Los que fuimos a la EGB somos una generación de bromistas. Unos cachondos, vamos. Seguro. Y no porque nos lo enseñaran en el colegio, no. Allí, a la mínima que nos hacíamos los graciosillos nos caía un capón ninja, de esos que nunca veíamos por dónde habían llegado. Tras largas reflexiones, estas ganas de cachondeo, de poner en ridículo al prójimo como una excusa para echarnos unas risas a su costa tienen algo que ver con la copita de Quinta Santa Catalina que nos daban nuestros abuelos después de comer porque estábamos «esmirriaos».
—¡Hijo, qué mala cara! Tómate esto, que ya verás como enseguida coges color.
Y vaya si lo cogíamos. Qué sudores… Ahhh, aquellas primeras resacas de la infancia.
El caso es que en plena EGB nos pasábamos el año deseando la llegada de las vacaciones de Navidad. No porque estuviéramos poseídos por el espíritu que corresponde a la época —los únicos espíritus que conocíamos entonces eran los que nos habían enseñado en clase de Religión y aquellos de los que hablaba el doctor Jiménez del Oso en el programa de Televisión Española, Más Allá—. No. La Navidad era la temporada oficial para reírse del personal, una especie de cheque en blanco para dar rienda suelta al pequeño delincuente alborotador que todos reprimimos dentro.
Nuestros padres nos dejaban gastarnos toda la paga en los artículos de broma que solo en esos días se vendían en las tiendas de chucherías y en los puestos navideños, aunque no les hiciera demasiada gracia: sabían que, un año más, serían unos de los objetivos de nuestras gamberradas el día de los Inocentes. La familia, lo primero.
Porque sí, son unas fiestas para pasar en familia. De hecho, era la única época del año en que nos apetecía visitar a nuestras tías: en Nochebuena siempre caía el tradicional aguinaldo:
—A ver en qué te lo gastas —advertían.
Nosotros ya lo teníamos claro: en artículos de broma. Y como también nos habían enseñado a ser agradecidos, unos días más tarde las deleitábamos con una exhibición de la recién adquirida artillería: como uno más de Los hombres de Harrelson nos deslizábamos hasta la camilla del té y camuflábamos en el azucarero un par de terrones de azúcar-mosca o sembrábamos el parqué recién acuchillado de escarabajos-bomba que explotaban al pisarlos. Y ellas, encantadas con su sobrino, por supuesto.
Año tras año íbamos ampliando el catálogo: chicles con cepo o de pimienta, polvos picapica para estornudar, la tinta china que se limpiaba con agua, ¡la caca de perro falsa!, el moco de plástico, los pútridos dientes de monstruo… Uno de nuestros favoritos era el anillo ducha, que lanzaba un chorrazo de agua a todo el que se acercaba a apreciarlo de cerca. Funcionaba gracias a un «complejo» mecanismo, una pera amarilla con forma de cabeza de chino. El mismo que llevaba incorporado el levanta platos, con el que conseguíamos que la comida de nuestras madres cobrara vida propia. La experiencia nos enseñaba que nunca debíamos utilizarlo con platos de sopa demasiado llenos…
Casi todos aquellos artículos llevaban impreso el enigmático rostro de un tal Mi-Shan-Fu, uno que debía de ser primo del que anunciaba el flan chino El Mandarín o que hizo la mili con Fu Manchú. Por cierto, si buscas en Google verás que se siguen fabricando. No es de extrañar; el mundo es de los cachondos. Cada vez que escuchamos a la Merkel nos tronchamos…
BOMBAS FÉTIDAS: ADMIRADAS Y TEMIDAS
Uno de los artículos que siempre aparecía en lo más alto del top ventas navideño eran las bombas fétidas, aquellas cápsulas que contenían un líquido amarillento nada apetecible y de olor nauseabundo pero que convertían a su poseedor en el más respetado y envidiado de la pandilla. Cuando llevábamos una encima nos sentíamos poderosos. Todos nos miraban con respeto, e incluso guardaban las distancias.
Se presentaban en una caja de tres unidades que hasta incluían instrucciones: «Tirar la bombita contra el suelo o pisarla. Al momento esparcirá un olor insoportable». Pero su manejo era un asunto delicado. Transportarlas en el bolsillo del pantalón no era lo más recomendable si ya habíamos adquirido cierta conciencia de la levedad de nuestra existencia. Un movimiento en falso podría romperlas, y si nos «explotaban» encima ya podíamos darnos por muertos… socialmente. Y convertirnos en unos apestados a tan tiernas edades marca. Al amigo de un amigo le pasó.
Había otro artículo que rivalizaba en ventas y fans con las bombas fétidas: los fulminantes de cigarrillos, aquellos inofensivos minipetardos que introducíamos entre el tabaco con ayuda de un palillo y que explotaba en las narices, literalmente, del incauto fumador. Contábamos en voz muy baja los segundos eternos que transcurrían hasta el fatal desenlace, mientras la adrenalina trepaba por nuestras gargantas y entonces… ¡pum!
Además, tenía la ventaja de ser una broma de larga duración: los días siguientes nos venía a la memoria la cara de estupefacción de la víctima y no podíamos evitar volver a desternillarnos. ¿Que por qué lo hacíamos? Sencillo, porque éramos buenos hijos y queríamos ayudar a nuestros padres a dejar de fumar. Para ellos no debía de ser tan evidente, porque a más de uno esta buena acción nos costaba el postre. Tan inofensivos —al menos para nosotros— no eran.
LOS PETARDOS: ATRACCIÓN FATAL
Nos encantan las explosiones, para qué ocultarlo más. Coincidimos en culpar de ello al Equipo A, que en cada episodio hacía estallar una media de diez bidones de gasolina, una gasolinera, un almacén repleto de dinamita, siete coches y dos furgonetas. Asistíamos a aquellas bacanales de fuego y destrucción pegados a la pantalla con los ojos resecos por no parpadear. Esperábamos que el humo dejara paso a un desolador panorama de cuerpos desmembrados y destrucción… Pero nada más lejos de la realidad. Los malos malotes se levantaban con el pelo descolocado, se sacudían el polvo y se entregaban con deportividad… sin una sola brecha o un mal esguince. Este era el único fallo que tenía la serie.
Los fulminantes para que nuestros padres dejasen de fumar estaba bien, pero necesitábamos más, así que corríamos a los puestos de chuches a llenar nuestras cananas de aquellos cartuchos de pólvora con mecha para emular a nuestros convictos favoritos. Los petardos de dos pesetas, los más flojos, eran perfectos para nuestras primeras explosiones. Después solo los comprábamos cuando ya nos habíamos fundido casi toda la paga. Habíamos pasado al siguiente nivel: los de cinco pesetas. Contundentes y económicos, eran los más demandados gracias a su relación precio/carga. Pero si queríamos jugar a cosas de mayores, ahí estaban los de quince y veinticinco pesetas. Con forma de caramelo y una mecha de garantías, su envoltorio de papel kraft guardaba las cargas explosivas más potentes del mercado. Quien se hacía con uno se convertía por derecho en el jefe del comando y, como tal, ese día era el responsable de seleccionar los objetivos de nuestras operaciones.
¿QUÉ NOS GUSTABA EXPLOTAR?
Casi todo era susceptible de ser volado por los aires: la casa de palillos que habíamos construido en clase de trabajos manuales, un bote de refresco que nos encontrábamos en la calle, el Barriguitas que le habíamos quitado a nuestra hermana pequeña como venganza por haberse chivado a nuestra madre de que habíamos estado ojeando la Interviú de nuestro padre, una papelera, la tapa de una alcantarilla…
Nuestra imaginación establecía los límites. Pero, sin duda, lo que nos encantaba era hacer explotar cacas de perro. Aún no se habían inventado los pipi-can y a nadie se le pasaba por la cabeza salir a pasear su caniche con una bolsita de plástico para recoger sus excrementos, así que localizarlas resultaba sencillo. Escogíamos la más reciente, la aún humeante, y le clavábamos un petardo a modo de vela de cumpleaños. La «tarta bomba», la llamábamos. Después solo quedaba encender la mecha y correr a refugiarnos de la escatológica onda expansiva. Y es que las cacas de perro daban mucho juego. Las que no era aptas para nuestros espectáculos de fuegos artificiales de mierda las depositábamos con sumo cuidado delante de un portal o de la salida de la tienda, bien camufladas. «Mierda que no has de explotar, déjala pisar». Era nuestro lema.
Hubo una época en que de nuestras casas desaparecían misteriosamente las bombillas de las lámparas que nuestros padres aflojaban para ahorrar electricidad. Fue después de descubrir que al lanzarlas contra el suelo explotaban. ¡Ah! Y también jugábamos a reventar los megaglobos de chicles Bang Bang que hacían nuestras compañeras del cole imitando a Bea, la guapa de Verano Azul. En plena cara. Si llevaban gafas eran mucho más divertido.
Llamar a todos los telefonillos del barrio y salir corriendo era un imprescindible de nuestras tardes vagando por las calles. Nos encantaba tomar el pelo a los mayores. Existía una tienda de chucherías de un tal Benito, el sordo, un hombre ya mayor con cara de haber aguantado en su vida una o ninguna broma y que lucía tras la oreja izquierda un vistoso sonotone.
—¿Qué quiere?
La diversión consistía en mover los labios sin hablar.
—¿Quéee? ¿Qué dices? —insistía mientras manipulaba el aparato con manos nerviosas.
Al fin, encontraba la ruedecita del volumen y la giraba al máximo: era el momento.
—¡¡UUNA BOLSA DE KIKOSSSS, BENITOOOOOO!!
El pobre hombre se caía de espaldas, ocasión que se aprovechaba para huir muertos de risa:
—¡Siempre pica! Jajajá.
Todos hicimos de las nuestras en el colegio. ¿Quién no ha camuflado una tiza entre las tiras del borrador de la pizarra? ¿Quién no ha puesto la papelera encima de la puerta del aula para que al abrirla le cayera encima al profesor? ¿Quién no ha participado en una batalla de bolas de papel de aluminio Reynolds en medio de una clase? ¿Quién no ha pegado carteles en la chepa del profesor con mensajes de gran carga intelectual del estilo de «Llámame tonto» o «Me pica el culo»? ¿Quién no ha llamado a la policía desde una cabina avisándoles de que había una bomba en el colegio para aplazar un examen? Eran inocentes chiquilladas que en ocasiones iban subiendo de tono hasta llegar a un punto en que se nos escapaban de las manos…
En el colegio empezábamos por espolvorear polvos picapica o explotábamos una bomba fétida, lo que provocaba el desalojo inmediato del aula. En medio del desconcierto colocábamos un par de chinchetas en la silla de la profesora, que al regresar se sentaba sobre ellas. Al abrir su cajón para sacar la lista e hincharse a poner negativos se encontraba con la lagartija cazada en el recreo. El pobre reptil trataba de huir pero terminaba sus días aplastado bajo el libro de Sociales de la maestra mientras las dos empollonas de la primera fila vomitaban ante la visión de una muerte tan repugnante.
¿Cómo actuar en tales casos? Si nos entregábamos nos quedaríamos sin recreo una semana y dos sin postre, pero eso sí, tendríamos nuestros quince minutos de fama.
Aprendimos mucho de nuestras gamberradas. Lo primero, que nuestros actos tenían unas consecuencias… siempre que nos pillasen in fraganti o algún compañero se chivase. Para preservar nuestra identidad teníamos dos opciones: cometerlas sin que nadie estuviese presente o perpetrarlas con nuestro auténtico círculo de confianza. Esas consecuencias tenían un nombre: castigo. Los podemos dividir en dos tipos: los del cole y los de nuestros padres.
Los castigos del cole eran lo peor que nos podía pasar. Si el profesor llamaba a nuestros padres para ponerles al día de las fechorías del niño, sabíamos que en casa nos esperaba una buena bronca… y otro castigo. ¿Por qué? Por estar castigado. Los padres de entonces no necesitaban más razones.
EL BORRADOR VOLADOR
La cercanía de un castigo era algo que se palpaba en el ambiente. Incluso a veces lo veíamos venir… volando hacia nosotros en forma de borrador. No hacían falta palabras. Era un aviso que conocíamos todos:
—Martínez, o se calla o le expulso.
En esa época también aprendimos mucho acerca del lenguaje no verbal.
EL CAPÓN ANILLO
Que nos echaran de clase por no reprimir un ataque de risa o por no haber dejado de darle a la sin hueso con nuestro compañero de pupitre no era un drama, al contrario… Aunque solo la primera vez. Si éramos reincidentes el profesor nos agarraba de la patilla y nos hacía recorrer de puntillas el interminable corredor que conducía al despacho del director. Este nos recibía con un efusivo capón anillo que, como el Rexona, no nos abandonaba el resto del día. Era un arte milenario cuyo objetivo era enmendarnos a base de chichones y que dominaban a la perfección los profesores con más solera.
EL REGLAZO: DOS VERSIONES
Otros recurrían a una única regla: en concreto, de madera de sesenta centímetros de largo. El reglazo era una de las técnicas más asépticas, ya que no dejaba marcas, y quizá por eso la más extendida entre el profesorado femenino. Se ofrecía en dos versiones: light, en la palma de la mano, y hardcore, en las yemas de los dedos, según el grado de gamberrada cometida. En cambio, a los incondicionales del guantazo les encantaba estamparnos su firma en la cara sabiendo que serviría de advertencia para el resto de compañeros.
«COPIE CIEN VECES…»
Si no nos sabíamos la lección o nuestro perro se había comido los deberes nos esperaban dos modalidades de castigo. Una de ellas, con un enfoque didáctico, se basaba en el método de aprendizaje por repetición:
—Mohedano, escriba cien veces «El caballito de mar no es un ave gallinácea» —esto es real, prometido.
También podían hacernos copiar un mínimo de tres veces el tema del día. La otra, dirigida a hacer escarnio público de nuestra figura, consistía en obligarnos a pasar el resto de la clase de cara a la pared, ya fuera de pie o de rodillas, sujetando libros… En Guantánamo creo que la siguen utilizando.
SERVICIOS A LA COMUNIDAD
Los que eran unos friquis de los juegos de construcción, como el Tente o el Mecano, aprovechaban cualquier ocasión para dar rienda suelta a su afición. En los coles había unos cuantos, y al volver del recreo era habitual encontrarnos con un castell de sillas en medio de la clase. Eran admirables: se superaban en cada intento y hasta conseguían coronar su obra con la mesa del maestro.
Los alborotadores antisistema también aprovechaban el tiempo del recreo para hacer volar por las ventanas nuestros abrigos o esparcir por el suelo el contenido de las mochilas. A estos solíamos verles muy a menudo realizando servicios a la comunidad, como limpiando todos los borradores de los encerados, recogiendo los papeles del patio y vaciando las papeleras.
CRUELDAD INTOLERABLE: SIN RECREO
Pero había un castigo que superaba a todos en crueldad: que nos dejaran sin recreo. Pero no solo eso: además, nos confinaban a un aula de aislamiento con otros que habían corrido nuestra misma suerte y donde nos vigilaba el profesor de turno, que de vez en cuando alzaba la vista por encima del periódico para regodearse en nuestro infortunio. De entre el jolgorio del patio distinguíamos las voces de nuestros compañeros…
—¡Pásamela, que estoy solo!
—¡Eh, mi Bollycao!
—¡A trallón no vale!
—¡Quien la tira va a por ella!
Aquello nos hacía sentir aún más desgraciados y apenas probábamos los bocadillos. En resumen, todo un atentado contra la Declaración de los Derechos Humanos.
Los de casa también eran castigos anunciados:
—¿A que me quito el cinto?
—¿A que se te caen los pantalones? —pensábamos.
Aquel era el primer aviso. El segundo tenía forma de pantufla voladora. Si hubiera sido un deporte olímpico, los padres se habrían llevado el oro en la modalidad de lanzamiento… y nosotros en la de esquivarlas.
En ese momento tomábamos conciencia de lo frágil de nuestra existencia ante la inminencia de una buena tunda de azotes o una bofetada inesquivable. Nuestros padres habían sido educados en la convicción de que un guantazo a tiempo ahorra muchos disgustos, y la seguían a rajatabla.
TRABAJOS FORZADOS
—¡Esto parece una leonera!
Al rugido de nuestras madres corríamos a escondernos detrás del sofá. De nada nos servía. Nos descubrían enseguida para obligarnos a recoger el cuarto… y, ya de paso, barrer y pasarle la fregona al pasillo. Creo que por eso no teníamos muy claro si mantener ordenada nuestra habitación y no dejar la ropa por cualquier sitio… era un deber o un castigo. Por si acaso mejor tomarlo como lo segundo.
TORTURAS PSICOLÓGICAS: SIN POSTRE Y AISLADOS
Es una táctica de guerra basada en minar la moral del enemigo: dejarnos sin postre y obligarnos a permanecer en la mesa viendo cómo nuestros hermanos devoraban los suyos; o mandarnos a nuestra habitación, donde el único entretenimiento era la flamante enciclopedia Larousse de veinticuatro tomos y cuatro suplementos.
UN MES SIN SALIR
En aquella época casi toda nuestra diversión la encontrábamos en la calle: que nos castigasen sin salir de casa era la segunda peor cosa que nos podía ocurrir en la vida. La primera, que los graciosos de los compañeros nos bajasen el pantalón del chándal, dejándonos en calzoncillos en mitad del patio y delante de la chica que nos gustaba.
SIN PAGA
El bloqueo económico era otra de las represalias más recurrentes y efectivas. Nos cerraban el grifo y ya podíamos olvidarnos durante unos cuantos días de chucherías y petardos… Si éramos previsores podíamos sobrevivir recurriendo a los ahorros de nuestra hucha.
EL ARTE DE FINGIR O CÓMO CONSEGUIR UN INDULTO
Ya podíamos llorar, patalear… Cuanto más insistíamos y más insoportables nos poníamos, más empeoraba la situación. De eso nos dábamos cuenta enseguida, así que al final respirábamos hondo un par de veces, secábamos nuestras lágrimas y lo asumíamos. Si no podíamos conseguir una amnistía aún nos quedaba la posibilidad de una reducción de condena por buena conducta.
Durante unos días, que por cierto parecían de cuarenta y ocho horas, poníamos y recogíamos la mesa, bajábamos la basura sin que nos lo recordaran, pasábamos más tiempo delante de los libros —nadie ha hablado de estudiar—, hacíamos la cama, recogíamos nuestros juguetes… y con cara de cordero con billete de ida al matadero vagábamos por la casa arrastrando los pies como alma en pena. La mayoría de las ocasiones funcionaba. Nuestras madres se ablandaban y convencían a nuestros padres en el dormitorio de que quizá fuera el momento de conmutarnos la pena.
—El niño se ha enmendado, ha aprendido la lección. A lo mejor hemos sido demasiado duros…
Si la respuesta del padre era un:
—No sé… A lo mejor…
Entonces mirábamos al cielo y dábamos gracias a Superman. ¿Que por qué se les oía hablar? ¿Es que acaso tú no ponías la oreja en la puerta de su cuarto?
Dicen que más vale una mentira que nos haga feliz que una verdad que nos haga llorar. Qué gran verdad. ¿Por qué íbamos a disgustar a nuestras madres diciéndoles que solo habíamos aprobado gimnasia y recreo? Eso sería de mal hijo. Lo suyo era contarles que habían robado en el colegio y se habían llevado todas las notas y que no intentaran llamar al director porque le habían secuestrado. Una mentira creíble para hacer feliz a la mujer que nos trajo al mundo. Pero nuestros padres, erre que erre.
—Te va a crecer la nariz como a Pinocho.
—Ojalá —pensábamos.
Mentir se convertía en el último recurso para evitar un castigo seguro. Y nos hicimos unos expertos, aunque fuera a base de aprender de los errores. Si nos queríamos escapar una tarde a los recreativos diseñábamos una coartada con nuestro mejor amigo: cada uno le diría a sus respectivas madres que iría a estudiar a casa del otro. Pero ¿y si una de ellas llamaba a la otra o ambas se encontraban en la calle? Necesitábamos una excusa mejor, el plan perfecto. ¡Eureka! Les diríamos que íbamos a estudiar a la biblioteca del barrio. Aquello funcionaba un par de veces. A la tercera, cuando estábamos a punto de batir el récord en el Galaxian, aquel mítico juego de marcianitos, una madre pasaba por delante de los recreativos. Soltábamos el joystick y nos escondíamos detrás de la máquina. Respirábamos aliviados, creyendo que nos habíamos librado de una buena… hasta que cinco minutos después uno de los padres nos sacaban de allí a colleja limpia.