine el corazón de la hija, y preséntele mi petición de mano.

—Despacio, querido marqués. Sin duda he creído conocer suficientemente a las dos mujeres para actuar por usted tal como he hecho hasta ahora, pero ahora que se trata de la felicidad de mi amigo, al menos me permitirá observar la cosa un poco más de cerca. Primero me informaré sobre ellas en su provincia natal y seguiré luego paso a paso su comportamiento durante todo el tiempo de su estancia aquí.

—Una precaución, madame, que me parece muy extremada. Las mujeres que en medio de su infortunio han conservado su honor tan estoicamente y resistido sin temor mis tentaciones, han de ser necesariamente criaturas de la más rara especie. Con mis regalos habría tenido que imponerme ante una duquesa… Y, además, ¿no me lo dijo usted misma?

—Sí, claro, sí, sí, yo habré dicho todo lo que usted quiera, pero, sin tenerlo en cuenta, ahora será tan amable de dejarme hacer mi voluntad.

—¿Y por qué no se casa usted también, querida marquesa?

—¿Y con quién, si me permite la pregunta?

—¿Con quién? Con su condecito. Tiene cabeza… dinero… y es fie la mejor familia.

—¿Y quién me garantiza su fidelidad? ¿Usted a lo mejor?

—Eso no, pero en el caso de un marido eso ya no se suele tener tanto en cuenta.

—¿Cree usted? Pero a lo mejor yo estaría lo suficientemente loca para ofenderme por ello… y soy vengativa, marqués.

—Bueno, sí, vengarse tiene que hacerlo siempre, eso se da por sobreentendido. ¿Sabe qué, marquesa? Viviremos los cuatro juntos, y juntos formaremos el club más galante del mundo.

—Suena todo estupendamente, pero yo no me casaré jamás. El único hombre al que tal vez le habría dado mi mano…

—¿No soy yo, madame?

—Ahora puedo confesárselo sin peligro.

—¿Ahora? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no me lo dijo antes?

—He hecho muy bien en no hacerlo, tal como me demuestran ahora las circunstancias. Y lo que es más… la mujer a la que va a tomar por esposa, bien mirado, le conviene más que yo.

La señora de P*** llevó a cabo sus investigaciones con gran minuciosidad y celeridad. Presentó al marqués los testimonios más halagadores acerca de su futura esposa tanto de la provincia como de la capital, pero, no obstante, le instó a que se tomara aún catorce días de tiempo para reflexionar más seriamente sobre el asunto. Aquellos catorce días le parecieron a él una eternidad y la señora de P*** se vio finalmente obligada a ceder ante la impaciencia de su amor. El siguiente encuentro tuvo lugar en casa de las dos Duquenoi, se procedió al compromiso, se publicaron las amonestaciones, el marqués regaló a la señora de P*** un exquisito diamante y se celebraron los esponsales.

La primera noche transcurrió a placer. A la mañana siguiente, la señora de P*** escribió al marqués un billete en el que le pedía que fuera a verla por un asunto urgente. No se hizo esperar mucho. Fue recibido con un rostro en el que se dibujaban la malicia y la indignación con los más horribles colores; su asombro no duró mucho:

—Marqués —le dijo ella—, ya es hora de que por fin sepa quién soy. Si otras de mi sexo se apreciaran lo suficiente para dar por buena mi venganza, usted y los de su ralea escasearían más. Una mujer noble se ha entregado por completo a usted, usted no ha sabido conservarla: yo soy esa mujer; pero ella se ha desquitado, traidor, y le ha unido para siempre con una que es digna de usted. Salga de aquí, cruce la calle y vaya a la posada Ciudad de Hamburgo. Allí sabrán informarle con más detalle de la vergonzosa actividad que su señora esposa y su señora suegra han practicado durante diez años bajo el nombre de unas tal madame y mademoiselle Aisnon.

Ninguna descripción alcanza el espanto con el que el marqués cayó al suelo. Los sentidos le abandonaron, pero su indecisión duró sólo lo necesario para echar a correr de un extremo a otro de la ciudad. No volvió a casa en todo el día, anduvo vagando por las calles; su esposa y su suegra comenzaron a sospechar lo que podía haber ocurrido. Al primer golpe que dieron en la puerta, la última se metió a toda prisa en su cuarto y corrió ambos cerrojos. Únicamente su mujer lo esperó sola en el suyo. Al entrar el rostro del marqués anunciaba la furia de su corazón, ella se echó a sus pies, dio con la cara en el suelo del cuarto y no dijo una sola palabra.

—¡Largo, indigna —gritó el marqués desaforadamente—, largo de aquí!

Ella trató de incorporarse, pero cayó de bruces como desmayada, con los dos brazos estirados en el suelo cuan largos eran:

—Mi noble señor —le dijo—, patéeme, píseme, lo he merecido, baga conmigo lo que quiera, pero piedad, tenga piedad con mi madre.

—¡Fuera —gritó él de nuevo—, fuera de mi vista! ¿No basta con que me cubras de vergüenza, que también quieres obligarme a ser un delincuente?

La pobre criatura siguió inmóvil y en silencio en la posición de antes; el marqués estaba en un sillón, con la cabeza entre los brazos, y el cuerpo apoyado sobre los pies de su cama y, sin mirarla, rompió a sollozar entrecortadamente:

—¡Fuera de aquí, digo!

El silencio de aquella infeliz, que yacía aún como con la rigidez propia de un muerto, agotó su paciencia.

—Aléjate —gritó más alto y más terrible, agachándose hacia ella, dispuesto a darle un golpe espantoso.

Pero en ésas le pareció que estaba sin conocimiento y casi sin vida. La cogió por la cintura, la tumbó en un canapé y la observó durante un rato con unos ojos de los que salían alternativamente furia y compasión. Finalmente tocó la campanilla. Sus criados entraron. Éstos, a su vez, llamaron a sus mujeres.

—Llevaos a vuestra señora con vosotras —dijo a éstas—, le ha ocurrido algo, conducidla a su cuarto y socorredla.

Poco después se las apañó para preguntar a escondidas por su estado. Le trajeron la noticia de que el primer desmayo había pasado, pero que un ataque de flojedad seguía a otro, y que le daban con tanta frecuencia y duraban tanto que se tenían motivos para temer por su vida. Yacía en medio de horribles angustias, a las que se unía un hipo artrí tico que podía oírse desde la calle. Cuando pidió información, cosa que sucedió a la mañana siguiente, le trajeron la respuesta de que había llorado mucho y que los demás contratiempos comenzaban poco a poco a remitir.

Entonces ordenó preparar el coche y desapareció durante catorce días, hasta el punto de que nadie supo de su paradero. Antes de partir se había preocupado de que la madre y la hija fueran provistas de lo necesario y su servidumbre tenía orden de obedecer a la madre como si fuera él mismo.

En todo el tiempo que estuvo ausente las dos vivieron una al lado de la otra, casi sin hablarse, en la más triste desazón. La joven se deshacía sin parar en suspiros y lágrimas, o empezaba de repente a gritar en alto, se retorcía las manos, se mesaba los cabellos de tal manera que ni su misma madre se atrevía a acercarse y darle su consuelo. Ésta no mostraba más que rudeza, aquélla era la más triste imagen del arrepentimiento, del dolor, de la desesperación. Más de mil veces le pidió a gritos: «Venga, mamá, huyamos, protejámonos de su venganza», y mil veces se opuso la vieja, replicando:

—No, mi niña. Quedémonos. Esperemos a ver hasta dónde llega. Matarnos sí que no puede este individuo.

—Oh, ojalá quisiese —exclamaba la hija a su vez—, ojalá lo hubiera hecho ya hace tiempo.

—Calla —decía la madre—, y deja ya de hablar como una loca.

El marqués regresó y se encerró en su gabinete, desde donde escribió dos cartas, una a su esposa, la otra a su suegra. La última partió ese mismo día hacia un convenio, donde murió poco después. La hija se vistió y se dirigió dando traspiés a la habitación de su esposo, adonde éste la había llamado. En el umbral se puso de rodillas. Él le ordenó que se levantara. Ella no se levantó sino que, en esa misma posición, se acerco a rastras a él. Todos sus miembros temblaban. Tenía los cabellos sueltos. Su cuerpo bajaba hacia el suelo, la cabeza estaba levantada, y sus ojos, llenos de lágrimas, encontraron los de él:

—Veo, noble señor —exclamó entre sollozos—, veo que su rabia se ha calmado; por muy justa que fuera, me permito confiar en que, finalmente, se apiade de mí. ¡Pero no! No se precipite. Tantas jóvenes virtuosas se han convertido en mujeres depravadas…, déjeme probar si yo puedo ser un ejemplo de lo contrario. Aún no soy digna de ser suya, pero no me quite la esperanza. ¡Déjeme vivir lejos de usted, vigile mi transformación y luego júzgueme! Seré dichosa, sí, indeciblemente dichosa, si, de vez en cuando, consiente en que me presente ante usted. Nómbreme el rincón más oscuro de su casa en el que yo haya de habitar, sin quejarme me quedaré allí sentada como en prisión. La debilidad, la seducción, la apariencia, las amenazas me han llevado a cometer esta deshonrosa acción, pero nunca he sido depravada. Si lo fuera, ¿cómo habría podido atreverme a mostrarme ante usted, como podría atreverme ahora a mirarle, atreverme a hablarle? Si pudiera usted leer en mi alma, podría convencerse de cuán lejos de mi corazón están mis anteriores delitos, cuán repugnantes me resultan las costumbres de aquellos a los que antaño llamaba mis iguales. La seducción ha mancillado el cambio que me había propuesto, pero mi corazón no se ha envenenado. Me conozco, mi señor. Si me hubieran dado libertad, tan sólo me habría costado una palabra y usted habría conocido todo el engaño. Decida sobre mí como guste. Llame a sus criados. Haga que me arranquen estas joyas, estos vestidos. Haga que me echen a la calle en plena noche. Todo, todo lo sufriré. Sea cual sea el destino que decida para mí, me someto. La soledad del campo, el silencio de un convento, me arrancarán para siempre de sus ojos. Ordene y me iré. Su dicha aún no está perdida sin remedio. Aún puede olvidarme.

—Levántese —exclamó el marqués con voz suave—, la perdono, levántese. En medio de los atroces sentimientos por la vergüenza que he sufrido, no he olvidado honrar en usted a mi esposa. No ha salido palabra de mi boca que haya podido denigrarla, y si ha sido así, estoy dispuesto a pedirle perdón, y le doy mi palabra de que no volverá a oír ninguna más. Piense siempre que no puede hacer infeliz a su esposo sin serlo usted misma. Sea noble y buena… Sea feliz, y cuide de que yo también lo sea. Levántese, se lo ruego. Ése no es lugar para usted, marquesa, ¡levántese! ¡Levántate, esposa mía, y deja que te abrace!

Mientras el marqués decía esto, ella continuaba con la cabeza inclinada sobre las rodillas y el rostro oculto entre las manos de él; pero al nombre de «esposa» se puso en pie ágilmente de un salto, se le echó al cuello y lo apretó entre sus brazos con furioso entusiasmo. Inmediatamente después lo soltó de nuevo y se echó al suelo, dispuesta a besarle los pies.

—¿Qué pretendes? —la interrumpió él muy conmovido—. ¿Es que no te he perdonado ya todo? ¿Por qué no me crees?

—Déjeme, déjeme —respondió ella—, no puedo, no debo creerlo.

—Por Dios —exclamó el marqués—, empiezo a creer que nunca me arrepentiré de esto. Esa señora de P*** me había preparado gran aflicción y sufrimiento, pero me doy cuenta de que me ha dado la felicidad. Venga, esposa mía. Vístete, entretanto haré los preparativos para nuestro viaje. Nos vamos a mis tierras, donde estaremos todo el tiempo necesario, hasta que su paso haya creado una costra sobre todo lo ocurrido.

Tres años enteros vivieron lejos de París… el matrimonio más feliz de aquellos años.

Lector o lectora: te veo enojarte lleno de indignación al oír el nombre de la señora de P***, te oigo exclamar: «¡Qué mujer tan repelente!, ¡qué picara, qué hipócrita!». ¡No te excites, querido lector, no tomes partido! ¡Deja que decida la balanza de la justicia!

Sucesos mucho más oscuros que éste acontecen a diario a la luz de la luna, sólo que con menos premeditación y menos conciencia. Puedes odiar y temer a la marquesa, pero jamás la despreciarás. Su venganza fue espantosa e inaudita, pero nunca la mancilló el interés personal. Si esa dama hubiera hecho esto y aún más para conseguir compensaciones para su legítimo marido, si hubiera sacrificado su virtud a un ministro de Estado, o incluso siquiera a su primer escribiente, para conseguir para él la banda de una orden o un regimiento, si se hubiera entregado a un capellán por una buena prebenda, todo eso te parecería natural, el peso de la costumbre habla en su favor. Pero ahora, ahora que se venga en un infiel, tus sentimientos se sublevan. No porque tu corazón sea demasiado blando para esta acción… porque no te parece que merezca la pena descender hasta las profundidades de su dolor, porque eres demasiado orgulloso para reconocer la virtud femenina, es por lo que su venganza te parece repugnante. ¿Acaso no recuerdas los sacrificios que ella hizo por su amado? No voy a tener en cuenta que su bolsillo era en todo momento el de él, que durante años él gozó de su mesa, que durante años entró y salió de su casa como si fuera la suya… A lo mejor te burlas de eso, pero al mismo tiempo ella se amoldó a sus caprichos, acató sus gustos como una esclava, por agradarle destruyó todo su plan de vida. Todo París hablaba siempre con respeto de su virtud; ahora, por agradarle, se había precipitado hasta lo más vulgar. Ahora la calumnia susurraba en sus oídos: «¡Por fin esa P***, esa maravilla del mundo, se ha convertido en una de nosotros!». Ella vio aquellas sonrisas irónicas con sus ojos, escuchó aquellos insultos con sus oídos, y, con suficiente frecuencia, hubo de mirar al suelo ruborizada de vergüenza. Se había tragado todas las amarguras que la ignominia tiene preparadas para una mujer cuya virtud sin tacha hace mucho más visibles los vicios cercanos. Soportó las carcajadas con las que el vulgo osado se venga de las melindrosas ridiculas, que van pregonando sus virtudes a bombo y platillo. Orgullosa y sensible como ella era, habría preferido acabar sus días suspirando en la más negra oscuridad, a volver a pisar el escenario de un mundo en el que su honor perdido sólo hallaba gente que se reía del mal ajeno, su amor despreciado sólo gente que consuela a los demás martirizándolos. Se acercaba a una edad en la que la pérdida de un amante no podía sustituirse tan rápido; un corazón como el suyo sólo podía dejar de sangrar en medio de la más triste soledad.

Si un hombre mata a otro por culpa de una mirada ambigua, ¿por qué hemos de hacer que para una mujer de honor sea un delito arrojar a los brazos del seductor de su corazón, del asesino de su honor, del traidor a su amor, a una prostituta como amante? Verdaderamente, querido lector, eres tan estricto en tus críticas como parco en tus alabanzas. Pero, objetas, no la venganza en sí, sólo la elección de la venganza es lo que me parece tan condenable. Mis sentimientos se resisten a un entramado tan amplio de repugnancia planeada, a esa cadena continua de mentiras que dura ya casi un año. O sea, que al primer arrebato momentáneo lo perdonas por completo, pero… ¿y si el primer arrebato de una señora de P***, y de una dama de su carácter, durase toda la vida?

No veo aquí más que una traición poco menos que cotidiana, y acogería de buen grado una ley que condenase a estar con una prostituta a cada bribón sin conciencia que lleve a la perdición a una mujer honrada para luego abandonarla: el hombre malvado con las mujeres malvadas.