Una acción generosa

Sacada de la Historia más reciente

Las obras de teatro y las novelas nos descubren los rasgos más destacados del corazón humano: nuestra fantasía se enciende, nuestro corazón permanece frío, y la llama que lo transforma de ese modo es, sin duda, exclusivamente momentánea y, en lo tocante a la vida práctica, no se altera en absoluto. En el mismo momento en que la bondad sin adornos del noble Puff[1] nos conmueve hasta casi hacernos llorar, a lo mejor nos estamos quitando de encima a gritos a un mendigo que llama a nuestra puerta. ¿Quién sabe si esa existencia artificial en un mundo ideal no está sepultando precisamente nuestra existencia en el mundo real? Aquí nos movemos a un tiempo entre los dos extremos de la moralidad, ángel y demonio, y el centro —el individuo— lo dejamos olvidado.

La presente anécdota de dos alemanes —escribo esto con orgullo y alegría[2]— tiene un mérito indiscutible: es verdadera. Espero que deje a mis lectores más reconfortados que todos los volúmenes de Grandison y de la Pamela[3].

Dos hermanos, los barones de Wrmb.[4], se habían enamorado a la vez de la excepcional señorita de Wrthr.[5], sin que el uno supiera de la pasión del otro. El amor de ambos era tierno y fuerte a la vez, porque era el primero. La señorita era hermosa y parecía haber sido creada con toda la delicadeza del sentimiento. Ambos dejaron que su inclinación hacia ella aumentara hasta convertirse en toda una pasión, porque ninguno conocía el peligro más terrible para su corazón: tener a su hermano por contrincante. Ambos quisieron evitar que la joven conociera sus sentimientos excesivamente pronto, de modo que se engañaron el uno al otro hasta que un inesperado paso en falso de sus corazones puso al descubierto todo el secreto.

El amor de cada uno de ellos había llegado ya al grado sumo; el más funesto de los afectos, que en el género humano ha dado origen a devastaciones casi igual de horripilantes, se había adueñado ya, cual despreciable rival, de toda la superficie de su corazón, de manera que no era posible un sacrificio por parte de ninguno de los dos. La señorita, con toda su consideración ante la triste situación de aquellos dos infelices, no se atrevía a decidirse definitivamente por uno, y sometía su afecto al juicio del amor fraternal.

Vencedor en aquella dudosa disputa entre la obligación y el sentimiento, en la que nuestros filósofos deciden siempre con gran rapidez, y el hombre práctico tan lentamente, el hermano mayor dijo al pequeño:

—Sé que estás enamorado de mi amada, con el mismo ardor que yo. No voy a cuestionar a favor de quién deciden las leyes antiguas. Tú quédate aquí, yo saldré a buscar el ancho mundo, quiero morir para olvidarla. Si puedo hacerlo, ¡hermano!, entonces es tuya, ¡y que el cielo bendiga tu amor! Si no puedo… entonces, atrévete tú también… y haz lo mismo.

Rápidamente dejó atrás Alemania y se encaminó a toda prisa hacia Holanda, pero la imagen de la joven lo seguía. Lejos del cielo de su amada, expulsado de una tierra que guardaba toda la dicha de su corazón, en la cual únicamente quería vivir, el infeliz enfermó igual que perece la planta que el belicoso europeo roba de su madre Asia, y lejos del cálido sol la obliga a crecer en áridos bancales. Desesperanzado llegó a Amsterdam, y allí una fiebre abrasadora lo postró en un peligroso lecho. La imagen de la única mujer que amaba dominaba sus atroces sueños, su salvación dependía únicamente de tenerla. Los médicos temían por su vida, tan sólo la promesa de que le devolverían a su amada fue arrancándolo con esfuerzo de los brazos de la muerte. Medio muerto, como un esqueleto andante, siendo la terrible imagen de la preocupación que a uno le reconcome, llegó a su ciudad natal y subió mareado las escaleras de su amada, de su hermano.

—Hermano, aquí estoy de nuevo. Lo que yo he exigido a mi corazón, sólo lo sabe Aquel que está en el cielo. No puedo más.

Desmayado se hundió en los brazos de la joven.

El hermano menor no estaba menos decidido. A las pocas semanas estaba ya listo para el viaje:

—Hermano, tú llevaste tu dolor hasta Holanda. Yo voy a tratar de llevarlo más lejos. No la lleves al altar hasta que te escriba. Tan sólo esa condición se permite el amor fraternal. ¿Que acaso yo soy más feliz que tú? En nombre de Dios, que entonces sea tuya y que el cielo bendiga vuestro amor. ¿Que no lo soy? Entonces, ¡que el cielo juzgue sobre nosotros! Que le vaya bien. Guarda este paquetito sellado, no lo abras hasta que me haya marchado de aquí. Me voy a Batavia.

Y al punto se subió al coche.

Medio muertos lo siguieron con la mirada aquellos que él dejaba atrás. Había superado a su hermano en nobleza. En el corazón de éste pugnaban dos sentimientos: el amor por el hombre más noble y su pérdida. El ruido del coche que se alejaba a toda velocidad golpeaba su corazón. Se temía por su vida. La joven… ¡pero no! De eso hablará el final.

Se abrió el paquete. Era una escritura legal de todas sus tierras alemanas, las cuales debía percibir el hermano si el que se había marchado encontraba la dicha en Batavia.

El que se había superado a sí mismo se embarcó con unos comerciantes holandeses y llegó felizmente a Batavia. A las pocas semanas envió al hermano las siguientes líneas: «Aquí, donde doy gracias a Dios todopoderoso, aquí en la nueva tierra, pienso en ti y en nuestra amada con toda la dicha de un mártir. Las cosas nuevas que he visto y vivido han engrandecido mi alma, Dios me ha regalado fuerza para hacer el mayor sacrificio a la amistad: tuya es —¡oh, Dios!, aquí ha caído una lágrima… la última… lo he superado—, tuya es la joven. Hermano, yo nunca debía poseerla, quiero decir, nunca habría sido feliz conmigo. Si ella alguna vez pensara… que lo habría sido conmigo… ¡oh, hermano, hermano! Cuánto me cuesta depositarla en tu alma. No olvides cuánto te costó conseguirla. Trata siempre a este ángel como te dicta ahora tu amor juvenil. Trátala como el caro legado de un hermano que tus brazos nunca volverán a abrazar. Que te vaya bien. No me escribas cuando celebres tu noche de bodas. Mi herida sigue sangrando. Escríbeme para contarme lo feliz que eres. Lo que hago me sirve de garantía de que Dios tampoco me abandonará a mí en este lejano mundo».

Se celebraron los esponsales. Un año duró el más feliz de los matrimonios. Al cabo murió la esposa. Pero moribunda reconoció ante su amiga más íntima el más infeliz de los secretos que guardaba en su seno: había amado mucho más al que se había marchado.

Ambos hermanos viven aún hoy. El mayor en sus tierras en Alemania, casado de nuevo. El menor se quedó en Batavia, y se convirtió en un hombre afortunado y dichoso. Hizo el juramento de no casarse jamás y lo ha mantenido.