Una jugada del destino

Fragmento de una historia real

Aloysius von G*** era hijo de un burgués de alta posición al servicio de ***, y las semillas de su afortunado genio se desarrollaron temprano gracias a una educación liberal[92]. Aún muy joven, pero dotado de conocimientos fundamentales, entró en el servicio militar a las órdenes de su señor local, quien tardó poco en descubrir que era un joven de grandes méritos y aún mayores perspectivas. G*** estaba en pleno ardor de la juventud, el príncipe también lo estaba; G*** era rápido, emprendedor, el príncipe, que también lo era, adoraba tales personalidades. Gracias a una rica vena ingeniosa y a una amplitud de conocimientos, G*** sabía animar su trato, alegrar cualquier círculo, donde se mezclaba con una jovialidad constante y, por encima de todo lo que allí se le ofrecía, derrochar encanto y vida; y el príncipe sabía apreciar las virtudes que él mismo poseía en alto grado. Todo lo que emprendía, incluso sus divertimentos, tenía visos de grandeza: los impedimentos no le asustaban y ningún fracaso era capaz de vencer su tenacidad. Aumentaba el valor de esas cualidades una simpática figura, el puro retrato de la salud en flor y de la fortaleza hercúlea, animada por el elocuente juego de una mente ágil; en la mirada, en el paso y en su ser una majestad natural, suavizada por una noble timidez. Si el príncipe estaba encantado por el ingenio de su joven compañero, esa seductora cara exterior de su sensualidad lo atraía irresistiblemente. La igualdad en edad, la armonía de las inclinaciones y de los caracteres, dieron lugar en poco tiempo a una relación que poseía toda la fuerza de la amistad y todo el ardor y la vehemencia del amor apasionado. G*** volaba de ascenso en ascenso: pero todos esos símbolos aparentes parecían quedar muy por detrás de lo que él era en realidad para el príncipe. Con asombrosa rapidez su suerte fue en aumento porque el creador de ella era su admirador, su apasionado amigo. Sin haber llegado a los veintidós años se vio a una altura con la que los más afortunados concluyen, por lo general, su carrera. Pero su espíritu activo no podía descansar por mucho tiempo en el seno de la ociosa arrogancia ni conformarse con el resplandeciente séquito de una grandeza para cuyo provecho sentía valor y fuerzas suficientes. Mientras el príncipe volaba en busca del anillo del placer[93], el joven favorito se enterró entre actas y libros y se dedicó con extrema aplicación a los negocios, de los cuales al final se adueñó con tanta habilidad y perfección que cualquier asunto, por mínima importancia que tuviera, pasaba por sus manos. De compañero de diversiones se convirtió pronto en primer consejero y ministro, y al final en señor de su príncipe. Pronto no hubo camino a éste más que a través de él. Él concedía todos los cargos y dignidades; todas las recompensas se recibían de sus manos.

G*** había ascendido a aquella grandeza demasiado joven y a pasos demasiado rápidos para disfrutarla con mesura. La altura en la que se veía le producía vértigos de ambición; la modestia lo abandonó en cuanto llegó al punto final de sus aspiraciones. La humilde sumisión que a él, un jovencito, le tributaban los principales del país, todos aquellos que por nacimiento, prestigio y bienes de fortuna estaban tan por encima de él, incluso los ancianos, embriagó su orgullo y la fuerza ilimitada de la que se había apropiado sacó pronto a la luz cierta dureza en su ser que, desde siempre, había sido uno de los rasgos de su carácter y que incluso con todos los cambios de fortuna ha seguido manteniendo. No había servicio por difícil y complejo que fuera que sus amigos no le creyeran capaz de hacer; pero sus amigos podían temblar: pues todo lo mucho que, por un lado, exageraba su bondad, lo tenía de poco su moderación en la venganza. Se servía de su consideración menos para enriquecerse a sí mismo que para hacer dichosos a muchos que habían de venerarlo como el autor de su bienestar; pero el capricho, no la justicia, elegía a los sujetos. Con su ser arrogante y soberbio, él mismo alejó los corazones de quienes le estaban más obligados, al convertir a un tiempo a sus rivales y a los que le envidiaban en secreto en otros tantos enemigos irreconciliables.

Entre quienes vigilaban cada uno de sus pasos con ojos de celos y de envidia, y que, en silencio, preparaban ya los instrumentos para su caída, se hallaba un conde piamontés, Joseph Martinengo[94], del séquito del príncipe, al que el propio G*** había colocado en ese puesto por ser una criatura inofensiva y entregada a él, y con el objeto de que, en los entretenimientos de su señor, ocupara el lugar del que él mismo comenzaba a estar harto, y que prefirió cambiar por una ocupación más seria. Como veía a aquel individuo como una obra de sus manos que, a la primera ocurrencia, podía volver a enviar a la nada de donde lo había sacado, lo tenía asegurado tanto por temor como por gratitud, y precisamente por ello cometió el mismo error que cometiera Richelieu cuando le dio como juguete a Luis XIII al joven Le Grand[95]. Pero sin poder mejorar aquel error de inteligencia de Richelieu, se las tenía que ver con un enemigo más taimado que el que había tenido que combatir el ministro francés. En lugar de vanagloriarse de su buena suerte y manifestar ante su benefactor que se había independizado de él, Martinengo se esforzó más bien en mantener con sumo cuidado aquella apariencia de dependencia a fin de pegarse cada vez más y más, con disimulada sumisión, al creador de su dicha. Al mismo tiempo, no obstante, no dejó de utilizar en toda su magnitud las oportunidades que su puesto le brindaba para estar a menudo alrededor del príncipe, y serle cada vez más necesario e imprescindible. En poco tiempo conocía de memoria el corazón de su señor, había acechado todos los accesos a su confianza y, de forma imperceptible, se había hecho con su favor. Todas las artes que un noble orgullo y una natural nobleza del alma habían enseñado al ministro a despreciar, fueron puestas en práctica por el italiano, el cual, para alcanzar sus fines, no desdeñaba ni el más ruin de los recursos. Como sabía muy bien que el hombre no precisa de guía ni de ayudante en ningún otro lugar mejor que en el camino del vicio, y que nada le da más derecho a confianzas más osadas que el hecho de compartir secretas flaquezas, despertó en el príncipe pasiones que hasta entonces tan sólo habían dormitado en él y entonces lo apremió hasta convertirse en su confidente y cómplice en ellas. Lo arrastró a excesos tales que pocos testigos y cómplices tolerarían, y así, sin que se diera cuenta, lo acostumbró a depositar en él secretos de los que estaba excluido cualquier tercero. De este modo consiguió finalmente basar el vergonzoso plan de su suerte en el empeoramiento del príncipe y, precisamente porque el secreto era un medio esencial para ello, se apoderó del corazón del príncipe antes de que G*** pudiera imaginar siquiera que lo compartía con otro.

Uno podría asombrarse de que una transformación tan significativa escapara a la atenta mirada de G***, pero éste estaba tan seguro de su propio valor que apenas podía imaginar como rival a un hombre como Martinengo, y Martinengo, demasiado consciente de sí mismo, demasiado prevenido para desligar a su contrario de aquella seguridad con algún descuido. Lo que a miles antes que a él había hecho tropezar en el terreno llano de la gracia real, hizo caer también a G***: demasiada confianza en sí mismo. Las secretas confidencias entre Martinengo y su señor no lo intranquilizaban. Le agradaba conceder a un advenedizo la suerte que él mismo despreciaba en su corazón y que jamás había sido la meta de sus esfuerzos. Tan sólo porque era lo único que podía abrirle el camino al poder supremo, la amistad del príncipe había sido un aliciente para él e, imprudentemente, soltó a sus espaldas la escalera en cuanto le hubo ayudado a subir a la altura deseada.

Martinengo no era hombre que se conformara con un papel tan subordinado. A cada paso que avanzaba en la gracia de su señor, más osados se volvían sus deseos y su orgullo comenzaba a tener sed de una satisfacción más sólida. El papel artificial de sumisión que había seguido representando hasta entonces frente a su benefactor, le resultaba cada vez más opresivo a medida que su arrogancia aumentaba la consideración que se le tenía. Como la actitud del ministro con él no se refinaba al ritmo de los rápidos progresos que hacía en el favor del príncipe, antes al contrario, pues a menudo parecía visiblemente orientada a aplastar ese creciente orgullo con el benéfico recuerdo de su origen, esta relación forzada y contradictoria acabó por resultarle tan fastidiosa que trazó concienzudamente un plan para acabar de una vez por todas con su rival. Bajo el impenetrable velo del disimulo germinó este plan hasta madurar. Aún no podía osar medirse con su rival en combate manifiesto; pues, aunque la primera flor de favoritismo hacia G*** ya se había marchitado, había empezado a crecer muy pronto y echado unas raíces demasiado profundas en el ánimo del joven príncipe para poder expulsarla de allí tan rápidamente. La menor circunstancia podía volver a darle a G*** aquella primera fuerza; por eso Martinengo comprendió muy bien que el golpe que iba a asestarle tenía que ser un golpe mortal. Lo que G*** tal vez hubiera podido perder en el amor del príncipe, lo había ganado en su respeto; cuanto más se retiraba éste último de los asuntos de gobierno, tanto menos podía prescindir del hombre que, incluso a costa del país, le procuraba tantas ganancias con la sumisión y la lealtad más entregadas; y tan caro como le había sido antes como amigo, tan importante le era ahora como ministro.

Qué medios fueron en realidad los utilizados por el italiano para alcanzar sus propósitos sigue siendo un secreto entre los pocos sobre los que asestó su golpe y los que lo llevaron a cabo. Se supone que enseñó al príncipe los originales de una correspondencia secreta y muy sospechosa que G*** debió haber mantenido con una corte vecina; si era auténtica o falsa, las opiniones al respecto están divididas. Pero sea como fuere, consiguió su objetivo en un grado terrible. G*** apareció a los ojos del príncipe como el traidor más desagradecido y perverso, cuyos delitos estaban tan fuera de duda que creyeron poder proceder contra él sin necesidad de más averiguaciones. Todo ello se llevó a cabo en el más profundo secreto entre Martinengo y su señor, hasta el punto de que G***, ni por lo más remoto, se percató de la tormenta que se cernía sobre su cabeza. En esa perniciosa seguridad se obstinó hasta el terrible momento en que hubo de precipitarse desde la cúspide de la admiración y la envidia general al abismo de la máxima compasión.

Cuando llegó el día decisivo, G***, según su costumbre, estaba presenciando el desfile de la guardia. En pocos años había ascendido de aspirante a oficial al rango de coronel; e incluso este puesto era una modesta denominación para la dignidad de ministro que de hecho ocupaba y que lo había situado por encima de los principales del país. El desfile de la guardia era el lugar acostumbrado en el que su orgullo recibía el homenaje general, donde en una hora escasa disfrutaba de una grandeza y un esplendor por los que había tenido que llevar pesadas cargas durante todo el día. Los de rango más alto no se acercaban a él más que con respetuosa timidez, y los que no se sabían muy seguros de su favor, temblando. El príncipe mismo, cuando alguna vez se hallaba presente, se veía relegado al lado de su visir, porque era mucho más peligroso desagradar a este último que el beneficio que aportaba tener a aquél por amigo. Y justamente ese lugar, en el que por lo general se había dejado homenajear como un dios, se había convertido ahora en el terrible escenario de su humillación.

Despreocupado entró G*** en el bien conocido círculo que, tan ignorante acerca de lo que iba a acontecer como él, formaba respetuoso, ese día igual que siempre, esperando sus órdenes. No pasó mucho tiempo; entonces apareció, acompañado de algunos ayudantes, Martinengo, ya no aquel cortesano halagador, sumiso y sonriente, sino fresco y orgulloso como un campesino, igual que un lacayo convertido en señor; con paso firme y altanero avanza hacia él, y con la cabeza descubierta se detiene exigiéndole su daga en nombre del príncipe. Se la alcanzan con una mirada de silenciosa consternación, clava la hoja desnuda en el suelo, de un pisotón la parte en dos y deja que los trozos caigan a los pies de G***. Dada esa señal los dos ayudantes caen sobre él, uno se ocupa de arrancarle del pecho la cruz de la orden, el otro de retirar los galones junto con las guarniciones del uniforme y arrancar el cordón y la pluma de su sombrero. Mientras se lleva a cabo toda esta horrible operación, con increíble rapidez, no se oye ni un suspiro entre las más de quinientas personas que los rodean, ni una sola respiración entre todos los allí congregados. Con el rostro pálido, el corazón palpitante y pasmado como un muerto, el asustado gentío forma un círculo en torno a G***, el cual, con aquel curioso atavío —¡una extraña visión de ridículo y horror!— vive un momento que sólo es posible sentir ante el tribunal supremo. A otros miles en su lugar la fuerza del primer susto los habría hecho desmayarse; la robusta constitución de sus nervios y la fuerza de su alma resistieron aquel terrible estado, y le permitieron agotar lo más horripilante de la situación.

Apenas ha concluido esta operación, lo conducen entre numerosas filas de espectadores hasta el otro extremo de la plaza del desfile, donde lo espera un coche cubierto. Una muda señal le ordena subir a él; una escolta de húsares lo acompaña. El rumor de este suceso se ha extendido entretanto por toda la residencia, todas las ventanas se abren, todas las calles se llenan de curiosos que, gritando, siguen el cortejo repitiendo su nombre, entre exclamaciones unas veces de burla, otras de pena, y una compasión mucho más humillante. Finalmente se ve fuera de allí, pero un nuevo sobresalto le aguarda. El coche se aparta del camino principal hacia otro poco concurrido y sin gente: el camino al tribunal supremo al que lentamente lo llevan por orden expresa del príncipe. Aquí, tras haberle hecho sentir todos los tormentos del miedo a la muerte, vuelven a girar hacia una calle más concurrida. Pasa siete horas al abrasador calor del sol, sin nada que lo refresque, sin consuelo de nadie, en ese coche que, finalmente, al ponerse el sol, se detiene en su destino: la fortaleza. Inconsciente, en un estado intermedio entre la vida y la muerte (un ayuno de doce horas y la sed abrasadora han acabado por dominar su naturaleza de gigante), lo sacan del coche, y vuelve a despertar en una horrible cueva bajo tierra. Lo primero que se le ofrece a la vista al volver a abrir los ojos a esta nueva vida es la terrible pared de una cárcel, débilmente iluminada por algunos rayos de luna, que, desde una altura de diecinueve pies, caen sobre él a través de pequeñas rendijas. Junto a él halla un mísero pan con una jarra de agua, y al lado un jergón de paja como lecho. En ese estado permanece hasta el mediodía siguiente, en que, por fin, se abre un ventanuco en medio de la torre y se ven dos manos que bajan en una cesta colgante la misma comida que había encontrado en la celda el día anterior. Ahora, por primera vez desde ese cambio de fortuna tan enorme y terrible, el dolor y el anhelo desgarran de su interior algunas preguntas, cómo ha llegado hasta allí y qué delito es el que ha cometido. Pero de arriba no llega respuesta alguna: las manos desaparecen y el ventanuco vuelve a cerrarse. Sin ver un rostro humano, sin oír tampoco una voz humana, sin explicación alguna sobre ese espantoso destino, con terribles dudas tanto sobre lo futuro como sobre lo pasado, sin el alivio de un cálido rayo de luz, sin que un soplo de aire saludable lo refresque, sin poder conseguir ayuda ninguna y olvidado por la compasión general, cuenta en aquel lugar de perdición cuatrocientos noventas días de terror por los miserables panes que, de un mediodía a otro, le hacen llegar en triste monotonía. Pero algo que descubre ya en los primeros días de estancia colma el vaso de su miseria. Conoce ese lugar. Había sido él mismo quien, impulsado por una ruin sed de venganza, lo había construido pocos meses antes para que se consumiera en él un oficial de grandes méritos que había tenido la desgracia de enojarlo. Con imaginación siniestra él en persona había dispuesto los medios para hacerle lo más espantosa posible la estancia en la cárcel. No hacía mucho tiempo que había ido a ver cómo adelantaban las obras y acelerar su conclusión. Para llevar su martirio hasta el máximo, la suerte quiere que ese mismo oficial para el que estaba destinada la cárcel, un coronel noble y anciano, suceda en el cargo al comandante de la fortaleza que acaba de fallecer, y de víctima de su venganza se convierta en señor de su destino. Así se le escapaba también el último y triste consuelo de sentir compasión de sí mismo y acusar al destino, por muy duramente que quisiera tratarlo, de una injusticia. A este sentimiento físico de miseria vino a unirse además un feroz desprecio por su propia persona, y el dolor, que para un corazón orgulloso es el más amargo, de depender de la generosidad de un enemigo con quien él no había mostrado ninguna.

Pero aquel hombre ímprobo era demasiado noble para una vil venganza. A su filantrópico corazón le costaba un trabajo infinito cumplir estrictamente sus órdenes para el prisionero, pero como anciano soldado, acostumbrado a seguir al pie de la letra las órdenes con ciega fidelidad, no podía hacer otra cosa que compadecerse de él. El infeliz halló un eficaz auxilio en el sacerdote de la guarnición, el cual, conmovido por la desgracia del prisionero, de la que tuvo conocimiento muy tarde y sólo a través de algunos rumores oscuros e inconexos, tomó al punto la firme determinación de hacer algo para aliviarlo. Aquel respetable religioso, cuyo nombre me disgusta ocultar, creyó no poder desempeñar mejor su oficio de pastor que utilizándolo para el bien de un hombre desafortunado, al que no se podía ayudar de ningún otro modo.

Como no pudo conseguir que el comandante de la fortaleza le dejara ver al prisionero, se puso él mismo en camino a la capital, para transmitir su súplica al príncipe inmediatamente. Se puso de rodillas ante él y le rogó compasión para aquel infeliz que sin la caridad cristiana, de la que no podía verse privada ni el delito más monstruoso, se consumía sin remedio y de seguro estaba ya al borde de la desesperación. Con toda la valentía y la dignidad que da la conciencia del deber cumplido, exigió libre acceso al prisionero que le pertenecía como hijo espiritual y de cuya alma era él responsable ante el cielo. La buena causa en favor de la que hablaba le volvió elocuente y el tiempo, por su parte, ya había desgastado un poco el enojo inicial del príncipe. Le concedió su petición de alegrar al prisionero con una visita religiosa.

El primer rostro humano que el desdichado G*** vio después de un periodo de dieciséis meses fue el rostro de su auxiliador. El único amigo que tenía en el mundo se lo debía a su desgracia; su bienestar no le había procurado ninguno. La visita del sacerdote fue para él una aparición angelical. No describo sus sentimientos. Pero a partir de aquel día sus lágrimas brotaron más dulcemente, porque veía que un ser humano lloraba por él.

El horror había sobrecogido al religioso al entrar en aquella cueva mortal. Sus ojos buscaban a un hombre, y un monstruo que despertaba pavor se arrastró hacia él desde un rincón que parecía más bien el lecho de un animal salvaje que el habitáculo de una criatura humana. Un esqueleto pálido, similar a la muerte, todo color de vida desaparecido de un rostro en el que la aflicción y la desesperación habían trazado unos profundos surcos, la barba y las uñas crecidas hasta el horror por un abandono tan largo, las ropas medio podridas de usarlas durante tan largo tiempo, y el aire apestado por la total falta de limpieza… ¡así encontró a este favorito de la fortuna, y todo eso lo había resistido su férrea salud! Aún más fuera de sí desde ese momento, el sacerdote se apresuró en ese mismo instante a ir a ver al gobernador para emprender otra obra de caridad indudable para aquel pobre infeliz, sin la cual la primera sería lo mismo que ninguna.

Pero como el gobernador volvió a disculparse diciendo que tenía que seguir expresamente las órdenes recibidas, el sacerdote se decide benévolo a un segundo viaje a la residencia para solicitar otra vez la gracia del príncipe: le explica que de ninguna manera podía decidirse, sin herir la dignidad del sacramento, a celebrar un acto sagrado con su prisionero, si antes no se le devolvía el parecido con un ser humano. También esto se le concedió, y sólo a partir de ese día pudo volver a vivir el prisionero.

G*** pasó aún muchos años en aquella fortaleza, pero en un estado mucho más tolerable, una vez que el breve estío del nuevo favorito se hubo marchitado y en su puesto fueron alternando otros que pensaban de manera mucho más humana o que no tenían ninguna venganza que satisfacer contra él. Finalmente, tras diez años de reclusión le llegó el día de la redención, pero sin investigación judicial, sin una puesta en libertad oficial. Recibió su libertad como un regalo de manos de la gracia; al mismo tiempo se le ordenó abandonar el país para siempre.

En este punto me dejan las noticias que he podido reunir acerca de su historia de lo que me han contado oralmente; y me veo obligado a saltar un espacio de veinte años. En ellos G*** emprendió en ejércitos extranjeros una nueva carrera que también allí acabó por encumbrarlo a la cima de la que tan terriblemente se había precipitado en su patria. Al final, el tiempo, el amigo de los infelices que ejerce una justicia lenta pero implacable, se hizo cargo de aquel litigio. Al príncipe se le habían pasado ya los años de la pasión, y la humanidad empezaba poco a poco a adquirir valor para él al tiempo que sus cabellos palidecían. Ya casi en la tumba, despertó en él un anhelo por el favorito de su juventud. Para recom pensar en lo posible al anciano por las ofensas acumuladas, invito amablemente al desterrado a regresar a su patria, por la cual hacía ya tiempo que había regresado al corazón de G*** una silenciosa añoranza. Aquel reencuentro fue conmovedor, cálido y confuso el recibimiento, como si acabaran de despedirse el día anterior. El príncipe no dejaba de mirar pensativamente aquel rostro que le era tan bien conocido y a la vez tan extraño; parecía como si contara los surcos que él mismo había cavado en él. Escudriñando trataba de volver a reunir en el rostro del anciano los amados rasgos del joven, pero ya no encontraba lo que buscaba. Se obligaron a establecer una esquiva confianza… La vergüenza y el miedo habían separado para siempre ambos corazones. Una visión que volvía a traer a su alma su enorme precipitación no podía hacer bien al príncipe; G*** no podía amar ya al causante de su desgracia. Pero, consolado y tranquilo, miraba el pasado como alguien que se alegra de haber despertado de un amargo sueño.

No pasó mucho tiempo en volverse a ver a G*** en total posesión de todas sus anteriores dignidades, y el príncipe doblegó su aversión interior a resarcirle de manera brillante por lo pasado. Pero ¿acaso podía devolverle también el corazón que había mutilado para siempre para disfrutar de la vida? ¿Podía devolverle los años de esperanza? ¿O imaginar para el gastado anciano una dicha que, aunque fuera de lejos, sustituyera el robo que habían cometido en aquel hombre?

Diecinueve años más disfrutó G*** de aquel grato otoño de su vida. Ni el destino ni los años habían podido devorar el luego de su pasión, ni nublar por completo la jovialidad de su espíritu. Aún a sus setenta años ambicionaba la sombra de un bien que a los veinte había poseído de verdad. Al final murió, siendo comandante de la fortaleza de ***[96], donde se encerraba a los prisioneros políticos. Habría sido de esperar que les mostrara una humanidad cuyo valor había tenido que aprender a estimar en sus propias carnes. Pero los trató ruda y caprichosamente, y un estallido de ira con uno de ellos lo mandó al ataúd a los ochenta años de edad[97].