Poco después de estos últimos sucesos —continúa narrando el conde de O***— empecé a observar una importante transformación en el ánimo del príncipe. Pues, hasta entonces, el príncipe había evitado toda manifestación estricta de su fe y se había conformado con purificar los sencillos y certeros conceptos religiosos en los que había sido educado con las mejores ideas que le impusieron después, sin investigar en los fundamentos de sus creencias. En varias ocasiones me confesó que las cuestiones de religión le habían parecido siempre algo así como un castillo encantado en el que uno no es capaz de poner el pie sin cierto temor, y que convenía más pasarlo de largo con humilde resignación, sin exponerse al peligro de perderse en sus laberintos. No obstante, una inclinación contraria le atraía de manera irresistible a investigar todo lo que estaba relacionado con ella.
La fuente de aquel temor era una educación mojigata y servil; ésta había grabado en su tierno cerebro imágenes terribles, de las que no pudo librarse ya en toda su vida. La melancolía religiosa era una enfermedad hereditaria en su familia; la educación que les dieron a él y a sus hermanos fue acorde con aquella disposición, y las personas a las que lo confiaron fueron elegidas con ese criterio, es decir, fueron o fanáticos o santurrones. Sofocar toda la vivacidad del muchacho con una asfixiante coacción espiritual fue el medio más certero de asegurar la mayor satisfacción de los reales padres.
La juventud de nuestro príncipe tuvo aquella apariencia negra y oscura; incluso la alegría había sido desterrada de sus juegos. Todas sus ideas sobre religión tenían en sí algo terrible y | precisamente lo más espantoso y burdo fue lo que se apoderó primero de su viva imaginación y también lo que persistió en ella más tiempo. Su Dios era un espectro, un ser punitivo; su adoración a Dios, un temblor servil o una ciega sumisión, que ahogaba toda fuerza y osadía. En todas sus inclinaciones infantiles y juveniles, que en un cuerpo fuerte y con una salud robusta se ponían de manifiesto con explosiones mucho más vigorosas, se interponía la religión; estaba en eterna disputa con todo aquello por lo que su juvenil corazón sentía alguna preferencia; jamás la conoció como algo beneficioso, sino como un rehén de sus pasiones. De este modo, poco a poco fue naciendo en su corazón un mudo rencor, lo cual, unido a una fe respetuosa y a un temor ciego, originó en su cabeza y en su corazón la confusión más estrafalaria: una aversión a un señor por el que sentía en igual grado desprecio y respeto.
No es de extrañar que aprovechara la primera oportunidad para huir de un yugo tan rígido, pero se escapó igual que un esclavo de su implacable amo, el cual, incluso en plena libertad, lleva consigo el sentimiento de su esclavitud. Precisamente porque no renunció a la fe de su juventud con una elección libre; porque no esperó hasta que su razón más madura se hubiera librado de todo cómodamente; porque había huido de aquella fe como un fugitivo sobre el que pesan aún los derechos de propiedad de su amo… por eso la fe no dejaba de regresar a su pensamiento una y otra vez, incluso después de tan grandes distracciones. Se había escapado con la cadena puesta y precisamente por eso tenía que convertirse en presa de todo impostor que la descubriera y supiera cómo utilizarla. Que apareció uno de éstos, lo demostrará, si es que no se ha adivinado aún, el curso de esta historia.
Las confesiones del siciliano dejaron en su ánimo secuelas más graves de lo que merecía todo aquel asunto, y la pequeña victoria que su razón había obtenido sobre aquel flaco engaño aumentó notablemente su confianza en ella. La facilidad con que consiguió desmontar la patraña pareció sorprenderlo incluso a él mismo. En su cabeza lo verdadero y lo falso no se habían separado aún con precisión y con frecuencia confundía los argumentos de lo uno con los de lo otro; por eso, el golpe que acabó con su fe en los prodigios hizo que perdiera terreno todo el edificio de sus creencias religiosas. Le ocurrió en esto como a un individuo sin experiencia al que engañan en la amistad o en el amor porque ha elegido mal y que entonces deja que se hunda por completo su fe en esos sentimientos porque toma las meras casualidades por cualidades y rasgos esenciales de aquéllos. Un truco puesto al descubierto le hizo sospechar también de la verdad porque, desafortunadamente, la verdad le había mostrado su rostro con razones igual de malas.
Este supuesto triunfo le agradó tanto más cuanto más fuerte era la presión de la que parecía liberarlo. A partir de ese momento nació en él un escepticismo que no respetaba ni siquiera lo más venerable.
Diversas cosas contribuyeron a mantenerlo en ese estado de ánimo y a afianzarlo aún más en él. La soledad en la que había vivido hasta ese momento terminó entonces y tuvo que dejar paso a un tipo de vida lleno de distracciones. Se descubrió su condición. Las atenciones que debía corresponder, la etiqueta que debía a su rango, lo arrastraron sin que se diera cuenta al torbellino del gran mundo. Tanto su rango como sus cualidades personales le abrieron los círculos más intelectuales de Venecia; pronto se vio relacionado con las cabezas más lúcidas de la República, tanto ilustrados como hombres de Estado. Esto le obligó a ampliar el estrecho y monótono círculo en el que su espíritu se había encerrado hasta entonces. Empezó a percibir lo limitado de sus conceptos y a sentir la necesidad de una formación superior. Las maneras pasadas de moda de su ingenio, por muchos encantos de que estuvieran acompañadas, se hallaban en desventajoso contraste con los conceptos al uso en la sociedad, y su extrañeza ante las cosas más conocidas lo exponía de vez en cuando al ridículo; nada temía tanto como el ridículo. Los desfavorables prejuicios que se tenían sobre su patria parecían constituir para él un acicate con que poder refutarlos en su propia persona. A eso se añadía además la particularidad de su carácter que le afligía por cada atención que él creía tener que agradecer a su posición y no a sus valores personales. Preferentemente sentía tal humillación en presencia de personas que brillaban por su ingenio y al mismo tiempo parecían triunfar sobre su alta cuna gracias a sus méritos personales. En una sociedad así verse distinguido como príncipe le resultaba siempre un terrible bochorno porque desgraciadamente creía estar excluido ya de toda competencia por ese nombre. Todo esto en conjunto lo convenció de la necesidad de dar a su espíritu la formación que hasta entonces había descuidado, a fin de recuperar aquel lustro lleno de ingenio y razón del que él se había quedado tan atrás[66].
Para ello escogió las lecturas más de moda, a las que se entregó con toda la seriedad con la que solía tratar todo lo que se proponía. Pero la malvada mano[67] que se ocupaba de la elección de los escritos hacía que, desgraciadamente, siempre diera con aquellos con los que ni su razón ni su corazón mejoraban demasiado. Y también aquí imperó su inclinación favorita, que siempre lo empujaba con una seducción irresistible a todo lo que no podía ser comprendido. Sólo tenía atención y memoria para todo lo relacionado con lo incomprensible; su razón y su corazón permanecían vacíos mientras esos espacios de su cerebro se llenaban de confusos conceptos. El deslumbrante estilo de la una arrebataba su imaginación, en tanto las sofisticaciones del otro enredaban su razón. A ambos les resultó fácil subyugar un espíritu que era presa de todo el que lo apremiaba con un cierto atrevimiento.
Una lectura seguida con pasión durante más de un año apenas lo había enriquecido con un concepto beneficioso, pero sí llenado su cabeza de dudas que, como acontecía inevitablemente con aquel consecuente carácter, hallaron pronto un desafortunado camino a su corazón. Resumiendo: se había metido en aquel laberinto siendo un fanático pleno de fe, y salió de él siendo un escéptico y, en definitiva, un convencido librepensador.
Entre los círculos a los que habían sabido atraerlo se encontraba cierta sociedad secreta, llamada Bucentauro[68], la cual, bajo la apariencia de una libertad de espíritu noble y razonable, favorecía el desenfreno más licencioso tanto de opiniones como de costumbres. Dado que entre sus miembros se contaban muchos religiosos e incluso la encabezaban los nombres de algunos cardenales, el príncipe fue inducido a entrar en ella con mayor facilidad. Él pensaba que determinadas verdades peligrosas de la razón no podrían estar mejor resguardadas que en manos de tales personalidades, a quienes su propia posición obligaba a la mesura y que tenían la ventaja de haber escuchado y puesto a prueba también a los que pensaban de forma contraria. En esto el príncipe olvidó que el libertinaje del espíritu y de las costumbres está mucho más generalizado entre las personas de ese rango, precisamente porque aquí encuentran menos trabas y no se arredran ante los nimbos de santidad que con tanta frecuencia ciegan los ojos profanos. Y éste era el caso del Bucentauro, la mayoría de cuyos miembros, por medio de una filosofía y unas costumbres reprobables, dignas de una directriz tal, ultrajaban no sólo su rango, sino a la misma humanidad.
La sociedad tenía sus grados secretos, y en honor del príncipe quiero creer que nunca le hicieron acreedor de sus más íntimas reliquias. Todo el que ingresaba en esa sociedad tenía que renunciar, por lo menos mientras viviera para ella, a su rango, a su nación, a su religión, en resumen, a todos los rasgos distintivos convencionales, y entrar en cierto estado de igualdad universal. La elección de los miembros era, en efecto, estricta, porque sólo abrían camino a ella los méritos del espíritu. La sociedad se jactaba del tono más elegante y del gusto más refinado, y efectivamente tenía esa fama en toda Venecia. Tanto esto como la apariencia de igualdad que en ella reinaba sedujo al príncipe de manera irresistible. Un trato inteligente, avivado por un refinado humor, instructivas conversaciones, lo mejor del mundo de la política y de la cultura que tenía allí su epicentro, le ocultaron mucho tiempo lo peligroso de aquellas relaciones. Cuando poco a poco fue haciéndosele visible a través de su máscara el espíritu de la institución, o también porque se cansaran de observar precauciones frente a él, el camino de vuelta se volvió peligroso y tanto la falsa vergüenza como la preocupación por su seguridad lo obligaron a ocultar su disgusto interior.
Pero simplemente la mera familiaridad con esa clase de gente y sus ideas, si bien no lo arrastró hasta la imitación, sí echó a perder, en cambio, la pura y hermosa ingenuidad de su carácter y la delicadeza de sus sentimientos morales. Su razón, sostenida en tan pocos conocimientos básicos, no podía resolver sin ayuda ajena los sofisticados planteamientos en los que le habían envuelto y, de manera imperceptible, aquel terrible corrosivo devoró prácticamente todo aquello sobre lo que debía descansar su moralidad. Renunció a las bases naturales de su felicidad a cambio de sofismas que lo abandonaban en el momento decisivo y que, de este modo, lo obligaban a aferrarse a las primeras ideas que le endilgaban, por arbitrarias que fuesen.
Tal vez la mano de un amigo habría conseguido sacarlo aún a tiempo de aquel abismo, pero, aparte de que yo conocí los entresijos del Bucentauro mucho tiempo después de que sobreviniera la desgracia, un asunto urgente me alejó de Venecia a principios de aquel periodo. También mylord, Seymour, un apreciado amigo del príncipe, cuya fría cabeza resistía todo tipo de engaño y que, infaliblemente, hubiera podido prestarle un seguro respaldo, nos dejó por aquella época para regresar a su patria. Los hombres en cuyas manos dejé al príncipe eran sin duda individuos honestos, pero inexpertos y extremadamente limitados por su religión, y a los que les faltaba tanto ojo para el mal como aprecio del príncipe. A sus capciosos sofismas no sabían oponer más que las sentencias inapelables de una fe ciega e ímproba que, o bien sacaban al príncipe de sus casillas, o bien lo divertían; le resultaba muy fácil no tenerlos en cuenta y su superior entendimiento obligó a callar muy pronto a aquellos malos defensores de la buena causa. Para los otros que, en lo sucesivo, se adueñaron de su confianza, era mucho más importante irlo introduciendo cada vez más en ello. Cuando regresé a Venecia al año siguiente… ¡cuán distinto lo encontré todo!
La influencia de la nueva filosofía se dejó ver muy pronto en la vida del príncipe. Cuanto más aumentaba su suerte en Venecia y hacía nuevos amigos, más comenzaba a perder para los antiguos. Cada día me gustaba menos, incluso nos veíamos más de tarde en tarde y, en realidad, tampoco era demasiado accesible. La corriente del gran mundo lo había apresado. El umbral de su puerta jamás estaba vacío cuando él estaba en casa. Una diversión llevaba a otra, una fiesta a otra, una alegría a otra. Él era la belleza que todos pretendían, el rey y el ídolo de todos los círculos. Todo lo difícil que se había imaginado el curso del gran mundo en el anterior silencio de su limitada vida, tanto más sencillo le parecía ahora para su propio asombro. Todo parecía querer ir a su encuentro, todo lo que salía de sus labios era excelente, y si guardaba silencio estaba cometiendo un robo contra la sociedad. También esa suerte que lo seguía por todas partes, ese éxito general, lo convirtió realmente en algo más de lo que de hecho era, porque le daba valor y confianza en sí mismo. La exacerbada opinión que consiguió así de su propio valor le empujó a creerse la veneración excesiva y casi idólatra a la que era sometido su ingenio, cosa de la que, sin aquel amor propio exagerado y en cierto modo afianzado, necesariamente habría sospechado. Pero ahora aquella voz generalizada constituía tan sólo la confirmación de algo que su autocomplaciente orgullo le decía en silencio: un tributo que, como él creía, le correspondía legítimamente. Sin duda se habría zafado de aquel lazo si le hubieran dejado respirar, tan sólo con que le hubieran concedido suficiente silencio y tranquilidad para poder comparar su propio valor con la imagen que se le mostraba en tan encantador espejo. Pero su existencia era un continuo estado de embriaguez, de fluctuante delirio. Cuanto más alto lo colocaban, más tenía que hacer para mantenerse a la altura: esa perpetua tensión lo devoraba lentamente; incluso la calma había huido de su sueño. Habían descubierto sus debilidades y calculado bien la pasión que habían encendido en él.
Pronto sus fieles caballeros tuvieron que pagar caro que su señor se hubiera convertido en una luminaria. Serios sentimientos y respetables verdades, a las que el corazón del príncipe, por lo general, se aferraba en toda su calidez, empezaron entonces a ser objeto de sus burlas. Se vengó de las verdades de la religión por la presión a la que lo habían sometido durante tanto tiempo sus ideas erróneas; pero, dado que en su corazón una voz imposible de falsear combatía los delirios de la cabeza, en sus bromas había más amargura que un alegre atrevimiento. Su natural comenzó a transformarse, los caprichos hicieron mella en él. El adorno más hermoso de su carácter, la modestia, desapareció; los aduladores habían envenenado su exquisito corazón. La considerada delicadeza de trato que, por lo general, hacía que sus caballeros olvidaran por completo que él era su señor, dio paso ahora no pocas veces a un tono decididamente soberbio que era sentido con un dolor tanto más profundo cuanto que se basaba en una insultante presunción de superioridad personal, no en la distancia externa de su nacimiento, cosa de la que uno se consuela con leve esfuerzo y a la que él mismo prestaba poca atención. Como en casa se entregaba cada vez con más frecuencia a consideraciones que, en el barullo de la sociedad, no hubiera podido exponer, sus propias gentes lo veían casi siempre huraño, gruñón e infeliz, mientras que animaba los círculos ajenos con una afectada alegría. Con compartido dolor lo veíamos deambular por aquella peligrosa senda; pero en el torbellino al que se había precipitado ya no escuchaba la débil voz de la amistad y, además, ahora era demasiado feliz para comprenderla.
Ya en los primeros momentos me requirió en la corte de mi soberano un importante asunto que tampoco podía posponer por los más fogosos intereses de la amistad. Una mano invisible, que descubrí mucho tiempo después, había encontrado el medio para enredar allí mis asuntos y difundir rumores sobre mi persona que debía apresurarme a desmentir con mi propia presencia. La despedida del príncipe me resultó difícil; a él, al contrario, le resultó enormemente fácil. Hacía ya tiempo que se habían debilitado los lazos que lo ataban a mí. Pero su destino había despertado toda mi compasión; por eso, hice que el barón de F*** me prometiera que me mantendría al corriente por escrito, cosa que hizo con la mayor escrupulosidad. Así pues, a partir de este momento no soy ya testigo presencial de los acontecimientos durante un largo periodo de tiempo: permítanme introducir en mi lugar al barón de F*** y completar ese vacío con extractos de sus cartas. Aun a tenor de que las percepciones de mi amigo F*** no son siempre las mías, no obstante no he querido cambiar nada en sus palabras, en las que el lector descubrirá la verdad con poco esfuerzo.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
PRIMERA CARTA
Mayo de 17***
Le agradezco, mi muy estimado amigo, que me haya dado licencia para, incluso en su ausencia, continuar con usted el trato de confianza que constituyó mi mayor alegría durante su estancia. Usted sabe que no hay aquí nadie a quien yo pudiera atreverme a hablar en confianza de ciertas cosas; ya puede usted objetar lo que quiera, esta gente me resulta odiosa. Desde que el príncipe se ha convertido en uno de ellos, y desde que a usted le arrancaron de golpe de entre nosotros, me hallo abandonado en medio de esta populosa ciudad. Z*** lo acepta mejor, y las bellezas de Venecia saben hacerle olvidar las injurias que ha de compartir en casa conmigo. Y, además, ¿por qué habría de afligirse? Ve en el príncipe, y no exige más de él, a un caballero como otro que podría encontrar en cualquier parte. ¡Pero yo…! Usted sabe cuán íntimamente siento en mi corazón la dicha y el dolor de nuestro príncipe y cuántos motivos tengo para ello. Son dieciséis años los que llevo viviendo junto a su persona, los que llevo viviendo sólo para él. Entré a su servicio siendo un muchacho de nueve años, y desde ese momento ningún azar me ha separado de su lado. Me he formado ante sus ojos; un largo trato me ha hecho a su imagen; he superado con él todas sus aventuras, grandes y pequeñas. Vivo en su felicidad. Hasta este aciago año he visto en él únicamente a mi amigo, a mi hermano mayor, he vivido en sus ojos igual que en un alegre rayo del sol, ni una sola nube enturbió mi dicha; ¡y todo esto ha de desmoronarse ahora en esta desdichada Venecia!
Desde que usted nos ha dejado han cambiado muchas cosas entre nosotros. El príncipe de ***d***[69] ha llegado aquí la semana pasada con un numeroso séquito y ha dado a nuestro círculo una vida nueva y tumultuosa. Como él y nuestro príncipe están emparentados tan de cerca y ahora están en bastante buena relación, durante su estancia aquí que, tal como he oído, ha de prolongarse hasta las fiestas de la Ascensión, se separarán poco el uno del otro. El comienzo ha sido ya de lo más afortunado; desde hace diez días el príncipe apenas ha tenido tiempo ni para respirar. El príncipe de ***d*** ha empezado al instante por todo lo alto, y así puede que sea siempre, ya que pronto ha de partir de nuevo; pero lo malo es que ha contagiado a nuestro príncipe, el cual no ha podido quedarse al margen y, dada la especial relación que reina entre ambas casas, se ha creído algo en deuda con el controvertido rango de la suya. Debo añadir que dentro de pocas semanas nos despediremos de Venecia, con lo que, al menos, se verá dispensado de continuar con este extraordinario esfuerzo por más tiempo.
Se dice que el príncipe de ***d*** está aquí por asuntos de la Orden de ***, en la cual él se cree que desempeña un importante papel. No le será difícil imaginarse que se ha apropiado al instante de todas las amistades de nuestro príncipe. Especialmente en el Bucentauro ha sido introducido con gran pompa, ya que desde hace algún tiempo le encanta hacerse el hombre de ingenio y de espíritu fuerte, igual que también en la correspondencia, que mantiene con todos los rincones del mundo, sólo permite que le llamen «el príncipe filósofo». No sé si usted ha tenido alguna vez la fortuna de verlo. Un aspecto muy prometedor, ojos vivos, gestos que dan fe de sus conocimientos artísticos, mucho alarde de lectura, mucha naturalidad adquirida (permítame esta expresión) y el desprecio propio de un príncipe hacia los sentimientos humanos, y con ello una confianza heroica en sí mismo y una elocuencia que acaba con todo. ¿Quién podría negarle su respeto a una alteza real de tan brillantes atributos? Para saber cómo acabará entretanto el callado, parco en palabras y fundamental valor de nuestro príncipe al lado de esta llamativa perfección, tendremos que esperar al final de todo esto.
Desde ese momento han tenido lugar cambios grandes y numerosos en nuestras dependencias. Nos hemos mudado a una casa nueva y estupenda, frente a la de la nueva procuraduría, porque al príncipe El Moro le resultaba demasiado pequeño. Nuestro séquito ha aumentado en doce cabezas, pajes, moros, jeduques[70] y otros por el estilo… todo marcha ahora a lo grande. Durante su estancia aquí se quejaba usted de los gastos… ¡tendría que verlo ahora!
Las relaciones entre nosotros siguen siendo las mismas, aunque el príncipe, que ya no se ve frenado por su presencia, se ha vuelto si cabe más taciturno y frío con nosotros, y ahora lo vemos muy poco, excepto para vestirlo y desvestirlo. Con el pretexto de que hablamos el francés mal y el italiano nada, sabe excluirnos de la mayoría de sus reuniones, con lo que, por lo que a mi persona atañe, no nos inflige ninguna ofensa; pero creo entrever la verdad de este proceder: se avergüenza de nosotros, y eso me duele, eso no nos lo merecemos.
De nuestras gentes (ya que quiere saber usted todos los detalles) ahora sólo se deja servir casi únicamente por Biondello, a quien, como usted sabe, tomó a su servicio al fugarse nuestro montero y el cual se ha vuelto ahora completamente imprescindible para él con este nuevo estilo de vida. El tipo lo conoce todo en Venecia y todo sabe manejarlo. No parece sino que tuviera mil ojos, que pudiera poner mil manos en movimiento. Dice que lo hace todo con ayuda de los gondoleros. Al príncipe le viene más que a propósito porque de paso le da a conocer todas las caras nuevas que se le presentan en las reuniones; y el príncipe siempre ha tenido por buenas todas las noticias secretas que le trae. Además habla y escribe el italiano y el francés perfectamente, con lo cual ha conseguido llegar a ser también secretario del príncipe. Sí que tengo que hablarle de un rasgo de lealtad desinteresada que, de hecho, es raro en un individuo de esa posición. Hace poco un famoso comerciante de Rimini pidió audiencia con el príncipe. Se trataba de una extraña queja sobre Biondello. El procurador, su antiguo señor, que debía de ser un tipo bastante estrafalario, había vivido con sus parientes en una irreconciliable enemistad que, en lo posible, debía sobrevivirle tras su muerte. Su única y exclusiva confianza la tenía Biondello, en quien solía depositar todos sus secretos; el procurador debió hacerle jurar aún en su lecho de muerte que los guardaría religiosamente y que jamás haría uso de ellos en beneficio de sus parientes; un considerable legado lo recompensaría por ese silencio. Cuando se abrió su testamento y se buscó entre sus papeles se hallaron grandes vacíos y confusiones que sólo Biondello podía aclarar. Éste negó obstinadamente saber algo al respecto, dejó a los herederos el muy considerable legado y guardó sus secretos. Los parientes le hicieron grandes ofertas, pero todas en vano; finalmente, para escapar de sus intromisiones, porque lo amenazaban con demandarlo legalmente, entró al servicio del príncipe. A éste se dirigió entonces el principal heredero, ese comerciante, y le hizo aún mayores ofertas si Biondello estaba dispuesto a cambiar de parecer. Pero incluso las recomendaciones del príncipe fueron en vano. No obstante, a éste le confesó que efectivamente le habían sido confiados tales secretos, que tampoco negaba que el difunto tal vez hubiera ido demasiado lejos en el odio hacia su familia; «pero —añadió—, fue mi buen señor y mi benefactor, y murió con la firme confianza en mi honradez. Yo era el único amigo que dejó en el mundo… tanto menos puedo traicionar su única esperanza». Al mismo tiempo insinuó que aquellas revelaciones no harían demasiado honor a la memoria de su difunto señor. ¿No es acaso una forma de pensar delicada y noble? También puede usted imaginar sin dificultad que el príncipe no insistió mucho en que titubeara en tan loable intención. La extraña lealtad que demostró a su difunto señor le hizo ganar la confianza ilimitada del vivo.
Viva usted feliz, queridísimo amigo. ¡Cuánto anhelo la tranquila vida de antes, en la que usted nos halló aquí, y por la que nos recompensó tan gratamente! Me temo que mis buenos tiempos en Venecia ya han pasado y sería recompensa suficiente si le ocurriera exactamente lo mismo al príncipe. El elemento en el que ahora vive no es uno en el que a la larga pueda ser feliz o una experiencia de dieciséis años tendría que engañarme. Que le vaya bien.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
SEGUNDA CARTA
18 de mayo
¡Jamás habría pensado que nuestra estancia en Venecia serviría aún para algo bueno! Ha salvado la vida de un hombre, me he reconciliado con él.
Hace poco, el príncipe dispuso que lo llevaran del Bucentauro a casa ya entrada la noche; dos sirvientes, entre los que estaba Biondello, lo acompañaron. No sé cómo, resulta que la silla de mano que habían cogido con las prisas se rompe y el príncipe se ve obligado a hacer el resto del camino a pie. Biondello va delante, el camino atravesaba algunas calles oscuras y apartadas, y como no faltaba mucho para que se hiciera de día, las farolas alumbraban poco o ya se habían apagado. Debían de haber andado un cuarto de hora cuando Biondello descubrió que se había perdido. La semejanza de los puentes lo había engañado y, en lugar de hallarse cruzando por San Marcos, se hallaban en el barrio del Castello[71]. Era una de las callejuelas más retiradas y no había un ser vivo ni a lo ancho ni a lo largo; había que dar la vuelta para orientarse en una calle principal. Sólo han dado unos pocos pasos cuando no lejos de ellos resuena un grito de muerte en una calleja. El príncipe, desarmado como estaba, le arranca a un criado el bastón de las manos y con el resuelto coraje que usted ya conoce se dirige a la zona de donde procedía la voz. Tres tipos horribles están a punto de matar a golpes a un cuarto que aún se defiende débilmente junto a su acompañante; el príncipe aparece precisamente en el momento justo para evitar la estocada mortal. Sus gritos y los de sus criados desconciertan a los asesinos, que, en un lugar tan apartado, no estaban preparados para ninguna sorpresa, de modo que tras unos leves pinchazos abandonan a su hombre y se dan a la fuga. Medio desmayado y extenuado por la lucha, el herido se desploma en brazos del príncipe; su acompañante le revela que es el marqués de Civitella, el sobrino del cardenal A***i. Como el marqués perdía mucha sangre, Biondello, lo mejor que pudo, hizo de médico en medio de las prisas, y el príncipe se cuidó de que lo llevaran al palacio de su tío, que estaba más cerca y adonde él mismo lo acompañó. Aquí lo dejó en silencio y sin haberse dado a conocer.
Pero fue descubierto por un sirviente que había reconocido a Biondello. Justo a la mañana siguiente apareció el cardenal, un viejo conocido del Bucentauro. La visita duró una hora; el cardenal estaba muy conmovido cuando salieron, tenía lágrimas en los ojos, también el príncipe estaba emocionado. Esa misma noche se hizo una visita al enfermo, del que, por cierto, el médico aseguró lo mejor. La capa en la que iba envuelto había debilitado los golpes y quebrantado la fuerza con que los habían asestado. Desde aquel suceso no pasó un día sin que el príncipe fuera de visita o lo recibieran en casa del cardenal y ha empezado a crearse una fuerte amistad entre él y esa casa.
El cardenal es un venerable sesentón, de aspecto majestuoso, que desborda alegría y buena salud. Lo tienen por uno de los prelados más ricos de todo el territorio de la República. Al parecer administra su inmensa fortuna de forma aún muy juvenil, sin despreciar ningún placer mundano gracias a una razonable economía. Este sobrino es su único heredero; no obstante, no parece estar siempre en las mejores relaciones con su Lío. Por poco enemigo de los placeres que sea el anciano, el comportamiento del sobrino parece agotar incluso hasta la máxima tolerancia. Sus principios liberales y su desenfrenado estilo de vida, desgraciadamente apoyado en todo cuanto pueda adornar los vicios y arrebatar la voluptuosidad, lo han convertido en el terror de todos los padres y en la maldición de todos los maridos; esta última emboscada debió buscársela, según afirman, con una intriga que había tramado con la esposa del embajador de ***; eso sin mencionar otros asuntos peores de los que sólo han podido salvarlo con esfuerzos la reputación y el dinero del cardenal. Si no fuera por eso, el cardenal sería el hombre más envidiado de toda Italia, porque tiene todo lo que puede hacer la vida apetecible. Con esta sola desgracia familiar el destino le priva de todos sus dones y le amarga el disfrute de su fortuna con el constante temor de no encontrar heredero para ella.
Toda esta información la conozco por Biondello. En ese hombre el príncipe ha encontrado un verdadero tesoro. Día a día se vuelve más indispensable, día a día descubrimos en él algún nuevo talento. Hace poco el príncipe se había excitado y no podía conciliar el sueño. La lámpara de noche se había apagado y no había campanilla que pudiera despertar al ayuda de cámara, el cual estaba entregado a sus amoríos fuera de la casa. Así pues, el príncipe se decide a levantarse sólo para llamar a uno de los suyos. No ha andado mucho cuando oye resonar a lo lejos una agradable música. Como encantado sigue el sonido y encuentra a Biondello tocando la flauta en su habitación, sus camaradas a su alrededor. No quiere dar crédito a sus ojos ni a sus oídos, y le ordena continuar. Con admirable facilidad éste improvisa entonces el mismo adagio, fundiéndolo con las más afortunadas variaciones y todas las sutilezas de un virtuoso. El príncipe, que es un gran conocedor como usted sabe, afirma que tranquilamente podría dejarse oír en la mejor de las orquestas.
—Tengo que despedir a ese hombre —me dijo a la mañana siguiente—; no tengo fortuna para recompensarlo por sus méritos.
Biondello, que había oído esas palabras, se acercó:
—Señor —dijo—, si lo hace me robará mi mejor recompensa.
—Estás destinado para algo mejor que para servir —dijo mi señor—. No puedo interponerme en tu suerte.
—No me imponga ninguna otra suerte, señor, que la que yo mismo he escogido para mí.
—¿Y desperdiciar un talento así…? ¡No! No puedo consentirlo.
—Entonces permítame, señor, practicar de vez en cuando en su presencia.
Y al instante se dispusieron los preparativos para ello. A Biondello le dieron una habitación cercana al dormitorio de su señor, donde podía adormecerlo y despertarlo con música. El príncipe quiso doblarle el sueldo, cosa que Biondello le prohibió, aclarando que tuviera a bien retener a modo de depósito esa gracia que le había concedido, como un capital que, tal vez, le sería necesario retirar en un breve espacio de tiempo. El príncipe ahora sólo espera que vaya pronto a pedirle algo; y sea lo que sea lo tiene concedido de antemano. Que le vaya bien, queridísimo amigo. Espero con impaciencia noticias de K***n.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
TERCERA CARTA
4 de junio
El marqués de Civitella, que ya se ha restablecido completamente de sus heridas, ha hecho que su tío, el cardenal, le presentara la semana pasada al príncipe, y desde ese día lo sigue como si fuera su sombra. No obstante, Biondello no me ha dicho la verdad acerca de ese marqués, o por lo menos la ha exagerado bastante. Es un hombre de aspecto muy amable e irresistible en el trato. No es posible guardarle rencor; su primera mirada me ha conquistado. Imagínese la figura más encantadora, llevada con dignidad y elegancia, un rosno lleno de inteligencia y de alma, un gesto franco y seductor, un tono de voz halagador, la elocuencia más fluida y la juventud más en flor unidos con todas las gracias de la más exquisita educación. Carece por completo del orgullo desdeñoso, de la rigidez solemne que tan insoportable nos resulta en los demás nobles. Todo en él respira juvenil cordialidad, bondad, calidez de sentimientos. Sus extravagancias deben de habérmelas exagerado mucho, jamás he visto una imagen más perfecta, más hermosa, de la salud. Si de verdad es tan malo como me dice Biondello, entonces es una sirena a la que ningún humano se puede resistir.
Conmigo se mostró al instante muy abierto. Me confesó con la más grata sinceridad que no goza de la mejor reputación ante su tío, el cardenal, y que seguro que se lo había ganado a pulso. Pero que estaba firmemente decido a mejorar, y que el mérito le correspondería por completo al príncipe. Al mismo tiempo esperaba reconciliarse de nuevo con su tío gracias a él, porque el príncipe podía convencer de todo al cardenal. Que hasta ese momento lo único que le había faltado era un amigo y mentor, y que esperaba conseguir ambas cosas del príncipe.
Por su parte, el príncipe hace uso también de todos los derechos de un mentor con él y lo trata con el celo y la rigidez debidas. Pero precisamente esa relación le da al marqués también ciertos derechos que sabe hacer valer muy bien. Ya no se aparta de su lado, está en todas las fiestas en las que participa el príncipe; para el Bucentauro, ¡y en eso tiene suerte!, es por ahora demasiado joven. Dondequiera que se tope con el príncipe siempre lo aparta del grupo con las delicadas maneras con las que sabe entretenerlo y ganárselo. Dicen que nadie ha podido refrenarlo y que el príncipe se merecería una leyenda si consiguiera tamaña proeza. Pero yo mucho me temo que las cosas tomen otro cariz y que el mentor aprenda en la escuela de su pupilo, para lo cual parecen ya predispuestas todas las circunstancias.
El príncipe de ***d*** se ha marchado ya, y por cierto para alivio de todos nosotros, incluido mi señor. Lo que predije, queridísimo O***, ha ocurrido tal cual. Con caracteres tan opuestos, con colisiones tan inevitables, esas buenas relaciones no podían subsistir a la larga. El príncipe de ***d*** no llevaba mucho en Venecia cuando se produjo un grave cisma en el mundo espiritual, que puso a nuestro príncipe en peligro de perder a la mitad de los admiradores que tenía hasta entonces. Allí donde se dejaba ver encontraba en su camino a ese rival que poseía justamente la dosis necesaria de mínima astucia y arrogante vanidad para aprovechar cualquier ventaja, por pequeña que fuera, que el príncipe le concediera. Como a su vez tenía a su disposición hasta las más mezquinas artimañas, cuyo uso prohibía al príncipe su noble dignidad, consiguió en un breve espacio de tiempo reunir a su lado a todos los mentecatos y jactarse de encabezar una facción digna de él[*]. Naturalmente, lo más razonable habría sido no entrar en competición alguna con un rival de ese tipo, y unos meses antes ésa hubiera sido sin duda la postura que el príncipe habría adoptado. Pero ahora ya se había dejado arrastrar demasiado por la corriente para poder volver a alcanzar la orilla tan rápidamente. Esas nimiedades habían llegado a tener para él cierto valor, si bien sólo circunstancial, y aun cuando de verdad las hubiera despreciado, su orgullo no le permitía renunciar a ellas en un momento en el que la renuncia se hubiera considerado no tanto una decisión voluntaria como una confesión de su derrota. A ello se añadía el desafortunado trasiego de frases incisivas por ambas partes, y el espíritu de rivalidad que excitaba a sus partidarios se había apoderado también de él. Así que para mantener sus conquistas, para mantenerse en el escurridizo lugar que le había destinado la opinión de este mundo, creyó que debía acumular ocasiones para lucirse y congregar a mucha gente, y eso sólo podía alcanzarse con la ostentación propia de un príncipe; de ahí las eternas fiestas y banquetes, los lujosos conciertos, los presentes y los juegos por todo lo alto. Y como ese extraño delirio cundió pronto también entre los séquitos y la servidumbre de ambas facciones, que, como usted sabe, suelen observar el capítulo del honor con mucha mayor vigilancia que sus señores, tuvo que acudir en auxilio de la buena voluntad de sus gentes con su generosidad. ¡Toda una larga cadena de miserias, todas ellas consecuencia inevitable de una sola debilidad bastante disculpable, por la que el príncipe se dejó arrastrar en un desafortunado momento!
Cierto que nos hemos librado ya del rival, pero lo que ha estropeado no es tan fácil de recomponer. El cofre del príncipe se ha agotado; lo que había ahorrado durante años gracias a una sabia economía se ha desvanecido; hemos de apresurarnos a salir de Venecia si no quiere contraer deudas de las que hasta ahora se ha librado con sumo cuidado. La partida está también firmemente decidida para cuando lleguen unos nuevos pagarés.
¡Poco importaría haber hecho todos estos esfuerzos sólo con que mi señor hubiera sacado de ellos una única alegría! ¡Pero jamás ha sido menos feliz que ahora! Siente que no es lo que era… se busca a sí mismo, está insatisfecho consigo mismo y se lanza a nuevas distracciones para escapar de las consecuencias de las antiguas. Una nueva amistad sigue a otra que lo hunde más y más en ese abismo. No veo cómo acabará todo esto. Tenemos que marcharnos… aquí no hay otra salvación: tenemos que marcharnos de Venecia.
Pero, queridísimo amigo, ¡todavía ni una línea suya! ¿Cómo he de explicarme este largo y obstinado silencio?
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
CUARTA CARTA
12 de junio
Le agradezco, queridísimo amigo, la muestra de sus recuerdos que el joven B***hl me ha traído. Pero ¿qué es lo que dice usted ahí de cartas que yo tendría que haber recibido? No he recibido ni una carta de usted, ni una línea. ¡Qué largos rodeos habrán dado! En el futuro, queridísimo O***, cuando me honre con sus cartas, envíelas vía Trento y a la dirección de mi señor.
Al final hemos tenido que dar el paso, queridísimo amigo, que hasta ahora, afortunadamente, habíamos evitado. Los pagarés no han llegado, es la primera vez que no han llegado justo en medio de la necesidad más imperiosa, y nos hemos visto expuestos a la necesidad de buscar refugio en mi usurero porque el príncipe prefiere pagar algo más caro el secreto. Lo peor de ese desagradable asunto es que demora nuestra partida.
Por tal motivo, el príncipe y yo tuvimos que aclarar algunas cosas. Todo el asunto se puso en manos de Biondello y el judío estaba ya aquí antes de que yo supiera lo más mínimo al respecto. Ver al príncipe llevado a ese extremo me oprimía el corazón y revivió en mí todos los recuerdos del pasado, todos los temores por el futuro que, naturalmente, hube de ver aún algo más tristes y sombríos una vez se hubo marchado el usurero. El príncipe, a quien, en cualquier caso, la escena precedente había irritado bastante, iba de un lado a otro de la habitación de muy mal humor, los cartuchos con las monedas estaban aún sobre la mesa, yo me hallaba junto a la ventana ocupado en contar los cristales de la procuraduría; hubo un largo silencio, pero al final saltó:
—¡F***! —comenzó a decir—. No puedo soportar caras tristes a mi lado.
Yo guardé silencio.
—¿Por qué no me responde? ¿Es que acaso no veo que manifestar su disgusto le va a partir el corazón? Pero yo quiero que hable. De lo contrario usted mismo creería que se está callando cosas muy sabias.
—Si estoy triste, señor —dije—, es sólo porque no lo veo a usted alegre.
—Ya sé —continuó— que no le parezco correcto… ya desde hace algún tiempo, que reprueba todos mis pasos… que… ¿Qué es lo que dice el conde de O***?
—El conde de O*** no me ha dicho nada.
—¿Nada? ¿Cómo va usted a negarlo? Ustedes se confiesan mutuamente… ¡Usted y el conde! Lo sé muy bien. Pero confiésemelo. No me inmiscuiré en sus secretos.
—El conde de O*** —dije— no me ha contestado una sola carta de tres que le he escrito.
—He sido injusto —continuó—, ¿no es cierto? —cogiendo uno de los cartuchos—: ¿Acaso no debería haberlo hecho?
—Entiendo que era necesario.
—¿Acaso no debería haberme expuesto a esa necesidad?
Yo guardé silencio.
—¡Claro! ¡Jamás tendría que haberme atrevido a excederme en mis deseos y con ellos haber llegado a ser anciano, igual que llegué a ser hombre! Porque una vez me salgo de la triste monotonía de la vida que he llevado hasta ahora y miro a mi alrededor por si acaso se abre para mí en algún otro lugar una fuente de placer… porque una vez…
—Si se trataba de una prueba, señor, entonces no tengo nada más que decir; entonces las experiencias que le habrá procurado no habrían sido demasiado caras ni aunque hubiera habido que pagar el triple. Me ha dolido, lo confieso, que la opinión del mundo haya tenido que decidir sobre cómo ha de ser usted feliz.
—¡Dichoso usted que puede despreciar la opinión del mundo! Yo soy su criatura, tengo que ser su esclavo. ¿Qué otra cosa somos sino opinión? Todo en nosotros, los príncipes, es opinión. La opinión es nuestra nodriza y nuestra maestra en la infancia, nuestra legisladora y amante en la madurez, nuestro bastón en la vejez. Quítenos lo que nos ha dado la opinión y el peor individuo de cualquier otra especie saldrá mejor parado que nosotros; pues su destino le ha ayudado a mantener una filosofía que lo consuela de este destino. Un príncipe que se ríe de la opinión se anula a sí mismo, igual que el sacerdote que niega la existencia de un dios.
—Y, sin embargo, mi noble príncipe…
—Ya sé lo que va a decir. Puedo salirme del círculo que la cuna ha trazado en torno a mí; pero ¿puedo eliminar también de mi memoria todos esos conceptos quiméricos que la educación y las arraigadas costumbres han sembrado en él y que cientos de miles de mentecatos de los suyos han ido consolidando cada vez más firmemente? Cada cual quiere ser íntegramente lo que es y nuestra existencia no es otra cosa que aparentar ser felices. Como no podemos serlo a vuestra manera, ¿tenemos por ello que dejar de serlo? Si ya no podemos obtener la alegría directamente de su más pura fuente, ¿no podemos acaso engañarnos con un placer artificial, no podemos acaso recibir de la mano que nos ha robado una leve compensación?
—Antes la encontraba en su corazón.
—¿Y si ya no la encuentro allí? ¡Oh! ¿Cómo se nos ha ocurrido esto? ¿Por qué ha tenido que despertar en mí esos recuerdos? ¿Y si ahora yo buscara refugio en ese tumulto de sentidos para adormecer una voz interior que crea la desdicha de mi vida… para tranquilizar esa conciencia que no deja de cavilar, que va de un lado a otro de mi cerebro igual que una afilada guadaña, cortando a cada nueva inspección una nueva rama de mi felicidad?
—¡Mi querido príncipe!
Se había puesto en pie y daba vueltas por la habitación, insólitamente emocionado.
—Cuando todo se hunde delante y detrás de mí, el pasado con su triste monotonía queda a mis espaldas igual que un reino petrificado, cuando el futuro no me ofrece nada, cuando veo todo el círculo de mi existencia encerrado en el estrecho espacio del presente, ¿quién me tomará a mal que, fogoso e insaciable, acoja en mis brazos el instante, este flaco regalo del tiempo, igual que a un amigo al que veo por última vez?
—Señor, antes creía usted en un bien permanente…
—¡Oh! Consiga usted que esa ensoñación resista y me aferraré a ella con brazos ardientes. ¿Qué alegría puede darme hacer felices a espectros que mañana estarán tan muertos como yo? ¿No se escapa todo a mi alrededor? Todo se tambalea y empuja al vecino a apresurarse a beber una gota de la fuente de la existencia para alejarse de ella aún más sediento. Ahora, cuando gozo de mis fuerzas, ya hay una vida futura que depende de mi destrucción. Muéstreme algo que dure, entonces seré virtuoso.
—¿Qué es lo que ha desplazado los sentimientos bondadosos que antaño fueran el placer y el hilo conductor de su vida? Plantar semillas para el futuro, servir a un supremo orden eterno…
—¡Futuro! ¡Orden eterno! Dejemos a un lado lo que el hombre ha sacado de su propio pecho para introducir en él como finalidad su supuesta divinidad, la naturaleza como ley… ¿qué es lo que nos resta entonces? Lo que me ha precedido y lo que me seguirá lo veo como si fueran dos mantos negros e impenetrables que penden de los dos extremos de la vida humana y que ningún ser vivo ha alzado todavía. Se cuentan ya por centenares las generaciones que, con la antorcha, han estado delante de ellos deliberando acerca de lo que puede haber detrás. Muchos ven moverse sus propias sombras, las representaciones de su pasión, aumentadas en el manto del futuro, y se estremecen temblando ante su propia imagen. Poetas, filósofos y fundadores de Estados han pintado esa imagen con sus sueños, más sonriente o más lúgubre, según el cielo estuviera más oscuro o más claro; y desde lejos la perspectiva engañaba. También algunos bribones aprovecharon la curiosidad y la aguzada fantasía generales para cautivarlas aún más con extraños disfraces. Un profundo silencio reina tras ese manto; ninguno de los que se encuentra tras él responde desde ahí; lo único que se ha oído ha sido el eco hueco de la pregunta, como si se hubiera gritado al interior de una cripta. Tras ese manto han de llegar todos, y lo agarran temblando, sin saber quién se halla detrás para recibirlos; quid sit id, quod tantum perituri vident[72]. Claro que también ha habido incrédulos que afirman que ese manto tan sólo se burla de los hombres y que no se ha podido observar nada porque tampoco hay nada tras él; pero para cerciorarse se han apresurado a mandarlos allí atrás.
—Las conclusiones siempre han sido rápidas cuando los hombres no han tenido otro argumento mejor que el de no ver nada.
—Ya ve, querido amigo, de buena gana me conformo con no querer mirar tras ese manto, y seguro que será lo más inteligente perder la costumbre de la curiosidad. Pero en tanto trace a mi alrededor este círculo infranqueable y encierre todo mi ser dentro de los límites del presente, será para mí tanto más importante ese pequeño espacio, que ya estuve en peligro de despreciar por culpa de unas vanas ideas de conquista. Eso que usted llama la finalidad de mi existencia ya no me preocupa. No puedo sustraerme a ella, ni puedo socorrerla; pero sé y creo firmemente que he de cumplir y cumplo una finalidad tal. Soy igual que un mensajero que lleva una carta sellada a su lugar de su destino. Lo que contiene puede darle exactamente igual: no tiene más que ganar con ello que su sueldo como mensajero.
—¡Oh! ¡Cuán desolado me deja!
—Pero ¿adónde nos ha llevado esta confusión? —exclamó entonces el príncipe, mientras miraba sonriente la mesa donde estaban los cartuchos—. ¡Aunque tampoco nos ha confundido tanto! —añadió—. Pues a lo mejor volverá a encontrarme usted ahora con esta nueva forma de vida. Tampoco yo pude desacostumbrarme tan rápido a las supuestas riquezas, a desligar tan rápido los fundamentos de mi moral y de mi felicidad de los adorables sueños con los que todo lo que había vivido en mí hasta entonces estaba tan firmemente entrelazado. Anhelaba la despreocupación que hace soportable la existencia a la mayoría de la gente que me rodea. Todo lo que me apartaba de mí mismo me resultaba muy a propósito. ¿He de confesárselo? Deseaba hundirme para destruir con todas mis fuerzas la fuente de mis sufrimientos.
Aquí nos interrumpió una visita. Dentro de poco le comentaré una novedad que difícilmente se esperaría tras una conversación como la de hoy. Que le vaya bien.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
QUINTA CARTA
1 de julio
Dado que nuestra partida de Venecia se acerca ya a pasos agigantados, habría que dedicar esta semana a ver aún todas las obras maestras de la pintura y la arquitectura que uno siempre va posponiendo en una estancia larga. En especial nos habían hablado con gran admiración de las Bodas de Canaán de Paolo Veronese, que podía verse en un convento benedictino de la isla de San Jorge. No espere de mí una descripción de esta excepcional obra de arte que, en su conjunto, me ofreció una visión sin duda muy sorprendente, pero no muy placentera. Habríamos necesitado tantas horas como minutos para abarcar una composición de ciento veinte figuras, que tiene más de treinta pies de ancho. ¡Qué ojo humano puede abarcar un conjunto tan bien compuesto y disfrutar de una sola impresión de toda la belleza que el artista ha dilapidado en él! No obstante, es una lástima que una obra de esa categoría, que debería lucir todo su esplendor en un lugar público y ser disfrutada por todos, no tenga mejor destino que complacer a unos cuantos monjes en su refectorio. También la iglesia de ese convento merece ser visitada. Es una de las más hermosas de la ciudad.
Hacia el atardecer hicimos que nos llevaran a la Giudecca para pasar allí una hermosa tarde en los encantadores jardines. El grupo, que no era muy grande, se dispersó pronto, y Civitella, que llevaba todo el día buscando la ocasión de hablar conmigo, me condujo hasta unos setos.
—Usted es amigo del príncipe —me dijo—, con quien él no suele tener secretos, por lo que sé de buena tinta. Al entrar hoy en su hotel salía de allí un hombre cuya profesión me es conocida, y vi en la frente del príncipe ciertos nubarrones cuando me acerqué a él —yo traté de interrumpirle—. No lo puede usted negar —continuó—, reconocí a mi hombre, me fijé muy bien en él. ¿Y será posible? El príncipe tiene amigos en Venecia, amigos que le están obligados con su propia sangre y su propia vida, ¿y habrá de llegar al extremo de servirse de tales criaturas en un caso excepcional? ¡Sea sincero, barón! ¿El príncipe está en apuros? Se esfuerza en vano en ocultarlo. Lo que no me diga usted, lo sabré por mi hombre, para el que todo secreto tiene un precio.
—Señor marqués…
—Disculpe. Debo parecer indiscreto para no ser desagradecido. Le debo la vida al príncipe y, lo que me es más importante que la vida, un uso razonable de ella. ¿Es que acaso he de ver al príncipe dando pasos que le cuesta dar, que están por debajo de su dignidad, estando en mis manos ahorrárselos? ¿Debo quedarme así, sufriendo?
—El príncipe no está en apuros —dije—. Algunos pagarés que esperábamos vía Trento no han llegado sin que sepamos por qué. Sin duda casualmente, o porque, en la incertidumbre por nuestra partida, esperaran de él instrucciones más precisas. Esto ya está hecho y hasta entonces…
Movió la cabeza.
—No interprete mal mis intenciones —dijo—. Aquí no se trata de disminuir mi deuda con el príncipe… ¿bastarían para ello todas las riquezas de mi tío? Se trata de ahorrarle un solo momento desagradable. Mi tío posee una gran fortuna de la que puedo disponer tanto como de mis propiedades. Una afortunada casualidad me coloca en la única situación posible en la que puedo serle útil al príncipe en alguna cosa de todas las que están en mi poder. Sé —continuó— lo que le impone al príncipe el tacto, pero es algo mutuo, y el príncipe actuaría con gran generosidad si me concediera esa pequeña satisfacción, aun cuando sólo fuera en apariencia, para hacerme sentir algo menos la carga de la obligación que tanto me presiona.
No paró hasta que le prometí hacer lo posible al respecto; yo conocía al príncipe y por eso no me esperaba gran cosa. El marqués estaba dispuesto a que él le pusiera todas las condiciones, aunque confesó que le enojaría sensiblemente que el príncipe lo tratara como si fuera un desconocido.
Con el calor de la conversación nos habíamos alejado mucho del resto del grupo y estábamos a punto de regresar cuando Z*** nos salió al paso.
—Creía que el príncipe estaba con ustedes, ¿no está aquí?
—Justamente nos disponíamos a ir a buscarlo. Pensábamos que estaría con el resto del grupo…
—El grupo está reunido, pero él no aparece por ninguna parte. No sé cómo se nos ha podido perder de vista.
En este punto Civitella recordó que a lo mejor se le había ocurrido ir a visitar la iglesia contigua[73], sobre la que él mismo le había llamado la atención poco antes. Al punto nos pusimos en camino para buscarlo allí. Ya de lejos vimos a Biondello, que esperaba a la entrada de la iglesia. Cuando nos acercamos, el príncipe salió algo apresurado por una puerta lateral; el rostro le ardía, los ojos buscaban a Biondello, a quien llamó a su lado. Parecía estar ordenándole algo muy urgente, dirigiendo siempre la mirada hacia la puerta que había quedado abierta. Biondello se separó de él y entró apresuradamente en la iglesia; el príncipe, sin percatarse de nuestra presencia, pasó justo a nuestro lado, atravesó la multitud, y se apresuró a regresar al grupo, adonde llegó antes que nosotros.
Se decidió cenar en un pabellón abierto de aquel mismo jardín, para lo cual el marqués, sin nuestro conocimiento, había organizado un pequeño concierto, muy escogido. En especial pudimos escuchar a una joven cantante que nos fascinó a todos con su adorable voz y su encantadora figura. Al príncipe parecía no impresionarle nada; hablaba poco y respondía distraído, sus ojos intranquilos estaban vueltos hacia el lugar de donde tenía que venir Biondello; una gran conmoción parecía agitarse en su interior. Civitella preguntó si le había gustado la iglesia; no supo qué decir. Hablaron de algunos cuadros excelentes que la hacían excepcional; él no había visto ninguno. Nos dimos cuenta de que nuestras preguntas lo molestaban y nos callamos. Fue pasando una hora tras otra y Biondello seguía sin venir. La impaciencia del príncipe llegó al máximo; se levantó de la mesa antes de tiempo y, completamente solo, recorrió de arriba abajo una apartada vereda, dando grandes pasos. Nadie comprendía qué podía haberle sucedido. Yo no me atrevía a preguntarle por la causa de un cambio tan extraño; ya hace tiempo que no me permito con él la confianza de antaño. Con tanta mayor impaciencia esperaba yo el regreso de Biondello, quien habría de aclararme aquel enigma.
Eran pasadas las diez cuando regresó. Las noticias que trajo al príncipe no contribuyeron a hacerlo más comunicativo. Desanimado, volvió con el grupo, se pidió la góndola y poco después regresamos a casa.
Durante toda la noche no encontré ocasión para hablar con Biondello; así que tuve que irme a dormir sin satisfacer mi curiosidad. El príncipe nos había despedido temprano; pero miles de pensamientos que me rondaban por la cabeza me tuvieron en vela. Durante un buen rato estuve oyéndolo ir de un lado a otro por encima de mi dormitorio; al final el sueño me dominó. Bastante después de medianoche me despertó una voz, una mano me pasó por el rostro; al levantar la vista vi al príncipe que, con una luz en la mano, se hallaba ante mi cama. Me dijo que no podía conciliar el sueño y me pidió que le ayudara a hacerle más corta la noche. Yo me dispuse a vestirme, él me ordenó que no me moviera y se sentó a mi lado delante de la cama.
—Hoy me ha ocurrido algo —comenzó a decir— cuya impresión jamás se borrará de mi pensamiento. Como sabe, me aparté de ustedes para entrar en la iglesia de ***, sobre la cual Civitella había despertado mi curiosidad y que, ya de lejos, había atraído mis ojos. Como no los tenía a mano ni a usted ni a él, hice solo aquel breve recorrido; a Biondello le dije que me esperara a la entrada. La iglesia estaba completamente vacía; una estremecedora oscuridad me rodeó cuando entré en ella, viniendo de la bochornosa y deslumbrante luz del día. Me vi solo en la amplia bóveda en la cual reinaba un solemne silencio mortal. Me situé en medio de la iglesia y me abandoné a la plenitud de aquella impresión; poco a poco fueron haciéndose visibles a mis ojos las grandes proporciones de aquella majestuosa construcción, me perdí en una contemplación exhaustiva y placentera a la vez. La campana que tocaba a vísperas resonó sobre mí, su son se fue extinguiendo bajo aquella bóveda tan suavemente como en mi alma. Algunas piezas del altar me habían llamado la atención; me acerqué para observarlas; sin darme cuenta había atravesado toda aquella nave de la iglesia hasta el extremo opuesto. En este punto, bordeando un pilar, se desvía uno subiendo algunos peldaños a una capilla lateral en la que están colocados en hornacinas algunos pequeños altares y estatuas de santos. Al entrar en la capilla por la derecha oigo cerca de mí un débil susurro, como cuando alguien habla en voz baja; me vuelvo y… a dos pasos de mí diviso una figura de mujer… ¡No! ¡No puedo describir esa figura! La primera sensación fue un susto que, no obstante, dejó paso rápidamente al más dulce asombro.
—Y esa figura, señor, ¿está usted seguro de que era algo vivo, algo real, no un simple cuadro o una imagen de su fantasía?
—Continúe escuchando. Era una dama… ¡no! ¡Hasta ese momento no había visto jamás a nadie de esa especie! Todo estaba oscuro, el día que declinaba entraba en la capilla por una tínica ventana, el sol no daba sobre ninguna otra parte más que sobre esa figura. Con un indescriptible encanto, medio de rodillas, medio yaciente, estaba delante de un altar: la silueta más audaz, más adorable, mejor lograda, única e inimitable, las línea más hermosa de la naturaleza. Negras eran sus ropas, las cuales se ajustaban en torno al cuerpo más encantador, a los brazos más lindos, cayéndole en amplios pliegues, como una toga española; su largo cabello, rubio como el sol, recogido en dos anchas trenzas, que se habían soltado por el peso y colado por debajo del velo, le caía en encantador desorden por toda la espalda; una mano estaba sobre el crucifijo y la otra, suavemente posada, descansaba sobre ella. Pero ¿dónde hallaré palabras para describirle el rosno celestialmente hermoso en el que un alma angelical despliega toda la plenitud de sus encantos como en su propio trono? El sol de la tarde se reflejaba en él y su oro etéreo parecía rodearlo con una gloria artificial. ¿Puede usted recordar la madonna de nuestro florentino? Allí estaba toda ella, toda hasta en aquellas cualidades más irregulares que me parecieron tan atractivas, tan irresistibles en aquel cuadro.
Con la madonna de la que hablaba el príncipe ocurre lo siguiente. Poco después de que usted se marchara, conoció aquí a un pintor florentino que había sido llamado a Venecia a fin de pintar un retablo para una iglesia cuyo nombre ya no recuerdo. Había traído consigo otros tres cuadros que había destinado a la galería del Palacio Cornario[74]. Los cuadros eran una madonna, una Eloísa[75] y una Venus casi completamente desnuda, los tres de una belleza excepcional y de un valor tan similar que prácticamente resultaba imposible decidirse exclusivamente por uno de los tres. El príncipe fue el único que no dudó ni un instante; apenas acababan de exponerlas ante él cuando la pieza de la madonna atrajo toda su atención; en las otras dos admiró el genio del artista, en ésta olvidó al artista y su arte para vivir plenamente en la contemplación de su obra. Se sentía extrañamente conmovido; casi no podía desprenderse de la pieza. El artista, al que se le notaba que en el fondo de su corazón corroboraba la opinión del príncipe, se obstinaba en no querer separar las tres piezas y exigió 1.500 cequís por todas. El príncipe le ofreció la mitad sólo por ésa; el artista insistió en su condición y quién sabe qué hubiera ocurrido de no haber hallado un comprador más decidido. Dos horas más tarde las tres piezas habían desaparecido; no las hemos vuelto a ver. Ese cuadro era el que recordaba ahora el príncipe.
—Yo estaba —continuó—, yo estaba perdido en su contemplación. Ella no se percató de mi presencia, no le molestaba mi intromisión, tan sumida estaba en su devoción. Ella adoraba a su divinidad, y yo la adoraba a ella… Sí, yo la adoraba… Todos aquellos cuadros de santos, aquellos altares, aquellas velas encendidas no me habían hecho pensar en eso; ahora, por primera vez, me sobrecogió la sensación de hallarme en un lugar sagrado. ¿Debo confesárselo? En aquel momento creí firmemente en Aquel que sostenía su hermosa mano. Incluso leí su respuesta en los ojos de ella. ¡Gracias a su encantadora devoción! Ella me lo hizo realidad… yo la seguía a través de todos los cielos de Él.
»Se puso en pie y sólo entonces volví en mí. Con tímida confusión me aparté; el ruido que hice me descubrió. Ea insospechada cercanía de un hombre tuvo que sorprenderla, mi osadía pudo ofenderla: ni sorpresa ni ofensa había en la mirada con la que me contempló. En sus ojos había calma, una calma indescriptible, y una bondadosa sonrisa recorrió sus mejillas. Ella salía de su cielo… y yo era la primera y afortunada criatura que se ofrecía a su benevolencia. Ella continuaba levitando en las últimas reminiscencias de la oración… todavía no había tocado la tierra.
»Ahora también se movía algo en otro rincón de la capilla. Era una anciana dama que se levantó de un banco justo detrás de mí. Hasta entonces no había reparado en su presencia. Estaba tan sólo a unos pasos de mí, había visto todos mis movimientos. Esto me desconcertó; bajé la vista y oí cómo las dos mujeres pasaban a mi lado.
»Las vi bajar por el largo pasillo de la iglesia. La hermosa figura se ha alzado. ¡Qué adorable majestad! ¡Qué nobleza en su paso! Ya no es el ser de antes: nuevas gracias, una figura completamente nueva. Bajan lentamente. Las sigo de lejos y con timidez, dudo si atreverme a alcanzarlas o no. ¿No me regalará ninguna mirada más? ¿Acaso me regaló una mirada al pasar a mi lado y no pude levantar los ojos para verla? ¡Oh, cómo me martirizaba aquella duda!
»Se detienen, y yo… yo no puedo mover un pie del sitio. La anciana dama, su madre o quienquiera que fuera, percibe el desorden en los hermosos cabellos y se afana en colocarlos dándole la sombrilla para que la sostenga. ¡Oh, cuánto desorden deseaba yo en aquellos cabellos, cuánta torpeza en aquellas manos!
»El peinado está recompuesto y se acercan a la puerta. Acelero mis pasos. Una mitad de la figura desaparece… y luego otra… tan sólo la sombra del vuelo de su vestido… Se ha marchado… no, regresa. Se le cae una flor, se agacha para recogerla… mira atrás una vez más y… ¿hacia mí? ¿A quién si no pueden buscar sus ojos entre aquellas paredes muertas? Así que yo ya no era un ser extraño… también a mí me dejaba atrás, igual que a su flor… ¡Querido F***, me avergüenzo de decirle lo puerilmente que interpreté aquella mirada que, tal vez, ni siquiera era mía!
En este último punto creí poder tranquilizar al príncipe.
—¡Qué extraño! —continuó el príncipe tras un profundo silencio—. ¿Puede uno no haber conocido nunca algo, no haberlo echado nunca de menos y, unos minutos después, poder vivir tan sólo en esa única cosa? ¿Acaso puede un único instante dividir al hombre en dos seres tan desiguales? Me resultaría igual de imposible regresar a las alegrías y los deseos de la mañana de ayer como a los juegos de mi infancia desde que he visto esto, desde que esta imagen habita aquí… ese sentimiento vivo y poderoso en mi interior: no puedes amar nada más que esto y en este mundo nada volverá a causarte ninguna impresión.
—Señor, piense en qué estado de ánimo tan excitable se hallaba cuando aquella aparición le sorprendió, y cuántas cosas han concurrido para aumentar su imaginación. Pasar de repente de la clara y cegadora luz del día, del barullo de la calle a esa silenciosa oscuridad… entregado por completo a los sentimientos que, tal como usted mismo confiesa, despertó en usted el silencio, la majestad de aquel lugar… sensibilizado sobre todo para la belleza por la contemplación de hermosas obras de arte… solo y retirado a la vez, tal como decía, y luego de repente tan cerca… sorprendido por una figura femenina allí donde no pensaba tener ningún testigo, por una belleza, le creo, realzada aún más por una iluminación propicia, una posición ideal, una expresión de emocionada devoción… ¿qué era más natural sino que su excitada fantasía hiciera de todo ello algo ideal, algo sobrenaturalmente perfecto?
—¿Puede dar la fantasía algo que jamás haya recibido? Y en todo el ámbito de lo que soy capaz de pensar no hay nada que pueda asociar con aquella imagen. Completa e inmutable, como en el momento de verla, permanece en mi recuerdo; no tengo otra cosa que esa imagen… ¡pero ya podría ofrecerme usted el mundo a cambio!
—Mi noble príncipe, eso es amor.
—¿Ha de tener necesariamente un nombre lo que me hace feliz? ¡Amor! ¡No humille mi sentimiento con un nombre que malgastan miles de almas débiles! ¿Qué otro ha sentido lo que yo siento? Un ser así no ha existido jamás… ¿Cómo puede existir el nombre antes que el sentimiento? ¡Es una sensación nueva, única, surgida por vez primera con este ser único y nuevo, y que sólo es posible para ese ser! ¡Amor! ¡Ante el amor me siento seguro!
—Sin duda envió a Biondello a seguir las huellas de su desconocida, para saber algo de ella… ¿Qué noticias le trajo al volver?
—Biondello no ha descubierto nada, o tanto como nada. Las encontró aún a la puerta de la iglesia. Un hombre entrado en años, decorosamente vestido, que más bien parecía un burgués del lugar que un sirviente, se presentó para acompañarlas a la góndola. Un montón de pobres formando fila se juntaban a su paso y se iban con gesto complacido. Entonces, dice Biondello que se pudo ver una mano en la que refulgían algunas piedras preciosas. Habló con su acompañante algo que Biondello no comprendió; afirma que era griego. Como tenían que andar un buen trecho hasta el canal, pronto comenzó a congregarse algo de gente; lo extraordinario de aquella visión obligaba a detenerse a todos los que pasaban. Nadie la conocía… pero la hermosura es reina por naturaleza. Todos le hacían sitio respetuosamente. Se puso sobre el rostro un velo negro que cubría la mitad de sus ropas, y se apresuró a subir a la góndola. A lo largo de todo el canal de la Giudecca, Biondello no perdió de vista la embarcación, pero el gentío le impidió seguirla más allá.
—Pero al menos se fijaría en el gondolero para poder reconocerlo…
—Confía en encontrar al gondolero, pero no es ninguno de aquellos con los que tiene trato. Los pobres a los que preguntó no pudieron decirle nada en concreto, sólo que hacía ya algunas semanas que la signora se dejaba ver por allí todos los sábados, y que cada vez les había dado una moneda de oro. Era un ducado holandés que él les cambió para traérmelo.
—Así que una griega, y de alto rango al parecer, al menos con fortuna, y caritativa. Eso sería suficiente para empezar, señor… ¡suficiente y casi demasiado! ¡Pero una griega en una iglesia católica!
—¿Por qué no? Puede haber renunciado a su fe. Además… sigue habiendo algo misterioso. ¿Por qué sólo una vez a la semana? ¿Por qué sólo los sábados a esa iglesia cuando suele estar abandonada, según dice Biondello? El próximo sábado a más tardar será el que lo decida. Pero hasta entonces, querido amigo, ¡ayúdeme a saltar este abismo de tiempo! ¡Pero será en vano! ¡Los días y las horas llevan su paso inalterable y mi deseo tiene alas!
—Y cuando llegue ese día… ¿entonces qué, señor? ¿Qué es lo que ha de ocurrir?
—¿Lo que ha de ocurrir? La veré. Averiguaré dónde para. Sabré quién es. ¿Quién es? ¿Qué puede preocuparme eso? ¡Lo que vi me hizo feliz, así que ya sé lo único que puede hacerme feliz!
—¿Y nuestra partida de Venecia, que está fijada para comienzos del próximo mes?
—¿Acaso podía yo saber de antemano que Venecia encerraba aún para mí un tesoro semejante? Me pregunta usted desde mi vida de ayer. Yo le digo que sólo soy y quiero ser a partir de hoy.
Entonces creí haber encontrado el momento para cumplir la palabra dada al marqués. Le expliqué al príncipe que, con el debilitado estado de su caja, no podía sufragar una estancia más larga en Venecia y que, en caso de que prolongara su estancia más allá de la fecha prevista, no podría tampoco contar demasiado con el apoyo de su corte. Me enteré así de una cosa que hasta entonces había sido para mí un secreto, que su hermana, la *** regente de ***, sin contar con el resto de sus hermanos y en secreto, le ayudaría con unas considerables sumas que estaba incluso dispuesta a doblar si su corte lo dejaba en la estacada. Esta hermana, una exaltada devota, como usted sabe, cree que los grandes ahorros que ha hecho al tener una corte muy limitada no pueden emplearse mejor que con un hermano cuya sabia caridad ella conoce bien y al que adora con entusiasmo. Yo hacía tiempo que sabía que entre ambos existía una relación muy estrecha, incluso que se escribían muchas cartas, pero, como los gastos que el príncipe había tenido hasta entonces se habían cubierto suficientemente con las fuentes conocidas, no había caído nunca en aquella oculta fuente de recursos. O sea, que es evidente que el príncipe ha tenido gastos que eran un secreto para mí y que lo siguen siendo ahora; y, si puedo deducir por otras cosas de su carácter, seguro que no son otros que los que le hacen honorable. ¿Y yo me imaginaba haberlo conocido a fondo? Tras este descubrimiento creí que no debía dudar en revelarle la oferta del marqués, la cual, para mi no pequeño asombro, fue aceptada sin la menor objeción. Me dio poderes para arreglar el asunto con el marqués de la manera que yo considerase más acertada, y cancelar de inmediato la deuda con el usurero. A su hermana había que escribirle sin demora.
Era de mañana cuando nos separamos. Por desagradable que me resulte y me haya de resultar este suceso por más de una razón, lo más desagradable de todo es que amenaza con prolongar nuestra estancia en Venecia. De esta incipiente pasión espero más cosas buenas que malas. Tal vez sea el medio más poderoso para alejar al príncipe de sus elucubraciones metafísicas y devolverlo a la humanidad corriente: espero que tenga la crisis habitual y, como una enfermedad artificial, ésta se lleve consigo la anterior.
Que le vaya bien, queridísimo amigo. Le he escrito todo esto con los hechos aún recientes. El correo sale ahora mismo; recibirá esta carta junto con la anterior en el mismo día.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
SEXTA CARTA
20 de julio
Este Civitella es verdaderamente la persona más servicial del mundo. Hace poco, apenas acababa de dejarme el príncipe cuando llegó un billete del marqués en el que me recomendaba ocuparme del asunto con urgencia. Al punto le envié una obligación por 6.000 cequís; en menos de media hora había vuelto con esa suma doblada, tanto en letras como en dinero en efectivo. Al final, el príncipe se avino también a este incremento de la suma; pero la obligación, que estaba lijada a seis semanas, hubo de ser aceptada.
Toda la semana transcurrió entre pesquisas acerca de la enigmática griega. Biondello puso todas sus máquinas en movimiento, pero hasta entonces todo había sido en vano. Cierto que encontró al gondolero; pero a éste no pudo sacarle mucho más excepto que había dejado a ambas damas en la isla de Murano, donde las estaban esperando dos sillas de mano en las que se subieron. Él las tenía por inglesas porque hablaban en una lengua extranjera y le habían pagado con oro. Tampoco conocía a su acompañante; le parecía un fabricante de espejos de Murano. Ahora por lo menos sabíamos que no teníamos que buscarla en la Giudecca y que, según todos los indicios, residía en la isla de Murano; pero lo peor era que la descripción que el príncipe hacía de ella no servía en absoluto para que la reconociera un tercero. Precisamente la apasionada atención con la que él había devorado su mirada, por decirlo de alguna manera, le había impedido verla; había estado ciego para todo aque llo hacia lo que otras personas habrían dirigido preferentemente su atención; según su descripción uno se sentía tentado de buscarla antes en Ariosto o en Tasso[76] que en una isla veneciana. Por otra parte, las pesquisas habían de llevarse a cabo con la mayor precaución para no despertar ninguna expectación indecorosa. Como Biondello, además del príncipe, era el único que, al menos a través del velo, la había visto y, por tanto, podía reconocerla, buscó por todos los lugares en los que se podía suponer que apareciera en determinado momento; la vida del pobre hombre no fue en aquella semana otra cosa que un continuo correr por todas las calles de Venecia. En la iglesia griega, en especial, no se ahorraron las pesquisas, pero todas con el mismo resultado negativo; y el príncipe, cuya impaciencia aumenta con cada expectativa frustrada, al final tuvo que consolarse esperando el sábado siguiente.
Su nerviosismo era terrible. Nada le distraía, nada podía interesarle. Todo su ser se hallaba en una febril conmoción, estaba perdido para toda la vida social, y el mal crecía en la soledad. Jamás se había visto tan asediado por las visitas como justo en aquella semana. Se había anunciado su pronta despedida, todos pasaban a verlo. Hubo que entretener a aquella gente para que no lo miraran con recelo, y también hubo que entretenerlo a él para distraer su pensamiento. En aquel apuro Civitella tuvo la idea de jugar y, al menos para alejar a la multitud, debía jugarse fuerte. Al mismo tiempo esperaba despertar en el príncipe un gusto pasajero por el juego que no tardase en sofocar el ímpetu novelesco de sus pasiones, sobre el cual, por otra parte, siempre se tendría el poder para volverlo a privar de él.
—Las cartas —dijo Civitella— me han protegido de algunas locuras que he estado a punto de cometer y han remediado algunas que ya estaban cometidas. La tranquilidad, la razón que me habían robado un par de hermosos ojos, las recupere en la mesa de faraón[77] y jamás tuvieron las mujeres más poder sobre mí que cuando me faltó dinero para jugar.
Me abstengo de decidir hasta qué punto Civitella tenía razón, pero el remedio que se le había ocurrido no tardó en volverse todavía más peligroso que el mal que debía remediar. El príncipe, que sólo sabía dar al juego un ligero encanto si el riesgo era alto, dejó pronto de tener límites en él. Se había trastornado. Todo lo que hacía tomaba un cariz apasionado; todo ocurría con la impaciente vehemencia que ahora reinaba en él. Usted conoce su indiferencia al dinero; ahora se había convertido en la más completa insensibilidad. Las monedas de oro se fundían en sus manos igual que gotas de agua. Perdía casi constantemente, porque jugaba sin prestar la menor atención. Perdió sumas monstruosas porque arriesgaba igual que un jugador desesperado. Queridísimo O***, le escribo esto con el corazón palpitante, en cuatro días perdió los 12.000 cequís… y algo más que eso.
No me haga reproches. Ya me acuso yo mismo de sobra. Pero ¿podía impedirlo? ¿Acaso me escuchaba el príncipe? ¿Acaso podía hacer otra cosa que advertirle? Hice lo que estaba en mis manos. No puedo sentirme culpable.
También Civitella tuvo considerables pérdidas; yo gané unos seiscientos cequís. La mala suerte sin precedentes del príncipe causó sensación; ahora podía abandonar aún menos el juego. Civitella, al que se le notaba la alegría por auxiliar al príncipe, le ofreció al punto otra suma similar. El agujero estaba lleno; pero el príncipe le debe 24.000 cequís al marqués. ¡Oh, cómo anhelo los ahorros de la piadosa hermana! ¿Son así todos los príncipes, queridísimo amigo? El nuestro se comporta como si aceptando le hubiera hecho un gran honor al marqués, y éste, por lo menos, desempeña bien su papel.
Civitella trató de tranquilizarme diciéndome que precisamente esa exageración, esa extraordinaria mala suerte, es el medio más poderoso para que el príncipe vuelva a entrar en razón. El dinero no le corre prisa. No siente en absoluto su falta y, en cualquier momento, estará dispuesto a darle al príncipe el triple. Incluso el cardenal me aseguró que la intención de su sobrino es sincera y que él mismo estaba dispuesto a avalarlo.
Lo más triste fue que ni siquiera esos terribles sacrificios surtieron efecto. Podría pensarse que al menos el príncipe habría jugado con sentimiento. Nada más lejos de la realidad. Sus pensamientos estaban muy lejos y la pasión que tratábamos de reprimir sólo parecía recibir mayor alimento de su mala suerte en el juego. Cuando iba a producirse una jugada decisiva y todos se apiñaban llenos de emoción en torno a su mesa de juego, sus ojos buscaban a Biondello para leer en su rostro la novedad que acaso le trajera. Biondello nunca traía nada… y su carta siempre perdía.
Por cierto que el dinero fue a parar a manos muy necesitadas. Algunas excelencias que, como dicen de ellos los mali ciosos, llevan su frugal almuerzo del mercado a casa en el propio gorro de senador, entraban en nuestra casa como mendigos y la abandonaban como gente pudiente. Civitella me los mostró.
—¡Mire —dijo— a cuántos pobres diablos les viene bien que a una cabeza inteligente se le ocurra no estar en sus cabales! Pero eso me gusta. ¡Es algo principesco y real! Un gran hombre ha de hacer felices a otros incluso en sus desvarios y, al igual que un río que se desborda, ha de fertilizar los campos vecinos.
Civitella piensa con honradez y nobleza, ¡pero el príncipe le debe 24.000 cequís!
El tan ansiado sábado llegó por fin, y mi señor no desistió de acudir justo después del mediodía a la iglesia de ***. Tomó asiento en la misma capilla en que había visto por vez primera a su desconocida, pero de forma tal que ella no pudiera descubrirlo a primera vista. Biondello tenía orden de hacer guardia junto a la puerta de la iglesia y entablar allí conversación con el acompañante de la dama. Yo me encargué de tomar asiento a la vuelta, en la misma góndola, como uu viandante libre de toda sospecha, para seguir más allá el rastro de la desconocida si el resto salía mal. En el mismo sitio, en el que según había dicho el gondolero, habían bajado la vez anterior, se alquilaron dos sillas de mano; para colmo, el príncipe ordenó al ayuda de cámara Z*** seguirla en una góndola especial. El príncipe mismo quería vivir por completo aquella visión y, si era posible, probar suerte en la iglesia. Civitella, dado que tiene una fama demasiado mala entre las mujeres de Venecia, se quedó completamente al margen para que la dama no desconfiara con su intromisión. Ya ve, queridísimo conde, que no había de ser por nuestros preparativos si la hermosa desconocida se nos escapaba.
Seguro que jamás se han formulado en una iglesia deseos más candorosos que en ésa, y jamás se vieron tan cruelmente decepcionados. El príncipe estuvo aguardando hasta la puesta de sol, emocionado ante cada ruido que se acercaba a su capilla, ante cada crujido de la puerta de la iglesia… siete horas enteras… y ni rastro de la griega. No le digo nada de su estado de ánimo. Ya sabe lo que es una esperanza frustrada, y una esperanza de la que se ha vivido casi únicamente durante siete días y siete noches.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
SÉPTIMA CARTA
Julio
La misteriosa desconocida del príncipe le recordó al marqués de Civitella una ensoñadora aparición que le había ocurrido a él mismo hacía algún tiempo, y para distraer al príncipe se dispuso a hacernos partícipes de ella. Se la cuento con sus propias palabras. Pero la alegría con que él sabe animar cuanto dice, se perderá naturalmente en mi relación.
—La primavera pasada —contó Civitella— tuve la desgracia de indisponer al embajador español que, a sus setenta años, había cometido la locura de querer casarse, sin compartirla con nadie, con una romana de dieciocho. Su venganza me perseguía y mis amigos me aconsejaron librarme de las consecuencias ausentándome por un tiempo, hasta que, o bien la mano de la naturaleza, o bien una solución feliz, me libe raran de aquel peligroso enemigo. Pero como me resultaba demasiado difícil renunciar por completo a Venecia, me trasladé a un apartado barrio de Murano donde, con un nombre distinto, habitaba en una solitaria casa que, de día, me ocultaba y de noche me permitía vivir para mis amigos y para el placer.
»Mis ventanas daban a un jardín que, por el lado de poniente, lindaba con la tapia de un convento, pero por el de oriente estaba en medio la laguna, como si formara una pequeña península. El jardín tenía una disposición encantadora, pero no iba mucha gente. Por la mañana, cuando mis amigos me dejaban, yo tenía la costumbre de pasar unos minutos junto a la ventana antes de irme a acostar, para ver el sol subiendo por encima del golfo y darle las buenas noches. Si todavía no se ha dado ese gusto, mi noble príncipe, le recomiendo ese lugar, tal vez único en toda Venecia, para disfrutar de esa grata aparición. Una noche púrpura descansa sobre las profundidades del agua, y un vapor dorado anuncia el sol a lo lejos en los márgenes de la laguna. Cíelo y mar descansan llenos de expectación. Dos señales y va está allí, completamente redondo y perfecto, y todas las olas parecen irradiar fuego… ¡es un espectáculo arrebatador!
»Una mañana, entregado como de costumbre al placer de aquella visión, descubro de repente que no soy su único testigo. Creo percibir voces en el jardín y, cuando me vuelvo hacia donde proceden, veo una góndola que atraca en la orilla. Unos pocos minutos y veo aparecer gente en el jardín que, a paso lento, igual que los paseantes, suben por la avenida. Reconozco a un hombre y a una mujer que llevan consigo a un pequeño negro. La mujer va vestida de blanco y un brillante se recrea en su dedo; el alba no permite distinguir más.
»Mi curiosidad aumenta. Seguro que se trata de una cita y de una pareja de enamorados… ¡pero en ese lugar y a una hora tan desacostumbrada!… pues apenas eran las tres y todo estaba aún velado por la oscuridad del alba. La ocurrencia me pareció novedosa y preparado todo como para una novela. Me decidí a esperar al final.
»Entre los cenadores del jardín los pierdo pronto de vista y pasa un buen rato hasta que vuelven a aparecer. Un agradable canto llena entretanto el entorno. Procedía del gondolero que, de esa forma, mataba el tiempo en su góndola y al cual respondía un compañero que se hallaba cerca. Eran estancias de Tasso; tiempo y lugar confluían armoniosamente a tal efecto y la melodía resonaba de manera adorable en el silencio general.
»Entretanto había roto el día y los objetos podían reconocerse con más claridad. Busco a mi gente. De la mano descienden ahora por una amplia vereda deteniéndose con frecuencia, pero tienen las espaldas vueltas hacia mí y su camino los aleja de mi casa. La elegancia de su paso me permite deducir un porte distinguido, y una complexión noble y angelical, una hermosura desacostumbrada. Me parecía que hablaban poco, la dama, no obstante, más que su acompañante. Del espectáculo de la salida del sol, que ahora se extendía en el cielo en su máximo esplendor, no parecían participar en absoluto.
»Mientras voy a coger mi catalejo y lo oriento para acercarme en todo lo posible a aquella curiosa aparición, vuelven a desaparecer de repente por un camino lateral y transcurre un buen rato hasta que vuelvo a divisarlos. El sol ha salido ya por completo, llegan justo debajo de donde yo estoy y miran directamente hacia mí… ¡Qué figura celestial es la que veo! ¿Fue un juego de mi imaginación, fue la magia de la luz? Creí ver un ser sobrenatural, y mis ojos se retiraron abatidos por la luz cegadora. ¡Tanto encanto en tanta majestad! ¡Tanto ingenio y nobleza en una juventud tan incipiente! En vano trato de describírsela. Antes de ese momento yo no sabía lo que era la belleza.
»El interés de la conversación los retiene cerca de mí y tengo todo el tiempo para recrearme en aquella maravillosa visión. Pero apenas he puesto mis ojos en su acompañante, ni siquiera esa belleza es ya capaz de apartarlos de él. Me pareció que era un hombre en sus mejores años, algo delgado y de talle alto y noble, pero de la frente de ninguna persona he visto irradiar tanto ingenio, tanto nivel, tanta divinidad. Yo mismo, aunque seguro de no poder ser descubierto, no fui capaz de sostener la penetrante mirada que lanzaba como un rayo bajo las oscuras cejas. Alrededor de sus ojos había una tristeza silenciosa y conmovedora, y un rasgo de benevolencia alrededor de los labios suavizaba la oscura gravedad que ensombrecía todo el rostro. No obstante, un determinado corte del rostro, que no era europeo, unido a unas ropas escogidas audaz y afortunadamente entre los diferentes tipos de trajes, pero con un gusto que nadie podrá imitarle, le conferían un aspecto de singularidad que aumentaba no poco la extraordinaria impresión que daba lodo su ser. Algo confuso en su mirada podía inducir a creer que fuera un fanático, pero los gestos y el porte anunciaban a un hombre de mundo.
Z***, que, como usted sabe, tiene que decir todo lo que piensa, no pudo contenerse más:
—¡Nuestro armenio! —exclamó—. ¡Nuestro armenio en persona, ningún otro!
—¿Qué armenio, si se me permite la pregunta? —dijo Civitella.
—¿Es que todavía no le han contado la farsa? —dijo el príncipe—. ¡Pero no le interrumpan! Empiezo a interesarme por ese hombre. Continúe con su historia.
—Había algo incomprensible en su conducta. Su mirada se posaba en la dama con intención, apasionada, cuando ella apartaba la vista, y la bajaba cuando se encontraba con la suya. «¿Está ese hombre en sus cabales? —pensé—. Yo quisiera estar así una eternidad sin contemplar otra cosa».
»Los arbustos volvieron a robármela. Esperé mucho, mucho tiempo para verlos reaparecer, pero en vano. Al final, volví a descubrirlos desde otra ventana.
»Se hallaban ante un estanque, a cierta distancia uno de otro, ambos sumidos en un profundo silencio. Debían llevar ya bastante rato en aquella posición. Los ojos francos y animados de la dama descansaban inquisitivos sobre el hombre y parecían robarle cualquier pensamiento que germinara en su mente. Él, como si no sintiera en sí mismo suficiente valor para recibirla de primera mano, buscaba furtivamente su imagen en el reflejo de las aguas o miraba fijamente el delfín que echaba el agua al estanque. ¿Quién sabe cuánto habría durado aún aquel mudo juego si la dama hubiera podido resistirlo? Con el encanto más adorable la hermosa criatura se dirigió hacia él y, pasándole el brazo alrededor del cuello, cogió una de sus manos y se la llevó a la boca. Aquel hombre insensible la dejó hacer y sus caricias quedaron sin respuesta.
»Pero en aquella escena hubo algo que me conmovió. Era el hombre el que me conmovía. En su pecho parecía habitar una fuerte pasión, una fuerza irresistible parecía atraerlo hacia ella, un brazo oculto arrancarlo de allí. Silenciosa pero dolorosa era aquella lucha, y el peligro junto a él tan hermoso. “No —pensé—, es demasiado lo que pretende. Sucumbirá, tiene que sucumbir”.
»A una discreta señal del hombre el negrito desaparece. Espero entonces una escena de corte sentimental, una súplica de rodillas, una reconciliación sellada con miles de besos. Ninguna de todas esas cosas. El desconcertante hombre saca un paquete sellado de un portafolios y se lo pone a la dama cu las manos. La tristeza cubre su rostro al verlo y una lágrima tiembla en sus ojos.
»Tras un breve silencio se ponen en marcha. Desde una avenida lateral se aproxima una dama entrada en años que se había mantenido a distancia todo ese tiempo y a la cual descubro ahora. Descienden lentamente, ambas mujeres conversando entre sí, mientras él aprovecha la ocasión para quedarse atrás sin que se den cuenta. Indeciso y con la mirada clavada en ella se detiene y avanza, y vuelve a detenerse. De repente desaparece entre los arbustos.
»Al final las que van delante se vuelven. Parecen intranquilas por no poder encontrarlo y se paran, al parecer para esperarlo. No viene. Miran temerosas a su alrededor, doblan el paso. Mis ojos ayudan a buscar por todo el jardín. No aparece. No está por ninguna parte.
»De repente oigo algo que hace ruido junto al canal, y una góndola se aparta de la orilla. Es él, y a duras penas me contengo de avisarlas a gritos. Así que ahora se descubre lodo: era una escena de despedida.
»Ella pareció intuir lo que yo sabía. Más rápido de lo que la otra podía seguirla corre hacia la orilla. Demasiado tarde.
Con la rapidez de una flecha la góndola sale volando y tan sólo se ve un pañuelo blanco que, a lo lejos, ondea aún en el aire. Poco después veo también marcharse a las dos mujeres.
»Al despertarme tras haberme quedado algo traspuesto, no tuve más remedio que reírme de mi ofuscación. Mi fantasía había dado continuación a aquel suceso durante el sueño, y ahora la verdad también se me convirtió en sueño. Una joven, encantadora como una hurí, que, antes del alba en un apartado jardín, pasea ante mi ventana con su amante, un amante que de una hora como ésa no sabe hacer mejor uso, todo ello me pareció una composición a la que, como máximo, sólo podía atreverse y que sólo podía disculpar la fantasía de un soñador. Pero el sueño había sido demasiado hermoso para no revivirlo tanto como fuera posible, y el jardín también me resultaba ahora más agradable desde que mi fantasía lo había poblado con figuras tan encantadoras. Algunos días desapacibles que siguieron a aquella mañana me alejaron de la ventana, pero la primera noche serena me atrajo hasta allí involuntariamente. Juzguen ustedes mi asombro cuando, tras una corta búsqueda, veo el reflejo del blanco traje de mi desconocida. Era ella en persona. Era ella de verdad. No sólo lo había soñado.
»Con ella estaba la matrona de la vez anterior, que llevaba a un niño pequeño; pero ella andaba ensimismada y apartada de ambos. Visitaron todos los lugares que se habían vuelto tan especiales para ella desde la vez anterior gracias a su acompañante. En especial estuvo un buen rato junto al estanque y su mirada, clavada en él, parecía buscar en vano su adorada imagen.
»Si la primera vez aquella hermosura me había arrebatado, ahora ejercía sobre mí una delicada fuerza no por ello menos intensa. Ahora tenía absoluta libertad para contemplar aquella imagen celestial; el asombro de la primera mirada dejó paso sin darme cuenta a una dulce sensación. Desaparece el nimbo que la rodea y no veo en ella otra cosa que a la más hermosa de todas las mujeres, que inflama mis sentidos. En ese momento ya está decidido. Ha de ser mía.
»Mientras reflexiono para mis adentros si bajo y me acerco a ella o si, antes de atreverme a eso, hago primero algunas averiguaciones sobre su persona, se abre una pequeña puerta en la pared del convento y sale por ella un monje carmelita. Al oírlo, la dama abandona su sitio y la veo avanzar hacia él a paso ligero. Saca un papel del pecho que ella se apresura a coger con ansiedad y una viva alegría parece recorrer su rostro.
»Justo en ese momento mis habituales visitas vespertinas me apartan de la ventana. La evito con sumo cuidado, porque no quiero que nadie más disfrute de esa conquista. Toda una hora tengo que aguantar con aquella dolorosa impaciencia hasta que por fin consigo librarme de los pesados. Me apresta o a volver a mi ventana, ¡pero todo ha desaparecido!
»Cuando bajo, el jardín está completamente vacío. Ni una góndola en el canal. Ni rastro de nadie por ningún lado. No se ni de qué parte ha venido ni adónde se ha marchado. Mientras camino pensativo, volviendo la mirada hacia todas partes, percibo a lo lejos algo blanco que brilla sobre la arena. Al acercarme veo que es un papel doblado en forma de c arta. ¿Qué otra cosa podía ser sino la carta que el carmelita le había dado? “¡Qué afortunado hallazgo! —exclamo—. Esta carta me revelará todo el secreto, me convertirá en dueño de su destino”.
»La carta estaba sellada con una esfinge, sin encabezamiento y redactada en clave; pero esto no me asustó, porque conozco el arte de descifrar. La copio a toda prisa, pues era de esperar que pronto la dama la echara de menos y regresara a buscarla. Si no la encontraba, eso sería para ella una prueba de que el jardín era frecuentado por más personas y ese descubrimiento podía ahuyentarla fácilmente de allí. ¿Algo peor podría ocurrirle a mi esperanza?
»Lo que había supuesto, ocurrió. Apenas había terminado de copiarla, apareció de nuevo con su anterior acompañante, buscando ambas atemorizadas. Sujeto la carta a un trozo de pizarra que desprendo del tejado y la dejo caer en un lugar por el que tiene que pasar. La hermosura de su belleza al encontrarla me recompensa por mi generosidad. Con una mirada aguda e inquisitiva, como si quisiera ver con ella la mano profana que pudiera haberla tocado, la revisó por todas partes; pero el gesto complacido con el que se la guardó demostraba que no recelaba en absoluto. Se marchó y con una última mirada se despidió agradecida de los dioses protectores del jardín que tan fielmente habían guardado el secreto de su corazón.
»Ahora me apresuro a descifrar la carta. Lo intenté en diversas lenguas; al final lo conseguí en inglés. Su contenido me resultó tan curioso que lo he retenido en la memoria.
Me interrumpen. El final en otra ocasión.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
OCTAVA CARTA
Agosto
No, queridísimo amigo. Es usted injusto con el bueno de Biondello. De verdad que abriga usted una falsa sospecha. Le doy la razón con todos los italianos, pero éste es sincero.
Le parece raro que un hombre de tan brillantes talentos y una conducta tan ejemplar se rebaje a servir sin tener ninguna mención oculta; y de ahí saca usted la conclusión de que sus intenciones han de ser sospechosas. ¿Cómo? ¿Acaso es algo nuevo que un hombre inteligente y meritorio trate de buscarse el favor de un príncipe que tiene en su mano hacerle feliz? ¿Acaso es deshonroso servirle? ¿Es que Biondello no deja bien claro que su apego al príncipe es algo personal? Ya le ha confesado que guarda en su pecho una súplica. Sin duda, esa súplica nos aclarará todo el misterio. Puede que tenga intenciones ocultas, pero ¿acaso no pueden ser inocentes?
A usted le resulta extraño que ese Biondello se hubiera reservado todos los grandes talentos que ahora ha puesto al descubierto y que no atrajera la atención lo más mínimo durante los primeros meses, que fueron precisamente aquellos en los que usted nos honraba aún con su presencia. Es cierto, pero ¿en qué habría tenido entonces ocasión de mostrárnoslos? El príncipe no lo necesitaba y sus otros talentos tuvo que descubrírnoslos la casualidad.
Pero hace muy poco que nos ha dado una prueba de su lealtad y de su honradez que disipará de una vez para siempre todas sus dudas. Están vigilando al príncipe. Están tratando de obtener informes secretos de su forma de vida, de sus amistades y relaciones. No sé quién tiene tal curiosidad. Pero escuche.
Hay aquí en San Jorge un local público que Biondello frecuenta a menudo; puede que tenga allí algún amorío, no lo sé. Hace unos días está también allí; encuentra reunido a un grupo, abogados y oficiales del gobierno, compañeros de juergas y conocidos suyos. Se asombran, se alegran de volver a verlo. La vieja amistad se renueva, cada cual cuenta su historia hasta ese momento, Biondello también ha de relatar la suya. Lo hace en pocas palabras. Le desean suerte en su nueva posición, ya han oído hablar de la lujosa vida del príncipe de ***, en especial de su generosidad con la gente que sabe guardar un secreto; su relación con el cardenal A***i es bien conocida, le gusta el juego, y demás. Biondello está desconcertado… Le gastan bromas diciéndole que se hace el misterioso, pero que saben que es el encargado de los negocios del príncipe de ***; los abogados lo cogen entre los dos; la botella se vacía deprisa… lo instan a beber; él se disculpa diciendo que no soporta el vino, pero bebe para aparentar que se emborracha.
—Sí —dijo finalmente uno de los abogados—, Biondello sabe hacer su trabajo, pero todavía no lo ha aprendido del todo, sólo a medias.
—¿Qué es lo que me falta? —preguntó Biondello.
—Entiende el arte —dijo el otro— de guardar un secreto, pero aún no conoce el arte de desprenderse de él sacándole algún provecho.
—¿Es que habría algún comprador para él? —preguntó Biondello.
El resto de los presentes se retiraron de la sala en este punto, se quedó tête à tête con esos dos que entonces empezaron a hablar sin rodeos. Para resumir: tenía que proporcionarles información sobre la relación del príncipe con el cardenal y su sobrino, indicarles la fuente de la que el príncipe obtenía su dinero, y hacerles llegar las cartas que se escribían al conde de O***. Biondello los citó para otra ocasión; pero no pudo sacarles quién los había contratado. A deducir por las espléndidas ofertas que le hicieron las pesquisas debían ser el encargo de un hombre muy rico.
Ayer por la noche revelé a mi señor todo el suceso. Al principio estaba dispuesto a hacer arrestar sin más a aquellos mediadores; pero Biondello puso algunas objeciones. Seguro que tendrían que volver a ponerlos en libertad y entonces pondría en peligro todo su crédito entre los de aquella clase, tal vez incluso su propia vida. Dijo que toda esa gente estaba muy unida entre sí, que eran todos un solo cuerpo; que prefería tener como enemigo al alto consejero de Venecia que ser calificado por ellos de traidor; que tampoco le serviría ya de ayuda al príncipe si perdía la confianza de aquellas gentes.
Hemos tratado de adivinar quién podría estar detrás de todo esto. ¿Quién hay en Venecia al que pueda importarle saber lo que mi señor recibe y gasta, la relación que tiene con el cardenal A***i y lo que yo le escribo a usted? ¿Acaso podría ser una disposición del príncipe de ***d***? ¿O acaso el armenio ha vuelto a ponerse en movimiento?
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
NOVENA CARTA
Agosto
El príncipe flota en medio de la dicha y del amor. De nuevo tiene a su griega. Escuche cómo ha ocurrido.
Un forastero que había llegado pasando por Chiozza[78] y que contaba muchas cosas del hermoso emplazamiento de esta ciudad del golfo, despertó en el príncipe la curiosidad de verla. Ayer lo hicimos y, para evitar toda formalidad y ostentación, no debía acompañarle nadie más que Z*** y yo junto con Biondello, pues mi señor quería ir de incógnito. Hallamos una embarcación que estaba a punto de partir hacia allí y nos subimos a ella. El grupo era muy diverso y el viaje de ida no tuvo nada de particular.
Chiozza, al igual que Venecia, está construida sobre pilotes hundidos y debe contar con unos cuarenta mil habitantes. Nobleza se encuentra poca, pero a cada paso se tropieza uno con pescadores o marineros. De quien lleva peluca y capa se dice que es rico; gorra y capote son los símbolos de un pobre. El emplazamiento de la ciudad es hermoso, pero sólo si no se ha visto Venecia.
No nos quedamos mucho tiempo. El patrón, que tenía más pasajeros, debía regresar a Venecia a tiempo, y al príncipe nada lo retenía en Chiozza. Cuando llegamos todos habían tomado ya su asiento en el barco. Como la compañía había resultado algo molesta en el viaje de ida, en esta ocasión cogimos un camarote para nosotros solos. El príncipe se informó acerca de quién más viajaba. Un dominico, fue la respuesta, y algunas damas que iban de regreso a Venecia. Mi señor no sintió curiosidad de verlos y al instante ocupó su camarote.
La griega había sido el tema de nuestra conversación a la ida, y también lo fue a la vuelta. El príncipe volvió a contar con gran ardor su aparición en la iglesia; hicimos planes y los desechamos; el tiempo pasó como en un abrir y cerrar de ojos; antes de que nos diéramos cuenta, Venecia estaba ante nosotros. Descendieron algunos de los pasajeros, el dominico estaba entre ellos. El patrón se dirigió a las damas, a las que, como pudimos ver entonces, sólo las separaba de nosotros un delgado tablón, y les preguntó dónde debía atracar:
—En la isla de Murano —fue la respuesta y se mencionó la casa.
—¡La isla de Murano! —exclamó el príncipe y el escalofrío de un presentimiento pareció atravesarle el alma.
Antes de que yo pudiera contestar, Biondello entró precipitadamente en el camarote.
—¿Ya sabe usted en compañía de quién viajamos?
El príncipe se levantó de un salto:
—¡Está aquí! ¡Ella en persona! —continuó diciendo Biondello—. Precisamente acabo de dejar a su acompañante.
El príncipe salió apresuradamente. El camarote le resultaba demasiado angosto, el mundo entero lo habría sido para él en ese instante. Miles de sensaciones se atropellaban en su interior, le temblaban las rodillas, en su rostro alternaban la palidez y el rubor. Yo temblaba con él, esperanzado. No puedo describirle tal estado.
Atracamos en Murano. El príncipe saltó a la orilla. Apareció ella. Yo leí en el rostro del príncipe que era ella. Su aspecto no me dejó duda alguna. Jamás he visto una figura más hermosa; todas las descripciones del príncipe estaban por debajo de la realidad. Un ardiente rubor le cubrió el rostro al divisar a Su Alteza. Había tenido que oír toda nuestra conversación, tampoco podía caberle duda de que había sido el objeto de ella. Miró con intención a su acompañante, como queriendo decirle que era él y, confundida, bajó los ojos. Desde el barco hasta la orilla se tendió un estrecho tablón sobre el cual tenía que pasar. Parecía temerosa de pisarlo, pero menos, a mi parecer, por temor a resbalar que porque no podía hacerlo sin ayuda de alguien y el príncipe ya le ofrecía el brazo para servirle de apoyo. La necesidad venció sobre los escrúpulos. Aceptó su mano y llegó a la orilla. La fuerte excitación en que se hallaba el príncipe le hizo ser descortés; olvidó a la otra dama, que esperaba el mismo servicio… ¿qué no hubiera olvidado en aquel momento? Al final yo le presté ese servicio, lo cual me privó del preludio de una conversación que se había iniciado entre mi señor y la dama.
El príncipe sostenía aún la mano de ella en la suya, creo que por distracción y sin que él mismo lo supiera.
—Signora, no es la primera vez que… que…
No era capaz de decirlo.
—Tendría que acordarme —susurró ella.
—En la iglesia de *** —dijo él.
—Fue en la iglesia de *** —dijo ella.
—¿Y cómo podía yo suponer que hoy… tan cerca de usted…?
Ella retiró su mano suavemente. Él se quedó visiblemente turbado. Biondello, que, entretanto, había estado hablando con el sirviente, vino en su ayuda.
—Signor —dijo—, las damas tienen encargadas dos sillas de mano; pero hemos llegado antes de lo que se suponía. Hay un jardín aquí cerca adonde podrían ir para eludir al gentío.
Se aceptó la propuesta y ya puede usted imaginarse con cuánta disposición por parte del príncipe. Estuvimos en el jardín hasta caer la tarde. Z*** y yo logramos entretener a la matrona para que el príncipe pudiera conversar con la joven dama sin ser molestado. Que supo aprovechar bien esos minutos puede usted deducirlo del hecho de que ha obtenido permiso para visitarla. Justo ahora que le estoy escribiendo está allí. Cuando regrese, sabré más.
Ayer, al llegar a casa, encontramos también las esperadas letras de nuestra corte, pero acompañadas de una carta que hizo montar a mi señor en gran cólera. Le ordenan que vuelva, y en un tono al que no estamos en absoluto acostumbrados. Al punto respondió en otro similar y se va a quedar. Las letras alcanzan justo para pagar los intereses del capital que debe. Esperamos con impaciencia una respuesta de su hermana.
EL BARÓN DE F*** AL CONDE DE O***
DÉCIMA CARTA
Septiembre
El príncipe tiene desavenencias con su corte, todos los recursos que provenían de allí nos han sido cortados.
Las seis semanas, tras las cuales mi señor debía pagar al marqués, se habían superado ya en un día y todavía ni una letra ni de su primo, a quien había vuelto a pedir urgentemente un anticipo, ni de su hermana. Puede usted imaginarse que Civitella no se lo recordaba; pero el príncipe tiene una memoria muy fiel. Ayer a mediodía llegó una respuesta de la corte reinante.
Poco antes habíamos firmado un nuevo contrato con nuestro hotel, y el príncipe había declarado ya públicamente que prolongaba su estancia. Sin decir una palabra, mi señor me dio la carta. Sus ojos echaban chispas, leí el contenido en su frente.
¿Puede usted imaginarse, querido O***? En *** están enterados de todas las relaciones que tiene aquí mi señor, y la calumnia ha tejido con ellas una repugnante red de mentiras. Entre otras cosas dicen que han oído con gran disgusto que, desde hace algún tiempo el príncipe ha empezado a renegar de su anterior carácter y a adoptar un comportamiento que la loable conducta que había observado hasta entonces no habría sido siquiera capaz de imaginar. Que saben que está entregado a las mujeres y al juego de la forma más disipada posible, que ha contraído deudas, que presta oídos a visionarios y exorcistas, que mantiene sospechosas relaciones con prelados católicos y que dirige una corte que excede tanto su rango como sus ingresos. Incluso se dice que está a punto de culminar esa conducta sumamente reprobable con una apostasía a la Iglesia de Roma. Para librarse de esta última inculpación, esperan de él que regrese sin demora. Un banquero de Venecia, al que debe traspasar el presupuesto de sus deudas, tiene indicaciones de satisfacer a sus acreedores justo después de su partida; pues en esas circunstancias no resulta apropiado poner el dinero en sus manos.
¡Qué inculpaciones y en qué tono! Cogí la carta, volví a leerla, quería encontrar algo en ella que pudiera suavizarla; no encontré nada, me resultaba totalmente incomprensible.
Z*** me recordó entonces las secretas pesquisas que tiempo atrás habían hecho con Biondello. El momento, el contenido, todas las circunstancias coincidían. Nos habíamos equivocado al atribuirlas al armenio. Ahora salía a la luz de dónde procedían. ¡Apostasía! Pero ¿a quién puede interesar calumniar tan repugnante y vulgarmente a mi señor? Me temo que sea una obrita del príncipe de ***d***, que quiere alejar a nuestro señor de Venecia.
Éste seguía guardando silencio, la mirada cabizbaja y fija. Su silencio me atemorizaba. Me eché a sus pies.
—Por el amor de Dios, mi noble príncipe —exclamé—, no tome ninguna decisión drástica. Debe usted, tendrá usted el mayor de los desagravios. Déjeme a mí ese asunto. Envíeme a mí.
Está muy por debajo de su dignidad responder a tales inculpaciones; pero permítame hacerlo a mí. Hay que decir quién es el calumniador y abrir los ojos a ***.
En este estado nos halló Civitella, que, asombrado, se informó de la causa de nuestra consternación. Z*** y yo callamos. Pero el príncipe, que ya hace tiempo que está acostumbrado a no hacer distinción alguna entre él y nosotros, continuaba aún enormemente agitado y no podía prestar oídos en ese momento a la inteligencia; nos ordenó que le contáramos lo de la carta. Yo vacilé, pero el príncipe me la quitó de la mano y se la dio él mismo al marqués.
—Estoy en deuda con usted, señor marqués —comenzó a decir una vez que éste, perplejo, hubo leído la carta—, pero no tolero que esto le intranquilice. Deme tan sólo veinte días más de plazo y será satisfecho.
—Mi noble príncipe —exclamó Civitella profundamente conmovido—, ¿es que me merezco esto?
—No ha querido usted recordármelo; reconozco su delicadeza y se lo agradezco. Dentro de veinte días, como he dicho, será satisfecho en su totalidad.
—¿Qué significa eso? —preguntó Civitella completamente consternado—. ¿Cómo encaja esto? No lo comprendo.
Le explicamos lo que sabíamos. Se puso fuera de sí. Dijo que el príncipe tenía que exigir un desagravio, que la ofensa era inaudita. Entretanto le instó a que se sirviera sin límites de toda su fortuna y su crédito.
El marqués nos había dejado y el príncipe seguía sin decir palabra. A grandes zancadas iba de un lado a otro de la habitación; algo extraordinario se fraguaba en su interior. Por fin se detuvo y murmuró algo entre dientes:
—Deséese suerte, dijo… Ha fallecido a las nueve.
Lo miramos asustados.
—Deséese suerte —continuó—; suerte… tengo que desearme suerte… ¿no fue eso lo que dijo? ¿Qué fue lo que quiso decir?
—¿A qué viene ahora eso? —exclamé—. ¿Qué relación tiene con esto?
—En aquella ocasión no entendí lo que quería aquel individuo. Ahora lo entiendo. ¡Oh, es insoportablemente duro tener a un señor por encima de uno mismo!
—¡Mi queridísimo príncipe!
—¡Que pueda hacérnoslo sentir! ¡Ah! ¡Ha de ser así!
Volvió a callar. Su expresión me asustó. Jamás la había visto en él.
—¡El más mísero de los hombres —comenzó de nuevo a decir— o el siguiente príncipe en el trono! Da lo mismo. Tan sólo hay una diferencia entre los hombres… ¡obedecer o mandar!
Volvió a mirar la carta.
—Usted ha visto al individuo —continuó— que puede tener la osadía de escribirme esto. ¿Lo saludaría usted en la calle si el destino no lo hubiera hecho su señor? ¡Por Dios! ¡Hay algo grandioso en torno a una corona!
Continuó en ese tono y se dijeron cosas que no puedo confiar a una carta. Pero en esa ocasión el príncipe me reveló una circunstancia que me causó no poco asombro y temor, y que puede tener las más peligrosas consecuencias. Hasta ahora hemos estado muy equivocados acerca de las relaciones familiares en la corte de ***[79].
Por mucho que yo me opuse el príncipe contestó inmediatamente a la carta, y la forma en que lo ha hecho no permite esperar ya un arreglo beneficioso.
Ahora, queridísimo O***, estará usted ansioso por saber por fin algo positivo de la griega; pero precisamente en este particular no puedo darle aún una explicación satisfactoria. Es imposible sacarle algo al príncipe, porque ha entrado en el secreto y sospecho que se ha obligado a mantenerlo. Pero si se sabe que la griega no es lo que creíamos. Es una alemana, y de muy noble cuna. Cierto rumor que ha llegado hasta mí le atribuye una madre de muy alta alcurnia y la convierte en el fruto de un desafortunado amor del que se ha hablado mucho en Europa. Secretas presiones de una mano poderosa la han obligado, según esa versión, a buscar refugio en Venecia, y precisamente ésa es la causa de que se oculte, lo cual hizo que al príncipe le resultara imposible averiguar su paraclero. La veneración con la que el príncipe habla de su persona, así como ciertas consideraciones que guarda para con ella, parecen reforzar esas suposiciones.
Se ha unido a ella con una tremenda pasión que crece día a día. Al principio las visitas eran más espaciadas; pero ya durante la segunda semana las separaciones se hicieron más cortas y ahora no pasa un día sin que vaya a visitarla. Pasan lardes enteras sin que lo veamos; y, si no está en compañía de ella, entonces es ella sola la que lo tiene ocupado. Todo su ser parece transformado. Va de un lado para otro como embelesado, y nada de lo que antes le interesaba puede ahora llamar su atención ni siquiera de manera pasajera.
¿Adónde irá a parar todo esto, queridísimo amigo? Tiemblo ante el futuro. La ruptura con su corte ha situado a mi señor en una denigrante relación de dependencia con una sola persona, el marqués de Civitella. Éste es ahora dueño de nuestros secretos, de todo nuestro futuro. ¿Seguirá siempre pensando con tanta nobleza como nos demuestra ahora? ¿Durará para siempre esa actitud positiva y está bien hecho concentrar en un individuo, por muy noble que sea, tanta importancia y tanto poder?
Ha salido una nueva misiva para la hermana del príncipe. Espero poder anunciarle en mi próxima carta el éxito de la misma.
CONTINUACIÓN DEL CONDE DE O***
Pero esa próxima carta no llegó. Pasaron tres meses enteros antes de que yo tuviera noticias de Venecia, una interrupción cuya causa se explicó con creces con lo que sigue. Todas las cartas que me escribió mi amigo fueron interceptadas y retenidas. Júzguese mi desconcierto cuando, finalmente, en diciembre de ese año recibí el siguiente escrito que únicamente hizo llegar a mis manos una afortunada coincidencia (porque Biondello, que tenía que mandarla, enfermó de repente):
No escribe usted. No responde usted. Venga… oh, venga usted en las alas de la amistad. Nuestra esperanza está perdida. Lea usted la carta adjunta. Todas nuestras esperanzas están perdidas.
Al parecer la herida del marqués es mortal. El cardenal clama venganza y sus asesinos a sueldo están buscando al príncipe. ¡Mi señor… oh, mi desgraciado señor! ¿A esto se ha llegado? ¡Destino liorrible, indigno! Tenemos que ocultarnos de los asesinos y de los acreedores como si no tuviéramos dignidad.
Le estoy escribiendo desde el monasterio de ***, donde el príncipe ha encontrado refugio. Justo ahora está tumbado en su lecho, a mi lado, y duerme, ¡ay!, el sueño del mortal agotamiento que lo fortalecerá únicamente para volver a sentir sus penas. Los diez días que ella estuvo enferma el sueño no acudió a sus ojos. Yo estuve presente en la autopsia. Se hallaron restos de veneno. Hoy será enterrada[80].
Ay, queridísimo O***, mi corazón está destrozado. He vivido una escena que jamás se borrará de mi memoria. Yo estaba ante su lecho de muerte. Se despidió igual que una santa y las últimas palabras que pronunció en su agonía se consumieron tratando de guiar a su amado por el camino que ella recorría hacia el cielo. Toda nuestra capacidad de resistencia quedó quebrantada, el príncipe fue el único que resistió y, aunque sufrió triplemente su muerte, conservó la suficiente fuerza de espíritu para no negar a aquella piadosa soñadora su última voluntad.
Esta carta contenía esta otra:
Al príncipe de *** de su hermana.
La Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, y que ha hecho una conquista tan brillante en el príncipe de ***, tampoco prescindirá de medios para continuar la farsa de vida que merece esa conquista. Tengo lágrimas y oraciones para un descarriado, pero no tengo obras de caridad para alguien que ha perdido la dignidad.
Henriette ***
Cogí un correo de inmediato, viajé día y noche y en tres semanas me hallaba en Venecia. Mi precipitación no me sirvió ya de nada. Había ido para llevar consuelo y ayuda a un infeliz; hallé a un hombre feliz, que no necesitaba ya de mi débil apoyo. F*** estaba enfermo y no pude hablarle cuando me dispuse a hacerlo; me dieron el siguiente billete de su mano: «Regrese, queridísimo O***, al lugar de donde ha venido. El príncipe ya no lo necesita, tampoco a mí. Sus deudas están pagadas, el cardenal reconciliado, el marqués restablecido. ¿Recuerda al armenio que nos confundía tanto el año pasado? Encontrará en sus brazos al príncipe que hace cinco días… escuchó la primera misa».
No por esto dejé de apresurarme a ver al príncipe, pero no me recibió. Junto a la cama de mi amigo escuché por fin la inaudita historia.
Fin de la primera parte de El visionario