Diálogo filosófico de El visionario[81]
—¡Jamás tendría que haberme atrevido a excederme en mis deseos y con ellos haber llegado a ser anciano, igual que llegué a ser hombre! Porque una vez me salgo de la triste monotonía de la vida que he llevado hasta ahora y miro a mi alrededor por si acaso se abre para mí en algún otro lugar una fuente de placer… porque una vez…
—Si se trataba de una prueba, señor, entonces no tengo nada más que decir; entonces las experiencias que le habrá procurado no habrán sido demasiado caras ni aunque hubiera habido que pagar el triple. Me ha dolido, lo confieso, que la opinión del mundo haya tenido que decidir sobre una cuestión que sólo pertenece a su corazón, que es cómo ha de ser usted feliz.
—¡Dichoso usted que puede despreciar la opinión del mundo! Yo soy su criatura, tengo que ser su esclavo. ¿Qué otra cosa somos sino opinión? Todo en nosotros, los príncipes, es opinión. La opinión es nuestra nodriza y nuestra maestra en la infancia, nuestra legisladora y amante en la madurez, nuestro bastón en la vejez. Quítenos lo que nos ha dado la opinión y el peor individuo de cualquier otra especie inferior saldrá mejor parado que nosotros; pues su destino le ha ayudado a mantener una filosofía que lo consuela de este destino. Un príncipe que se ríe de la opinión se anula a sí misino, igual que el sacerdote que niega la existencia de un dios.
—Y, sin embargo, mi noble príncipe…
—Ya se lo que va a decir. Puedo salirme del círculo que la cuna ha trazado en torno a mí; pero ¿puedo eliminar también de mi memoria todos esos conceptos quiméricos que la educación y las arraigadas costumbres han sembrado en él y que cientos de miles de mentecatos de los suyos han ido consolidando cada vez más firmemente? Cada cual quiere ser íntegramente lo que es y nuestra existencia no es otra cosa que aparentar ser felices. Como no podemos serlo a su manera, ¿tenemos por ello que dejar de serlo? Si ya no podemos obtener la alegría directamente de su más pura fuente, ¿no podemos acaso engañarnos con un placer artificial?, ¿no podemos acaso recibir de la mano que nos ha robado una leve compensación?
—Antes la encontraba en su corazón.
—¿Y si ya no la encuentro allí? ¡Oh! ¿Cómo se nos ha ocurrido esto? ¿Por qué ha tenido que despertar en mí esos recuerdos? ¿Y si ahora yo buscara refugio en ese tumulto de sentidos para adormecer una voz interior que crea la desdicha de mi vida… para tranquilizar esa conciencia que no deja de cavilar, que va de un lado a otro de mi cerebro igual que una afilada guadaña, cortando a cada nueva inspección una nueva rama de mi felicidad?
—¡Mi querido príncipe!
Se había puesto en pie y daba vueltas por la habitación, insólitamente emocionado.
—Cuando todo se hunde delante y detrás de mí, el pasado con su triste monotonía queda a mis espaldas igual que un reino petrificado, cuando el futuro no me ofrece nada, cuando veo todo el círculo de mi existencia encerrado en el estrecho espacio del presente, ¿quién me tomará a mal que, fogoso e insaciable, acoja en mis brazos el instante, este flaco regalo del tiempo, igual que a un amigo al que veo por última vez? ¿O si me apresuro a acaparar ese bien pasajero igual que el anciano octogenario su tiara[82]? ¡Oh, cómo he aprendido a valorar el instante! ¡El instante es nuestra madre, y como una madre nos deja que lo amemos!
—Señor, antes creía usted en un bien permanente…
—¡Oh! Consiga usted que esa ensoñación resista y me aferraré a ella con brazos ardientes. ¿Qué alegría puede darme hacer felices a espectros que mañana estarán tan muertos como yo? ¿No se escapa todo a mi alrededor? Todo se tambalea y empuja al vecino a apresurarse a beber una gota de la fuente de la existencia para alejarse de ella aún más sediento. Ahora, cuando gozo de mis fuerzas, ya hay una futura vida que depende de mi destrucción. Muéstreme algo que dure, entonces seré virtuoso.
—¿Qué es, pues, lo que ha desplazado los sentimientos bondadosos que antaño fueran el placer y el hilo conductor de su vida? Plantar semillas para el futuro, servir a un supremo orden eterno…
—¡Servir! ¡Servir seguro, tan seguro como el ladrillo más insignificante a la simetría del palacio que descansa sobre él! ¿Pero también como ser al que se le tiene en cuenta, que participa de las alegrías? ¡Encantadora, bondadosa locura del hombre! ¿Y tú quieres dedicarle tus fuerzas? ¿Acaso puedes negárselas? Lo que eres y lo que posees, lo eres sólo y lo posees sólo para ella. Una vez has dado lo que puedes dar, y lo que sólo tú puedes darle, ya no existes, tu fragilidad pronuncia tu condena y es también ella la que la ejecuta. Pero ¿quién es esa naturaleza, ese orden al que acuso? ¡Da igual! ¡Ojalá ella, igual que Saturno a los griegos, devorase a sus propios hijos, si tan sólo fuera ella misma, si sobreviviera tan sólo al instante que ya ha pasado! Allí está, igual que un árbol inmensurable en un espacio inmensurable. La sabiduría y la virtud de generaciones enteras corren como savia por sus conductos, los milenios y las naciones que hicieron ruido en su interior caen como flores marchitas, como hojas secas, de esas ramas que saca del tronco con una fuerza procreadora interna, imperecedera. ¿Puedes exigirle lo que ella misma no posee? Tú, un surco que hace el viento en la superficie del mar, ¿acaso puedes pedir que se asegure allí la huella de tu existencia?
—Esa desesperada afirmación ya contradice la historia universal. Los nombres de Licurgo, Sócrates y Arístides[83] han sobrevivido a sus obras.
—Y aquel hombre tan útil que inventó el arado… ¿cómo se llamaba? ¿Se fía usted de las recompensas que da una historia que no es justa? Usted vive en la historia igual que las momias en el bálsamo para perecer un poco después junto con su historia.
—¿Y ese impulso a querer mantenerse para la eternidad? ¿Puede o debe dilapidar su necesidad? ¿Debería haber algo en la fuerza que no tenga correspondencia ninguna en el electo?
—Oh, precisamente en ese efecto está la base de todo. ¿Dilapidar? ¿Es que el chorro de la cascada no sube a lo alto con una fuerza que podría lanzarlo a un espacio infinito? Pero ya en el primer momento de su salto, ¿no pesa sobre él la fuerza de la gravedad, no lo oprimen mil columnas de aire que, antes o después, lo impulsan de regreso a la madre tierra trazando un arco más o menos alto? Para caer más tarde, tiene que ascender con esa rebosante fuerza, y necesita precisamente una fuerza elástica, igual que la necesita el impulso de inmortalidad, como si la manifestación humana hubiera de hacer sitio a esa opresiva necesidad. Me doy por vencido, queridísimo amigo, si usted me demuestra que ese impulso de inmortalidad en el hombre no se consume completamente con la finalidad temporal de su existencia, igual que los impulsos de sus sentidos. Naturalmente que el orgullo nos induce a utilizar contra esa necesidad fuerzas que nosotros sólo tenemos por y para ella, pero ¿tendríamos ese orgullo si la necesidad no obtuviera también beneficios de él? Si fuera un ser racional tendría que alegrarse de nuestras filosofías, de forma similar a como un sabio general se regocija del arrojo de sus jóvenes guerreros que le promete héroes en el combate.
—¿Y el pensamiento serviría sólo al movimiento? ¿El todo estaría muerto y las partes vivirían? ¿La finalidad sería tan mezquina y los medios tan nobles?
—Nunca tendríamos que haber dicho finalidad. Para adentrarme en la forma en que usted se imagina las cosas tomo prestado ese concepto del mundo moral, porque aquí estamos acostumbrados a denominar finalidad a lo que ha de ser el resultado de una acción. Cierto que en el alma misma la finalidad precede al medio; pero, si sus efectos internos se convierten en externos, este orden se invierte, y el medio se comporta respecto de la finalidad como la causa respecto de su efecto. En este último sentido podría servirme de forma inapropiada de esa expresión que, no obstante, no debe ejercer ninguna influencia molesta sobre nuestra disquisición. Ponga usted causa y efecto en lugar de medio y fin: ¿dónde está la diferencia entre mezquino y noble? ¿Qué es lo que puede ser noble en la causa sino el hecho de que llegue a cumplir su efecto? Noble y mezquino denominan tan sólo la relación en la que un objeto se encuentra frente a un determinado principio; o sea, que es un concepto que tan sólo puede aplicarse dentro de nuestra alma, no fuera de ella. Pero ¿no ve usted, tal como da ya por demostrado, lo que tenemos que averiguar primero a partir de nuestras conclusiones? ¿Por qué llama usted noble al pensamiento en oposición al movimiento, si no es porque presupone usted ya de entrada al ser pensante como punto central al que se subordina la secuencia de las cosas? Adéntrese en el hilo de mis pensamientos y desaparecerá esa clasificación por niveles, el pensamiento es efecto y causa del movimiento y un miembro de la necesidad, igual que el latido que lo acompaña.
—Jamás podrá hacer valer esta frase tan paradójica y poco natural. En prácticamente todo somos capaces de seguir con nuestro entendimiento la finalidad de la naturaleza física hasta llegar al individuo. ¿Dónde vemos que invierta siquiera una vez ese orden y someta la finalidad del individuo al mundo físico? ¿Y cómo vamos a aunar esa determinación externa con las fuerzas que empujan a la felicidad que dirigen lodos sus esfuerzos hacia el interior, hacia uno mismo?
—Déjenos intentarlo. Para ser breve debo servirme nuevamente de su lenguaje. Es decir, supongamos que los fenómenos morales han sido necesarios, igual que han sido necesarios la luz y el sonido: entonces tendría que haber seres formados para esa actividad específica, igual que el éter y el aire tendrían que estar formados precisamente así y no de ninguna otra forma, para ser aptos para aquella cantidad de ondas que nos dan la idea de color y sonido. Es decir, que tendrían que existir seres que se pusieran a sí mismos en movimiento, porque el fenómeno moral se apoya en la libertad; o sea, lo que en el aire y el éter, en el mineral y en la planta produce la forma primigenia, aquí tendría que estar sustentado por un principio intrínseco frente al que los motivos o las fuerzas motrices de ese ser se comportaran más o menos de igual forma que las fuerzas motrices de las plantas frente al tipo invariable de su estructura. Al igual que esas fuerzas dirigen al ser meramente orgánico por medio de una mecánica invariable, de igual modo deberían mover al ser pensante y sensible por medio del dolor y del placer.
—Completamente cierto.
—Es decir, que en el mundo moral vemos a esas fuerzas abandonar su orden precedente, e incluso las vemos enfrentarse consigo mismas en una aparente disputa. En todo ser moral disponen un nuevo centro, un Estado en el Estado, de la misma forma que si hubiera perdido por completo de vista su finalidad general. Hacia ese centro deben inclinarse todas las actividades de ese ser con una presión como la que ejerce en el mundo físico la actividad de la fuerza de la gravedad. Ese ser está formado en sí mismo, de modo que es un todo verdadero y real, constituido en su centro gracias a esa caída hacia su centro, igual que el planeta tierra se convirtió en una esfera debido a la fuerza de la gravedad, y sigue existiendo como esfera. Hasta aquí el ser parece haberse olvidado por completo de sí mismo.
»Pero hemos oído que ese ser sólo existe para producir los fenómenos morales que necesita; la libertad de ese ser o su capacidad de moverse por sí mismo, tendría que estar por tanto sometida a la finalidad para la que ella lo determinara. Esto es, que si ella quisiera seguir dominando los efectos que este ser produce, tendría que adueñarse del principio según el cual se mueve el ser moral. Por eso, ¿qué otra cosa podría hacer más que unir su finalidad para ese ser con el principio por el que se rige o, dicho en otras palabras, convertir la actividad que es adecuada para él en la condición necesaria para su felicidad?
—Eso lo comprendo.
—Así pues, si el ser moral cumple las condiciones de su felicidad, justamente por ello vuelve a entrar en los planes de la naturaleza de los que parecía haber sido retirado debido a este plan especial, igual que al cuerpo terrestre se le capacita para describir la Eclíptica[84] gracias a la caída de sus partes hacia el centro. O sea que, a través del dolor y del placer, el ser moral experimenta en cada momento tan sólo la relación de su estado actual con el estado de su máxima perfección, que es idéntico con la finalidad de la naturaleza. El ser orgánico no tiene ni precisa de ese indicador, porque a través de sí 111ismo no puede ni acercarse al estado de su perfección ni alejarse de él. Es decir, que el ser moral aventaja al ser orgánico en el placer de su perfección, o sea, en felicidad, pero, junto con ella, también en peligro, si se aparta de la perfección, o en penalidades. Si una esfera elástica tuviera conciencia de su estado, la presión del dedo que la aplasta hasta convertirla en una forma plana, le dolería y volvería a su hermosísima redondez con una sensación de placer.
—Su fuerza elástica le sirve en lugar de esa sensación.
—No obstante, por muy poca similitud que el rápido movimiento que nosotros llamamos fuego tenga con la sensación de arder o la forma cúbica de una sal con su sabor amargo, no menos similitud tiene la sensación que nosotros llamamos felicidad con el estado de nuestra perfección interna que lo acompaña, o con la finalidad de la naturaleza a la que sirve. Se podría decir que ambos están unidos entre sí por una coexistencia tan arbitraria como la corona de laurel con una victoria, como un incendio con una acción infame.
—Eso parece.
—Así pues, el hombre no necesitaría ser cómplice de la finalidad que la naturaleza lleva a cabo a través de él. De todos modos, si el hombre no conociera ningún otro principio más que aquel por el que él se rige en su pequeño mundo, incluso si en un delirio encantador y autocomplaciente sometiera las relaciones de ese pequeño mundo a la gran naturaleza como ley, dado que sirve a su estructura, la finalidad de la naturaleza estaría asegurada con él.
—¿Y puede haber algo más excelente que el hecho de que todas las partes del gran todo fomenten la finalidad de la naturaleza sólo por el hecho de permanecer fieles a sí mismas, de manera que no es que puedan querer contribuir a la armonía, sino que tienen que hacerlo necesariamente? Esa idea es tan hermosa, tan encantadora que ya sólo por eso uno se siente impelido…
—A atribuírsela a un espíritu, quiere usted decir… porque al hombre egoísta le gustaría otorgar todo lo bueno y hermoso a su especie, porque le encantaría tener al creador de la especie en su familia. Dele al cristal la capacidad de imaginar, su plan universal supremo será la cristalización, su divinidad la forma más hermosa de cristal. ¿Y acaso no debería ser esto así? Si cada gota de agua no se aferrara tan fiel y firmemente a su punto central, jamás se hubiera movido un océano.
—Pero, mi noble príncipe, ¿sabe que hasta ahora sólo ha argumentado contra sí mismo? Si es cierto lo que dice, que el hombre no puede apartarse de su punto central, ¿de dónde sale su pretensión se determinar el curso de la naturaleza? ¿Cómo puede usted pretender fijar las reglas según las que ésta actúa?
—Ni mucho menos. Yo no he determinado nada, tan sólo elimino lo que los hombres han confundido con ella, lo que han sacado de su propio pecho y adornado con títulos fanfarrones. Lo que me ha precedido y lo que me seguirá lo veo romo si hieran dos mantos negros e impenetrables que penden de los dos extremos de la vida humana y que ningún ser vivo ha alzado todavía. Se cuentan ya por centenares las generaciones que, con la antorcha, han estado delante de ellos deliberando y deliberando acerca de lo que puede haber detrás. Muchos ven moverse sus propias sombras, las representaciones de su pasión, aumentadas en el manto del futuro y se estremecen temblando ante su propia imagen. Poetas, filósofos y fundadores de Estados han pintado esa imagen con sus sueños, más sonriente o más lúgubre, según el cielo que los cubría estuviera más oscuro o más claro; y desde lejos la perspectiva engañaba. También algunos bribones aprovecharon la curiosidad y la aguzada fantasía generales para cautivarlas aún más con extraños disfraces. Un profundo silencio reina tras ese manto; ninguno de los que se encuentra tras él responde desde ahí; lo único que se ha oído ha sido el eco hueco de la pregunta, como si se hubiera gritado al interior de una cripta. Tras ese manto han de llegar todos, y lo agarran temblando, sin saber quién se halla detrás para recibirlos; quid sit id, quod tantum perituri vident[85]. Claro que también ha habido incrédulos que afirman que ese manto tan sólo se burla de los hombres y que no se ha podido observar nada porque tampoco hay nada tras él; pero para cerciorarse se han apresurado a mandarlos allí atrás.
—Las conclusiones siempre han sido rápidas cuando los hombres no han tenido otro argumento mejor que el de no ver nada.
—Ya ve, querido amigo, de buena gana me conformo con no querer mirar tras ese manto, y seguro que será lo más inteligente perder la costumbre de la curiosidad. Pero en tanto trace a mi alrededor este círculo infranqueable y encierre todo mi ser dentro de los límites del presente, será para mí tanto más importante ese pequeño espacio, que ya estuve en peligro de despreciar por culpa de unas vanas ideas de conquista. Eso que usted llama la finalidad de mi existencia ya no me preocupa. No puedo sustraerme a ella, ni puedo socorrerla; pero sé y creo firmemente que he de cumplir y cumplo una finalidad tal. Soy igual que un mensajero que lleva una carta sellada a su lugar de destino. Lo que contiene puede darle exactamente igual: no tiene más que ganar con ello que su sueldo como mensajero.
—¡Oh! ¡Cuán desolado me deja!
—Pero ¿adónde nos ha llevado esta confusión? —exclamó entonces el príncipe, mientras miraba sonriente la mesa donde estaban los cartuchos—. ¡Aunque tampoco nos ha confundido tanto! —añadió—. Pues a lo mejor volverá a encontrarme usted ahora con esta nueva forma de vida. Tampoco yo pude desacostumbrarme tan rápido a las supuestas riquezas, a desligar tan rápido los fundamentos de mi moral y de mi felicidad de los adorables sueños con los que todo lo que había vivido en mí hasta entonces estaba tan firmemente entrelazado. Anhelaba la despreocupación que hace soportable la existencia a la mayoría de la gente que me rodea. Todo lo que me apartaba de mí mismo me resultaba muy a propósito. ¿He de confesárselo? Deseaba hundirme para destruir con todas mis fuerzas la fuente de mis sufrimientos.
No podía dar aún por finalizada la conversación.
—Mi noble príncipe —comencé de nuevo—, ¿le he comprendido bien? ¿La finalidad última del hombre no está en el hombre, sino fuera de él? Sólo existe en función de sus consecuencias.
—Evitemos esa expresión que nos lleva a confundirnos. Diga que está ahí porque las causas de su existencia estaban ahí y porque existen sus efectos, o, lo que es lo mismo, porque las causas que lo precedieron hubieron de tener un efecto y los efectos que el hombre produce han de tener una causa.
—O sea, que si quiero conceder un valor al hombre, sólo puedo ponderarlo según la cantidad y la importancia de los efectos de los que él es causa.
—Por la cantidad de sus efectos. Llamamos importante a una causa simplemente porque atrae una mayor cantidad de efectos. El ser humano no tiene otro valor que sus efectos.
—Es decir, ¿que aquel hombre que contenga la causa de diversos efectos sería el hombre superior?
—Indiscutiblemente.
—¿Cómo? ¡Entonces no hay ya diferencia alguna entre lo bueno y lo malo! ¡Entonces la belleza moral está perdida!
—Me temo que no. Si fuera así, yo me daría ahora mismo por perdido frente a usted. Para mí el sentimiento de diferencia moral es una instancia mucho más importante que mi razón, y sólo después comencé a creer en esta última, puesto que la veía en concordancia con aquel sentimiento indestructible. La moralidad de usted precisa de un apoyo, la mía se basa en su propio eje.
—¿Acaso no nos enseña la experiencia que, a menudo, los papeles más importantes son representados por los actores más mediocres, que la naturaleza lleva a cabo las más beneficiosas revoluciones por medio de los sujetos más perjudiciales? Un Mahoma, un Atila, un Aurangzeb[86], son servidores tan efectivos del universo como las tormentas, los terremotos, los volcanes, valiosas herramientas de la naturaleza física. Así pues, un déspota en el trono, que marca cada hora de su gobierno con sangre y miseria, sería un miembro mucho más digno de su creación que el campesino en sus tierras, porque es mucho más eficaz, y lo que es más triste, justamente sería más perfecto por aquello que lo convierte en objeto de nuestro desprecio, por su mayor acumulación de hechos, todos ellos abominables… tendría mayor derecho a denominarse un hombre perfecto justo en la medida en que se degrada por debajo de la humanidad. Vicio y virtud…
—¡Mire —exclamó el príncipe disgustado— con qué facilidad se deja usted engañar por lo superficial y con qué facilidad me da usted por vencido! ¿Cómo puede afirmar que una vida devastadora sea una vida activa? El déspota es la criatura más inútil de un Estado porque, por culpa del miedo y la preocupación, agrupa las fuerzas más activas y sofoca la alegría creadora. Toda su existencia es una terrible negativa; e incluso cuando recurre a la vida más noble, más sagrada y destruye la libertad de pensamiento… cientos de miles de hombres activos no sustituyen en un año lo que un Hildebrand[87] o un Felipe de España asolaron en pocos años. ¡Cómo puede usted honrar a esas criaturas creadoras de putrefacción comparándolas con aquellos benéficos instrumentos de la vida y de la fertilidad!
—Admito la debilidad de mi objeción, pero, en lugar de un Felipe, pongamos en el trono a un Pedro el Grande: entonces no puede usted negar que éste es más efectivo en mi monarquía que el hombre particular con la misma medida de fuerzas y toda la actividad de la que es capaz. ¡Es decir, que sí es la fortuna lo que, según su sistema de graduación, determina la excelencia, porque distribuye las oportunidades para causar efecto!
—O sea, que, en su opinión, el trono sería preferentemente una de esas oportunidades… Dígame, si el rey reina, ¿qué hace el filósofo en sus reinos?
—Piensa.
—¿Y qué hace el rey cuando reina?
—Piensa.
—Y cuando el atento filósofo duerme, ¿qué hace el atento rey?
—Duerme.
—Tome dos velas encendidas, una de ellas está en el cuarto de un campesino, la otra debe lucir en una suntuosa sala en la que hay una alegre reunión. ¿Qué harán ambas?
—Darán luz. Pero precisamente eso habla en mi favor. Pongamos que ambas velas arden durante exactamente el mismo tiempo y con la misma intensidad de luz: si se cambiara su destino, nadie notaría diferencia alguna. ¿Por qué ha de ser la una más perfecta porque la casualidad la favoreciera para mostrar suntuosidad y belleza en una espléndida sala? ¿Por qué ha de ser peor la otra porque la casualidad la condenara a hacer visible la pobreza y la inquietud en una cabaña de campesinos? Y, sin embargo, esto es consecuencia necesaria de su afirmación…
—Ambas son igual de perfectas, pero ¿han rendido también lo mismo?
—¿Cómo puede esto ser posible? ¿Porque la de la amplia sala ha derramado más luz que la otra? ¿Porque ha difundido más placer que la otra?
—Considere que aquí estamos hablando tan sólo del primer efecto, no de toda la cadena. Sólo el efecto inmediatamente subsiguiente es parte de la causa inmediatamente precedente; la vela encendida sólo ha puesto en movimiento tantas partes de materia lumínica como ha tocado directamente. Y, entonces, ¿en qué sería una más que la otra? ¿Acaso no puede extraer usted los mismos rayos de cada uno de sus puntos centrales? ¿Otros tantos de su pupila como del punto central de la tierra? Desacostúmbrese a presuponer las grandes masas, que sólo la razón concibe como un todo tal, como totalidades que existen en el mundo real también como tales. La chispa de luego que cae sobre un depósito de pólvora, hace saltar una torre por los aires y reduce a escombros cientos de casas, únicamente ha prendido un solo granito.
—Muy bien, pero…
—Apliquemos esto a acciones de carácter moral. Vamos a pasear y encontramos a dos mendigos. A uno le doy una moneda, usted al otro lo mismo; el mío se emborracha con el dinero y, en ese estado, comete un asesinato; el suyo compra alimento a un padre moribundo y con ello le prolonga la vida. Entonces, ¿habría yo echado a perder una vida haciendo lo mismo con lo que usted ha prolongado otra? Ni mucho menos. El efecto de mi acción termina de ser mi efecto precisamente con su inmediatez, igual que el suyo.
—Pero si mi razón pasa por alto esa secuencia y sólo el pasarlo por alto me determina a esa acción… al darle yo ese dinero al mendigo para prolongar con él la vida de un padre moribundo, todas esas consecuencias son mías, si acontecen tal como yo me las había imaginado.
—Nada de eso. No olvide nunca que una causa tan sólo puede tener un efecto. El único efecto que usted ha producido ha sido pasar la moneda de su mano a la mano del mendigo. De toda esta larga cadena de efectos éste es el único que se le puede achacar a usted. La medicina tiene efecto como medicina que es, etc. Parece usted asombrado. Usted cree que estoy afirmando una paradoja, tal vez una sola palabra podría ponernos de acuerdo, pero preferimos encontrarla mediante nuestras conclusiones.
—Veo con claridad que de todo lo dicho hasta aquí se sigue que una buena acción no es culpable de su mal efecto y que una mala acción no lo es de su efecto superior. Pero también se deduce de ello a un tiempo que ni la buena es culpable de su buen efecto, ni la mala del malo, y que, por tanto, ambas son idénticas en sus efectos. Tendría usted que exceptuar los casos raros en los que el efecto inmediato es también aquel al que se aspiraba.
—Tal efecto inmediato no existe en absoluto, pues, entre cada efecto que el hombre produce fuera de sí mismo y su causa interna o la voluntad, se introducirá una serie de efectos indiferentes, aunque no sea más que un movimiento muscular. Así que diga sin rodeos que, en sus efectos, causa interna y voluntad son absolutamente iguales moralmente, es decir, que son indiferentes. ¿Y quién va a querer negar esto? La puñalada que pone fin a la vida de un Enrique IV y de un Domiciano[88]… ambas son la misma acción.
—De acuerdo, pero los motivos…
—Los motivos, por tanto, determinan la acción moral. ¿Y en qué consisten los motivos?
—En ideas.
—¿Y a qué llama usted ideas?
—A los actos o actividades internas del ser pensante, que se corresponden con actividades externas.
—Entonces, ¿una acción moral es una consecuencia de actividades internas que se corresponde con transformaciones externas?
—Exactamente.
—O sea, que si digo que el suceso A, B o C es una acción moral, ¿es lo mismo que decir que a la secuencia de transformaciones externas que conforman este suceso A, B o C, le ha precedido una secuencia de transformaciones internas a, b o c?
—Así es.
—Las acciones a, b o c estaban ya decididas cuando comenzaron las acciones A, B o C.
—Necesariamente.
—O sea, que si la secuencia A, B o C no hubiera comenzado, no por ello a, b o c hubiera sido menos. Si la moralidad estaba contenida en a, b o c, seguiría estando allí si elimináramos completamente A, B o C.
—Le comprendo, mi señor, y así, lo que yo tenía por el primer miembro de la cadena habría sido el último. Al darle el dinero al mendigo mi acción moral ya había pasado, su valor o su futilidad estaba ya decidido.
—Eso es lo que quiero decir. Si las consecuencias se produjeran como usted las pensó, es decir si A, B o C siguiera a a, b o c, no sería más que una buena acción concluida con éxito. En esa corriente externa, el hombre no tiene nada más que decir, no le pertenece nada más que su propia alma. De ello puede usted deducir una vez más que el monarca no está en nada por delante del hombre particular, pues también él es tan poco dueño de aquella corriente como éste; también en él toda la zona de influencia de su efectividad está tan sólo dentro de su propia alma.
—Pero así no se cambia nada, señor; pues la mala acción tiene también sus motivos, igual que la buena, es decir, sus actividades internas, y tan sólo a causa de esos motivos la denominamos mala. Pongamos entonces la finalidad y el valor del individuo en la suma de sus actividades: aún sigo sin ver cómo saca de su finalidad la moralidad, y entonces mis anteriores objeciones retornan.
—Veamos. Bueno o malo, en eso estamos de acuerdo, son predicados que una acción sólo consigue en el alma.
—Eso está demostrado.
—Entonces pongamos una pared divisoria entre el mundo exterior y el ser pensante: la misma acción nos parecerá indiferente fuera de ella; dentro, la denominaremos buena o mala.
—Exacto.
—Es decir, que la moralidad es una relación que sólo puede pensarse dentro del alma, nunca fuera de ella, igual que, por ejemplo, el honor es una relación que al individuo sólo puede atribuírsele en el seno de la sociedad burguesa.
—Muy cierto.
—Desde el momento en que nos imaginamos una acción como presente en el alma, se nos muestra como la garante de otro mundo completamente diferente, y hemos de juzgarla siguiendo otras leyes muy diferentes. Pertenece a un todo propio, que tiene su punto central en sí mismo, del cual fluye todo lo que da, y hacia el cual confluye todo lo que recibe. Este punto central o este principio no es, tal como hemos acordado antes, otra cosa que el impulso intrínseco que hace que todas sus fuerzas tengan efecto, o, lo que es lo mismo, que alcancen la máxima manifestación de su existencia. En este estado situamos la perfección del ser moral, igual que decimos que un reloj es perfecto cuando todas las piezas con las que el artista lo ha fabricado se corresponden con su efecto, igual que decimos que un instrumento musical es perfecto cuando todas sus piezas participan en grado sumo del máximo efecto que son capaces de conseguir, y por el cual están reunidas. Ahora bien, a la relación en que se hallan las actividades del ser moral respecto de este principio, la denominamos moralidad; y una acción es moralmente buena o moralmente mala según se aproxime a él o se aleje de él, lo favorezca o lo impida. ¿Está usted de acuerdo en esto?
—Completamente.
—Entonces, como ese principio no es otro que el de la más completa actividad de todas las fuerzas del hombre, ¿es una buena acción aquella en la que hubo más fuerzas en activo, y una mala, aquella en la que hubo menos?
—Detengámonos aquí, señor. Según esto, una pequeña obra de caridad que yo haga, vendría a situarse en el orden moral muy por debajo del complot de la noche de San Bartolomé[89], gestado durante muchos años, o de la conjuración de Cueva contra Venecia[90].
En este punto, el príncipe perdió la paciencia:
—¿Cuándo podré hacerle comprender —comenzó a decir— que la naturaleza no conoce la totalidad? Ponga usted junto lo que ha de estar junto. ¿Aquel complot fue una acción o no fue más bien una cadena de cientos de miles…? Y de cientos de miles llenas de carencias, frente a las cuales su pequeña obra de caridad sigue teniendo ventaja. El impulso del amor humano dormitaba en todo aquello que en su acción estaba activo. Pero nos estamos desviando. ¿Dónde me había quedado?
—En que es una buena acción aquella en la que están activas más fuerzas y viceversa.
—¿Y precisamente por el hecho de que en ella estaban en activo menos fuerzas, una acción es mala y viceversa?
—Muy comprensible.
—¿O sea, que en una acción mala sólo se niega lo que en una buena se afirma?
—Así es.
—¿Así que no puedo decir que se necesitaría un corazón malvado para cometer esa acción, igual que no puedo decir que se necesitaría un niño y no un hombre para levantar esta piedra?
—Muy cierto. Más bien debería decir que tendría que faltar mucho buen corazón para cometer este acto.
—¿Entonces el vicio es sólo la ausencia de virtud, la locura la ausencia de razón, un concepto parecido al de sombra o silencio?
—Exacto.
—O sea, ¿que igual que no se puede decir lógica y correctamente que existen el vacío, el silencio o la tiniebla, tampoco hay un vicio en el hombre y, por supuesto, tampoco en todo el mundo moral?
—Eso es muy convincente.
—Entonces, si en el hombre no hay vicio ninguno, ¿todo lo que está activo en él es virtud, igual que suena todo lo que no está en silencio, igual que tiene luz lo que no está en la sombra?
—Ésa es la consecuencia.
—Por tanto, ¿cada acción que el hombre comete es algo bueno porque es una acción?
—Según todo lo dicho anteriormente lo es.
—Y si vemos una mala acción en un hombre, entonces esa acción es precisamente lo único bueno que percibimos de él en ese momento.
—Eso suena extraño.
—Ayudémonos de una comparación. ¿Por qué decimos de un día de invierno nublado y gris que es una visión triste? ¿Acaso es porque un paisaje nevado nos parece repulsivo en sí mismo? Ni mucho menos; si se pudiera trasplantar al verano, incrementaría su belleza. Decimos que es triste porque esa nieve y ese olor a niebla no podrían estar allí si hubiera brillado el sol para disiparlos, porque son incompatibles con los encantos desproporcionadamente superiores del verano. Es decir, que el invierno es para nosotros un mal no porque le falten todos los placeres, sino porque excluye placeres mayores.
—Absolutamente evidente.
—Lo mismo ocurre con los seres morales. Despreciamos a un individuo que huye de una batalla escapando con ello de la muerte no porque nos desagrade el impulso efectivo de la supervivencia, sino porque él apenas habría cedido a ese impulso si hubiera poseído la magnífica cualidad del coraje. Puedo admirar el valor, la audacia del ladrón que me roba, pero de él mismo digo que es un depravado, porque le falta la cualidad desproporcionadamente hermosa de la justicia. De este modo, puede asombrarme una empresa que sea la eclosión de una venganza activa, contenida durante años, pero digo de ella que es despreciable porque me muestra a un individuo que ha podido vivir durante años sin amar a sus semejantes. Con indignación avanzo por un campo de batalla, no porque se hayan destruido en él tantas vidas —la peste y los terremotos habrían podido hacer aún más sin que yo me sublevara contra ellos—, tampoco porque no me parezcan excelentes la fuerza, el arte, el coraje que esos guerreros esparcieron por el suelo, sino porque esa visión trae a mi memoria a tantos miles de hombres que carecían de humanidad.
—Excelente.
—Esto mismo es válido para los grados de moralidad. Una maldad muy artificiosa, muy sutilmente pensada, perseguida con tenacidad, tiene en sí algo brillante que a menudo incita a las almas débiles a la imitación, porque ahí uno encuentra efectivas un sinfín de fuerzas grandes y hermosas en toda su plenitud. Y, sin embargo, decimos que esa acción es peor que una similar con menos espíritu, y la castigamos con más rigor porque nos permite reconocer en la mayor secuencia de sus causas la falta de justicia. Si, además, tal acto fuera cometido de principio a fin en un individuo bondadoso, entonces todo nuestro sentimiento se indignaría porque las oportunidades de poner en movimiento el impulso del amor serían en este caso más frecuentes y nosotros, por tanto, repetiríamos con más frecuencia el descubrimiento de que ese impulso no ha surtido efecto.
—Claro y convincente.
—Volviendo a nuestra pregunta. Usted me concede, por tanto, que no son las actividades de las fuerzas lo que convierten el vicio en vicio, sino su inactividad.
—Por completo.
—Los motivos, no obstante, son tales actividades; o sea, que no es correcto decir de una acción que es depravada a causa de sus motivos. ¡Nada de eso! Sus motivos son lo único bueno que tiene, sólo es mala a causa de los que le faltan.
—Indiscutible.
—Pero habríamos podido llegar mucho antes a esta demostración. ¿Obraría el depravado por esos motivos si no le procuraran un placer? Sólo el placer es lo que pone en movimiento a los seres morales, y sólo lo bueno, ya lo sabemos, puede procurar placer.
—Estoy satisfecho. De lo dicho hasta aquí se sigue irrevocablemente que, por ejemplo, un hombre de espíritu franco y corazón generoso sólo es mejor hombre que otro de igual espíritu y corazón algo menos generoso porque se acerca en grado sumo a la actividad interior. Pero me surge otra duda. Dele a un hombre las cualidades de la razón, el valor, la valentía, etc., en un grado preferentemente alto, y déjele sólo sin esa única cualidad que llamamos buen corazón: ¿lo preferirá usted a otro que tenga las demás cualidades en un grado inferior, pero que posea esta última en su máxima dimensión? Es indiscutible que aquél es un hombre mucho más activo que éste y, como, según usted, la actividad de las fuerzas determina el valor moral, entonces su juicio se inclinaría hacia él y entraría usted en contradicción con la opinión general de los humanos.
—Indefectiblemente coincidiría en ese punto. Un hombre, cuya fuerza de raciocinio está activa en un grado elevado, seguro que poseerá también un magnífico corazón si no puede odiar en otro lo que ama en sí mismo. Si la experiencia parece oponerse a esto, entonces es que ha juzgado su razón con demasiada liberalidad o su bondad moral con demasiada limitación. Un gran espíritu con un corazón sensible se halla en el orden de los seres tan por encima del malvado truhán como el tonto de corazón blando, mejor dicho, blandengue, lo está por debajo.
—Pero un fanático, y uno de los más violentos, ¿sí que es evidentemente un ser más activo que un individuo normal y corriente de sangre flemática y sentidos limitados?
—En un individuo normal y corriente, tan flemático y limitado, toda fuerza llega a tener efecto porque ninguna desplaza a la otra. Es un individuo que duerme profundamente; el fanático es igual que un loco frenético que se sacude entre rabiosas convulsiones cuando la fuerza vital se apaga ya en las arterias exteriores. ¿Tiene aún alguna objeción?
—Estoy tan convencido como usted de que la moralidad del hombre está contenida en la mayor o menor medida de su actividad interior.
—Acuérdese ahora —continuó el príncipe— de que hemos circunscrito todo este análisis al ámbito cerrado del alma humana, que la hemos aislado de la secuencia externa de las cosas con una pared separatoria, y que hemos construido todo el edificio de la moralidad dentro de ese círculo que no hemos sobrepasado jamás. Al mismo tiempo nos ha parecido que su felicidad se compensa totalmente con su perfección moral, es decir, que para esta última no le queda prácticamente nada que exigir, que no se le puede conceder de antemano un placer a una perfección que antes hay que conseguir, como si una rosa que hoy florece será por ello hermosa al año siguiente, como si un error al piano pudiera mezclar su disonancia con la pieza siguiente. Sería tan concebible que el brillo del sol en el día de hoy junto con su calor tuvieran efecto al día siguiente como que la perfección del hombre en este mundo junto con su felicidad pudieran tenerlo en el otro… ¿No le ha quedado esto bien demostrado?
—No tengo nada que decir en contra.
—Así pues, el ser moral está completo y cerrado en sí mismo, igual que lo que nosotros para diferenciar llamamos orgánico, cerrado por su moralidad igual que por su estructura, y esa moralidad es una relación completamente independiente de lo que tiene lugar fuera de él.
—Eso está demostrado.
—Por tanto, que me rodee lo que quiera: la diferencia moral permanece.
—Intuyo adonde quiere llegar usted, pero…
—Supongamos que existe un todo ordenado y razonable, una justicia y una bondad infinitas, una personalidad que subsiste, un progreso eterno… desde el mundo moral esto, por lo menos, no se puede demostrar con mayor precisión que desde el físico. Para ser perfecto, para ser feliz, el ser moral no precisa de ninguna instancia nueva… y si espera una, esa expectativa, al menos, no puede basarse ya en pretensión alguna. Lo que sea de él ha de resultarle tan indiferente respecto de su perfección como a la rosa, para ser hermosa, ha de resultarle indiferente si florece en un desierto o en un jardín real, si florece para el pecho de una adorable joven o para el voraz gusano.
—¿Es adecuada esta comparación?
—Del todo; pues aquí digo expresamente para ser hermosa, allí para ser feliz, ¡no para existir! Esto último se queda para un nuevo estudio, y no quiero alargar más esta conversación.
—Todavía no puedo dejarle del todo, mi noble príncipe. Ha demostrado usted, y esto me parece irrefutable, que el hombre tan sólo es moral en tanto que es activo en sí mismo; pero antes ha afirmado usted que el hombre sólo tiene moralidad para actuar fuera de sí.
—Diga mejor que el hombre sólo actúa fuera de sí porque tiene moralidad. Sus «para» nos confunden. No puedo soportar esas finales que usted expresa.
—Aquí todo se reduce a una cosa. O sea, que diríamos que tan sólo contiene fuera de sí la base de los efectos en tanto consigue el grado máximo de su moralidad. Y esta demostración me la debe usted aún.
—¿No lo puede deducir usted mismo de lo dicho hasta ahora? ¿El estado de mayor efectividad interna de sus fuerzas no es el mismo en el que él también puede ser la causa de la mayoría de los efectos que tienen lugar fuera de él?
—Puede ser, pero no tiene por qué ser… pues ¿no ha admitido usted mismo que a una buena acción que queda sin efecto no se le resta nada de su valor moral?
—¡No sólo admitido, sino fijado como algo sumamente necesario! ¡Qué difícil es sacarle de una idea errónea, una vez ésta se ha apoderado de usted! Esta aparente contradicción de que las consecuencias externas de un hecho moral sean sumamente indiferentes para su valor y que, no obstante, toda la finalidad de su existencia esté sólo en las consecuencias que tiene hacia fuera, siempre le confunde. Suponga que un gran virtuoso está tocando ante un grupo de gente, numeroso pero poco delicado, un ignorante se cuela entre ellos y le roba todo su auditorio… ¿a quién definiría usted como más útil?
—Al virtuoso, se entiende, pues el mismo artista, en otra ocasión, deleitará oídos más refinados.
—¿Y podría hacerlo si no poseyera el arte que en aquella ocasión estaba practicando y que también en aquella ocasión se echó a perder?
—Difícilmente.
—¿Y su rival volverá a producir el mismo efecto que produjo en aquella ocasión?
—El mismo no, pero…
—¿Pero a lo mejor uno mayor ante un montón de gente mucho mayor, quiere usted decir? ¿En serio puede usted dudar de que un artista que ha sabido encantar a un círculo de individuos sensibles e inteligentes expertos haya hecho más que aquel ignorante en toda su vida? ¿Que a lo mejor una sensación que él pudiera despertar, se elevara en un alma delicada a la categoría de hechos que después serían útiles a millones de individuos? ¿Que a lo mejor, como si fuera el único miembro que faltaba, se uniera a una importante cadena coronando así un magnífico propósito? Incluso aquel ignorante, lo confieso, puede hacer que la gente se alegre; incluso el hombre que ha perdido su corona moral podrá surtir aún efecto, igual que una fruta a la que está royendo la putrefacción puede ser aún alimento para pájaros y gusanos, pero ya no volverá a ser digna de rozar una boca encantadora.
—Pero deje usted a ese artista tocar en un desierto, vivir y morir allí. Puedo decir que su arte lo recompensa; incluso donde no haya oído que capte sus melodías él es su propio oyente y en las armonías que produce disfruta la armonía aún más agradable de su ser. Pero esto no puede decirlo usted. Su artista ha de tener oyentes, o habrá existido en vano.
—Le comprendo, pero su supuesto caso no podrá existir nunca. Ningún ser moral está en un desierto; allá donde viva siempre está en contacto con un universo que lo rodea. El efecto que produce, aunque fuera sólo ese único, sabemos que no podría producirlo más que ese ser y ningún otro, y ese efecto sólo podría producirlo en virtud de todas sus capacidades. Si nuestro virtuoso llegara a tocar aunque sólo fuera una vez, entonces reconózcame que tenía que ser precisamente el artista que era, que, para serlo, tenía que haber pasado precisamente por tantos grados de práctica y de destreza artística como los que efectivamente recorrió, y que, por tanto, toda su anterior vida de artista participa de ese momento del triunfo. ¿Es que aquel primer Bruto fue inútil veinte años porque se estuvo haciendo el idiota veinte años[91]? Su primer acto fue la fundación de una república que todavía hoy sigue considerándose uno de los acontecimientos más importantes de la historia universal. Y, por tanto, sería concebible que mi necesidad o su providencia hubieran preparado en silencio a un hombre, durante toda una vida, para cometer un acto que únicamente se le exigiría en su última hora.
—Por muy probable que eso suene, mi corazón no puede hacerse a la idea de que todas las fuerzas, todas las aspiraciones del ser humano, hayan de trabajar tan sólo para influir en esa temporalidad. El gran estadista, patriota y con experiencia, que hoy es derrocado del timón, traspasa todos los conocimientos que ha adquirido, las fuerzas que ha ejercitado, los planes del momento, a su olvidada vida privada, en la que muere. Tal vez le quedaba tan sólo por poner la última piedra de la pirámide que se desploma a sus espaldas, y que sus seguidores han de volver a reconstruir desde la primera piedra. En sus cincuenta años de vida, durante el agotador gobierno del imperio, ¿estuvo tan sólo recolectando para la inactiva calma de su vida privada? No puede usted responderme que con ese gobierno ha cumplido con su efecto. Si la influencia en este mundo agota toda la determinación del hombre, su existencia tiene que concluir a la vez que su efecto.
—Le remito al elocuente ejemplo de la naturaleza física, de la cual tendrá usted que concederme que trabaja tan sólo para la temporalidad. ¿Cuántas semillas y embriones, que ella juntó con tanto arte y cuidado para la vida futura, se disolverán otra vez en el reino de los elementos sin haber conseguido desarrollarse? ¿Por qué los unió? En cada pareja humana, igual que en la primera, duerme toda una especie humana: ¿por qué de entre tantos millones dejó que se creara un solo miembro de esa especie? Tan cierto como que utiliza esas semillas que se están descomponiendo es que los seres morales, en los que parece haber puesto una finalidad mayor, entrarán también antes o después en esa misma especie. Pretender desentrañar cómo la naturaleza propaga un único electo a través de toda la cadena, delataría una insolencia infantil. ¡A menudo vemos que de repente suelta el hilo de un acto, de un suceso, que luego, también de repente, vuelve a levantar tres milenios después, o que entierra en Calabria las artes y las costumbres del siglo XVIII para, tal vez, volverlas a mostrar en la Europa transformada del XXX, o que alimenta durante muchas generaciones a hordas de nómadas en las estepas tártaras para, en un momento, enviarlos como sangre fresca al fatigado sur, al igual que, sirviéndose de su movimiento físico, lanza el mar sobre las costas de Holanda y Zelanda para, a lo mejor, dejar al descubierto una isla en la lejana América! Pero en lo singular y en lo pequeño tampoco faltan tales señales. ¡Con cuánta frecuencia la mesura de un padre, que ya hace tiempo que no vive, hace maravillas en un hijo genial! ¡Con cuánta frecuencia se vivió tal vez toda una vida para merecer un epitafio que ha de arrojar un rayo de fuego en el alma de algún descendiente! Porque hace siglos un pájaro asustado esparció allí en su vuelo algunas semillas, brota una cosecha para un pueblo que desembarca en una isla desértica… ¡y una semilla moral se echó a perder en una tierra tan fértil!
—¡Oh, mi querido príncipe! Su elocuencia me anima a combatirle en su propio terreno. ¡Es capaz de conceder tanta perfección a la insensible necesidad que usted manifiesta y no prefiere hacer feliz con ella a un dios! Contemple toda la creación que lo rodea. Allí donde haya tan sólo un placer dispuesto encontrará usted a un ser que goza… ¡y todo ese placer infinito, ese alimento de perfección, tendrá que permanecer vacío toda la eternidad!
—¡Qué extraño! —dijo el príncipe tras un profundo silencio—. Aquello en lo que usted y otros basan sus esperanzas es precisamente lo que ha acabado con las mías, precisamente esa supuesta perfección de las cosas. Si todo no estuviera encerrado en sí mismo, si yo viera tan sólo despuntar una única astilla deforme de ese hermoso círculo, eso me demostraría la inmoralidad. Pero todo, todo lo que veo y percibo, retrocede hasta ese punto central que es perceptible, y nuestra más noble espiritualidad resulta ser una máquina completamente imprescindible para empujar esa rueda de lo perecedero.
—No le comprendo, mi noble príncipe. Su propia filosofía esta juzgándole; verdaderamente usted es igual al hombre rico que, con todos sus tesoros, vive en la miseria. Afirma usted que el hombre contiene en sí mismo todo lo que se necesita para ser feliz, que tan sólo puede conservar su felicidad gracias a lo que posee, y usted mismo pretende buscar la fuente de su desdicha fuera de sí. Si sus conclusiones son ciertas, entonces no es posible que usted, ni siquiera con un único deseo, pretenda sobrepasar este círculo en el que ha encerrado usted al ser humano.
—Precisamente eso es lo malo, que sólo somos perfectos moralmente, sólo somos felices para ser útiles, para disfrutar de nuestro esfuerzo, pero no de nuestras obras. Cientos de miles de manos laboriosas reunieron las piedras para hacer las pirámides, pero la pirámide no fue su recompensa. La pirámide alegró la vista del rey, y a los laboriosos esclavos se les recompensó con el sustento diario. ¿Qué se le debe al obrero cuando ya no pueda trabajar o cuando no haya más trabajo? ¿Qué al hombre cuando ya no se le necesita para nada?
—Siempre se le necesitará.
—¿Incluso como ser pensante?
En este punto nos interrumpió una visita… y bien tarde, pensará usted. Disculpe, queridísimo O***, esta carta tan larga. Quería usted saber todos los detalles respecto del príncipe, y entre ellos seguro que puedo contar su filosofía de la moral. Sé que para usted es importante el estado de su espíritu, y sé que sus actos sólo le preocupan en virtud de él. Por eso le he escrito fielmente todo cuanto me ha quedado en la memoria de aquella conversación[**].
Dentro de poco le informaré de una novedad que difícilmente podría deducirse de una conversación como la de hoy. Que le vaya bien.