Nuestros padres nos apuntaban a inglés, a judo, a ballet o a música, a clases de refuerzo… Después podíamos bajar a la calle y jugar. Vale, primero los deberes. Las mejores tardes eran las de los viernes. Nos dejaban estar en la calle hasta casi las diez de la noche, justo cuando las madres nos reclamaban a grito pelado desde el balcón.

No siempre subíamos a cenar en el mejor estado. A ellas les preocupaban menos las camisetas rotas o manchadas que las rodillas magulladas, aunque tenían solución para ambas cosas. Para la primera, un remiendo; para la segunda, mercromina. Mano de santo, oye. ¿Y los deberes? Bah, ya habría tiempo durante el fin de semana.

STREET FÚTBOL

No hacía falta un Bernabéu o un Camp Nou para sentirnos el Buitre o Gary Lineker. Improvisábamos los estadios en las plazas, los parques y hasta en las aceras. Como porterías, un par de montones de abrigos, la puerta de un garaje o el espacio entre dos árboles. Jugábamos en tromba, porque los defensas querían ser delanteros y los porteros, también. ¡Aquello sí que era fútbol total y no la Holanda de Cruyff! Cuando la pelota se iba fuera corríamos tras ella en un intento de atraparla antes de caer en la carretera, a veces en vano.

—¡Por favor, por favor, que no la atropellen!

Si había suerte, como mucho tendríamos que arremangarnos y recuperarla de los bajos de cualquier coche. Y con las manos negras de grasa, a seguir jugando. Verás tu madre cuando llegues a casa…

EL BALÓN PRISIONERO

El campo de juego se dividía en dos mitades y la pandilla en dos equipos. El objetivo: eliminar a los rivales a balonazo limpio. Si la pelota nos tocaba estábamos muertos. Lo peor, ser de los primeros en caer eliminados porque nos tocaba calentar banquillo y aburrirnos como ostras hasta el final de la partida.

EL PELOTÓN DE FUSILAMIENTO

Una variante del anterior, en el que un balón de reglamento nos buscaba las cosquillas —o más bien nos reventaba la cabeza— y nosotros teníamos que esquivarlo moviéndonos como porteros de futbolín cobardes.

LAS CHAPAS

Las chapas, ese objeto desechable y de apariencia nimia que marcó nuestra infancia. Conseguirlas no era nada fácil. Dependíamos de la empatía de los camareros del bar al que íbamos con nuestros padres a tomar el aperitivo, que a veces nos las guardaban. Les habríamos levantado un monumento. Si no teníamos esa suerte, husmeábamos en el suelo junto a la barra y rescatábamos nuestros tesoros entre restos de servilletas y pegotes de ceniza y cerveza. Con ellas podíamos practicar uno de los juegos virtuales favoritos: el fútbol-chapas. El balón era un garbanzo y los porteros, los tapones de las litronas. Con el canto abollado, para que se sostuvieran de pie. Los jugadores salían de nuestros tochos de cromos repes de la liga o eran de diseño propio. Las normas eran muy similares a las del fútbol convencional, con sus córneres, libres indirectos y saques de banda. Tras una falta podíamos dar dos toques seguidos —lo normal era uno por turno—, y si el balón, o sea el garbanzo, caía sobre un jugador dentro del área, eso era un penalti como una casa.

También corrimos la Vuelta Ciclista a España. Nuestros ciclistas favoritos eran Perico, Gorospe —Julián, que era el bueno, no Rubén—, Cabestany, Lejarreta, Indurain y Laguía, que siempre ganaba el premio de la montaña. ¡Todos queríamos correr para el equipo Reynolds! Comprábamos las pegatinas de los equipos en los quioscos de chuches, y si no llegaba la paga utilizábamos los cromos de la Vuelta o diseñábamos nuestro propio maillot en una hoja de cuaderno con el nombre, el dorsal y los colores. No valía la redondilla, es decir, hacer rodar la chapa de canto para tomar las curvas del trazado que habíamos dibujado con tiza en la acera. Si el terreno era de arena, juntábamos las dos manos extendidas a modo de máquina quitanieves. Por cierto, siempre teníamos una chapa favorita, que era la que mejor resbalaba o la que nos daba suerte. ¿Recuerdas la tuya?

LAS CANICAS

La bolsa de canicas era para nosotros lo que el anillo de poder para Gollum. Nos había costado Dios y ayuda acumular tantos tesoros mediante la compra, el trueque… y hasta el mangoneo puro y duro. El valor de cada canica dependía de muchos factores: su tamaño, el material de que estaban hechas y, por supuesto, su color y su transparencia u opacidad. Sin duda, una de las más deseadas eran las de ojo de gato, opacas y negras, con una franja de color. Según los expertos del arte del gua —el golf de las canicas, que se practicaba sobre arena con un agujero llamado «gua»—, rodaban como la seda.

LOS JUEGOS DE CARTAS

Eran un divertimento que nos servían para un roto y para un descosido: la carta más alta, al burro, el policía y el ladrón, mentiroso, macarroni, cinquillo, poquino —un bingo con cartas—…

LA PEONZA

Sin saber nada de vectores ni ángulos y sin haber oído hablar de la fuerza de gravedad, éramos capaces de hacer bailar una peonza hasta que caía derrengada de puro cansancio. Lo más rollazo era «darle cuerda», pero, una vez que la soltábamos y empezaba a girar nos quedábamos embobados con sus giros.

EL HULA HOOP

A las niñas se les daba de vicio. Eran capaces de sostener el dichoso aro en sus cinturas más tiempo que el que tardaba Oliver Atom en cruzar el terreno de juego de Campeones.

LOS TAZOS

De la mano de Matutano llegaron los tazos, y cada nueva colección era más adictiva que la anterior. Desde los Looney Tunes a los Caballeros del Zodíaco, aquellos pequeños discos pasaron de mano en mano entre los chavales de los noventa. Había varias formas de jugar —la torre era el más popular—, pero el objetivo siempre era el mismo: quedarnos con los de nuestros contrincantes. ¡La lucha por la vida!

BATALLAS CALLEJERAS: NUESTRAS ARMAS DE GUERRA

No había pelea pandillera que se preciara sin tirahuevos, una evolución más letal del tirachinas de fabricación casera: bastaba el cuello de una botella de leche, un globo y unas cuantas gomas. La munición, pelotillas de papel…, o garbanzos si el duelo era a muerte. Que a veces lo era. Y bienaventurados los que tenían gafas, porque no corrían el riesgo de perder un ojo. Ante eso, nuestras madres se movilizaron en masa para arrebatárnoslos de las manos. Si la pelea era amistosa utilizábamos proyectiles menos dañinos: los globos de agua que rellenábamos en las fuentes. Sí, antes en las calles teníamos fuentes.

EL CHURRO, MEDIAMANGA, MANGOTERA

Los del equipo A se colocaban en fila india con la cabeza entre las piernas del siguiente. Los del B saltaban a horcajadas sobre ellos, lo más lejos posible, hasta colocar a todos sus jugadores. Cuando lo conseguían, el primero en saltar preguntaba:

—Churro, mediamanga o mangotera.

Y dibujaba la forma de un churro —mano sobre mano—, mediamanga —el codo sobre la mano— o mangotera —la mano en el hombro—. Si el de abajo adivinaba se cambiaban los papeles Vamos, un juego de lo más civilizado que consistía en reventar las lumbares de nuestros oponentes y en el que el gordito de la pandilla era elegido el primero a la hora de formar equipos.

EL ESCONDITE Y SU VERSIÓN INGLESA

Si el escenario era grande y con recovecos podíamos escondernos muy a gusto y pasarnos un rato largo sin dar señales de vida, mientras nuestro buscador se volvía loco y lamentaba no haber hecho trampas mirando atrás durante el tiempo que contaba. Una variante era el escondite inglés —«Un, dos, tres, al escondite inglés»—, en el que los jugadores iban avanzando sigilosamente hacia la pared en la que estaba de espaldas el otro, y ¡ay de nosotros si se daba la vuelta y nos pillaba moviéndonos!…

JUEGOS DE CORRER

Eran los más sencillos de todos, y también los más divertidos. El rescate, el pillapilla, el «tú la llevas» y el cortahilos eran juegos de reflejos y velocidad. En el último, el perseguidor iba formando una cadena humana con todos los que atrapaba, pero si un compañero lo atravesaba rompiendo el hilo… otra vez a pringar.

En el «tú la llevas» plantábamos un estigma invisible sobre un compañero con solo tocarle, y este, para deshacerse de la maldición, tenía que traspasársela a un tercero. Finalmente, el pillapilla era otro juego de persecución en el que solo hacía falta ganas de correr y de pasárselo bien.

EL PAÑUELO

Los equipos se situaban uno enfrente del otro. En el centro, una mano inocente sostenía un pañuelo, gritaba un número y el jugador correspondiente echaba a correr como alma que lleva el diablo para hacerse con la prenda. Deseábamos que nos tocara el rival más lento para ganar con holgura, y lo pasábamos fatal cuando nos asignaban al gamo de turno. Por muchos reflejos que tuviéramos, estábamos vendidos.

JUEGOS DE TONTEAR

¿Quién no se ha sonrojado cuando el ojo de la botella ha caído de su lado y ha recibido el «castigo» de tener que besar a un chico o a una chica? Había una variante, la botella y el duro, en el que el beso dependía de que la moneda saliera cara —beso en la mejilla— o cruz —beso en los labios—. A las chicas les encantaba el «beso, verdad o atrevimiento», y no sabían si optar por el amor platónico, la sinceridad de una confesión o el coraje de aporrear la puerta del loco del bloque o la bruja del pueblo.

EL TRUQUE

El truque, o su hermana gemela la rayuela, era el dibujo que las niñas hacían en el suelo —con tiza, por supuesto—. Tiraban una piedra al primer cuadro y, a pata coja, tenían que llevarla hasta el final, sin pisar nunca las rayas pintadas ni salirse del recuadro. Cuando alcanzaban la meta partían de la segunda casilla, esta vez sin pisar la primera. Es una pena que ya no vayamos a la pata coja a ningún sitio… Molaba.

EL LLAMAPUERTAS

Una de nuestras distracciones más frecuentes consistía en llamar a los telefonillos y salir corriendo. Así contado igual no lo parece, pero lo pasábamos teta. Si no te lo crees, prueba.

LA GOMA

Como buen juego que se precie disponía de sus propias canciones pegadizas, como las de «Don Melitón y sus tres gatos», «En la calle 24», «Chicle Bazooka», «Pisotón pisotera», «Soy capitán»… Los niveles de dificultad dependían de las distintas alturas en las que se ponía la goma: tobillo, rodillas, caderas, axilas, cuello… y más arriba, sosteniéndola con los brazos en alto. Al último nivel solo llegaban las que sabían hacer la ruleta.

LA COMBA

A solas o con amigas, y siempre con una banda sonora como la del barquero, gracias a la cual aprendimos que «las niñas bonitas no pagan dinero» o «el cocherito leré», a las niñas de la EGB se les iban las horas con la cuerda. Y si no se descalabraron o se ahorcaron fue por las muchas horas de práctica que había detrás.

JUEGOS DE PALMAS

A las que no les gustaba correr riesgos con la goma o la comba —más de una perdió alguna pieza dental— jugaban a las palmas, ese juego de manos con canciones pegadizas, alguna de ellas de dudoso carácter educativo. Un ejemplo, la de un tal don Federico, que hizo picadillo a su mujer para casarse con otra. Allí había más líos que en Melrose Place.

LAS RECORDADAS CHUCHES

Llevábamos todo el día rumiando qué le pediríamos a la señora mayor que vivía en aquel paraíso inalcanzable de gominolas, regalices y piruletas y que nos veía más que nuestras abuelas. Aquellas veinticinco pesetas había que administrarlas bien.

LOS CHICLES

La guapa de Verano azul puso de moda hacer globos enormes y Bang Bang se forró. Por eso, y porque nos tirábamos horas mascando y aquello seguía sabiendo a fresa, o a menta. También estaban los Boomer, los de aquel superhéroe tan elástico, los Bazooka, tan duros como una castaña pilonga, los Cheiw Junior… ¡Tenía que ser Cheiw! En barra estaba el Tico Tico de sandía, y en pequeñas dosis las bolsas de pepitas de oro de Gold Nugget, que se nos metían entre las muelas. Y para el final hemos dejado el Cosmos, que era negro, sabía a regaliz y nos teñía la lengua de negro. Fue fabricado para experimentar con nosotros algún tipo de nueva arma química.

LOS CARAMELOS

En la categoría de «blandos» los reyes siempre han sido los Sugus, tan pegajosos… Nos tirábamos a los de fresa o de piña, los del papel azul, y pasábamos de los de limón y naranja. Los Palotes eran como un Sugus gigante en barra. En «duros» y por encima de los cuba-libre de Pinedo, encabezaban la lista los drácula, que nos dejaban la lengua como si le hubiéramos dado un chupito a la mercromina. Los de melón no cuajaron. También nos pintábamos de rojo con los pintalabios de caramelo… y con los pirulís, que a base de chuparlos se acababan convirtiendo en armas punzantes que hacían estragos en nuestras encías. No podíamos olvidarnos de las pastillas de leche de burra, aquellas blancas de azúcar puro envueltas en celofán. Y para el final, dos clásicos: los Chimos, «un agujero rodeado por un caramelo», y los pez, con aquellos surtidores convertidos hoy en piezas de coleccionista.

LAS GOMINOLAS Y OTROS DULCES

El icono por excelencia son los ositos, pero la oferta era ilimitada: botellas de coca-cola, serpientes traslúcidas de dos colores, jamones, moras grandes y pequeñas, rojas y negras, habas mágicas… Además, nos pirraban las barras de gelatina y, por supuesto, las nubes. ¿A que probaste a quemarlas? Aquel humo negro no debía de ser muy sano.

LOS REGALICES

El abanico era amplio: en barras trenzadas o en discos espirales, rojo o negro… O el de Zara, una barra dura envuelta en celofán. ¿Te acabaste alguno?

LOS QUE LLEVABAN PALO

Cuando nos quedaba ya poca paga recurríamos a los chupa-chups de fresa de Kojak rellenos de chicle. Era como comprar dos golosinas por una. También estaban los de Fiesta, de múltiples sabores, y las piruletas de fresa ya fueran redondas o con forma de corazón. Y llegamos a los caramelos musicales. El Pitagol, que tenía la punta con forma de silbato ¡que pitaba! Claro, que duraba cinco minutos. Los Melody Pops funcionaban igual, pero podíamos tocar varias notas musicales con aquel palito que subía y bajaba. Eran geniales para sacar de quicio a nuestros padres.

EL PALODUZ

Este no llevaba palo: era un palo. Lo que no sabíamos es que se trataba de la raíz de la planta de la que se obtiene el regaliz y que tiene todo tipo de propiedades beneficiosas, ¡incluso afrodisíacas! Tampoco había narices a acabárselo.

LAS DE CHOCOLATE

Lacasitos, conguitos… y cigarrillos de chocolate que venían en cajetillas que imitaban a las de verdad. Ahora se iría a la cárcel por venderlos, y con razón: aquel papel no había manera de despegarlo y al final o nos lo tragábamos o teníamos que tirar el cigarro. Y eso nunca.

LAS QUE VENÍAN EN BOLSAS

Los gusanitos de maíz, las pipas y aquellos kikos duros como piedras de Churruca fueron unas de nuestras primeras chuches. Después llegaron los Triskys, los Fritos, las cortezas Bocabits, los Doritos, las pajitas de ketchup… y el peor invento del siglo, las patatas fritas light. Y que sigan diciendo que eso son patatas…

LOS PICAPICA

¿Quién no recuerda aquel sobrecito blanco relleno de «granulado efervescente» de Sidral? También nos gustaban otros sobres, más grandes, los de los Fresquitos, que incluían un dedo de caramelo para pringarlo en el picapica. Así evitábamos que nuestras madres tuvieran que limpiarnos las manos con saliva.

LOS PETA ZETAS

¿Qué demonios sería aquello que chispeaba y explotaba en nuestra boca? Solo sabemos que causaba adicción y no teníamos hartura. Nos podíamos comer tres bolsas de una sentada y aún querríamos más.

LOS POLOS Y HELADOS

Llegaba el verano y los quioscos de helados brotaban como setas. Después de casi un año de impaciente espera, repasábamos el tablón una y otra vez y no sabíamos por cuál decidirnos. Los Drácula nos encantaban o los odiábamos, pero aquella cubierta de cola con interior de fresa y base de cremosa vainilla no dejaba indiferente a nadie.

Algo parecido sucedía con los ColaJet, esa mezcla de polo de limón y cola con una envoltura de chocolate. Su rival, siempre a la zaga, era el Capitán Cola. Después llegó el Frigodedo, que abrió el camino al Frigopie, de crema de fresa. El Fantasmikos tenía una textura similar pero de vainilla y un palo que a la vez era un chicle, pero no estaba muy bien pensado y teníamos que comérnoslo deprisa, antes de que se desmoronase. El Frigurón, de un intenso azul curazao, no caló, muy ácido, y no estuvo en cartel mucho tiempo. El Twister tenía dos versiones en texturas helado y polo, y por su precio podíamos permitírnoslo en ocasiones especiales. Con los Calippo, de fresa o lima, llegó la revolución, y la competencia no tardó en reaccionar con el Pirulo. Si no nos quedaba mucha paga nos decidíamos por un Minimilk de nata, chocolate o fresa, que cumplían su función. Y si estábamos secos, un flash de cinco o quince pesetas, según el tamaño. Era el helado de los pobres.

Los Magnum, Cornetto… eran demasiado caros para nuestros bolsillos, así que tendrían que esperar el paseo de la tarde de los sábados con los padres. Ellos, por cierto, eran más de los cortes de helado de uno, dos o tres sabores, los bombón helado, los sándwiches de nata… y en casa, de Contessa, ahora Viennetta.

LOS JUGUETES DE LOS PUESTOS DE CHUCHES

Con las vueltas que sisábamos del pan o los restillos de la paga poco se podía hacer, pero conseguíamos estirar esa calderilla hasta límites insospechados. Nos llegaba hasta para comprar todo un regimiento. De plástico, eso sí: las figuritas de Montaplex. En cuanto llegábamos a casa rompíamos con ansia aquel sobre de papel para tomar contacto con nuestros nuevos compañeros de juegos, nada menos que un pelotón de soldados. Ya teníamos el ejército alemán, el confederado, el ruso… Y allí estaban, unidos por una tira de aquel plástico de olor inconfundible que llegaba hasta el tuétano. Después llegaron los sobres de los Monta Man. Los muñecos eran algo sosos, ¡pero articulados! Los teníamos que montar nosotros mismos, e incluso tenían sus propios vehículos —motos, helicópteros, bicicletas…— y complementos a juego.

Aquellas tiendas tenían de todo. Las niñas compraban madejas enteras de hilos de plástico de colores para hacer pulseras que luego lucíamos presumidos. También vendían los sobres-sorpresa, que no se entiende por qué los llamábamos así, porque siempre nos tocaba una pulsera de plástico duro con pendientes a juego, unas pastillas de leche de burra, dos sugus…

El juguete que causó furor durante una buena temporada fueron las manos locas, las gomas superelásticas y adherentes que acababan siempre pegadas en el techo del aula. Las había de muchos colores, y servían para darle collejas al que se sentaba delante de nosotros en clase. A los dos o tres días tenían un color poco saludable y dejaban de pegar. Nada como un buen baño con jabón… ¡y como nuevas! Y si se nos rompían, no pasaba nada. Teníamos que ir a por el pan, y a lo mejor alguna moneda, por descuido, se quedaba en nuestro bolsillo.