Nos libramos de la reválida que tanto temían nuestros hermanos mayores y de tener que estudiar la lista de los reyes godos, pero a los niños de la EGB nadie nos lo iba a poner fácil. Nos convencieron de que para ser alguien en la vida había que tener una carrera, que eso nos aseguraba el futuro, así que por delante nos esperaban unos cuantos años de atender al encerado, hincar los codos… y aprender mecanografía.
Los que fuimos a EGB llamábamos a nuestros compañeros de clase por su apellido: Paniagua, Llanos, Quismondo, Vidal, Romero, Ortiz… Era un mero formulismo, porque la verdad es que respeto, lo que se dice respeto, no nos teníamos mucho. Éramos de mote fácil y no tardábamos en adjudicarnos nuestro auténtico nombre. Sí, ese que nos ha dejado traumatizados para los restos.
Todos hemos sufrido al «pelota» que se sentaba siempre en la primera fila y levantaba la mano hasta para levantar la mano. Solía ser también el cuatro ojos y el repelente niño Vicente. Además, estaban el manta y el chupón, a los que nadie quería en su equipo de fútbol; el llorón, la masa —el gordito de la clase que siempre quería comerse nuestro bocadillo—, el cabeza buque, el altruista, el Dumbo, el salido, el raro —ahora sería el friqui—, el MacGyver —que tenía soluciones para todo—, la marimacho, el chivato o el velas —siempre con aquel moco asomando que subía y bajaba como un yoyó.
A un compañero de pupitre en quinto fue el de Lengua, que harto de que no dejara de incordiar acabó por tirarle un borrador a la cabeza: el del encerado. Le dio con el canto de madera y le dejó de recuerdo permanente una cicatriz en la frente. Qué tiempos aquellos en los que a los maestros se les permitía recurrir al lanzamiento de objetos para tratar de hacer carrera de nosotros…
Hay que reconocer que teníamos cierta práctica en sacar de quicio a los mayores y que se nos daba especialmente bien con nuestros profesores. Todos hemos tenido uno que un buen día desaparecía sin dejar rastro durante evaluaciones enteras. En clase no hablamos de otra cosa y nuestras especulaciones daban pie a leyendas urbanas de todo tipo. La que mejor le dejaba daba con sus huesos en la cárcel.
Cuando regresaba —algo que solía pasar después de las vacaciones de Navidad— lo hacía con mejor cara. Parecía otra persona, como con «más lustre», que decían nuestras abuelas. Una semana más tarde volvía a tener ojeras, al mes siguiente parecía demacrado y antes de los exámenes ya había derribado a otro compañero de un nuevo certero lanzamiento de borrador. El tío tenía puntería. Con el tiempo caímos en la cuenta de que éramos nosotros los culpables de aquellas desapariciones. Baja por depresión, que el estrés aún no se había puesto de moda.
La verdad es que para lo canijos que éramos teníamos, como suele decirse, mucha psicología. Sabíamos a quién podíamos enfrentarnos… y con quién no nos convenía jugárnosla. Por ejemplo, con el Charles Bronson, el de Sociales. Ese sí que sabía cómo hacernos cumplir la ley: el capón anillo, agarrón de patillas, tirón de orejas… A mediados de los ochenta cambió su nombre artístico por el de Terminator. Luego estaba su versión femenina, la Rottenmeyer, una mujer austera de porte marcial que olía a caldofrán rancio y que le encantaba contarle a nuestros padres todas tus hazañas escolares.
La clase de Naturales y Matemáticas las daba el Bacterio: era clavado al profesor chiflado de Mortadelo y Filemón. El Tkachenko era el de Gimnasia. Medía metro y medio y no tenía un solo pelo en la cabeza, por lo que también respondía a Mr. Proper y el Bombilla. Del Enrollao era del que menos te podías fiar. Le reconocías por su pelo largo y desaliñado y porque iba de eso, de enrollado, pero en el examen de evaluación siempre te la clavaba a traición. El insuficiente, queremos decir. O el PM, que no significaba precisamente «p… madre», sino «puede mejorar». El sobresaliente pasó a llamarse PA —«progresa adecuadamente»— y a todos se nos quedó un vacío muy grande dentro.
Si ese año tocaba el Lince, ya nos podíamos ir olvidando de copiar. Con la Ametralladora no nos enterábamos de nada: cuando daba la lección dejaba en calzoncillos al del anuncio de los Micro Machines. Y con el Aspersor…, más nos valía sentarnos en las filas de atrás. Si llevábamos gafas necesitábamos limpiaparabrisas.
Otros que pasaron por nuestra vida escolar sin pena ni gloria fueron el Topo, el Amargao, el Yeti —terminaba la clase embadurnado de tiza—, el Zanahorio —su pecado: ser pelirrojo—, el Litri —un fan de Don Simón—… Pero a quien recordamos con verdadero cariño es a la Abuelita Paz, aquella vieja entrañable que aprobaba a todo quisqui. Si le regalábamos un frasco de agua de colonia concentrada Álvarez Gómez, esa que se vendía a granel y a domicilio, del notable no bajábamos.
En cuanto sonaba la alarma poníamos en marcha el cronómetro de nuestro reloj Casio. Treinta minutos. Y había que aprovecharlos al máximo. Los cinco primeros para devorar el bocadillo de salami o jamón de York, los sándwiches de Nocilla cortados a escuadra, el dónut de azúcar o chocolate, el Phoskitos, el cuerno, la palmera de chocolate, el Bollycao… Finalizada la orgía de grasas saturadas aún teníamos veinticinco minutos por delante para sacarle todo el jugo al recreo. Éramos muy de carpe diem.
Una línea imaginaria dividía el patio en dos. En su territorio, las chicas le daban a la goma, al truque, a la comba o al yoyó. En el de los chicos jugábamos a las canicas, las chapas, la peonza… o nos transformábamos en pollos sin cabeza detrás de un balón en un partido de veinte contra veinte… y con porteros-delanteros. De vez en cuando nos mezclábamos para jugar al pillapilla, al escondite inglés, al balón prisionero, al churro, al beso-verdad-atrevimiento…
En el patio nos dedicábamos al trapicheo y al juego. Los profesores lo sabían y, aun así, lo consentían. Sacábamos nuestro taco de cromos y buscábamos alguien con quien cambiarlos:
—Sí le, sí le, sí le, sí le, sí le… ¡Espera! Ah, sí le, sí le… ¡Vaya mierda que tienes!
También podíamos jugarnos nuestro taco —el de los malos, claro está, el de los más cotizados lo llevábamos bien guardadito en los calzoncillos— a la palma: poníamos un cromo en el suelo, bocabajo, y de un golpe con la palma —el truco consistía en ahuecarla un poco— teníamos que conseguir darle la vuelta. Si lo lográbamos era nuestro.
Mientras tanto teníamos un ojo en el cogote vigilando los movimientos del abusón de cuarto, ese que nos sacaba tres cabezas y más de veinte kilos.
—Venga, saca todos tus tazos, te los voy a ventilar.
Si nos negábamos quedaríamos como unos gallinas capitán de las sardinas, así que volvíamos a casa sin un solo tazo… pero con el honor intacto.
Era nuestra segunda asignatura favorita después del recreo. Guardábamos los lápices y el libro de Lengua y nos poníamos el babi de trabajo. ¡La última clase del viernes! Ya olía a fin de semana.
La evaluación que tocaba marquetería las carpinterías del barrio hacían su agosto. Arrasábamos con los contrachapados y nuestras madres no ganaban para pelos de segueta: rompíamos una media de cinco por clase. Empezábamos por hacer marionetas y enseguida nos lanzaban a construir un puzle de España con todas sus provincias. Y claro, resultaba un fracaso, con piezas que bailaban y otras que teníamos que encajar a mamporrazo limpio. En octavo la cosa se complicaba con el mapa electrónico: necesitábamos diez metros de cable, cincuenta bombillas y una pila de petaca para crear los circuitos. Si seleccionábamos una provincia y su nombre era correcto se encendían las luces. Si no, nos tocaba revisar todas las conexiones una a una… o repasar geografía.
También nos hartamos a hacer cuadros y abalorios con macarrones, marcos con pinzas de madera barnizada que pegábamos con Supergen, que era marrón, denso y viscoso. Para las casas de palillos el Imedio era el más adecuado. Lo cierto es que se acababa el curso y no habíamos empezado ni el tejado… Eso, si a la salida no acababan estampadas contra la acera. Aunque lo realmente complicado era quitarnos el pegamento de las manos sin arrancarnos la piel a jirones.
Pintábamos con acuarelas y témperas de Jovi y aprendimos a dibujar copiando las láminas de Emilio Freixas. Las sencillas eran las de la serie azul. Las de la roja eran otro cantar, y las había de miles de categorías: trajes regionales, paisajes, aves, indios, vaqueros, dinosaurios… Las más vendidas eran las de animales. El tigre en actitud agresiva se nos atragantó a todos, pero siempre nos quedaba el papel-calco…
Nuestros primeros collages los hicimos con pegamento de barra Imedio o Pritt, papel charol, cartulinas, revistas, papel pinocho y tijeras sin punta. Romero hizo uno con recortes de la colección de Interviú que guardaba su padre en el altillo… Le suspendieron y no le vimos el pelo durante un mes.
También estaban las manualidades de temporada: tarjetas de felicitación para los días del padre y la madre, belenes de plastilina Jovi y abetos de cartulina para las Navidades… De ahí pasábamos al punto de cruz y a los botes decorativos de sal que coloreábamos primero con tizas de colores.
Otro imprescindible era el espejo pintado: en parte trasera calcábamos un dibujo, lo «vaciábamos» raspando con un punzón, lo limpiábamos con algodón mágico y lo rellenábamos de pintura negra. Y no podemos olvidarnos de las figuras de escayola: cuando terminaba la clase aquello parecía el plató de Manos a la obra.
La Granja de Segovia, el Palacio Real de Aranjuez, el Museo del Prado, el de Ciencias Naturales, el del Ferrocarril… Con lo grande que es España, y todos los años los mismos sitios. O formaba parte del plan de estudios o alguien se llevaba un sobresueldo. A nosotros nos gustaba que nos llevasen al zoo o a las tripas de las fábricas de Clesa, Danone, Coca-Cola… Era como ver el programa Así se hace, pero en directo y, además, nos regalaban un Cacaolat.
Nuestras madres nos guardaban en la mochila una bolsa de plástico con la comida, aquel vasito que se desplegaba en forma de fuelle que nunca se sostenía y una cantimplora de plástico que perdía agua. El bocata acababa convertido en una viscosa amalgama de pan, Tulipán y jamón de York aguado que sabía a rayos. Para que aquello no se hiciera bola buscábamos una fuente, el vaso se cerraba al intentar beber y acabábamos igual que nuestro bocadillo.
El caso es que donde nos llevasen nos daba un poco igual. Nos librábamos de las clases y eso justificaba todo. Además, en el autocar teníamos permiso para cachondearnos de nuestros profesores y de los compañeros más friquis y empollones. Y de paso, del señor conductor. Es una ley no escrita en los colegios de todo el mundo.
LAS CANCIONES DE NUESTRAS EXCURSIONES
En primero y en segundo, con apenas siete u ocho años, entonábamos las únicas canciones que conocíamos, las que todavía nos cantaban nuestros padres y abuelos: la de vamos a contar mentiras, el ratón de Susanita, don Gato… Aún estábamos muy tiernos. Después nos dio por la manía de las canciones sin fin, y cuando nos aburríamos de batir el récord Guiness de elefantes capaces de subirse a una tela de araña descubríamos que lo realmente divertido era poner a prueba la capacidad de autocontrol del conductor, un señor que siempre olía a sudor y Ducados y que nunca se reía. Y mira que lo intentábamos.
En esos años empezábamos a sentir una incomprensible atracción hacia el otro sexo, y si nos gustaba Laurita pero ella aún no lo sabía, no teníamos de qué preocuparnos. Alguien se encargaría de pregonarlo en el autocar con aquella versión libre de Carrascal: «En la puerta del colegio… (a coro)… ¡Egiooo! Hay un charco y no ha llovido (a coro)…». No sé si por la Micebrina, pero crecíamos rápido.
Con la adolescencia en puertas, las chicas solo tenían ojos para Glenn Medeiros y nos atormentaban con recitales de todos sus temas, bises incluidos. Nosotros, unas hormonas con patas, nos volvimos más rústicos, más rurales y primitivos, y nos daba por tirar del cancionero tradicional. Abríamos el concierto con la Ramona, de Esteso, y la cerrábamos con varios bises de la canción de la cabra Asunción, así que te puedes hacer una idea.
El colegio acababa a las cinco de la tarde, pero no había misericordia. Si queríamos ser gente de provecho teníamos que aplicarnos y estar preparados. Cada lunes, miércoles y viernes, después de las clases, nos esperaba una hora y media extra de inglés; los martes y los jueves, de mecanografía. Bueno, en teoría, porque a veces nos despistábamos jugando al fútbol en el patio del colegio. Después volvíamos a casa confiados, pero nuestras madres deducían que no habíamos sudado precisamente de teclear la Olivetti y nos castigaban a poner y quitar la mesa durante el resto de la semana.
Los niños que siempre llevaban todo de marca estudiaban esperanto. Hubieran aprovechado mejor el tiempo yendo a taekwondo, que por lo menos estaba de moda. Qué daño nos hizo Van Damme… Otros echaban la tarde aprendiendo BASIC en las academias de informática que empezaron a proliferar como setas. Pero a quien envidiábamos eran a los que sus padres les apuntaban a fútbol. Aquello sí que fue visión de futuro. Seguro que más de uno ahora está forrao.
El saber ocupaba lugar y sin mochilas de ruedas pesaba mogollón. Solíamos usar carteras, una especie de maletines con asa y dos cierres de correa o hebilla. Las más extendidas eran de polipiel, y el mercado estaba copado por la marca Perona. Podían estar decoradas con múltiples motivos, desde un barco hasta Naranjito. Eran la prehistoria de las mochilas y en ellas cargábamos todos los libros de texto, los cuadernos Centauro, el bocadillo… y todo nuestro material escolar.
EL ESTUCHE DE CREMALLERA
Con tapas en polipiel acolchado que acababa cubierto de las pegatinas del Bollycao y cierre de cremallera, incluía pinturas, lápiz, portaminas, goma de borrar, sacapuntas, transportador de ángulos, regla y escuadra…, que acababan bailando dentro del estuche porque las gomas elásticas que los sujetaban se daban de sí en la segunda evaluación. Después llegó el de dos pisos, con espacio para rotuladores. Era una de nuestras posesiones más vintage.
LOS CUADERNOS RUBIO
No somos la única generación que aprendió a escribir «mi mamá me mima» o a dividir sin caja sobre aquellas hojas de papel milimetrado con tapas ásperas verdes, de caligrafía, o amarillas, de matemáticas. Ni tampoco seremos la última, ya que ahora es posible descargarse los cuadernos en una tablet. El señor Rubio se ha puesto Internet en casa, pero no ha perdido su toque retro. «Yo mimo a mi mamá».
EL ESTUCHE PELIKÁN
El plumier de plástico con tapa de bisagras y cierre fue toda una revolución, con aquellos rotuladores de dos puntas, fina y gruesa. Era el estuche 2.0. Los primeros modelos eran estrechos y alargados, de uno o dos pisos. El tope de gama era el de tres alturas. Siempre hubo clases.
LOS BOLIS BIC
¿Que por qué el naranja se vendía menos que el normal? Porque este estaba diseñado para copiar en los exámenes: enrollábamos la chuleta en su tubo transparente y el aprobado estaba asegurado. Con pelotillas de papel y granos de arroz servía de cerbatana. Practicábamos nuestra puntería con el cogote del profe que escribía en la pizarra. Es uno de los grandes inventos de la humanidad.
LOS BOLIS PAPER MATE CON GOMA
Aquel bolígrafo con un borrador de tinta en el extremo era un fiasco. La goma se ensuciaba al tercer uso y dejaba nuestros apuntes hechos un asco.
LOS BOLIS DE MIL COLORES
Nunca nos sentimos tan poderosos como cuando nos regalaron uno de cuatro. Hasta que nuestro compañero de pupitre apareció con uno de diez. Era poco manejable, la verdad, pero partíamos la pana con él.
LOS ROTRINGS
Los usábamos apenas un año y después no volvíamos a saber de ellos —la misma suerte que corrieron la escuadra, el cartabón y el transportador de ángulos—. A eso se llama memoria selectiva. Eran sucios y, además, costaban un pastón. Nuestras madres nos lo recordaban continuamente y cuando nos cargábamos la punta del 0.2 nos echábamos a temblar.
LAS GOMAS MILAN
Las más vendidas eran las que llevaban impreso el dibujo de un animal: una foca, un gallo, un león, un conejo, un pez… Eran de color blanco, salmón o verde vómito de guisantes. Había unas con forma casi de cubo, más grandes, y otras alargadas y de cantos redondeados. Después estaban las de dos usos, con un extremo para borrar tinta.
LAS GOMAS MILAN QUE SE COMÍAN
Difíciles de olvidar. Aquel cuerpo de goma blanco envuelto en papel celofán y con aquel olor a nata que aún sigue fresco en nuestras pituitarias. Daban ganas de comérselas, y algunos llegamos… llegaron, perdón, a hacerlo.
LAS PINTURAS ALPINO
Eran la Coca-Cola de los lápices de colores. Venían en cajas de cartón de diferentes tamaños con el mítico cervatillo en la montaña. Había cajas de hasta treinta y seis colores.
LAS PINTURAS DE CERA PLASTIDECOR
«Plasti Plastidecor no se rompe, no te ensucia, se puede borrar, Plastidecor, Plastidecor». Muchos crecimos sin saber para qué servía la de color blanco. De lógica: para dibujar sobre una cartulina negra y para aclarar el resto de colores.
LAS PINTURAS DE CERA MANLEY
Manchaban solo con nombrarlas. Nuestras madres eran las primeras que rezaban por su prohibición en clase de Trabajos Manuales.
LOS ROTULADORES CARIOCA
Los rotus eran unos de nuestro bienes más preciados, y más si eran de Carioca, los de aquel vaquero bigotudo, el sheriff Carioca Jo. Sacábamos nuestra caja de treinta y seis y se hacía el silencio en el aula. Podíamos prestarlos sin miedo: era de plástico transparente con compartimentos, así que al final de la clase sabíamos cuál nos faltaba de un vistazo. Lo peor que nos podía pasar era perder una capucha. Aquello era una tragedia.
LOS ROTULADORES RATÓN DE PELIKAN
Había cinco ratones: verde, azul, rojo, amarillo y negro. El gato, de color blanco, borraba. Supuestamente. Cuando dejaban de pintar podíamos echarles un poco de alcohol y al rato… ¡magia! Eso sí, teníamos que tener cuidado de no intercambiar sus cabezas capucha para no manchar las puntas.
LA PLASTILINA JOVI
Nuestras madres la odiaban tanto como a las pinturas de cera blanda. Aquellas manchas no había quien las sacara, y recurrían a remedios caseros que se transmitían unas a otras. Pero a nosotros nos encantaba hacer nuestras primeras esculturas. Tan solo teníamos que tener cuidado de no mezclar trozos de distintos colores. El resultado era un gris sucio y nos cargábamos la plastilina.
LA SEGUETA
¿Dejaríamos que Chucky entrase en nuestra cocina y abriese el cajón de los cuchillos? ¡Una clase de treinta niños con aquella sierra de pelo entre las manos! Con ella perpetramos nuestras primeras manualidades.
EL PERFORETTE
Decían que servía para perforar los folios y guardarlos en el archivador de anillas, pero su verdadera función era hacer confeti para los cumples de nuestros compañeros… o porque queríamos.
LOS MAPAS DE LA PENÍNSULA IBÉRICA
Eran plantillas de plástico duro con las que dibujábamos el mapa de España. Había tres modelos: con los ríos, con los sistemas montañosos y con las provincias.
NUESTROS PEGAMENTOS
El Imedio, con aquel envase blanco, era el más utilizado y económico, pero también el que ha echado a perder más babis. Era de color transparente, y cuando se secaba era imposible de limpiar. Lo empleábamos sobre todo para manualidades con papel. Para trabajos con madera comprábamos Supergen, que era más potente pero también más caro, o cola blanca de carpintero, que se lavaba con agua… y nuestras madres tan contentas.
Los hojeábamos una y otra vez recién comprados esnifando con placer aquel olor a pegamento reciente, sacrificábamos una tarde la calle por forrarlos con esmero, prometíamos mantenerlos como nuevos hasta la muerte… y al mes apenas quedaba una hoja sin garabatear y en la portada ya no nos cabía una pegatina más. Y nuestros padres, que ya se quejaban de los caros que eran nos echaban la bronca por dejarlos inservibles. ¡Nuestro hermano pequeño tenía que heredarlos!
Lo que más nos gustaba era ver los dibujos, por eso nuestros preferidos eran los de Natu, Sociales y el Senda de Lecturas y odiábamos los de Matemáticas. Casi todos eran de Santillana o Anaya, que le daba por ponerles nombres clave que nadie era capaz de descifrar, como Corzo, Antos o Equipo Romania. Hoy daríamos un brazo por recuperarlos.
Terminado el colegio, nuestros padres hacían otro esfuerzo económico y nos compraban los libros de Vacaciones Santillana para que repasáramos durante el verano. Veíamos los anuncios, con aquellos niños superfelices estudiando en la playa, y deseábamos como fuera tener uno entre las manos. De la segunda hoja no pasábamos.
Obsesionados en nuestra educación, los padres se empeñaban hasta las cejas con tal de que nos convirtiéramos en hombres de provecho. Si hacía falta, nos compraban a plazos la Gran Espasa Universal o la Larousse de veinticuatro tomos con la que decoraban las estanterías del salón. En muchas casas fue la única función que se les dio.
También rondaban por nuestras casas el Diccionario Enciclopédico Salvat, un híbrido de un solo tomo entre diccionario y enciclopedia, y los atlas mundiales que al menos hojeábamos cuando no teníamos nada mejor que hacer. En clase, el diccionario oficial era el Iter Sopena, con aquellas inconfundibles tapas blancas ilustradas con dos filas de banderas de países del mundo y que acababan hechas una pena.
Que la capital de Liechtenstein es Vaduz, Kingston la de Jamaica y Paramaribo la de Surinam. Nos sabíamos la de todos los países del mundo… hasta que a Yugoslavia y a la URSS les dio por desaparecer.
Que las palabras agudas llevan tilde si terminan en vocal, en n o en s.
Que el número pi con sus cuatro primeros decimales es 3,1416.
Que los tres huesos del oído son el yunque, el martillo y el estribo.
Que el radio de una circunferencia es la mitad de su diámetro.
Que las rectas secantes son las que cortan a la circunferencia en dos puntos y las tangentes la tocan en uno.
Que el orden de los factores no altera el producto.
Que el río más largo de España es el Ebro, y no el Tajo. ¿Cuántos quesitos del Trivial nos ha hecho ganar saberlo?
Cómo resolver una división de caja.
Cómo resolver una división de caja y con decimales.
Cuáles son las cuatro partes del sistema digestivo de la vaca: rumen, retículo, omaso y estómago. O también panza, redecilla, librillo y cuajar.
Cómo se hace la prueba del siete. Se utiliza para saber si un número es divisible por siete: se multiplica su última cifra por dos y al resultado se le resta el número original menos esa última cifra. Si el resultado es un múltiplo de siete o cero, entonces es múltiplo de siete. Comprobemos, por ejemplo, el seiscientos setenta y nueve. Multiplicamos nueve por dos y nos da dieciocho. Luego restamos el sesenta y siete menos el dieciocho y nos da cuarenta y nueve. Como el cuarenta y nueve sí es múltiplo de siete, el seiscientos setenta y nueve también lo es.
Cuáles son los siete sacramentos: bautismo, penitencia, eucaristía, confirmación, orden sacerdotal, matrimonio y unción de enfermos.
Cuáles son las partes de una flor: receptáculo, sépalos, pétalos, estambres y pistilo.
Qué son los versos alejandrinos: aquellos de catorce sílabas métricas compuesto de dos hemistiquios de sílabas con acento en la sexta y decimotercera sílaba.
Cómo sumar grados, minutos y segundos.
En el patio del colegio y en la calle aprendimos mucho de la vida. Nuestro primer trapicheo fue el de cambiar el bocadillo por el cromo de Butragueño, que ya podíamos dejarnos la paga en sobres que nunca nos salía. De ahí pasamos a traficar con apuntes y trabajos: redacciones de una cara, cinco pesetas; de dos caras, diez.
Algunos se lanzaban al mercado negro de las falsificaciones y montaba un top manta. Las cintas de música grabadas de los 40 Principales valían ciento cincuenta pesetas y los juegos del Spectrum, unas cuatrocientas. Otros se dedicaban al negocio del sexo: vendían calendarios de bolsillo con chicas en toples o fotos recortadas de la Interviú. El precio variaba según la modelo de turno, pero por las de Sabrina y las de Samantha Fox se llegaba a pagar hasta cuarenta duros.
Las niñas tenían fijación por las tiendas. Comerciaban con abalorios de macarrones, piedras pintadas, pulseras de hilo de plástico que hacían ellas mismas —y que todos llevábamos—, pegatinas de la Barbie… Algunas compraban golosinas en el puesto que había a la salida del cole y después las vendían al mismo precio. No ganaban un duro, pero hacían realidad su sueño.
El reciclaje también fue una fuente de ingresos. Cuando andábamos escasos de fondos, recopilábamos todos los periódicos y revistas que andaban por casa y por la de los vecinos y las llevábamos a la chamarilería a venderlos al peso. El esfuerzo no merecía la pena, y así nos dimos cuenta de que lo que daba dinero era el soborno y la extorsión: si pillábamos a nuestro hermano fumando en la calle o no había ordenado su habitación, nuestro silencio nos podía hacer de oro; los compañeros que tenían un CinExin vendían entradas para asistir a la última película de Pluto; también se alquilaban las bicis: veinticinco pesetas dos vueltas a la manzana; algunos, hartos de que su hermano les mandara al bar a por tabaco, decidían comprar un cartón en el estanco, fingían que bajaban al bar y se quedaban con la diferencia. Hoy esos viajan en avión propio.
En Navidades cantábamos villancicos a puerta por puerta y comercio por comercio. Si había suerte, al segundo golpe de pandereta nos soltaban unas monedas para que nos fuéramos. Pero siempre estaba el que esperaba a que terminásemos para aflojar el bolsillo. Por dinero hacíamos cualquier cosa. Hasta perder la dignidad.
El colegio ejercía un efecto amplificador y cualquier rumor enseguida se convertía en leyenda…, y de la leyenda a la realidad solo había un paso. Muchos nos llegamos a creer, por escucharlo mil veces, que Franco tenía el culo blanco.
Cuando nos regalaban una calcomanía nos mirábamos con cierto recelo. ¿Y si fuera una de esas que llevaba droga y que penetraba en nuestro organismo a través de la piel? ¿Y si era la misma droga que unos extraños echaban en los caramelos que regalaban a las salidas de los colegios? A veces pensábamos si serían invenciones de nuestras madres para que no nos llenásemos los brazos de calcomanías o para que no aceptásemos nada de desconocidos. Pero rápidamente desechábamos aquellas absurdas teorías. ¿Es que acaso estábamos locos?
Urkel —Jaleel White siempre será Urkel, no tenemos culpa— llegó a morir hasta veintitrés veces. Una cada seis meses, aproximadamente, y siempre de sobredosis. Con Google en nuestras vidas eso no hubiera pasado… o sí, porque algunas leyendas urbanas son eternas. Por ejemplo, la de Ricky Martin y su incidente con un perro y un bote de mermelada en el programa Sorpresa, sorpresa. Y aún muchos estamos convencidos de que Marilyn Manson era el niño con gafapasta que salía en Aquellos maravillosos años… Hasta que no venga el señor Manson a decirnos lo contrario…
También existía la creencia de que por el plástico de las cajetillas de tabaco pagaban millonadas, o de que si comíamos tiza nos subía la fiebre y nos podíamos librar así de un examen. Aunque una de las mejores era la de aterrizaje en el colegio de un helicóptero de Tulipán. Durante bastante tiempo no dejábamos de escudriñar el cielo durante los recreos. Aquello se nos pasó cuando nos recuperamos de la tortícolis.
Nos encantaba «tunear» nuestras carpetas con las pegatinas coleccionables de la Tele Indiscreta. Por un lado estaban las de las series de televisión: las más cotizadas eran las de V, El coche fantástico, El equipo A y MacGyver, aunque también nos gustaban las de El inspector Gadget, La pequeña Lulú, Fama, Mike Hammer… Las de actores y música eran más para las chicas: Rob Lowe, el madurito Richard Chamberlain, Leif Garret, Glenn Medeiros, Ralph Macchio… Los chicos completábamos nuestro collage con fotos de Michael Jordan, Sabrina, Maradona, Samantha Fox, Butragueño, Marta Sánchez…
Cuando llegó el bum de los tois —aquellas pegatinas que venían con el Bollycao—, nuestras carpetas eran lo más parecido a las actualizaciones de estado del Facebook: «toi cansao», «toi colgao», «toi aburrido», «no toi»… Después llegó la moda de la música acid house y tuvimos que comprar otra carpeta para lucir aquellos smiles amarillos.
LAS DEDICATORIAS
Las escribíamos —sobre todo las chicas— en los pocos huecos libres que quedaban entre tanta pegatina. Muchas se han transmitido de carpeta en carpeta a varias generaciones. Las hay para todos… y de todos los gustos: «Si el amor es un flechazo… ¡que vivan los indios!», «Si te vas y me dejas… dime adiós con las orejas», «Puedes no ser alguien en el mundo…, pero eres un mundo para alguien», «Amor… Amor… ¡A-morcilla hueles!», «Quien pudiera ser pijama para meterme contigo en la cama», «Tus ojos son dos luceros que alumbran mi camino, un día los cerraste y me choqué contra un pino», «Si el mundo fuera un pañuelo, tú serías mi moco favorito», «La sabiduría me persigue…, pero yo corro más»…
«¡Quien se pela se estrena!». Nos habíamos cortado el pelo y los compañeros lo festejaban recibiéndonos con una lluvia de collejas. También solían estrenarse las zapatillas. A pisotones.
«¿Qué pasa? La bandera por tu casa, que por la mía no pasa».
«¿Qué miras? Los pedos que te tiras, que tu madre los recoge y los echa a la comida». Si éramos rápidos, podíamos devolver las afrentas con un: «¡Y tú te los comes!».
«Si tienes frío, métete en las bragas de tu tío».
«Por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero».
«Tonto el que lo lea».
«La ley de la botella, quien la tira va a por ella».
«¡Me pido portero delantero!».
«¡Bofio!». Cuando alguno eructaba teníamos que llevarnos el puño a la cabeza rápidamente: al último le caía otro aluvión de collejas.
«¿Sabes lo que dice Vicente? ¡Chupito a la frente!».
«Entre oreja y oreja… ¡colleja!».
«¡Cinco marcas de leche!». Parece sencillo, pero contestar mientras nos pellizcaban con saña un pezón…
«¿Eres poeta? Pues súbete la bragueta».
«Cobarde, gallina, capitán de las sardinas».
«Habla, chucho, que no te escucho».
«Si tú eres tú y yo soy yo… ¿quién es más tonto de los dos?».
«El que lo huele debajo lo tiene».
«¿Quién se ha tirado un pedo? El que tenga las manos rojas». El truco consistía en aguantar sin mirarnos las palmas de las manos. No era sencillo.
«¡Heeeemos ganao, hemos ganao, laaa copa del meao!».
«Rebota, rebota y en tu culo explota».
«Secretitos al oído es cosa de viejas» o bien «Cuchicheos en reunión, falta de educación».
«¿Tú eres tonto o te entrenas?».
El de las gomas de borrar de nata, el de la tiza del encerado, el del gimnasio… después de la clase de gimnasia, el de la mortadela Valle del recreo, el de los chicles en palote de sandía, el de los palotes, el del paloduz, el de las bombas fétidas, el del plástico de forrar los libros, el del pegamento Imedio… y del Supergen, el de las pinturas Alpino, el Aqua Velva y la crema de afeitar en tubo Lea de nuestros padres, el del cocido de los sábados, el de nuestra primera colonia Chispas, el de las cremas de Avon, el de la crema Nivea, el del Vicks VapoRub…