A diferencia de generaciones posteriores, como la ni-ni, los niños de la EGB desempeñábamos una serie de funciones de vital importancia para el buen funcionamiento del hogar. Y no hablamos de hacer la cama, poner y recoger la mesa o mantener nuestro cuarto ordenado. Veamos.
CAMBIAR AL UHF
Servir de mando a distancia de la Telefunken de 29 pulgadas era uno de nuestros roles en casa. La alternativa a no hacerlo: irnos calientes a la cama. Por suerte, en aquella época solo había dos canales de televisión: la uno y el UHF —hoy La 2 de Televisión Española—, y al principio este solo se emitía cuatro horas al día. Eran lentejas…
«PACO, ¿QUIERES DECIRLE AL NIÑO QUE BAJE LA BASURA?»
Bajar la basura era en realidad un «marrón» que pasaba de un hermano a otro y, como el chándal del colegio, siempre recaía en el más pequeño. Después de cenar nos sentábamos delante de la tele con el esquijama de felpa, intentado pasar inadvertidos, cuando nuestras madres, que estaban fregando los platos con Mistol, nos gritaban desde la cocina:
—¡Niño, la basura!
La técnica de mimetizarnos con el sofá fallaba siempre, y lo sabíamos. Solo nos quedaba recurrir al escaqueo por agotamiento.
—Ahora voy…
—¿Niño, quieres bajar la basura?
—¡¡Un momento, en el intermedio!!
El plan se venía abajo en cuanto nuestros padres, que creíamos absortos con el telediario, giraban la cabeza y nos miraban fijamente mientras hacían el ademán de quitarse la zapatilla. Para entonces ya habíamos dejado las bolsas en la acera, junto al portal —aún no se habían inventado los contenedores— y subíamos a toda pastilla. De noche, aquella maldita escalera siempre nos daba escalofríos.
HACER LOS RECADOS
Conocimos el Pryca y el Alcampo, donde muchos de nuestros padres hacían la compra semanal todos los sábados. La del día a día la hacíamos en los mercados y ultramarinos del barrio, que todavía no había tiendas de chinos.
Habíamos terminado los deberes, pero todavía tendríamos que esperar para poder jugar con los nuevos clicks de Famobil. A las madres de entonces —creo que debido a un serio déficit de fósforo— siempre se les olvidaba comprar algún ingrediente para la cena: un cuarto de kilo de carne picada para los macarrones, unas pastillas de Avecrem, un bote de tomate frito, un kilo de patatas…
A regañadientes llegábamos hasta el ultramarinos de la calle, aquellas tiendas de alimentación con olor a bacalao en salazón en las que podíamos encontrar de todo y que producían cierta claustrofobia. Íbamos sin dinero para evitar que nos engañaran con las vueltas, lo perdiéramos… o las sisáramos. Si éramos clientes habituales teníamos abierta una línea de crédito:
—Dice mi madre que se lo apuntes…
Y el tendero, un señor de aspecto austero vestido con bata blanca o azul, nos fiaba.
Otro mandado bastante habitual era ir a cambiar los cascos. Entonces los envases de vidrio de las cervezas y los refrescos eran retornables y una vez a la semana tocaba cargar con ellos hasta la tienda para devolverlos al ritmo de las botellas golpeando unas contra otras.
«DI QUE NO ESTOY»
Vendedores de enciclopedias y aspiradoras, testigos de Jehová, el butanero a recoger su aguinaldo, un comercial sordomudo de Artis Mutis vendiendo sus christmas navideños, la colecta del Domund, el Círculo de Lectores… Sonaba el timbre y ya sabíamos lo que teníamos que decir.
—Mi mamá no está.
La cosa cambiaba si era la representante de Avon quien llamaba a la puerta. Venía una vez a la semana arrastrando un carrito de la compra en el que transportaba el muestrario de cosméticos que desplegaba en el salón para deleite de nuestras madres.
LA MESA CAMILLA
En invierno matábamos por sentarnos alrededor de ella, al calentito de sus faldas. Su espartana apariencia escondía un complejo mecanismo compuesto por la propia mesa, el brasero eléctrico y la tarima que le servía de soporte, la falda, el tapete de ganchillo y el cristal protector. ¿El secreto de su éxito? Su versatilidad. Sobre el «infiernillo», lo mismo descongelábamos una barra de pan que secábamos la ropa o asábamos unas castañas, y bajo el cristal podíamos archivar importantes documentos como un décimo de lotería caducado, el calendario de bolsillo que cada año regalaba el carnicero, los últimos recibos de la luz o el resguardo de la tintorería.
EL MANTEL DE HULE
Nuestros padres tuvieron que trabajar muy duro para conseguir todo lo que tenían. Tal vez de ahí les venía su obsesión por que las cosas durasen eternamente. Algún avispado se dio cuenta y se forró gracias al hule, ese mantel de plástico de múltiples diseños y estampados ideado para proteger la mesa del comedor y que no se retiraba ni cuando venían las visitas: se extendía encima el mantel de las grandes ocasiones… y listo.
Solían renovarlo una vez al año, cuando su aspecto era ya poco salubre, ajado y con alguna que otra quemadura de cigarrillo…, pero no creas que lo estrenaban enseguida. Al llegar a casa lo colocaban sobre la mesa para que cogiera forma y después, para que no se estropease, lo cubrían con el viejo. El colmo.
LOS TAPETES DE GANCHILLO
Nuestras abuelas eran ganchilloadictas, todo el día colgadas de aquella extraña aguja metálica con un pequeño gancho en la punta con la que tejían miles de tapetes para cubrir cualquier cosa —la tele, la mesa del salón, la mesa camilla, el frigorífico, la lavadora…—. Su imaginación no tenía límites. ¿Te imaginas una muñeca Barbie con un vestido de ganchillo que ocultaba un rollo de papel higiénico? Así nació el arte kitsch.
EL SOFÁ DE ESCAY
En verano, echarnos la siesta en ellos era arriesgarnos a morir de deshidratación y, literalmente, pegados a aquella imitación de cuero de color marrón o rojo. Para evitarlo, los modelos más avanzados incluían cojines reversibles con uno de los lados en pana o derivados. Solían incorporar, a modo ornamental, enormes botones que, con el tiempo, iban desapareciendo de manera gradual y sin dejar rastro. Un misterio que quedó sin descifrar.
LAS ESCENAS DE CAZA
Una cacería de zorro en la nieve, un ciervo perseguido por una rehala de perros en la nieve, una piara de jabalíes en la nieve… Aquellos tapices con motivos cinegéticos aportaban al hogar un toque señorial, casi imperial. Le daban solera.
EL MARINERO CON PIPA
Otro tapiz imprescindible en nuestras casas. Recordaba al capitán Pescanova.
EL PAPEL PINTADO
Era la tendencia en decoración en nuestros años más tiernos. Cuando tocaba cambiarlo, toda la familia se ponía manos a la obra, el primero nuestro cuñado, que sabía hacer de todo. Lo fácil era pegarlo sobre el que ya estaba, hasta acumular varias capas. Cuando las paredes del pasillo casi se tocaban no quedaba más remedio que echar mano de la espátula y ponerse a rascar para arrancarlo.
EL GOTELÉ
Llegó para destronar al papel pintado. De gota fina o gruesa, con pintura plástica o temple, era la solución más rápida y económica para disimular las imperfecciones de las paredes sin necesidad de lijar. Benito, el socio de Manolo en Manos a la obra, se jactaba de haberlo introducido en nuestro país. Hoy está «demodé».
EL MUEBLE BAR
Aquello era, en realidad, un cajón de sastre en el que además del whisky, el Magno, la botella del Tío Pepe y el champán de las pasadas Navidades podíamos encontrar las sorpresas del roscón de los últimos doce años, el recuerdo de la boda de una prima, una baraja de cartas, un juego de posavasos de corcho, el recuerdo con forma de tele y un pequeño objetivo por el que pasaban fotos de Benidorm… además de la balda de cristal que incorporaban todos y que siempre se caía. De ahí la expresión «tienes más tontería que un mueble bar».
LAS FIGURITAS REGIONALES
Eran uno de los souvenirs más codiciados de entonces, cuando Torrevieja era el lugar más lejano al que la mayoría de las familias podíamos permitirnos viajar. Representaban todos los folclores nacionales: maños, gallegos, charros… Junto con el toro de terciopelo con vitola y la gitana flamenca se podían montar auténticos belenes sobre el televisor. Hoy, con esta moda de las pantallas ultraplanas es complicado que algún día recuperen su sitio.
EL CUELGAVELAS DE MADERA
Otro souvenir muy recurrente. Solía estar fabricado de madera barnizada y claro, no podía faltar el «Recuerdo de» junto a una bucólica panorámica del lugar en cuestión. Se colocaba en el pasillo, junto a la puerta, y su misión era exclusivamente decorativa. ¿Recuerdas haber visto alguno cumpliendo su función?
LOS PLATOS DECORADOS
¿Qué hace un plato en una pared?
EL PERRO DE ESCAYOLA
Un símbolo de estatus de la época que no podía faltar en casa de nuestras tías de ínfulas burguesas, junto con los jarrones decorados con un ramillete de juncos artificiales. Algunos ejemplares superaban el metro de altura. Los que más se llevaban eran el dálmata y Scooby Doo.
Si el profe nos había cruzado la cara en el cole ya sabíamos que no encontraríamos consuelo:
—Algo habrás hecho.
Ni siquiera nos daban la oportunidad de explicar nuestra versión. Y teníamos suerte si no nos llevábamos otra bofetada de refuerzo. Eran expertas en poner fin a cualquier tipo de negociación:
—Son lentejas, si las quieres las comes y si no las dejas.
Game Over. De vez en cuando nos mostraban su lado melodramático: «¡Me vais a matar a disgustos!», «¡Ay, cuándo me llevará el Señor!», «Me tenéis en un sinvivir», «Me tenéis con el alma en vilo», «Es la primera vez que me siento en todo el día»…
Les encantaba sacarnos de quicio cuando les preguntábamos qué había para comer: «Nitos y cabezas de gorgoritos», «Canguigos, patas de peces y lengua de preguntadores». Había otra versión: «Canguigos, patas de peces y gruños, que son grandes como puños».
Si les pedíamos una solución a nuestro aburrimiento, se quitaban rápidamente el marrón de encima: «Pues cómprate un burro». ¡Qué tenía de divertido un burro!, lo cual también nos ponía de los nervios.
Sabíamos cuándo estábamos a punto de cruzar el límite: «¿Pero tú qué te crees, que esto es un hotel?».
Tocaba retirada, si nos decía: «¡Esto no es una habitación! ¡Esto es una leonera!».
Les gustaba tener todo controlado: «Ponte muda limpia, que no sabes qué puede pasar», «Ordena tu cuarto, no sea que tengamos visita», «Limpia tu habitación, que como venga alguien nos van a poner en coplas», «¿No te lo comes? ¡Pues ya tienes cena!».
Se preocupaban por nuestro mañana: «Estudia inglés, que es el futuro», «Estudia mecanografía, que es el futuro», «Estudia informática, que es el futuro».
Ahora aprovechan cualquier ocasión para recordarnos que una madre siempre tiene razón: «¿Ves? Si hubieras estudiado mecanografía…». ¡Qué razón tenían!
Cuando estábamos en la EGB el colesterol ni se había inventado. Comíamos de todo, sin fijarnos en las grasas saturadas o los carbohidratos. Si nos preocupaba estar un poco gorditos, rápidamente nuestras madres nos quitaban la tontería de la cabeza:
—No, hijo; es que eres de hueso ancho.
Y aun así, para nuestras abuelas siempre estábamos «escuchumizaos».
—Da penita verte. El niño de la vecina, ese sí que está hermoso.
El niño de la vecina tenía once años y pesaba cien kilos.
NOS HINCHARON A…
No se había descubierto la vitrocerámica ni la Thermomix, y tampoco teníamos microondas: los primeros llegarían a finales de los setenta, costaban medio millón de pesetas y provocaban cáncer, alopecia e impotencia sexual. O eso decían… No importaba. En aquellas cocinas eléctricas o de gas butano nuestras madres hacían comida para alimentar a diez niños de la vecina. Y todo lo acompañaban con patatas fritas: unos huevos, un filete… hasta la tortilla de patatas.
Lo que sí cayó en sus manos fue la yogurtera, que causó furor entre las amas de casa. Durante un año desayunamos, comimos, merendamos y cenamos yogur casero. Nuestros vecinos también.
Después se puso de moda el kéfir, un hongo que «tragaba» más leche que M. A. Barracus, la fermentaba y la convertía en una especie de yogur milagroso que al parecer nos haría vivir más de cien años. El bicho crecía, tenía hijos y se propagaba por nuestros hogares de madre en madre. Daba un poco de grima. Además, no podía darle la luz. Era como un gremlin.
QUÉ DESAYUNÁBAMOS
Los niños de entonces nos dividíamos en dos bandos: los que éramos más de Nesquik y los que preferían los grumitos del Cola Cao. Y cuando queríamos sentirnos adultos nos daban Eko, un sustitutivo del café a base de cereales que surgió en los años de la posguerra y que muchos de nuestros padres tomaban porque no subía la tensión.
En muchas casas se bebía leche concentrada Frixia. Venía en envases cuadrados de plástico transparente y había que hervirla con agua, formándose una deliciosa capa de nata por encima que a algunos les repugnaba. Muchos asaltábamos el frigorífico para beberla a morro, en bruto. Cuando nos pillaban nos amenazaban con que nos iban a dar «fiebres de malta». Como no sabíamos qué era eso, seguimos ocultando nuestra adicción hasta que llegó el tetrabrik. De aquella Frixia nunca más se supo.
Y para mojar, cereales de Kellogg’s, galletas María Fontaneda, Chiquilín o Napolitanas… y chutando al cole.
QUÉ MERENDÁBAMOS
No fallaban. Cada día a las cinco de la tarde ahí estaban plantadas a la salida del colegio con nuestros bocadillos envueltos en papel de aluminio. De mortadela con aceitunas, de jamón de York con chorizo Revilla, de salami, de chopped… pero todo con algo en común: una buena base de Tulipán. También podía ser de fuagrás Apis o de Nocilla de uno o dos sabores o Tulicrem, según nuestras preferencias.
En ocasiones la merienda se reducía a un simple trozo de pan con chocolate —de Nestlé, Milka o La Campana de Elgorriaga—, como en la posguerra. Pero sabía a gloria…
En el apartado de la bollería industrial también nos dividíamos en facciones. Por un lado, los fans del Bollycao y los de Mi merienda, que no era más que un Bimbollo con cuatro onzas de chocolate. La oferta era suculenta. ¿Un dónut? No, eso mejor para el recreo. ¿Un Phoskitos, aquel pastelillo de bizcocho en forma de espiral con relleno de leche y cubierto con una capa de cacao con leche? ¿La combinación de nata y chocolate de Tigretón? ¿La mezcla de chocolate y mermelada de Bony? ¿Un Pantera Rosa, con esa cobertura del mismo color y de sabor inconfundible? ¿O un Bucanero, con su deliciosa crema? A veces, lo que nos hacía decidirnos por uno o por otro eran las pegatinas y calcomanías que regalaban.
Las galletas eran Artiach si quien venía a recogernos era la abuela, o príncipe de Beckelar, que ahora se ha vuelto cincuentón se hace llamar sólo Príncipe y ha pasado de parecerse a la sota de bastos a una copia amanerada de He-Man. Y para mojar, Okey, Cacaolat o Ryalcao, de chocolate, fresa o vainilla, o el Danup, el yogur que se bebía.
Para el final se han quedado las meriendas creativas, como los bocadillos de Tulipán con azúcar y/o Cola Cao… ¡y de plátano!
NUESTROS POSTRES FAVORITOS
Las madres conocían nuestras debilidades como si nos hubieran parido y lo utilizaban para darnos donde más dolía. En la mesa, el mínimo error nos costaba caro: quedarnos sin postre. No se sabe el porqué de tanta inquina.
Nos pirraban los Petit Suisse, y más cuando llegó el que llevaba azúcar, las copas Dalky de chocolate con cubierta de nata, el flan Dhul y el que hacían nuestras madres, las natillas de Danone…
Excepto durante aquellos dolorosos paréntesis de la yogurtera y el kéfir, los yogures que comíamos eran Danone —el Casper con sabor a Coca-Cola—, Yoplait, Chamburcy, RAM… A mediados de los ochenta descubrimos los PMI, que se hacían pasar por yogures y aguantaban meses y meses en el frigorífico, lo cual siempre daba mala espina. Dejaron de fabricarse hace cuatro años.
Comer sesitos, ya fueran de ternera o cordero, rebozados, con huevo o con cebolla, y en general cualquier derivado de casquería.
Las visitas eternas a casa de nuestras tías las tardes de los sábados. Nuestros padres nos decían que nos quedáramos quietecitos y no habláramos. Nos podían confundir con el perro de porcelana que custodiaba el pasillo.
Las visitas eternas de nuestras tías las tardes de los domingos. ¿Es que no tenían casa?
Que nos agarrasen los carrillos y nos besuqueasen la cara.
Que nuestras madres nos limpiaran con un pañuelo mojado con su saliva.
Que nos dejaran el pijama debajo de la ropa o nos metieran la camiseta por dentro de los calzoncillos cuando hacía frío.
Que nos remetieran la camisa por dentro de los pantalones continuamente en las bodas.
Que nos pusieran aquellos calzoncillos con bragueta de color blanco, amarillo o azul pijama que usaban nuestros padres.
Heredar la ropa de nuestros hermanos y primos. Las madres siempre tenían que cogernos los bajos de los pantalones.
Heredar los libros de texto ya subrayados y pintarrajeados de nuestros hermanos y su material escolar: rotuladores gastados, estuches destrozados y manchados de tinta…
Los chicos, que nos confundieran con una chica solo por llevar el pelo largo —«Es que eres tan guapo que pareces una niña»—. Tranquilo, ya no había forma de arreglarlo. O que nos dejasen el flequillo como si nos hubiera dado un lametazo una vaca.
Las chicas, que sus madres pregonasen a los cuatro vientos que ya eran «mujeres» cuando tenían el primer período o que las tensasen las coletas hasta que no podían dejar de sonreír.
El turismo rural no es fenómeno reciente. Cuando éramos pequeños ya estaba inventado, y muchos pasábamos el verano en el pueblo de nuestros padres. Si queríamos playa, las opciones eran Torrevieja o La Manga del Mar Menor, donde podíamos cruzarnos por la calle con todos los concursantes que pasaron por el Un, dos, tres.
Las vacaciones eran uno de los momentos en que más cerca nos sentíamos unos de otros: sobre todo durante las nueve horas que duraba el trayecto desde Madrid a la costa en aquel Seat 127 en el que viajábamos con nuestros padres, hermanos, abuela y canario, la figurita del san Pancracio, el marco de fotos «No corras, papá», el perro de cabeza oscilante que vivía en la bandeja trasera, el balón de Nivea inflado y los chistes de Arévalo y el Payo Juan Manuel que nuestros padres compraban en la primera gasolinera. Y sin aire acondicionado ni cinturón de seguridad.
El equipaje se repartía entre el maletero y la baca: tienda de campaña, hamacas, mesa y sillas de camping… y hasta frigorífico, cocina, menaje del hogar, televisor de 14 pulgadas y un rollo de sintasol para el suelo de la parcela. Todo tipo de lujos para hacer de la parcela del camping nuestra segunda casa durante un mes, que era el tiempo que duraban las vacaciones de nuestros padres. A las cuatro de la mañana del 31 de julio media ciudad estaba en la calle montando todo aquello sobre la baca. Era un arte que se ha perdido.
A la vuelta, la misma hazaña. Al día siguiente nuestro padre se reincorporaba al trabajo como si nada. En aquella época nadie sufría ni depresión posvacacional, ni trastornos del sueño ni jet lag que valga.
LAS NAVIDADES
Preparar las cenas de Nochebuena y Nochevieja exigía una logística muy precisa y sin fallos. La familia entera se reunía en casa y nuestras madres estaban especialmente nerviosas: aquella era una de esas grandes ocasiones en las que podían lucir su mantel más lujoso y elegante —el hule siempre debajo, por supuesto—, la vajilla de las visitas y la cubertería de plata de ciento catorce piezas. En el menú no podía faltar la sopa de marisco, el cóctel de marisco, el salpicón de marisco, las gambas y los langostinos. Variadito. Y por supuesto, la botella de anís del Mono y la cuchara para los momentos musicales.
QUE NOS TRAÍAN LOS REYES MAGOS
De Papá Noel sabíamos básicamente por los anuncios de Coca-Cola. Los niños de entonces éramos acérrimos de sus majestades de Oriente, y cada uno teníamos nuestro rey favorito: al fin y al cabo, a alguien teníamos que culpar de que en vez del Monopoly nos dejaran aquella mala copia llamada Palé y otro esquijama idéntico al del año anterior. Aun así, todos los años recobrábamos la esperanza y echábamos un rato en escribirles nuestra carta.
—Estimados Sus Majestades de Oriente: el Fort Bravo de Playmobil, un Scalextric, el Ibertren, una bici BH con ruedines, el Magia Borrás, el Cheminova, el Simon…
Las niñas, a lo suyo:
—Estimados Sus Majestades de Oriente: la casa de PinyPon, el kit de la señora Pepis, el Barriguitas negro, la Nancy, el Pupitas, el Telesketch, el Enredos…
Pensábamos que cuantas más cosas apuntáramos más posibilidades tendríamos de que cumplieran alguno de nuestros deseos. Ingenuos. La suerte estaba echada. ¿Para eso nos molestábamos en prepararles la bandeja de turrón y la botella de anís?
LAS BBC
¿A quién no le provoca prurito que le inviten a una boda en la actualidad? Eso no nos pasaba cuando éramos pequeños. Un bodorrio, un bautizo o una comunión eran las ocasiones para reencontrarnos con los primos, beber Mirinda hasta que nos saliera por la nariz y volver a casa con algún billete de cien pesetas en el bolsillo, cortesía de los tíos más enrollados.
La parte negativa era que nos vestían de domingo y teníamos que calzarnos esos zapatos con borlas tan horribles como incómodos. Nada que ver con los náuticos que se pusieron de moda después, dónde va a parar.
En estos eventos familiares muchos de nosotros probamos nuestro primer cigarrillo, con apenas doce años… y permiso paterno. Bisonte, Celtas, Condal… Debían de resultarle divertido vernos echar medio pulmón a cada calada o pensaban que sus niños se estaban haciendo mayores. O las dos cosas.
NUESTRA COMUNIÓN
Era el domingo que íbamos a la iglesia con más ganas, pero por favor, que pasara todo rapidito: la ceremonia, la sesión de fotos… Vamos al grano: los regalos. Una maquinita Nintendo, una máquina de escribir electrónica, un teclado Casio PT-4 con el que lo único que llegábamos a tocar era el inicio de la melodía de El inspector Gadget…
Pero si tanto anhelábamos este día era porque por fin tendríamos nuestro primer reloj. Sabíamos que iba a ser un Casio, siempre era Casio, y deseábamos con todas nuestras fuerzas que fuera el modelo que llevaba calculadora. Es el que le habían regalado al guaperas de clase, y claro, teníamos que estar a su nivel el lunes por la mañana. Años después con lo que de verdad fardábamos era con el Telememo, un reloj agenda que nos permitía guardar hasta ciento cincuenta números de teléfono. ¿Qué nos quedaría por ver?
El resto de la familia solía optar por el «toma y cómprate lo que quieras», y te soltaba un billete de cinco mil o diez mil pesetas así, sin avisar, como si fuera lo más normal del mundo. «La que voy a liar con esta pasta», pensábamos.
Pero no nos daba tiempo ni a tocarlo. Nuestras madres se interponían entre nosotros y el dinero.
—Trae, yo te lo guardo que tú lo pierdes.
Después nos enterábamos que con la recaudación habían pagado el banquete. Aquello fue muy traumático.
Más que urbanas son leyendas caseras, inventadas por los padres de los padres de nuestros padres. Así nos inculcaron los primeros temores y nos volvieron tan maniáticos como ellos. Éramos esponjas y nos creíamos todo.
«No juegues con fuego que luego te meas en la cama», «No te toques que te quedas ciego», «No te bañes hasta dos horas después de comer que se te corta la digestión», «No te pongas bizco, que como te dé un mal aire te quedas así», «Como no te duermas pronto los Reyes Magos pasan de largo», «Como no te comas todas las lentejas llamo al hombre del saco», «Como no comas espinacas te quedarás enano», «A los niños los trae la cigüeña», «Como no vayas a misa acabarás en el infierno», «No te tragues los chicles que se te pegan al estómago», «No abras el paraguas en casa que da mala suerte», «No dejes las tijeras abiertas que da mala suerte», «Bébete rápido el zumo que se van las vitaminas», «No pises las hormigas, que son de Dios», «Si te pica es porque estás curando», «Si no rezas por la noche lo mismo mañana no te despiertas»…
Las cintas de casete de nuestros grupos favoritos; los libros de «Elige tu propia aventura»; los Súper Humor; la medalla que conseguimos en los cursillos de natación; las cartillas con nuestras notas de sexto, séptimo y octavo de EGB; nuestro reloj agenda Casio Telememo; el título de primero de mecanografía; una carpeta forrada con fotos de Glenn Medeiros y Bon Jovi; la caja donde guardábamos las chapas y las canicas; un álbum de cromos de fútbol de la temporada 80-81 sin completar; los imanes de nevera de RAM con forma de cabeza de animales; las chapas de fútbol y las porterías que hicimos con una caja de zapatos…
Somos los niños marcados por la triple vírica, la vacuna que nos protegía del sarampión, las paperas y la rubéola. La inyección debía de tener el tamaño de una banderilla porque nos dejaba un recuerdo en el hombro para toda la vida. La verdad es que molaba compararla con las de los compañeros de clase…
EL BOTIQUÍN DE NUESTRAS MADRES
En casa nunca faltaban los medicamentos «genéricos»: que nos dolía la cabeza, una aspirina; que teníamos tos, un supositorio —que por cierto, siempre nos ponían al revés—; que no se nos quitaba la tos, una inyección; que los mocos no nos dejaban respirar por la noche, Vicks VapoRub.
Si teníamos una muela picada nos echaban un líquido negro que nos dejaba un extraño sabor metálico en la boca durante el resto del día. Había un líquido para acabar con las verrugas. Para las llagas en la boca nos daban un medicamento con palo, Oralsone, que devorábamos como si fueran piruletas de Fiesta.