7. El viaje interrumpido de Matthew Dalmau

Aquella fue una de las últimas tardes. Como si lo presintiera, Dalmau condujo directamente la conversación al punto que había eludido siempre, incluso en lo más íntimo y descarnado de sus confidencias. Tampoco yo me había atrevido a abordarlo jamás, aunque en cierta forma planeaba siempre como un sobreentendido entre nosotros. Dalmau denunció la omisión de ambos al decir:

—Has sido muy cuidadoso. Nunca me has preguntado por aquel hombre cuya tumba viste, a orillas del lago Michigan.

Noté que hablar de él le costaba un sufrimiento indecible, y que no obstante lo arrostraba como si me lo debiera o se lo debiera, a sí mismo o al hombre enterrado que era o había sido su propio hijo. Recordé lo que me había dicho acerca del dolor, días atrás. Era posible que aquello fuera lo único que le doliera ya, y también era posible, porque nada en todas las tardes que habíamos compartido había sido impremeditado o inútil, que estuviera tomando las medidas para desprenderse de aquel último dolor. Para desprenderse, en suma, de la vida. En realidad, y por mantener la lealtad a los hechos, esto lo escribo ahora, cuando sé lo que pasó después, y constituye mi interpretación de aquel gesto de Dalmau.

—No estaba seguro de que eso fuera de mi incumbencia —repuse.

Dalmau sonrió, y durante una fracción de segundo volvió a ser el hombre calculador e implacable que había construido su fortuna desde la indigencia de un emigrado sin esperanzas. O acaso, corregí sobre la marcha, el joven de veinte años que había partido impávido hacia una guerra a la que nunca habría de llegar.

—Claro que es de tu incumbencia. En la vida conviene ser humilde, porque la ostentación de cualquier cosa es la más lisa de las imbecilidades, pero no dejes que la modestia te impida ver las cosas que te atañen. Todo aquí dentro es de tu incumbencia. Todo en esta habitación y todo en la conciencia de este hombre que te habla. Es más, si no lo tomas como el fruto de la enajenación de un nonagenario, lo expondré de la manera más franca: no sólo te incumbe, sino que te estaba destinado.

—Comprenderá que eso me resista a creerlo —alegué.

—Me es indiferente. Dejarás de resistirte. Tú y yo sabemos que el mundo está lleno de hombres que han consumido su existencia en esfuerzos sin sentido y que han llegado, por poder guardarse algún respeto, a descartar la posibilidad de que ninguna cosa tenga una verdadera finalidad. Eso, los más honrados y listos entre ellos. Los otros, los tramposos y los mentecatos, se aferran a cualquier patraña que compense fingidamente el vacío y con eso van tirando, sin que importe a dónde van a caer. Tú y yo los hemos visto y hemos vivido entre ellos, pero no hemos podido compartir su impiedad; ni la de unos ni la de los otros. Tú y yo creemos en el sentido de las cosas, aunque nos cueste defender ese sentido en mitad de los escombros que nos rodean.

Dalmau se detuvo, como si comprobara.

—Nosotros, Hugo —prosiguió—, podemos creer en el valor del hombre, aunque nos conste que cada hombre y cada uno de sus afanes están condenados a desaparecer y ser perdidos. El ansia desordenada de eternidad, aparte de un insulto a la vida, es un error innecesario. Al final, sólo hace falta poder tener alguna fe en el día siguiente. Y tú eres mi día siguiente. Justamente lo que él, mi hijo Mateo, no pudo ser.

Dalmau apuró su café, como si precisara del vigor que pudiera infundirle. Aquella tarde Charlotte nos lo había traído acompañado de suizos, unos suizos que sabían como los de los obradores de confitería de Madrid, y no como los empalagosos bollos sajones preñados de mermelada que se hacen en Nueva York. Me pregunté dónde y cómo habrían aprendido las blancas manos nórdicas de Charlotte a manipular tan recónditos misterios, a la altura de la memoria intransigente de Dalmau, y pensé como única posibilidad en Matilde, aunque ésta no era española, sino de algún país a orillas del Caribe. Quizá a Matilde la hubiera instruido antes otra persona ya ida, que había guiado sus pasos como ella guiara los de la muchacha. Las imaginé a las dos, a Matilde y a Charlotte, en la cocina: Matilde vigilando discretamente los movimientos de su pupila, a la distancia pertinente; Charlotte absorta en la elaboración de la masa, restituyéndose a la oreja algún mechón caedizo de sus finísimos cabellos con un largo dedo enharinado. Poder estar allí sentado, mirándolas, cuando trabajaban o por la mañana temprano, cuando desayunaban y conversaban quizá sobre cosas sin importancia, se me antojó de pronto una aproximación rotunda al paraíso.

Me sentí culpable por abstraerme así, cuando Dalmau había decidido hablarme al fin de su hijo. Pero él no tenía prisa, y había aguardado lo suficiente para que mi atención fuera completamente suya cuando ofreció aquel dato exacto:

—Mi hijo nació el catorce de septiembre de 1949. Era un día gris, y los Estados Unidos eran un país gris por aquella época, también. Aunque nació de mañana, recuerdo que fui a conocerle cuando ya había anochecido, porque su nacimiento, algo prematuro, me sorprendió de viaje en Baltimore. Era una criatura pequeña y débil, de color algo violáceo, como si estuviera medio muerto o a punto de morirse, y sin embargo miraba fijamente, o creaba la ilusión de hacerlo. Según me dijeron los médicos, era verdaderamente excepcional que un niño que venía antes de tiempo tuviera los ojos tan abiertos como mi hijo los tenía. Mientras lo veía allí, tan ínfimo e indefenso, pensé otra vez: mi hijo. Susana había nacido tres años antes. Era una niña despierta y alegre, pero por alguna razón siempre me pareció que era algo extraño, un ser en cuyo nacimiento mi intervención había sido casual y probablemente intercambiable por la de cualquier otro. Con Mateo, desde el primer instante, la sensación fue completamente opuesta. Desde ese momento en que lo tuve ante mí por primera vez, hasta el día que mi hija vino a decirme que había muerto en esa ciudad de nombre indio, siempre estuve convencido de que mi herencia en él era excesiva, como una maldición. Pero también desde ese instante primero hasta el fin, me esforcé por mantener la esperanza de que él pudiera salvarse de lo que a mí me había destruido.

Dalmau no vaciló en emplear aquella palabra, que era cruel para él y para su vástago difunto, quien ostensiblemente había defraudado su esperanza.

—Durante los primeros quince años de su vida —prosiguió, con una frialdad deliberada—, no me ocupé gran cosa de él. Estaba con su madre, que le daba cariño y protección, mientras yo me dedicaba a las transacciones que acrecentaban estérilmente mi fortuna material y me iba convirtiendo sin darme cuenta en un viejo. Cuando mi hijo celebró su decimoquinto cumpleaños, el último cumpleaños en el que su madre preparó la tarta, yo ya contaba sesenta y tres y asistí a la fiesta como si fuera la familia de otro, la que habría debido pertenecer a un hombre de poco más de cuarenta años, confiado y enérgico. Nunca, hasta fecha reciente, he sido un hombre torpe o falto de fuerza, pero a aquellas alturas tenía ya el alma demasiado trabajada y vivía en un escepticismo algo venenoso, de arribista en perdición, como diría mi pobre tocayo, o el pobre tocayo de este nombre que yo mismo me impuse. Por eso no debe asombrar que tras la muerte de mi esposa no fuera capaz de enfrentar, entre otras fatigas cotidianas, la de consolar personalmente a mi hijo, que había quedado desprovisto de todo amparo. Preferí enviarle a costosos internados, en Europa. Ya que descuidaba los dolores de su corazón, quise justificarme procurándole una forma de enriquecer su espíritu, con el conocimiento de otros países y la experiencia de unos años alejado del esquematismo moral y mental de los colegios americanos. De allí regresó endurecido, lo que al principio me causó satisfacción, hasta que comprendí que aquel temple procedía de la solitaria asimilación de su tristeza y adolecía de fisuras irremediables. En esa época intenté acercarme a él, sin gran éxito. Era un muchacho de diecinueve años, casi un hombre, con el que apenas había hablado o paseado, y al que había forzado a buscar sin auxilio de nadie un camino alternativo. Cuando se incorporó a la universidad, en Boston, fue un alivio para ambos. Para él porque no tenía que soportarme, y para mí porque no debía perseverar en una tarea infructuosa. Ya me había mudado aquí y había empezado a habituarme a la soledad oscura y silenciosa que había elegido para mi vejez. No estaba en la disposición idónea para enfrentarme a los vaivenes anímicos de un muchacho, razoné entonces. Lo estaba menos, aunque eso no me detuviera a meditarlo, para identificar en tales vaivenes la repetición de los que yo mismo había sufrido, en aquella misma edad tierna y crucial en la que tan bruscamente se había decidido mi vida.

Dalmau se frotó los ojos. Según me había indicado Matilde, sobre aquel gesto pesaba una proscripción facultativa. No reuní el valor suficiente para recordárselo. De todas formas, qué finalidad conservaban las prohibiciones médicas, ante un ser que había pulverizado todos los pronósticos de la medicina y puesto en ridículo todas sus amenazas.

—En la universidad, Mateo fue un estudiante mediocre —juzgó, otra vez con esa dureza que debía esconder su sentimiento—. Y seguramente no por falta de inteligencia, sino de interés. En cualquier caso, se las arregló para terminar la carrera en el tiempo estipulado y obtener la graduación que le facultaría para el ejercicio profesional. Me sorprendió un tanto que no rechazase mi oferta de incorporarse a una de mis empresas. Aunque nunca llegué a conocerle como habría debido, sospecho que en todas las bifurcaciones, como un desquite por las penalidades a las que había tenido que sobreponerse sin ayuda cuando su madre le faltó, escogía sin más la opción que le resultaba menos sacrificada. Asigné a una persona de mi confianza la misión de supervisarle y orientarle para superar los obstáculos que pudieran surgir en su camino. Mateo aceptó esta facilidad de la manera más destructiva posible. Se escudó en ella como si de una patente de corso se tratara, de suerte que se habituó a hacerlo todo como más le apetecía y sólo en la medida en que le apetecía, y a aguardar a que otro enderezase sus errores. Al cabo de unos años la situación se había vuelto insostenible, tanto para él como para quienes recibían el encargo de tutelarle, a quienes debía relevar con cierta regularidad para impedir que perdieran la fe en la empresa y se dieran al resentimiento. Hay hombres de negocios a quienes no les importa capitanear un hatajo de resentidos. A mí siempre, incluso cuando los tiempos eran difíciles y mis posibilidades más escasas, me ha preocupado que quienes trabajan para mí se encuentren razonablemente a gusto. Los hombres en paz son mucho más fiables que los amargados, que ahora manejan tantas manivelas delicadas en el mundo. El caso es que con treinta años mi hijo era un parásito pernicioso, y que cuando reuní el valor preciso para llamarle a mi presencia y tratar de encararle con la vida de la que estaba huyendo, no escuchó una sola de mis advertencias y me anunció con gran placer que, salvo que yo le negara los fondos que necesitaba para ello, se iba a vivir a España.

Como siempre que lo hacía, Dalmau bajó un poco la voz al pronunciar el nombre de su país, que también era el mío. Lo hacía por respeto, o por mantener el misterio alimentado de su ausencia.

—Aquí —dijo—, quizá deba explicar qué era lo que Mateo sabía de España. Desde el principio me aseguré de que ambos, él y su hermana, aprendieran el idioma de sus antepasados. Como yo no estaba mucho en casa, contraté profesores particulares; profesores españoles, no puertorriqueños. Había pocos españoles en Nueva York, entonces. Los traía de Méjico, a veces incluso de España, a través de alguien a quien conocía en la fuerza aérea. Estos profesores les contaron cosas, todas las que yo no les había contado porque prefería retrasar, hasta que ya fue tarde, el momento de contárselas. También leyeron libros, de los muchos libros españoles que había en mi biblioteca. Digo españoles pero muchos, aun escritos por españoles, estaban publicados en Sudamérica, en Argentina o Uruguay. Con todo ese bagaje, y mi mutismo, Mateo se hizo sin duda una idea romántica, que quiso comprobar sobre el terreno cuando su frágil personalidad comenzaba a desmoronarse. Era una escapatoria, sencilla mientras yo la financiara, y la abrazó. Vivió en Madrid un par de años, y durante ellos, sin cartas, ni otra noticia que la solicitud periódica de los giros que yo le enviaba, llegué a concebir, con no poco estupor, la posibilidad de que mi hijo invirtiera casi simétricamente la huida de su padre. Pero no hubo tal. De lo que encontró en España, de lo que allí le decepcionó y le indujo a volver a América, nada me dijo. Sólo supe de lo que se trajo, una mujer completamente superficial que no era ni siquiera española. La había encontrado de alguna forma absurda en Madrid y de forma igualmente absurda se había casado con ella en Amsterdam. Era holandesa y la hija de alguien de la embajada de su país en España. Antes de un año ella le había abandonado y se había ido a California, lo que al parecer era su propósito desde el principio.

Dalmau había llegado al momento culminante de su relato. Ahora sí había sentimiento en sus palabras, y fue creciendo a medida que seguía adelante. Se le advertía en algunas indecisiones a mitad de frase, alguna inseguridad al articular los sonidos.

—Entonces —confesó—, vislumbré la primera y última oportunidad de conseguir que mi hijo se redimiera y redimiera mis errores. Una de las aspiraciones más sentidas de los padres, aunque también la más ilegítima, consiste en que los hijos salven los fracasos que los padres han debido apurar. Nada puede enorgullecer más a un padre que ver a su hijo sortear las trampas en las que él ha caído. Por contraste, y éste es el riesgo, nada puede herir a un padre tanto como ver sucumbir a su hijo en las mismas o en peores miserias que las que él padeció. Cuando eso sucede, el padre piensa que ha transmitido con la sangre una especie de veneno a su hijo, y que al exponerlo a ese veneno y al esperar que se inmunizara, lo ha arrojado en realidad al infierno. Un infierno del que habría podido librarse si le hubiera mantenido al margen de sus expectativas.

Dalmau volvió a interrumpirse. En la última frase, se le había quebrado la voz. Carraspeó, como si se tratara sólo de una incordiosa flaqueza física, y se obligó a continuar, con su energía habitual:

—He aquí, en resumen, que cuando a mi hijo le abandonó su mujer, y quedó momentáneamente sin saber a dónde acudir, hice aquello de lo que habría de arrepentirme. Le llamé y le conté en detalle todo lo que había hecho desde que había llegado a Nueva York. Dudé si hablarle también de lo que había habido antes, en España, pero respecto de eso decidí inventar una mentira en la que sólo intercalé la verdad de mis recuerdos de su abuelo y de su abuela, de quienes merecía saber. Al fin y al cabo, demasiada verdad había ya en el resto. Mateo lo encajó todo como si lo soñara, y cuando le comuniqué que había resuelto ponerle al frente de todos los negocios y que en adelante podía darles el rumbo que mejor le pareciera, asintió como si nada de todo aquello fuera realmente con él. Yo podía haber hecho cualquier otra cosa: tenerlo conmigo, buscarle una mujer que fuera mejor que la holandesa, llevarlo a un médico. Pero le puse al frente, como si eso fuera algo.

—Era una prueba de confianza —opiné, con cautela.

—Era una mierda, una prueba de ceguera, Hugo —disintió—. Mateo no valía para nada, no podía llegar a ninguna parte, porque nadie le había preparado para llegar o porque no estaba en su naturaleza. Yo tendría que haber cuidado de que nadie le retara, y fui yo quien le reté. A los seis meses de entregarle el mando tuve que relevarle y humillarle así para siempre. Los diez años o más que vivió después de aquello los pasó escondido en casas que yo compraba para él, allí donde creía que podía estar más lejos de todo lo que le asustaba. Al final descubrió el lago, y creo que a su orilla fue feliz, en la manera estrecha a la que le había condenado con mi negligencia. Lo que más me dolió fue no enterarme de su enfermedad. Me la ocultó, todos me la ocultaron, y con eso me hundieron en la vergüenza de estar ajeno a todo mientras él se apagaba. La última ofensa, que me había ganado sobradamente, como las otras, fue que abandonara la casa que yo le había pagado y huyera a morir a una casa alquilada, en ese maldito pueblo de nombre indio. Pero le enterramos allí, enfrente de su lago, porque allí, tan brevemente, había sido libre de lo que le había arruinado la vida. Allí, al fin y para siempre, había sido libre de mí.

Ahora, Dalmau lloraba. Las lágrimas resbalaban por su piel rígida mientras él miraba al frente, como el nazareno soportando todas las penitencias. En ese momento, ni tarde ni pronto, cuando él lo había querido, entendí todo. Entendí la secuencia tan extensa y compleja de su vida, el despliegue meticuloso al que había dedicado tantas tardes, la ordenada sucesión de todos los crímenes que hasta aquel último, inexpiable, había cometido aquel anciano que se ennoblecía con el remordimiento. Justo entonces vi al ángel, el que estaba oculto en la ciudad vacía que yo había buscado por azar y había encontrado por necesidad, porque creía, como Dalmau, que las cosas tenían un sentido aunque todo zozobrase alrededor. Y el viejo, que sabía que yo ya sabía, dijo:

—Tú sí estás preparado para llegar, y está en tu naturaleza intentarlo. Contigo no habrá culpa, ni la burda superchería que habría sido confiárselo a otro que no viniera de donde ambos venimos. A ti puedo encomendártelo, y esperar que me redimas. Sigue tú el viaje que él no pudo seguir. Y llega, por los dos y también por él.

—¿A dónde? —pregunté, sólo por cerciorarme.

Dalmau se encogió de hombros, y contestó:

—Al principio.