El paseo bajo los tilos

Wollmar y Edwin eran dos amigos que convivían en una apacible soledad a la que se habían retirado de los ruidos del bullicioso mundo para seguir allí, en la totalidad de la contemplación filosófica, el curioso destino de su vida. Edwin, de espíritu alegre, concebía el mundo con una gozosa candidez que el triste Wollmar revestía con los colores del luto de su desgracia. Una avenida de tilos era el lugar favorito para sus reflexiones. En una ocasión ambos paseaban de nuevo un agradable día de mayo; recuerdo la siguiente conversación:

EDWIN. El día es tan hermoso… toda la naturaleza está alegre, ¿y usted tan pensativo, Wollmar?

WOLLMAR. Déjeme. Ya sabe que soy así, que le pongo de mal humor.

EDWIN. Pero ¿acaso es posible que pueda causar tanta repugnancia la copa de la alegría?

WOLLMAR. Si uno encuentra en ella una araña… ¿por qué no? Mire, a usted la naturaleza ahora se le dibuja como una joven de sonrojadas mejillas en el día de su boda. A mí me parece una avejentada matrona, con carmín rojo en sus mejillas macilentas y diamantes heredados en sus cabellos. ¡Cómo sonríe con esas galas de domingo! Pero son ropas gastadas a las que se ha dado la vuelta ya cientos de miles de veces. Esa misma cola ondulante llevaba ya ante Deucalión[6], igual de perfumada e igual de emperifollada con un sinfín de colores. Pasa miles de años quitando una y otra vez la mesa de la muerte, se prepara el carmín con los huesos de sus propios hijos y coge la putrefacción para hacer con ella fulgurantes lentejuelas. Es un monstruo asqueroso que se ceba con sus propios excrementos, que remienda sus harapos para hacer nuevas telas, aumentarlas, llevarlas al mercado y volver a rasgarlas convirtiéndolas en repugnantes andrajos. Joven, ¿acaso sabe en compañía de quién está paseando ahora? ¿Ha pensado alguna vez, que esa rueda infinita es la tumba de sus antepasados, que los vientos que le traen los gratos aromas de los tilos tal vez le metan en la nariz la fuerza disipada de Arminio[7], que en la refrescante fuente a lo mejor no saborea otra cosa que los huesos reducidos a polvo de nuestros grandes Enriques[8]? ¡Vaya, vaya! Los destructores de Roma[9], que dividieron aquel majestuoso mundo en tres partes, igual que los chicos se reparten entre sí un ramo de flores para ponérselas en el sombrero, tal vez tengan que ser ahora esclavos del aria de una quejumbrosa ópera en las gargantas de sus castrados nietos. El átomo que hizo estremecerse en el cerebro de Platón la idea de la divinidad, que tembló de compasión en el corazón de Tito, tal vez ahora esté agitándose como animal en celo en las venas de cualquier individuo voluptuoso o los cuervos lo estén dispersando por el trasero de un ladrón comarcal ahorcado. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! Hemos rellenado nuestras máscaras de arlequín con la sagrada ceniza de nuestros padres, hemos alimentado las capas que llevan los necios[10] con la sabiduría de los tiempos pasados. ¿Parece usted encontrarlo divertido, Edwin?

EDWIN. Disculpe. Sus consideraciones me hacen ver unas escenas muy cómicas. ¿Por qué? ¿Y si nuestros cuerpos caminaran siguiendo exactamente esas leyes que afirma usted de nuestros espíritus? Si, después de la muerte de la máquina, hubieran de continuar justamente con el cargo que desempeñaban a las órdenes del alma: igual que los espíritus de los difuntos repiten lo que hacían en su vida anterior, quae cura fuit vivis, eadem sequitur tellure repostos[11].

WOLLMAR. ¡O sea que las cenizas de Licurgo[12] pueden estar ahora y seguir estando para siempre en el océano!

EDWIN. ¿No oye latir allí el corazón de la dulce Filomela[13]? ¿Cómo? ¿Y si ella fuera la urna de las cenizas de Tibulo[14], que cantaba tan dulcemente como ella? ¿Acaso el noble Píndaro[15] se eleva sobre aquella águila hacia el azul tejadillo del horizonte, o a lo mejor sobre aquel galante céfiro va aleteando un átomo de Anacreonte[16]? ¿Quién puede saber si los cuerpos de aquellas dulces bellezas no andan revoloteando por entre los rizos de sus señoras en forma de delicadas motas de polvo, si los restos de los usureros no siguen pegados en el hollín centenario a las soterradas monedas? ¿Si acaso los cuerpos de los polígrafos están condenados a fundirse en letras o a abatanarse en papel para gemir ya eternamente bajo el peso de la prensa y ayudar a perpetuar la insensatez de sus colegas? ¿Quién puede demostrarme que el doloroso cálculo de la vesícula de nuestro vecino no es lo que queda de un médico poco hábil que ahora, como castigo, cual molesto portero, guarda las vías de la vejiga antaño maltratadas, condenado en esa ultrajante cárcel hasta que la mano iniciada de un médico redima al príncipe encantado? ¡Mire, Wollmar! Exactamente del mismo cáliz del que saca usted su bilis amarga, mi humor es capaz de sacar divertidas bromas.

WOLLMAR. ¡Edwin! ¡Edwin! ¡Hay que ver cómo vuelve usted a pintar lo que es serio con su risueño humor! Que se lo digan a nuestros príncipes, que, con un movimiento de sus pestañas, piensan que pueden destruirlo todo. Que se lo digan a nuestras bellezas, que quieren burlarse de nuestra sabiduría con un paisaje lleno de color en el rostro. Que se lo digan a los dulces caballeretes, que hacen su dios de un puñado de cabellos rubios. Ojalá vieran con cuán poca delicadeza acaricia la pala del sepulturero el cráneo de Yorick[17]. ¿Qué se cree una mujer porque sea bella, cuando el gran César ha de reconstruir con sus propias manos un muro que se resquebraja para frenar el viento?

EDWIN. Pero ¿a dónde quiere llegar con todo esto?

WOLLMAR.. ¡Qué desdichado final el de una farsa aún más desdichada! El destino del alma está escrito en la materia. Ponga ahora el final feliz.

EDWIN. Con mucho gusto, Wollmar. Está usted empezando a delirar. Ya sabe lo mal que le trata la previsión en lo tocante a esto.

WOLLMAR. Déjeme continuar. Una buena causa no teme ser descubierta.

EDWIN. Que Wollmar lo vea si así resulta aún más grato.

WOLLMAR. ¡Vaya! Está usted hurgando precisamente en la herida más peligrosa. Así pues, la sabiduría sería una especie de correveidile, como una lavandera que anda gorroneando por todas las casas y no para de lisonjear a todos, ya estén del humor que estén, a los desdichados calumniándoles hasta la dicha misma, a los dichosos azucarándoles incluso el mal. Un estómago estropeado maldice este planeta como al infierno mismo, pues una copa de vino es capaz de hacerle idolatrar a sus demonios. Si nuestros caprichos son los modelos de nuestras filosofías, dígame entonces, Edwin, ¿en cuál se vierte la verdad? Me temo, Edwin, que será usted sabio si primero se entristece.

EDWIN. ¡No quisiera hacer eso para ser sabio!

WOLLMAR. Usted ha mencionado la palabra «dichoso». ¿Cómo se llega a serlo, Edwin? El trabajo es la condición de la vida; la meta, la sabiduría; y la dicha, dice usted que es el premio. Miles y miles de almas vuelan relajadas en busca de la isla afortunada en medio del mar sin litoral para conquistar ese vellocino de oro. Dígame, oh sabio, ¿cuántos son los que la encuentran? Veo aquí una flota dando vueltas al círculo eterno de la necesidad, partiendo eternamente de esta orilla para volver a atracar eternamente en el otro extremo, atracando eternamente para volver luego a partir otra vez desde ese mismo punto. No deja de girar a las puertas de su destino, atraviesa temerosa la orilla para coger provisiones y remendar los aparejos, y nunca se dirige a alta mar. Son aquellos que hoy ya se agotan para poder volver a agotarse mañana. Los aparto y el total queda reducido a la mitad. Pero a otros el torbellino de la sensualidad los conduce a una tumba sin gloria. Son aquellos que desperdician toda la fuerza de su existencia para disfrutar el sudor de los que los han precedido. Los descontamos y resta aún un cuarto escaso. Temeroso y tímido continúa navegando sin brújula por el terrible océano, guiado por las engañosas estrellas, ya se divisa, como una nube blanca al margen del horizonte, la afortunada costa, «tierra» grita el timonel y, ¡mira por dónde!, una miserable tablilla revienta y el barco, que hace aguas, se hunde con todo su peso junto a la orilla. Apparent rari nantes in gurgite vasto[18]. Desmayado lucha por llegar a tierra el nadador más hábil, cual extranjero en la zona etérea vaga solitario y perdido de un lado para otro, buscando, con los ojos llorosos, su patria nórdica. Así, de la gran suma de vuestros generosos sistemas voy descontando un millón tras otro. Los niños se alegran de ver las corazas de los hombres, y éstos lloran porque ya nunca volverán a ser niños. La corriente de nuestro saber va enroscándose y retrocediendo hasta su desembocadura, la noche es tan oscura como la mañana, en la misma noche Aurora y Héspero se abrazan, y el sabio que quería romper los muros de lo perecedero se sumerge corriente arriba y vuelve a ser un chico juguetón. ¡Bueno, Edwin!, ¿justifica usted al alfarero frente al cuenco? ¡Conteste, Edwin!

EDWIN. El alfarero ya está justificado, si el cuenco es capaz de competir con él.

WOLLMAR. Conteste.

EDWIN. Le digo que, aun cuando no se llegue a la isla, el viaje no está perdido.

WOLLMAR. ¿Algo así como alimentar la vista en los pintorescos paisajes que pasan volando a izquierda y derecha de nosotros? ¿No es así, Edwin? ¿Y, por culpa de ello, ser lanzado a las olas, por culpa de ello pasar temblando junto a los afilados acantilados, por culpa de ello evitar una triple muerte por la boca en el ondulante desierto? No diga nada más, mi ira es más elocuente que su satisfacción.

EDWIN. ¿Es que he de pisotear la violeta porque no puedo conseguir la rosa? ¿O he de perderme ese día de mayo porque la tormenta puede ensombrecerlo? Yo creo una alegría bajo el azul despejado de nubes que luego me recorta su tempestuoso aburrimiento. ¿No he de cortar la flor porque mañana no va a oler? La tiro cuando se marchita y cojo a su joven hermana, que ya brota con todo su encanto.

WOLLMAR. ¡En vano! Para nada. Allá donde haya caído tan sólo una semilla de placer, brotan ya miles de granos de desesperación. Allá donde haya tan sólo una lágrima de alegría, están enterradas miles de lágrimas de desesperación. Aquí, en el lugar donde el hombre gritaba de alegría, se retorcieron alguna vez miles de insectos moribundos. Justo en el momento en que nuestros encantos suben al cielo, miles de maldiciones de condena ascienden a él entre sollozos. Es una lotería engañosa, los escasos y míseros acertantes desaparecen entre los infinitos que no son premiados. Cada gota de tiempo es un minuto de agonía de las alegrías, cada mota de polvo que flota en el aire la lápida de una dicha enterrada. En cada punto del universo eterno, la muerte ha impreso su sello monárquico. En cada átomo leo la desconsoladora inscripción: «¡Pasado!».

EDWIN. ¿Y por qué no «Existido»? Que todo sonido del canto de la muerte sea una bendición. También es el himno del amor omnipresente. Wollmar, junto a este tilo me besó mi Juliette por primera vez.

WOLLMAR. (marchándose de allí a toda velocidad). ¡Joven! Bajo este tilo yo perdí a mi Laura.