En la EGB la única tecnología que conocíamos era la de los relojes Casio que nos traían de Algeciras o Andorra, el walkman Sony y Aiwa, el radiotransistor Sanyo con el que nuestros padres escuchaban el fútbol los domingos… ah, y las máquinas de escribir electrónicas, con memoria para almacenar lo que hoy serían diez documentos de Word. ¡Y tan felices! Pero todo aquello cambiaría en muy poco tiempo… ¡y no podíamos imaginar cuánto!
NUESTRO PRIMER VÍDEO
Con aquel invento podíamos ver una película cuando quisiéramos ¡sin esperar a que la echaran en la tele! Así que fue entrar por la puerta y revolucionar nuestra rutina familiar. Las tardes de los sábados el salón de casa se convertía en una improvisada y abarrotada sala de cine. Los abuelos, los tíos, los amigos de nuestros padres, la vecina pesada… ocupaban sus asientos —a nosotros nos tocaba suelo—, las luces se apagaban y a disfrutar de una sesión doble de Pajares y Esteso con Yo hice a Roque III y El erótico enmascarado. Sí, el vídeo cambió nuestras vidas, sobre todo el botón del pause: ¡podíamos ir al baño sin tener que aguantar los anuncios!
Las películas las alquilábamos en el videoclub, que solían tener nombres como Casablanca, Jolibud o Blockbuster. En esa época había tantos como hoy tiendas de todo a un euro, y nos hacíamos socios de todos. Al final, acabábamos con un taco de carnés más tocho que el de los cromos repes de Naranjito. Las cintas estaban clasificadas por categorías: amor, de miedo, policíacas, españolas, de aventuras, de artes marciales y… «X». Estas últimas guardadas en el fondo de un pasillo oscuro oculto por una cortinilla en la que nunca llegamos a entrar… y no porque no nos picase la curiosidad. También se dividían por formatos: estaba el VHS, el BETA y el Sistema 2000. Como con Titanic, ya sabemos cómo acaba el final de esta historia.
Las más alquiladas, además de todas las del destape que nos tragamos en aquellas inolvidables sesiones familiares, los «blockbusters» de la EGB, eran las de mamporros y llaves de karate. Vamos, todas las de Bruce Lee, Chuck Norris, Van Damme, Steven Seagal, Stallone… Queríamos ser como ellos. ¿Que por qué? No nos imaginamos al dueño del videoclub echándole la bronca al Schwarzenegger por devolver una peli sin rebobinar…
Pero lo mejor llegó cuando descubrimos que con el vídeo ¡podíamos grabar lo que daban en la tele! Había cintas vírgenes de cuarenta y cinco, sesenta, ciento veinte, ciento ochenta y doscientos cuarenta minutos, y claro, cuantos más mejor, más videoclips del programa los 40 Principales de Canal + nos cabían. ¿Y cuando llegó el sistema LP que doblaba la capacidad de las cintas? ¡La de películas que cabían en aquel mamotreto de plástico con sus dos eternas tiras de celofán en los laterales! Eso sí, a costa de perder calidad de imagen y sonido. Y si además la cinta ya tenía bastante trote, ni te cuento.
Pero nos daba igual. Éramos la primera generación que tenía su propia videoteca, y nos lo currábamos un montón. Estábamos pendientes de los intermedios para darle al stop, rebobinar hasta el fundido en negro, después el pause y rec-play hasta que acabaran los anuncios. En esos cinco minutos ni pestañeábamos, con el dedo en el botón pause para reanudar la grabación, y ya podía llamar al telefonillo el mismísimo Fernando Esteso para ver si nos echábamos un mus que de allí no nos movíamos.
Después de las cintas de vídeo llegaron los discos ópticos: CD, DVD… Pero antes lo hizo el laserdisc, el primer disco óptico. Era del mismo tamaño que un vinilo y lo compró el mismo que dijo que el 2000 era el sistema del futuro.
LOS PRIMEROS ORDENADORES
Habíamos oído hablar de ellos como de seres semimíticos… Se decía que con ellos podíamos jugar, y ahí dejábamos de escuchar, pero la lista seguía: también servían para escribir, hacer los deberes, estudiar… El argumento perfecto para que nos lo comprasen. ¿Bajarían la basura también?
Babeábamos delante de la tienda de informática del barrio y devorábamos Micromanía con la misma pasión con la que ojeamos ahora el catálogo del Ikea. Cuando por fin pudimos probar uno no entendíamos nada… ¡pero qué momento mágico aquel! Hacer que arrancase era fácil: tan solo teclear un comando. Lo malo es que este variaba según la marca del ordenador. Había que tener mala leche.
Uno de los primeros fue Commodore 64. Se trataba de un buen «cacharro», pero solo se lo compró otra vez el mismo que aseguraba que los sistemas del futuro serían el Sistema 2000 y el laserdisc.
Y enseguida llegamos a los dos reyes de la fiesta. La eterna dualidad —Barbie o Nancy, Cola Cao o Nesquik, Xbox o Playstation, Android o iPhone…— empezó con ellos: ¿Spectrum o Amstrad?
El primer Spectrum fue un ordenador chiquitito y juguetón de color negro y teclas de goma. Tuvo versiones posteriores más chulas, pero el que triunfó fue el 48K. Lo podíamos enchufar en la salida de la antena de cualquier tele, aunque teníamos que conectarlo a un radiocasete para cargar los juegos. Sí, has leído bien, ¡los juegos venían en casetes! Eso era una ventaja, ya que así podíamos copiar fácilmente los de los compañeros de clase. La verdad es que conste que lo hacíamos por necesidad. Los originales costaban novecientas setenta y cinco pesetas, casi seis euros, y con la paga de doscientas semanales tendríamos que ahorrar unos seis meses para poder comprarnos uno, y eso no era vida ni era na.
El Amstrad CPC 644 era un coqueto mostrenco verde con todos sus complementos a juego: teclado, reproductor de casetes acoplados y monitor de pantalla también verde. Eso sí, ambos compartían algo que a sus seguidores nos hermanaba: teníamos que aislar la habitación acústicamente y pegar la oreja al casete para adivinar, por el tono, si el programa estaba cargando. Si no era así, sacábamos el destornillador y a enroscar o desenroscar un tornillo en el cabezal del reproductor. Y a probar. De nuevo tecleabas aquel load… y enter. Y ahora sí, aquello ya sonaba bien y solo había que esperar veinte minutos para matar unos cuantos fantasmas en el Ghost’n Goblins, echarnos unos partiditos de fútbol en el Match Day II o apuntarnos a unos juegos olímpicos con el Daley Thompson’s Decathlon… o cortar unas orejas en el albero del mítico Olé, Toro. ¿Los mandos? Ah, sí. O-P para derecha-izquierda, Q-A arriba-abajo, barra espaciadora para disparar y X para saltar. No nos llegaba para el joystick.
Poco después aparecieron los ordenadores de disco, ¡con 128 K de memoria! La octava parte de un mega, pero entonces era lo más de lo más. Mientras tanto, en las profundidades de los garajes californianos, hordas de friquis con gafas de pasta estaban creando una nueva raza de computadoras: los PC. Así llegaron los IBM, el MS-DOS… y Microsoft, que creó la nueva generación de ordenadores que llenarían nuestras casas: 8086, 286, 386, 486, Pentium, Pentium II…
Los programas venían ya en disquetes, que por algún oscuro sortilegio cargaban los juegos en pocos segundos y sin necesidad de aguzar el oído. Primero llegaron los de 5 1/4, grandes, flexibles y más delicados que un jarrón Ming, y después los de 3 1/2, más compactos, robustos, de mayor capacidad y que se vendía en cuatro disquetes, pero había programas que traían hasta cuarenta, así que para instalarlos nos pasábamos una tarde entera alimentando a la máquina. Pero lo más molón de aquellas máquinas es que podíamos conectarles todo tipo de accesorios: una impresora, unos altavoces… y un joystick para los juegos. ¡Sí, aquello era lo más cercano a nuestro sueño: tener una recreativa en el cuarto! ¡La de pasta que nos íbamos a ahorrar!
La cosa siguió avanzando de manera imparable. Windows apareció para sustituir al MS-DOS y desde entonces no podemos quitarnos de la cabeza la música con la que nos da la bienvenida cada vez que reiniciamos nuestro ordenador porque se ha quedado colgado. Los que aún se preguntan el porqué de su éxito son todos aquellos que en lugar de jugar al buscaminas decidieron estudiar y ahora tienen tres carreras.
Todos estos avances fueron muy positivos, pero crearon una figura que deja pequeña nuestra dependencia de los carburantes fósiles: el amigo que sabe informática, Amicus informaticae. Hasta entonces, si la maquinita dejaba de funcionar le cambiábamos la pila y arreglado. Si la recreativa del bar hacía cosas raras la desenchufábamos y le pedíamos al camarero que nos devolviera las cinco pesetas. Si la bola de pinball se quedaba atascada le metíamos un buen viaje y punto. Pero ¿y ahora? Quien tiene un amigo informático ya no puede concebir la vida sin él.
CUANDO INTERNET LLEGÓ A CASA
—Niño, apaga el Internet que voy a llamar.
Otras madres no avisaban y además no sabían qué demonios eran aquellos pitiditos que sonaban al descolgar el teléfono. Esto último solía ocurrir cuando después de media hora de espera estábamos a punto de ver la foto de Samantha Fox en… queremos decir, cuando se estaba descargando ese artículo sobre Platón para el trabajo de Filosofía de COU.
Nuestros primeros paseos por la red los dimos atravesando oscuros portales y web de dudoso gusto estético: titulares descomunales, enlaces por doquier, gifs animados, textos que brillaban, horóscopos, juegos… ¿Y para qué utilizábamos estas páginas tan barrocas? Exactamente, para chatear.
Cuando descubrimos los chats lo primero que hicimos fue ir al salón para darle un beso a nuestra madre y así agradecerle que nos hubiera obligado a estudiar mecanografía. Tenía razón: algún día nos sería útil. La dejábamos en estado de shock y regresábamos corriendo a nuestra habitación, que estábamos en medio de un privado con caperucita18 y la cosa fluía.
Todo portal que se preciara tenía su propio chat con salas divididas por edad, ciudad… pero siempre terminábamos en la general, que era donde más gente y, por tanto, más oportunidades de pescar algo. En total, unos doscientos cuarenta nicks, y diferenciar quién era chico y quién chica no era sencillo… Y si ligábamos y queríamos quedar con ellas tendríamos que arriesgarnos: no se habían inventado los móviles ni las cámaras digitales, así que ¿cómo conseguir una foto de caperucita18? ¡Aquellas sí que eran auténticas citas a ciegas!
Con los modems podíamos bajarnos alguna foto que otra, pero poco más… hasta que unos señores muy listos inventaron el formato mp3 y, de un día para otro, la red se llenó de música que podíamos obtener sin tener que copiar las cintas de los amigos o grabar las canciones de la radio. Para ello se creó Napster, un gestor de descargas como eMule que no duró mucho. Pero la semilla estaba plantada: la música se quedaría en Internet.
LAS MAQUINITAS DE VIDEOJUEGOS
Sí, es verdad; uno de nuestros mayores objetos de deseo era tener una recreativa en nuestro cuarto, como los niños de las pelis americanas. Pero claro, meter un mamotreto así en la habitación que compartíamos con nuestros tres hermanos no iba a ser fácil. Nosotros, pobres chicos españoles, tuvimos que recurrir a la única opción a nuestro alcance: ¡las maquinitas!
Consistían en una pantalla y unos mandos muy básicos: un botón para mover al muñeco y otros dos, más grandes, que solían ser para saltar y disparar. Sí, muy básicas, pero altamente adictivas. Las había de deportes, en otras teníamos que llegar al otro extremo de la pantalla esquivando todo lo que se nos cruzaba o recogiendo objetos que algún primate loco nos arrojaba… Pero, sin duda, el rey de las maquinitas fue el Donkey Kong —¿qué le pasa a nuestra generación con los monos?—, ¡de dos pantallas! Con ella conocimos a Mario Bros.
Aquel gorila había secuestrado a tu chica en la azotea de un edificio en construcción y tú, un simple fontanero armado con pantalón de peto azul y mostacho, tenías que subir hasta allí antes de que el reloj llegase a cero, cambiando de plataformas y esquivando los barriles que te lanzaba tu peludo enemigo. Cuando, tras mil peripecias, lo conseguías, quitabas unos tornillos amarillos, Donkey se precipitaba al vacío y habías ganado. La siguiente pantalla era igual pero con el mono más mosqueado que un ídem. Lanzaba más barriles, la música se aceleraba… aquello iba in crescendo según subíamos de nivel y acabábamos con un estado de nervios que pa qué contarte.
Después llegó la Game Boy, con formato de maquinita pero cerebro de miniconsola y a dos colores. De ella salió la generación Pokémon, pero a nosotros nos conquistó ¡porque podíamos jugar al Tetris!
LAS PRIMERAS CONSOLAS
Eran un privilegio al alcance de unos pocos. Además de la Atari, las primeras que llegaron tenían nombres que no recordaríamos ni bajo tortura: Temco, Soundic, Gamix… Tenían un look totalmente ochentero y llevaban dos mandos tipo joystick, un cable para conectarlas a la tele y una ranura para los cartuchos que guardaban nuestros primeros juegos. No eran muy realistas, vale, ni variadas: ya fueran de fútbol, hockey, baloncesto o tenis, los personajes eran siempre los mismos: dos palitos y una pelota. Pero con un poco de imaginación…
La cosa evolucionó con las primeras máquinas de 8 bits. Aquí eras de Nintendo o de la Sega Master System, que incluía el juego de un niño cabezón llamado Alex Kidd con el que teníamos que saltar de una plataforma a otra, bucear evitando que nos atrapara el tentáculo de un pulpo gigante y jugarnos la vida a piedra, papel o tijera con el monstruo de la última pantalla.
Tras el paréntesis provocado por la irrupción de los ordenadores, la moda de las consolas resurgió con fuerza como una nueva generación más potente: la de los 16 bits. En realidad, aún no sabemos para qué valen, pero siempre hemos pensado que a más bits, más vicio.
A principios de los noventa llegaron la Sega Mega Drive y la Súper Nintendo, el cerebro de la bestia. O lo que es igual, Sonic, un puercoespín espídico, contra Mario Bros… y su hermano Luigi, la princesa Peach, Yoshi, Donkey Kong y el malvado Bowser. Abusones. Tuvieron otra competidora, la Neo Geo, pero solo podían comprarla los niños de padres ricos, así que acabó sin amigos.
Y más bits, los 32 de la Sega Saturn y la PlayStation, que ya no funcionaban con cartuchos, sino que los juegos venían en un CD. Nosotros lo tradujimos como «aquello se puede piratear» y la Play se quedó con todo el mercado.
CUANDO NO TENÍAMOS MÓVIL
Éramos niños con prefijo: el 91, si llamábamos desde fuera de Madrid; el 93 por delante si lo hacíamos desde fuera de Barcelona… No teníamos móvil ni smartphones con miles de aplicaciones, pero con aquellos teléfonos de rueda nos lo pasábamos pipa gastando bromas a nuestros amigos… o desconocidos. Ya hemos dicho que éramos unos cachondos. La única pega que tenían era que a la tercera factura de más de cinco mil pesetas nuestras madres acababan por ponerle un candado… hasta que llegaron los primeros con teclado y pudimos escapar de su control.
Las cabinas nos dieron mucho juego. Incluso existía la leyenda urbana de que si colgábamos rápidamente tres veces antes de que la otra persona contestara, podíamos hablar sin echar dinero. Y es que nos encantaba todo lo que fuera gratis, y por eso teníamos frita a la señora del 003, el de información telefónica, que no costaba un duro.
Nos creíamos que aquello era como el Google y que en él hallaríamos las respuestas a nuestras grandes dudas existenciales: el resultado de la quiniela, la fórmula para averiguar el cuadrado de la hipotenusa, si existe realmente el bosón de Higgs… También fueron nuestras primeras tragaperras. Cuando pasábamos por delante de una hurgábamos en el cajetín por si alguien se había dejado un duro, o la zarandeábamos a ver si caía algo. Si la aporreábamos a veces nos salían las tres cerezas. ¿Que la tarde se presentaba lluviosa con fuerte viento racheado? Qué mejor que una cabina para probar un número al azar de Burkina Faso vía cobro revertido, y ya de paso aprender idiomas. ¿Que el matón del cole nos había robado la merienda y las diez pesetas que nos dejaban nuestras madres «por si pasaba algo»? A pedir consuelo y un nuevo avituallamiento a las sufridas progenitoras vía cobro revertido previo paso por la operadora a la que antes habíamos torturado: si se daba cuenta de que éramos los graciosos de antes nos tocaba ayunar.
Fuimos la generación que en los setenta descubrió de extranjis el destape con las pelis de Pajares y Esteso —de aquellos polvos…—. Nos molaban los superhéroes, el amor, los mamporros, las explosiones y pasar miedo, y teníamos una noción muy clara del bien y del mal gracias a ET, Yoda y Darth Vader. El cine más cercano estaba a quince minutos andando desde casa, incluso al lado de nuestro portal. Cines de barrio que con el paso del tiempo se reconvirtieron en multisalas y de los que hoy ya solo queda la fachada. Los sábados nos atrapaban las sesiones dobles, una reposición y un estreno. Por trescientas sesenta y cinco pesetas podíamos revolotear por la sala durante cuatro o cinco horas. Y cuando llegaba el verano, el cine seguía en los pueblos de playa. Las sillas eran como potros de tortura y el sonido no era THX de ese, pero, por supuesto, no nos importaba.
LOS TIPOS MÁS DUROS DE LAS PELIS DE ACCIÓN
Se han reunido en Los mercenarios para hacer caja y costear sus divorcios, y nos cuesta distinguirlos de sus muñecos de cera. Sabemos que son ellos solo porque no arden con las explosiones, pero en sus buenos tiempos nos alegraron los días con sus gestos adustos, sus frases contundentes y sus puños de acero. Los tíos más duros del celuloide sabían lo que queríamos: un mamporro tras otro. Y lograban mantener el pabellón bien alto. Bud Spencer y Terence Hill también pegaban buenos cachetes, pero sin perder la sonrisa.
El cine de acción molaba. Sí, y uno de nuestros modelos fue una mala bestia que negociaba la resolución de los conflictos con un rifle de asalto AK-47. A Ronald Reagan, que era un señor que salía en el telediario, John Rambo le gustaba. Normal. Y a nosotros, que crecimos con él, aunque no supiéramos dónde estaba Vietnam. También le gustaría Rocky Balboa, un boxeador que entrenaba al ritmo de una música pegadiza y que en cada nueva entrega se las veía con un carnicero de peor calaña, pero ni M. A. Barracus —perdón, Mr. T— ni el soviético Iván Drago —Dolph Lundgren, otro que tal— fueron capaces de hacerle besar la lona.
No teníamos ni idea de qué era eso de la guerra fría, pero estas películas tan educativas nos dejaron bien clarito que los malos eran los rusos. No sé si todos los chicos de la EGB queríamos ser como Stallone, porque tendríamos que renunciar al Bollycao y a los dónuts, pero hubiéramos firmado por tener un hermano como él, que dejaba en bragas al mismísimo primo de Zumosol.
¿Te acuerdas de Chuck Norris? Sí, el ránger vitalicio. En El furor del dragón repartía leña nada menos que junto a Bruce Lee, antítesis de estos héroes anabolizados —lo suyo era pura fibra y sutileza: be water, my friend—. Luego nos hizo vibrar en Desaparecido en combate. Otra de Vietnam, para variar.
Schwarzenegger era el más versátil de todos. Si hacía una comedia le salía redonda, como Poli de guardería, mientras que Stallone, por ¡Alto o mi madre dispara! merecía eso, que su madre le pegara el tiro de gracia de una vez. El Chuache, como le bautizó Florentino Fernández en El informal, no se echaba a temblar ni con los marcianos, como demostró en Depredador. ¿Sería porque fue un cyborg en otra vida? Terminator, de la cosecha del 84, fue la primera de una popular franquicia en la que hacía de hombre cibernético, en esta ocasión malo. «Hasta la vista, baby».
Si el Chuache y Stallone eran la cara de la moneda, la cruz era Steven-Rompebrazos-Seagal y Jean-Claude Van Damme. Los primeros repartían caricias a puño limpio. Los otros hacían la danza del vientre antes de endosar la bofetada, como correspondía a sendos maestros de las artes marciales y el aikido. A Carlos Pumares, el crítico de Polvo de estrellas —«¿Sí, buenas noches, dígame?»—, el belga le hacía bastante gracia porque sus películas eran entretenidas. Vaya si lo eran. El cine de acción se hizo arte por obra y gracia de este armario que mostró ya sus poderes en Contacto sangriento —¡jo, esos títulos impagables del cine de entonces!—. Nos enchufábamos una de sus pelis y cuando acababan nos poníamos a imitar el spagat y acabábamos descoyuntados.
Todos ellos eran el brazo de la justicia, pero lo que sabían se lo debían a sus mentores, los más duros entre los duros: Charles Bronson y Clint Eastwood. Bronson nos lo insinuó en Yo soy la justicia, y por si no habíamos pillado la indirecta nos lo repitió en una secuela. En Harry el Sucio, Callahan, o sea, Clint, se liaba a tortas a la primera, pero lo que más le ponía era sacar a pasear su pipa, una Magnum 44 más larga… que sus piernas. El principio nos parecía demoledor, cuando encañona a un atracador y le suelta aquel speech sobre las balas que le pueden quedar en la recámara.
Otra policíaca para la historia, también con secuelas, sobre todo mentales para nosotros, fue Arma letal, con un argumento rompedor —es broma—: poli blanco y poli negro se enfrentan a los malos… y ganan —¡muera el spoiler!—.
Y hay películas que no han perdido su fuerza, como prueban sus constantes reediciones. Por ejemplo, La jungla de cristal, en la que Bruce Willis parecía un héroe de las viejas pelis de catástrofes, como El coloso en llamas. Menos mal que nosotros vivíamos en un bloque de cuatro pisos…
NUESTRAS PELÍCULAS DE CIENCIA FICCIÓN
No fuimos conscientes, pero asistimos a la resurrección de un género que llevaba varios años en coma. ¿Qué habría sido de nuestra infancia sin George Lucas, Ridley Scott o Steven Spielberg? El primero se la jugó con una película titulada La guerra de las galaxias por la que nadie daba un duro y los niños de la EGB aprendimos a manejar las espadas de luz de sus personajes. Fue, sin duda, nuestro mayor acontecimiento cinematográfico, solo superado por el vídeo de la boda de nuestra hermana años más tarde.
El año de san Naranjito, 1982, Spielberg, que ya nos había engatusado con Encuentros en la tercera fase, nos presentó a su criatura más entrañable, ET, que, como Dorothy en El mago de Oz, solo pensaba en volver a casa. Teléfono, teléfono… y dale con la matraca. Su hermano tecnológico se llamó Cortocircuito, un robot con cara de Woody Allen. Carne de psiquiatra total.
Ridley Scott nos ofreció dos clasicazos de la ciencia ficción. El primero, Alien, el octavo pasajero. ¡Menudo careto de susto se le queda al oficial Karen cuando ve al bicho ese tan feo saliendo de su estómago! ¿Muere desangrado o del susto? Aquella peli fue el no-va-más de los efectos especiales. Después llegó Blade Runner, y mientras Harrison Ford se dedicaba a la caza de replicantes nosotros soñábamos con llevarnos a la rubia Daryl Hannah —los más malotes— o la morena Sean Young —los más buenecitos— a ver arder naves más allá de Orión…
Lo flipamos todavía más con los efectos especiales de Desafío total, otra vez con el Chuache. Sharon Stone, que aún no era una sex symbol, recibía a su supuesto marido en plan Karate Kid, y luego nuestro actor preferido se quitaba una cabeza de mujer en un planeta no recomendado para menores de dieciocho.
Su director también hizo Robocop, sobre un poli muy duro que, desde luego, no tenía color con los que «apatrullaban» nuestra ciudad. Con Mad Max se cumplió la profecía del bueno de Arrabal en aquel programa mítico de Televisión Española que presentaba Sánchez Dragó: «El milenarismo va a llegaaaar». Y lo hizo dejando a los supervivientes de la Apocalipsis vistiendo en cueros, al más puro estilo sado.
Pero, por encima de todas ellas, la que más nos moló fue Flash Gordon, que vista hoy parece una película rescatada por error de las llamas de un manicomio. Era horrible, pero al menos la música era de Queen. ¿Qué habrá sido del rubiales? Seguro que acabó como bañista ahogado en Los vigilantes de la playa.
LAS DE TERROR
Los especialistas del terror se cebaron con nosotros, los muy cabritos. Nos daba miedo la oscuridad, la siniestra figura del practicante con su maletín de agujas hipodérmicas, las pesadillas, los perros que ladraban por la noche, los cipreses de los cementerios, los camiones frigoríficos, una serie sobre Jack el Destripador, las fotografías amarillentas del desván, los matones del colegio, los exámenes que llevábamos cogidos con pinzas… Pero todo eso era una nimiedad en comparación con las psicofonías y las apariciones de Al final de la escalera, que nos escalofriaron por su realismo, o con el miedo que pasamos viendo Pesadilla en Elm Street, en la que salía un pipiolo y casi irreconocible Johnny Depp. ¿Cómo íbamos a hacer caso a nuestros padres cuando nos decían que nos fuéramos a cama? ¿Y si se nos aparecía Freddy? —«Uno, dos, viene a por ti. Tres, cuatro, cierra la puerta. Cinco, seis, coge el crucifijo…»—.
Otro momento espeluznante: cuando Carol Anne, la niña de Poltergeist, se quedaba embobada frente a la tele: «Ya están aquí». Tampoco olvidaremos nunca la transformación de Un hombre lobo americano en Londres, la mejor de todos los tiempos… hasta ese momento.
Había pelis de niños cabrones, como El pueblo de los malditos. En comparación con ellos, Zipi y Zape eran unos santos. O Los chicos del maíz, donde Isaac, el líder de la banda, nos recordaba al abusón de clase. O El exorcista, con esa niña del demonio vomitando la sopa de judías verdes para pasmo de un cura que tampoco daba mucha tranquilidad. O La profecía, donde Damien llevaba a la muerte al primero que se le ponía por delante, a pesar de que sus padres se esforzaran por reconducirlo por el buen camino. O Carrie, donde una adolescente se vengaba de un mundo hostil con litros y litros de salsa de tomate. O Jason, aquel niño discapacitado que tras morir ahogado decide regresar para vengarse de sus compañeros de clase que le hacían mobbing. Debían de ser bastantes, porque ya lleva más de treinta años vengándose, siempre con su característica máscara de hockey. Recibida la ración de sustos, sacábamos los juguetes, y en la cara de nuestro oso de peluche veíamos a Chucky, el muñeco diabólico. Para echarse a temblar.
Las de bichos también tenían su gracia. Había ratas, abejas, tarántulas, pirañas… y dábamos gracias a nuestros padres porque por nuestro cumpleaños no nos hubieran regalado más que un perro o un gato.
Otro género fue el de tarados, con La matanza de Texas y El resplandor a la cabeza. Jack Nicholson recurría en esta última a todo su catálogo de gestos para aterrorizar a su familia —¡qué mal lo tuvo que pasar Verónica Forqué!— y, de paso, a nosotros.
Un apartado aparte merecen las grandes pelis de serie B, como los Critters, que conoció varias secuelas, y nos presentó a unos gremlins gamberros venidos del espacio exterior. O Posesión infernal, que en 2013 estrena remake. O Xtro, una mezcla de dramón de Antena 3 los sábados por la tarde, ET y Alien. Solo por eso merece la pena verla. O Basket case, la historia de un adolescente que guarda un secreto en una cesta: su celoso hermano siamés, la versión fea de Jabba the Hutt.
LAS DE AMOR
Entre tanta ensalada de tiros, los de la EGB también tuvimos nuestras «sisís» generacionales. A las madres y hermanas les encantaban, y nosotros, qué remedio, las veíamos con el rabillo del ojo. Los ingredientes eran siempre los mismos. Cojamos, por ejemplo, Oficial y caballero, donde un tío macizo como Richard Gere, ex American gigolo, enamora a la novia ochentera por antonomasia, Debra Winger. ¿Quién podría olvidar esa escena final en la que, vestido de comunión, coge en brazos a su chica y la rescata de su mundo fabril para llevarla a otro mejor… suponemos que con un catre?
Lo más de lo más era, en cambio, modelar una vasija de arcilla con nuestra pareja al compás de los Righteous Brothers. ¿Haríamos nosotros de mayores lo que Demi Moore y Patrick Swayze en Ghost? Y una más. La malograda Whitney Houston se llamaba Rachel Marron en El guardaespaldas, y un marrón es lo que le caía a su ángel protector, Kevin Costner, quien se jugaba la salud y el tipo para rescatarla de las oscuras garras del fenómeno fan. I will always love youuuu…
Y qué decir de Pretty woman. La cenicienta. ¿Qué nos gustaba de ese cuento? Que un príncipe azul se enamoraba de una princesa de la calle, que, además, se convirtió en la novia de América.
LAS PELIS DE UN ROMBO… Y MEDIO
Fuimos la generación que aprendió la anatomía del cuerpo humano en El lago azul. Era una película que nos dejaban ver a pesar de los desnudos. Sería porque estaba siempre bajo el agua… Quién sabe. Después aprendimos a usarlo con Instinto básico.
LOS MUSICALES
¿Quién no fue capaz de aprender la palabra mágica de Mary Poppins, el supercali… ese? Sospecho que el gusto por el musical lo heredamos de las películas que entusiasmaron a nuestros padres —sí, también las de Marisol—, aunque los de la EGB fueran muy diferentes.
De nuestros tiempos ha sobrevivido Fiebre del sábado noche, una peli de música disco y chulos de discoteca liderados por John Travolta a ritmo de los Bee Gees. La película tenía su moralina: menos fiestas y más curro, que luego pasa lo que pasa. El mismo Travolta protagonizó después Grease con Olivia Newton-John, y en la que Danny Zuko y Sandy Olsson cantaban y bailaban entre buicks, chevrolets y cadillacs, comían hamburguesas y bebían batidos, todo en tonos pastel y con toneladas de brillatina.
Nuestro cuerpo vibró al ritmo de What a feeling en Flashdance, mientras que en Dirty dancing las chicas querían ser como ella… y volar en los brazos de él. Por supuesto, nos compramos la cinta con las canciones.
LAS QUE NOS HICIERON REÍR
Somos de risa fácil, hay que reconocerlo. Si hubo un clásico para la generación EGB ese fue Loca academia de policía, de la que siempre nos quedarán las onomatopeyas de Larvell-Ruiditos-Jones. La cosa iba de veteranos y novatos, y cuanto más simples eran los gags, más gracia nos hacían. Tackleberry tenía más peligro con un arma que una tienda de chuches a la puerta de un colegio, y la secuencia en el bar de ambiente La Ostra Azul sigue arrancándonos unas cuantas carcajadas.
Todas las pelis de adolescentes que vemos hoy tienen algo de Porky’s, una de las películas más gamberras de la historia del cine. Contaba los desmanes de unos adolescentes en un instituto americano en los años cincuenta. Pee Wee, Cigarro Puro… le dan su merecido a Porky’s, el dueño de un club de alterne en esta y en las dos secuelas que tuvo. En su estela, Los incorregibles albóndigas, con el genial Bill Murray. El mismo año le vimos en Cazafantasmas, después en Los fantasmas atacan al jefe —un clásico ya en la programación navideña— y más tarde en Atrapado en el tiempo, una película sobre segundas oportunidades. O sobre terceras oportunidades. O sobre infinitas oportunidades. ¿Quién no querría vivir en un eterno día de la marmota para que al final todo fuera perfecto, incluso el beso con lengua a nuestra chic@ y el examen de Ciencias Naturales?
Y más títulos descacharrantes, Top secret fue todo un emblema del cine de parodias. Después llegarían Hot shots, la madre de todos los desmadres, que no existiría sin Aterriza como puedas y aquel muñeco hinchable que hacía las veces de piloto automático. Y tampoco hubiera existido Agárralo como puedas ni Espía como puedas… ni Leslie Nilsen.
Y, de postre, sesión doble de Tom Hanks, Esta casa es una ruina y Big. Y es que, comparados con los problemas de su nuevo hogar, las cíclicas manos de pintura para lavarle la cara al nuestro o al grifo que goteaba en el cuarto de baño eran simples minucias. A propósito de Big, ¿cómo quedaríamos nosotros en los pantalones de nuestro padre?
LAS PELIS PARA NOSOTROS
Reconozcámoslo. Los Goonies fue la mejor película de todas las infantiles. Un desván, el mapa de un tesoro, una aventura subterránea, piratas, gángsteres y niños como nosotros que se hacían llamar los goonies. Era, y siempre lo será, nuestra película. Pero hubo otras, muchas otras…
Los bicivoladores: hay que ver lo que ha crecido Nicole Kidman desde entonces. En esta película aún podía mover todos los músculos de la cara.
Solo en casa: un completo manual de autodefensa que no sabemos si tranquilizó o alarmó más a nuestros padres. La película nunca se hubiera rodado con un sistema eficaz de protección del hogar como los que anuncian ahora la tele. Macauly Culkin a lo Estela Reynolds. Genial.
La historia interminable: todos somos Bastian Baltasar Bux, aunque, por suerte, no todos acabáramos en un contenedor de basura. El Comepiedras, la vetusta Morla y la Emperatriz Infantil viven en las páginas mejores de nuestra memoria. ¿Por qué nuestro perro no volaría? La muerte del caballo de Atreyu en las aguas del pantano fue tan traumática para nuestra generación como el «Chanquete ha muerto».
En un cajón de sastre podemos meter las capas y espadas de Legend, Cristal oscuro, Willow, La princesa prometida y Dentro del laberinto —ese David Bowie rollo Bola de cristal—… ¿Existiría El señor de los anillos sin estos antecedentes? Princesas en apuros, espadas, brujas, calderos mágicos y el unicornio azul que «se me ha perdido ayer»… Las vimos treinta veces, nos aprendimos todos sus diálogos y, si alguna vez llamábamos cornudo a un colega, pensábamos sobre todo en el bichejo rojo de Legend. ¿Quién no reconoce esta frasecita para la historia?
Además de las películas de Parchís, con sus guerras de los niños, otro clásico fue Chispita y sus gorilas. La Marisol de los primeros ochenta tuvo un recorrido mucho más breve que aquella, pero dejó en el paladar de los pequeños de entonces algunos temas inolvidables como La vuelta al mundo en góndola. Tan rubia y tan viajera, parecía una sueca de Alfredo Landa con treinta años nuevos.
Y Lolo García, que con su pelo rubio afro nos dejó muestras de su precoz talento en La guerra de papá y Tobi, en la que hacía de ángel. Hoy es un hombre de cuarenta y dos años, economista para más señas, e ignoramos si se habrá comprado los DVD de su estrellato infantil.
EL CINE QUINQUI
Eran las películas de los Seats 124, la heroína y el mono. Surgieron a mediados de los setenta y se prolongaron toda una década. Eran el retrato de una España que nuestros padres nos silenciaban con las cancioncitas de Mary Poppins, pero que era real, a tenor de lo que nos contaban el parte y el telediario.
Las pelis quinquis funcionaban en plan americano, con segundas partes incluso. Hubo dos de Perros callejeros, y una sobre perras, también callejeras. Hubo dos Picos, dos Lutes, una de Navajeros y una de Colegas. El clásico entre los clásicos fue La estanquera de Vallecas, donde se veían un buen par de tetas, y el quinqui entre los quinquis, el Vaquilla, que también tuvo su biopic con música de Los Chichos.
Aceptamos cualquier otra alternativa, que para eso se hacen las listas, pero que nadie diga que sobra alguno de los siguientes títulos. ¡Faltaría más! Sería tan doloroso como si nos pisaran un callo porque estas son las películas de nuestra vida.
EN BUSCA DEL ARCA PERDIDA
Indiana Jones forever. Ya que viajar al espacio parecía, realmente, cosa del futuro, o sea del 2000 y pico, nos conformábamos con explorar los paisajes que teníamos al alcance de la mano con un guía de excepción, ese arqueólogo de inconfundible sombrero Fedora y látigo presto. Este sí que era un aventurero de verdad, y no Cocodrilo Dundee —¡aunque también nos molara!—.
TOP GUN
A fuerza de reposiciones se hizo un hueco en la cultura popular y confirmó el estrellato de Tom Cruise. Nos gustaban las cazadoras de estos ídolos del aire, sus escenas aéreas y su música. De momento no hay segunda parte, pero…
ET
¿Aún seguimos llorando cuando Elliot, que como muchos de nosotros ya pasa de los cuarenta tacos, se despide de su invitado? Si hubo un tipo con el que nos hubiéramos ido de cañas, digo de chuches, ese fue ET.
REGRESO AL FUTURO
Palabras mayores. Una historia fantástica y unos actores en estado de gracia. La oportunidad perfecta para que nosotros, hijos de la generación EGB, podamos decir también aquello de: «Ya no se hacen películas como las de antes» o «Ya no hay profesores chiflados como los de antes».
LOS CAZAFANTASMAS
«Lo siento, chicos. No puedo evitarlo. Se me metió en la cabeza… quise pensar en alguien que jamás nos haría daño y elegí…». ¿Quién, vista la lección, no intentó alguna vez tener la mente del todo en blanco? Y menos mal que el muñeco que salía al final no era Chucky…
SUPERMÁN
Un presupuesto de vértigo para ver volar a un superhéroe con los calzones mal puestos. Volar era todo lo que nos faltaba, pero siempre nos decepcionaba salir de la cabina de teléfonos tal como habíamos entrado. Los efectos eran una patata, de acuerdo, pero entonces nos parecían guays, y nos sentíamos seguros pensando que siempre nos salvaría de una caída de azotea o el descarrilamiento de un tren. No había kryptonita que pudiera debilitarle.
LOS GREMLINS
Hay que ver lo que pueden encontrarse en los bazares orientales. Ignoramos si Gizmo era un producto de todo a cien. Su manejo, en principio, parecía sencillo, pero siempre hay accidentes inesperados, y los demonios se reproducen como ratas. A ver si un día hacen un remake de Cantando bajo la lluvia con estos bichos…
TIBURÓN
Por culpa de esta película cada vez que nos picaba un bicho en la playa, aunque fuera un mosquito inofensivo, creíamos que habíamos sido atacados por un escualo con muy mala leche. Nos volvimos hidroaprensivos, si es que eso existe.
KARATE KID
«Yo crecí en los ochenta y sobreviví haciendo la grulla de Karate Kid». Palabra del Reno Renardo, y si él lo dice…
LOS GOONIES
El inhalador. El supermeneo. Todo. Solo podemos aceptar que hayan pasado tantos años desde su estreno porque el VHS que hemos guardado como oro en paño parece un sílex prehistórico.
«DAL CELA, PULIL CELA»
En Karate Kid el sensei Miyagi resumía su filosofía vital en una frase tan memorable que los hijos de la EGB se nos venía a la cabeza cada vez que veíamos una Plastidecor.
«SLOTH QUIERE CHOCOLATE».
El gigantesco capitán Sloth de Los Goonies no parecía my de fiar al principio, pero luego era un cacho de pan. Con chocolate, claro.
«ESTE ES MI ESPACIO, ESTE ES TU ESPACIO. AQUÍ, BABY»
A Patrick Swayze se le llenaba la boca con esta máxima en Dirty dancing, mientras a las espectadoras se les derretía el corazón.
«TE QUIERO». «ÍDEM»
Lo decían en Ghost. Ya han pasado más de veinte años, y muchos habrán olvidado ese momentazo final, así que podemos repetirlo sin que se note.
«PIENSA, MCFLY, ¡PIENSA!»
¿Había alguien en casa de Marty McFly en Regreso al futuro? Nosotros recurríamos a ella —«¡Piensa, Javi!, ¡piensa!»— cada vez que veíamos acercarse la mano amenazante de un profesor. Tanto condensador de fluzo después pasa factura.
«Y NO CONSIGO ENCONTRAR SUS PIERNAS. NO ENCUENTRO LAS PIERNAS»
En Acorralado, Rambo se puso estupendo y soltó un speech de campeonato. Aprendimos que a la guerra hay que ir con una copia de seguridad de las piernas por si las perdemos en la batalla.
«YO SOY TU PADRE»
El mundo se detuvo cuando en el episodio quinto —El imperio contraataca— Darth Vader reveló su identidad a Luke. Desde entonces nos tomamos más a pecho los chistes sobre el butanero que frecuentaba nuestro hogar por las mañanas.
«ALÉGRAME EL DÍA»
Harry el Sucio lo reclamaba con tanta contundencia que cualquiera no le hacía caso. Fue la frase «dura» por excelencia de los setenta… y de los ochenta y de los noventa, porque todos los martes los ponían en la tele.
«TU EGO EXTIENDE CHEQUES QUE TU BOLSILLO NO PUEDE PAGAR»
Se lo soltaba Iceman —Val Kilmer— a Maverick —Tom Cruise— en Top Gun y se quedaba tan fresco. Nunca hubo réplica mejor para poner a los chulos en su sitio.
«HOLA. ME LLAMO ÍÑIGO MONTOYA. TÚ MATASTE A MI PADRE. PREPÁRATE A MORIR»
Fue la primera vez que en lugar del prota que se lleva a la rubia de calle queríamos ser el secundario. Y además, era español. Al espadachín de La princesa prometida —al actor, Mandy Patinkin— le podemos ver ahora en la serie de televisión Mentes criminales, aunque es difícil de reconocer después de haberse comido a Fezzik. ¡Inconcebible!
Caían en nuestras manos y a los cinco minutos ya estaban colgados en la pared con una chincheta que bien podría servir para hacer un butrón a un banco. A nuestras madres, normal, aquello no les hacía ni pizca de gracia. No había manera de hacerles entender que el celofán no valía para ciertos menesteres: se despegaba y el póster caía a la leonera hecho un gurruño.
Una novedad de las buenas fue el Blue-Tack, una masilla pegajosa que al principio fue solo azul, y luego de varios colores. Tenía sus ventajas y sus inconvenientes. La ventaja: que no hacía agujero, claro, con lo cual ellas encantadas. El inconveniente: que dejaba mancha. Pero tenía su gracia manipular ese pegote que parecía el moco de un elefante —ojo: ¡no confundir el Blue-Tack con el auténtico y genuino moco de elefante!—.
La estética y los caretos de los pósteres fueron cambiando con los años. A los setenteros de la EGB les gustaban las pintas de John Travolta en Grease y Fiebre del sábado noche, Han Solo y su inseparable Chewbacca y, por supuesto, el siniestro Darth Vader.
En los ochenta triunfaron, sobre todo, los culturistas como Chuck Norris y Stallone, los guaperas estilo Rob Lowe y Tom Cruise —¡ese chaval sí que sabía hacer cócteles!— o los adolescentes como nosotros, véase Michael J. Fox.
A su vez los noventa fue la década de los dinosaurios de Parque Jurásico —la mayoría, por cierto, bastante más expresivos que los actores con los que trabajaban—, de los pijos de Sensación de vivir y Melrose Place y de los chicos de Salvados por la campana.
Nuestros mayores surtidores eran las revistas Tele Indiscreta —¿quién no coleccionaba sus míticos pósteres de V?— y Súper Pop. De Madonna a Eros Ramazzoti, pasando por Glenn Medeiros, Mecano y Alaska, todas las estrellas musicales del momento fueron desfilando por nuestro cuarto.
Los mensuales de cine también nos seducían con los pósteres de su interior. Ir al quiosco, pedir Fotogramas o Acción Cine-Vídeo, y manosear sus páginas durante tardes enteras era todo un ritual.
¿Quién no se ha acostado en algún momento de su vida bajo la atenta mirada de Michael Jackson en Thriller, Sabrina y Samantha Fox en una de las suyas, o Xuxa? Xu, Xu, Xu, Xa, Xa, Xa… ¡Y, por supuesto, larga vida a New Kids on the Block!
El pop hispano pegaba fuerte, y entre la chispeante Década prodigiosa y la chisposa Christina Rosenvinge —que cuando hacíamos «chas» nunca aparecía a nuestro lado— llenábamos los huecos libres. Fueron también los años de Freddie Mercury, y, que Dios nos perdone por ponerlos en la misma frase, que no en el mismo saco, Rick Astley. Los de Leif Garret nos daban grimilla…
También abundaban los pósteres heavies. Algunos nos decantábamos por Barón Rojo, Obús y Leño, y en las habitaciones de otros colegas había de Europe y Bon Jovi. Los de coches eran otros must.
¿Y qué decir de otro de nuestros ídolos juveniles, Kirk Cameron? Sí, el gamberro Mike Seaver de Los problemas crecen nos volvía locos, y, hala, póster al canto. Ahora bien, cuando supimos que se había hecho líder de una secta ultraconservadora empezamos a pensar que a nuestra generación le habían echado algo raro en el Nesquik…
—Las chicas se lanzaban constantemente hacia mí —recordaba quejoso Cameron sobre aquellos maravillosos años.
Pues sí, macho, eso sí que es un problema…
Nuestros primeros cromos no llevaban pegatina, y había que tirar de pegamento Imedio para fijarlo en su casilla. Si nos salíamos, corríamos el riesgo de que las páginas se pegasen y, en vez de un álbum de cromos parecía otra cosa más guarra.
El «sí le, no le» fue sin duda la banda sonora de nuestra infancia. La cosa, por si lo has olvidado, funcionaba así. En los recreos, o al salir del cole, o los sábados, cambiábamos cromos con los compañeros. Si eran de la liga, uno del Madrid —que escaseaban como sucede hoy con el dinero— se cambiaba, caso por ejemplo de Martín Vázquez, por cinco o seis de equipos menores. Y no digamos si los «figurones» eran Butragueño o Hugo Sánchez.
La otra forma de hacerse con el botín era acudir a las tiendas de golosinas especializadas, que cobraban por cromo suelto. O conseguir que nuestros padres nos llevaran al Rastro o al Retiro, por donde siempre pululaba Pirulo, el más famoso «cambista» de Madrid. En Barcelona se cambiaban sobre todo en las Ramblas.
¿Qué colecciones conseguimos completar? Pocas, muy pocas. Había colecciones para dar y tomar. Siempre nos faltaban uno o dos cromos y nos quedaba esa espinita clavada. Sniff, sniff.
TELE POP
Nada menos que doscientos cuarenta cromos que tocaban todos los palos: música, por supuesto —Bob Marley—, pero también cine, series —Vacaciones en el mar— y famoseo. Quienes pulularan por los primeros años ochenta recordarán los sudores fríos que hubo que pasar hasta rematarla.
LOS ÁLBUMES DE DIBUJOS DE LA TELE
Desde el Festival del dibujo animado, una miscelánea llena de colores, hasta los cromos de las series de moda —David el Gnomo, D’Artacan, La vuelta al mundo de Willy Fog, Heidi… —, los coleccionables de nuestros personajes favoritos requerían horas y horas de pesquisas, y, a veces, una sobredosis de Danone o Bollycao.
LA PANDILLA BASURA
Cerró el ciclo de finales de los ochenta de la mejor manera posible, y hoy es casi una pieza de museo por su grotesco atrevimiento. Sus protagonistas refutaban el último mandamiento navideño del rey, o sea, que sus conductas eran todo, menos ejemplares. La Pandilla Basura hizo más por la amplitud de miras de los pequeñajos que una escena de cama entre Epi y Blas. Siempre nos sorprenderán sus asquerosos y constantes vómitos. Eran como la niña de El exorcista en caricatura. El apestoso generoso, Moquito Socorrito u Olorcito —de pies— Alfonsito forman parte de nuestra educación sentimental.
LOS CROMOS DE LA LIGA
Ya fueran de la Liga, ya de los mundiales o de otras citas balompédicas internacionales, los cromos de fútbol fueron los grandes protagonistas de nuestra infancia. Algunos jugadores eran más difíciles de encontrar que Osama Bin Laden, pero, en fin, ahí radicaba la gracia. Por razones más que evidentes, una de las colecciones más gloriosas del deporte rey fue la del Mundial 82, con esa selección de ensueño —los Arconada, Camacho, Gordillo, Maceda, Juanito, Santillana…— que, solo por mala suerte, jugó cinco partidos y acabó ganando uno. Por cierto que, entre tanto bigote y cabellera, Naranjito contrastaba por su calvicie, pese a los dos pelos verdes que coronaban su testa.
Había coleccionables de todos los deportes, a modo de barajas. En uno de estos salía Robert Millar, un aguerrido ciclista escocés de la época, un monstruo de la montaña… que hoy sería irreconocible porque ahora se llama Philippa York y vive en Dorset con su pareja.
LOS CROMOS DEL ESPACIO EXTERIOR
De La guerra de las galaxias a Ulises 31 pasando por Comando G había opciones sin fin para viajar por el espacio. Esta última colección fue lanzada por Danone y registraba noventa y cuatro cromos, con todos los personajes de la serie, desde el comandante Mark a Zoltar, el jefe de los invasores.
¿Y quién no recuerda al capitán del Odiseus y su hijo Telémaco? Los personajes de Ulises 31 fueron nuestros primeros maestros de mitología, una mitología futurista y roquera, en la que, una vez más y van… salía Constantino Romero, que ponía la voz a Zeus.
Semanales, quincenales o mensuales, de informática, humor —¡ese Jueves que sigue dando guerra!— o musicales —de El gran musical a Metal Hammer o Vibraciones—, pasando por las esotéricas y las de la tele, el mundo de las revistas fue nuestra ventana al exterior.
¿HOBBY CONSOLAS O MICROMANÍA?
Vaya pregunta. Eso es como elegir entre papá y mamá. Porque, amigo, para los Bill Gates del futuro ambas publicaciones eran indispensables. Una, de la época de las primeras Nintendo, Mastery System y Game Boy, y la otra centrada en la prehistoria de los ordenadores, el Spectrum, Amstrad y demás familia. La vida no volvió a ser la misma desde que empezamos a jugar a La abadía del crimen y al Prince of Persia, ¿verdad?
¿TELE INDISCRETA O TP?
Se puede ser diestro o zurdo, alto o bajo, sociable o antipático. En el universo de las revistas, se era de Tele Indiscreta o de TP. Ambas nos adelantaban la programación semanal de la caja tonta, eran una puerta a lo desconocido y permitían a nuestras madres marujear sobre la vida y andanzas de los actores de las telenovelas que las traían en vilo: Cristal, Santa Bárbara, Belleza y poder, Manuela… Nosotros queríamos que nos comprasen la Tele Indiscreta, que venía repletita de pósteres y pegatinas coleccionables de los protas de V —aquellas de la comandante Diana zampándose una rata de una sentada—, El coche fantástico, El equipo A, Fama, La pequeña Lulú, El inspector Gadget, Miami Vice… Ellas accedían por una razón: a veces también venían pegatinas de su galán preferido de la época, Richard Chamberlain. Menudo pájaro.
LAS DE DEPORTES
Quizá todavía aparezcan por tu casa algunos ejemplares de Gigantes, de donde nos nutríamos de fotos de la NBA para nuestras carpetas, o Donbalón, que nos hizo adictos a la droga del fútbol de Maradona —disculpa el chiste de mal gusto—.
VALE Y SÚPER POP
No nos hicimos mayores cuando aprobamos la selectividad ni cuando nos fuimos de viaje solos por primera vez, sino hace unos meses, cuando nos enteramos de que Nuevo Vale había echado el cierre tras treinta y dos años de presencia ininterrumpida en los quioscos, siguiendo así los pasos de Súper Pop, la primera de su género y que desde 2011 se publica solo en formato digital. Un homenaje al equipo de ambas, que hizo que la adolescencia —esa fiebre que, según dicen, pasa muy deprisa— no rebasara nunca los cuarenta grados.
Vale era algo más barata que Súper Pop, y en algunos hogares esta última se compraba en casos excepcionales, por ejemplo, cuando regalaban pegatinas, carpetas o el póster del guapo de turno. Porque Vale y Súper Pop eran las dos caras de una misma moneda: revistas sobre novios que nos quieren o dejan de querer, depilación, maquillaje, peinados y chuminadas varias. Las amigas se reunían en torno al número de la semana e intercambiaban opiniones sobre los consejos y advertencias de sus páginas, aunque lo mejor, sin duda, era rellenar los tests y apuntar las respuestas en una libreta.
LILY, ESTHER Y BARBIE
Lily valía cinco pesetas, y, la verdad, nunca un duro fue tan bien empleado. Tenía de todo: chistes, horóscopo, música, pasatiempos y televisión en solo veinte páginas que duraban como veinte mil. Esther era quincenal, y valía un potosí para nuestra economía, pero merecía la pena, no solo por el personaje central, sino por sus secciones de humor. Con la revista Barbie las más pequeñas de la EGB aprendieron sobre moda y música antes. Era la guardería de la Vale y la Súper Pop.
MUY INTERESANTE
La ciencia y la tecnología parecían cosas de magia hasta que apareció en el kiosko. Hablaba de temas que siempre nos habían interesado, pero a los que les teníamos demasiado respeto. Sus gráficos y fotografías nos plantaban en el futuro más remoto sin ninguna necesidad de trajes espaciales. Y nosotros viajábamos hasta allí con nuestra imaginación.
LAS REVISTAS QUE LEÍA IKER JIMÉNEZ
J. J. Benítez o el doctor Jiménez del Oso fueron algunos de los primeros que nos hablaron de los ovnis. Karma-7, Universo secreto y Mundo desconocido, las revistas que nos fascinaron entonces. Eran los años de los fantasmas y psicofonías del palacio de Linares —«Mi hija Raimunda, nunca, nunca, oí decir mamá», «Mamá, mamá, yo no tengo mamá, mamá», «Fuera, fuera»—, cuando un jovencísimo Iker, cosecha del 73, se abría paso en el proceloso mundo del misterio.
LAS REVISTAS DE NUESTROS PADRES
Pronto, Hola, Semana, Dunia, Diez minutos… Las revistas del corazón eran una distracción a la que recurríamos solo en caso de extremo aburrimiento. Nuestras madres también eran fieles lectoras de Burda, aquella revista de patrones con la que se hacían sus propios modelitos y que siempre aparecían debajo de la mesa en tochos impresionantes que pesaban más que la bombona de butano. Preferíamos la Interviú que nuestros padres compraban por los «reportajes de investigación» que había dentro, no por la portada, que a nosotros tampoco nos gustaba.
También leían Época y Cambio 16, que nos parecían un rollo integral porque solo hablaban de Fraga, Felipe González y Alfonso Guerra. Pero el oficio de los padres era leer esas revistas con cara grave y endilgarse mientras tanto un botellín de cerveza.