6. Las razones de un hombre

Aquella vez había todavía menos luz que otras veces. Era más tarde que de costumbre: ya anochecía cuando había entrado en la tienda de piezas de plástico, tránsito forzoso para subir a ver a Dalmau. Hasta entonces, él hablaba, y me preguntaba en ocasiones, pero nunca me había sometido a un interrogatorio sistemático. Entonces, porque ya habíamos avanzado lo suficiente, cualquiera que fuera el ritmo prefijado del proceso que él gobernaba y al que yo me prestaba, cambió y me preguntó, empezando desde el principio:

—¿Para qué viniste a Nueva York, Hugo?

Tardé en responder. Cuando había tomado el avión en Madrid, no tenía la respuesta. Más de un año después, seguía sin tenerla. Sólo había algo de lo que podía servirme: lo que había estado haciendo durante el tiempo que llevaba en la ciudad. Por eso dije:

—No sé, o al menos no lo sé claramente. Creo que vine para tratar de averiguar si todavía podía sentir algo en la vida.

Dalmau me observó con detenimiento. Su observación me inquietaba como una especie de reproche, acaso por lo altisonante de la frase. Me apresuré a corregir, a devaluarla: que si hubiera podido ser cualquier otra ciudad, que si fue porque aquí vivía Raúl, que si en realidad sólo quería irme lejos. Me aferré a esto último:

—Lo más lejos posible. Necesitaba mandar al diablo todo lo que me ocupaba, irme a donde fuera diferente de los otros. A donde no tuviera nada, ni futuro ni pasado, fuera de los pocos recuerdos que siempre hay que llevar encima.

Dalmau sopesó mi última frase, como si le incumbiera. Le incumbía, y ahondó:

—¿Escapabas de algo, entonces?

De nuevo tuve que ofrecerle argumentos que lo difuminaran: en realidad, escapaba de nada y de todo, ya quisiera haber tenido algo preciso de lo que escapar. Y entonces se me ocurrió hablarle de las señales:

—Hubo, como mucho, algunas señales. Señales, cómo diría, de hundimiento.

Dalmau sonrió. Me tenía. Sin titubear, exigió:

—Cuéntame cuáles fueron esas señales.

Ya he contado aquí las señales, al comienzo de todo. Ahora importa apuntar que Dalmau me escuchó sin interrumpirme, desde la primera hasta la última, y que cuando terminé de referirle los sueños que ya se conocen, y en concreto el del paseo con la mujer por un Nueva York imaginario, Dalmau me habló extasiado del sueño que él había tenido y de la América que había imaginado antes de venir, y agregó:

—La herida que todos los emigrados nos esforzamos por ocultar es que a esa América, que es la que habría valido de veras el viaje, no se llega nunca.

—Yo he tenido suerte —sostuve, con osadía—. Puede que nunca llegue a la América que buscaba, si buscaba alguna. Seguramente no llegue, como dice. Pero reconstruí mi sueño, o creí reconstruirlo, que puede valer otro tanto. Fue con Sybil, en Columbus Avenue, la noche de nuestra primera cita.

Dalmau alzó la vista, su vista mermada y un poco vesánica, a veces. Así, acechando en la oscuridad que había sobre su cabeza quién sabe qué fantasma de su memoria, se humedeció los labios y declaró:

—Me alegro de haberte encontrado. Tú compensarás muchas cosas que creí que no iban a compensarse. Ahora te diré por qué vine yo a Nueva York y por qué me quedé, y el resto de las cosas que no quise contestarte el otro día.

Dalmau empezó a contarlo, y su narración me fue envolviendo, en aquella atmósfera entenebrecida y casi sacra de su cubil. No abrí la boca hasta que acabó. Era el relato de un hombre y como tal, sin acotaciones ni circunstancias, lo transcribo.

Cuando yo apenas acababa de cumplir los quince años, mi padre murió. Mi padre era comandante de Infantería y había combatido en 1909 en África, de donde trajo la Cruz del Mérito con distintivo rojo y una enfermedad infecciosa, he olvidado cual, que a la postre daría con él en la tumba. Si ya antes estaba insinuado, a raíz de su desaparición se confirmó irrevocablemente el designio de que yo me incorporase a la Academia de Infantería para seguir la carrera militar, como mi padre y su padre y el padre de su padre. De los años en Toledo, en la Academia, bajo cuya rígida dureza se esfumó de golpe mi juventud, recuerdo una constante sensación de esfuerzo y violencia interior, que sólo encontraba alguna tregua en los paseos que se nos permitía emprender algunas tardes o los fines de semana por la ciudad. Allí éramos por una parte compadecidos por nuestra juventud y nuestra escasez de carnes, y por otra pasto de las turbias ilusiones que concebían las muchachas idiotizadas por el rosario y la misa diaria, lo que quizá no parezca un destino en exceso halagüeño, pero envuelve mis sensaciones de la ciudad en un halo de inmovilidad provinciana que por alguna razón no me resulta desagradable. También era posible disfrutar de la trama moruna de las calles, la oscuridad de los templos, o el cálculo medieval con que se habían construido las casas, entre las que se favorecía la angostura y la clandestinidad. Otras veces íbamos al puente de San Martín o al de Alcántara para desde allí contemplar el río, encajado en la herida abierta en la roca. Uno nunca puede olvidar el lugar donde ha cumplido diecisiete años, aunque fuera sometido a disciplina. Por eso, como habrás adivinado ya a estas alturas, se menciona Toledo en mi libro.

Tras obtener mi despacho de oficial, pasé un año en Madrid. Fue quizá el año más hermoso de mi vida, aunque lo viví casi sin darme cuenta, como un interludio un poco obligado, sin sospechar que en su transcurso estaba amontonando muchas de las cosas que después viviría para añorar. El caso es que pronto pedí ser destinado a África, lo que no me resultó difícil, porque ya estaba preparándose otra guerra como la que le había costado, aunque fuera indirectamente, la vida a mi padre. La razón por la que me vi atraído allí, a aquel trozo miserable y agreste de Marruecos que el reparto colonial y la perfidia francesa nos habían deparado como una especie de postrer sarcasmo, fue en parte un vago y desatinado propósito de vengar a mi progenitor y en parte un ansia comprensible de conocer aquella tierra extraña que él había pisado. Antes de morir, mi padre había tenido tiempo de hablarme de África, con una ensoñación que no podía distinguirse si era debida a la fiebre que no le abandonaba o a otro arrebato más íntimo y profundo.

No me habría importado, porque sólo tenía diecinueve años y un conocimiento muy incompleto del miedo, ser destinado a un regimiento en primera línea. Sin embargo, la burocracia militar quiso que se me enviara a la Comandancia de Ceuta, donde acabé recalando en una oficina y viéndome encargado de mantener al día estadillos de almacén. Protesté por ello, con la escasa eficacia que el conducto jerárquico concedía a tales iniciativas. El teniente coronel de quien dependía me llamó a su despacho y me recriminó que desdeñara una labor que era imprescindible para el correcto funcionamiento del Ejército, una labor que alguien tenía que hacer y que yo no era quién para considerar inferior a mis aspiraciones o aptitudes. Tras el rapapolvo, me mantuve en mi puesto, cumpliendo con mi deber, en tanto no hubiera posibilidad de solicitar un nuevo destino, cosa que abrigaba el propósito de hacer en cuanto se presentara la ocasión.

A medida que fueron pasando las semanas y me fui familiarizando con las tareas que se me habían encomendado, comencé a sospechar que algo allí no marchaba como debía. No tenía indicios, propiamente dichos; eran sólo impresiones inconcretas que sacaba aquí y allá, de la actitud de uno, de los movimientos de otro, de la manera en que se agrupaban o desagrupaban los epígrafes en los inventarios. Yo no era un experto en aquellas lides y no era mucho más lo que podía obtener. Con todo, alguien debió notar mi suspicacia, y maniobraron rápidamente. Por segunda vez, el teniente coronel me llamó a su despacho, pero esta vez no estaba tan iracundo como la otra, sino que empezó interesándose por mi estado de ánimo y por cómo me adaptaba a mi labor en la Comandancia. Después, sin mucho recato, colocó sobre la mesa un sobre con mi nombre. En el interior había una suma equivalente a mi paga de dos meses. Me explicó que en la administración de los recursos de que disponía la Comandancia se hacían ciertas economías que era costumbre repartir periódicamente entre quienes contribuían a ellas, como un complemento a los emolumentos, tan parcos, que oficialmente teníamos asignados. No sé si en ese momento no me di cuenta de que se me estaba sobornando, ni de que aquel individuo y sus cómplices, entre los que pasaba a contarme, malversaban el dinero del Ejército, o si preferí no darme cuenta deliberadamente. Sin embargo, no pude dejar de darme cuenta cuando empecé a recibir indicaciones para alterar cifras, rehacer partes, eliminar partidas. Y aunque había ido a África para combatir en primera línea, no tuve la resolución necesaria para negarme. Era muy joven y carecía de recursos para enfrentarme a una situación como aquélla, aunque quizá no habría vacilado en arremeter a pecho desnudo contra una partida de rifeños. No puedo asegurarlo porque nunca llegué a entrar en combate. A mis primeras trampas en los documentos siguió un segundo sobre, y después vino otro, y así sucesivamente. A medida que fueron viendo que no me negaba, se hicieron más audaces las interpolaciones o las omisiones que me sugerían. Al final, terminaría comprendiendo por qué había llegado allí y por qué no habían consentido en tramitar mi solicitud de cambio de destino. Querían a un oficial inexperto, a quien fuera posible engañar primero e implicar después. Y llegué a estar muy implicado, tanto como para olvidarme de la posibilidad de salir y, aún peor, como para seguir adelante cuando descubrí que una de las cosas que hacía mí teniente coronel era vender armas y cartuchos que terminaban recibiendo los insurrectos contra los que luchaban nuestros compañeros. A menudo me remordía la conciencia, y a veces pensaba en denunciar a todos, empezando por mí mismo. No estimaba en mucho el dinero, que recibía casi con desgana, porque no recelaran del hecho de rechazarlo. Pero me faltó el coraje, y una cierta convicción de que, aparte de hundirme, serviría para algo mi denuncia. Sabía, todos lo sabíamos, que el teniente coronel no actuaba en solitario, sino con poderosas conexiones dentro de la Comandancia y aun en la Península. ¿Qué podía hacer contra eso un insignificante alférez a quien sería sencillo imputar demencia o un intento de amparar su propio delito?

No sé dónde hubiera terminado aquello, de haber continuado. Supongo que habrían acabado fusilándome, y si no, habría acabado pegándome yo mismo un tiro. Por fortuna, aunque cause escándalo decirlo así, vino el desastre. En julio de 1921, Abd el-Krim deshizo el ejército español en Annual y Monte Arruit y se plantó a las puertas de Melilla. Por alguna razón, no quiso tomar la ciudad, en cuyo socorro llegó en seguida el Tercio, al mando de Millán Astray. Con bastante dificultad se emprendió la contraofensiva, que no llegó a Monte Arruit hasta tres meses más tarde. Miles de cadáveres de españoles seguían entonces en la posición, como a lo largo de todo el camino entre Annual y Melilla, abrasándose al sol. Dicen que murieron 20.000, y que a muchos los torturaron y los mutilaron salvajemente los rifeños. Desde el desastre, las actividades complementarias de mi teniente coronel quedaron en suspenso, como quedó su pulso cuando a todos los emboscados se nos ordenó que nos preparásemos para salir hacia Melilla, lo que al final no llegó a ocurrir.

Una noche, cuando la contraofensiva ya había permitido recuperar las primeras posiciones, coincidí en un cafetín de Ceuta con un suboficial del Tercio que había participado en las operaciones y que estaba de paso por la ciudad. Me contó cómo se despachaban los legionarios con los rifeños a los que capturaban, a quienes no vacilaban en decapitar y mutilar de la misma forma en que habían encontrado mutilados los cuerpos de tantos españoles. Me refirió en detalle esas mutilaciones, de las que hasta la fecha sólo me habían llegado ecos incoherentes, y me confió, acaso como una justificación para la crueldad de sus hombres, que en la pared de una casa, sobre un cadáver español brutalmente vejado, había visto, escritas con sangre, dos palabras estremecedoras: VENGADNOS, HERMANOS. Esa noche me acordé de mi padre, que había venido a luchar a África y había vuelto condecorado y tocado por el soplo de la muerte. Mi padre a quien yo no había acertado hasta entonces a vengar, cualquiera que fuera el modo en que eso pudiera lograrse.

De lo que pasó a continuación en mi cabeza, puedo dar poca noticia. El caso es que poco después me vi ante la puerta de mi teniente coronel, y que cuando me abrió le pregunté si podía dejarme entrar un momento. Aunque se extrañó y le inquietó mi presencia allí a aquellas horas, o quizá por eso, me hizo pasar, cerciorándose antes de que no había nadie alrededor y de que nadie me había visto llegar.

—Quiero avisarle para que tome medidas, si le queda algo de honor y lo que le queda aún le exige tomarlas —le dije—. Voy a contarlo todo.

—Estás loco, muchacho —advirtió, con una risa nerviosa.

—Lo he estado todo este tiempo, mientras consentía en ayudarle por miedo. Le debería haber tenido más miedo a la indignidad que ahora pesa sobre mí.

El teniente coronel fue hacia un aparador, lo abrió y sacó de él su pistola reglamentaria. La montó y me apuntó con ella. Hizo todas estas operaciones con una aparente frialdad, como si fueran ineludibles, pero su mano temblaba al sostener el arma.

—No me dejas elección —dijo—. No puedo permitir que me hundas ni que hundas a otros. Si no fueras un imbécil lo habrías intentado sin avisarme. Ahora ya no vas a intentar nada, porque vas a acabar ahí mismo, sosteniendo una insubordinación en mi propia casa que no habré tenido más remedio que atajar expeditivamente.

No perdí un segundo. Me abalancé sobre el teniente coronel y me las arreglé para hacer caer la pistola de su mano antes de que pudiera reaccionar. Luego le reduje. Era menos fuerte y menos joven que yo y no me resultó muy difícil. Para que dejase de forcejear, cogí la pistola y le metí el cañón en la boca. Quedó quieto, o más bien paralizado. Creo que era el hombre a quien más he odiado, porque me había hundido en la vergüenza y me había impedido seguir los pasos de mi padre, lo que habría sido mucho mejor, creía, aunque me hubiera costado quedar panza arriba sobre la pista de Monte Arruit, a merced de los buitres. Pero es tan poca cosa un hombre indefenso que tuve que hacer un esfuerzo para seguir odiando en aquel instante a mi teniente coronel. De pronto, de la disposición de todas las piezas, deduje un plan que me permitía vengarme sin necesidad de sacrificarme, lo que sin duda era preferible a mi plan anterior. Y sin más, percatándome de que era también una forma de que aquellos ojos de cordero degollado dejasen de mirarme, resolví ponerlo en práctica y apreté el gatillo.

No dejé ningún rastro, nadie me vio salir. La muerte de mi teniente coronel, en su casa, con su pistola, en pijama, fue interpretada unánimemente como un suicidio, y la hipótesis halló un inesperado respaldo cuando quienes estaban interesados en adjudicarle culpas a un responsable que no resultara incómodo hicieron aflorar algunos de los negocios en los que se hallaba envuelto. Cuando eso sucedió, unos cuatro meses después del desastre, yo estaba a punto de partir de permiso hacia la Península, a donde se me había autorizado a regresar para asistir a la agonía de mi madre. Me apresuré a disfrutar del beneficio concedido y viajé a Madrid. Una vez que mi madre se fue y quedé solo, se me presentó una delicada disyuntiva: o volvía a África, donde debía solicitar que se me enviase a primera línea y rezar por que nadie descubriera mi intervención en las actividades de mi teniente coronel, o me quitaba de la circulación y ahondaba con ello mi deshonra.

Siempre he querido creer, y alguna vez creí que la predisposición al heroísmo que me había conducido a África era sincera, y que sólo una conjura de circunstancias y la desventaja de mi inmadurez me habían apartado de aquel expuesto camino. Sin embargo, en otros momentos, los que tiendo a considerar de mayor lucidez, he dado en suponer que mis ansias de gloria eran simplemente una ilusión, y que si bien era auténtica la admiración, y hasta el sentimiento que los héroes me inspiraban, no lo era tanto mi propósito de ser como ellos. Al llegar a mí, por alguna razón misteriosa, se había deteriorado la herencia familiar que había pasado intacta de generación a generación durante casi un siglo. Si esa herencia me hubiera llegado en condiciones, aquel mes de diciembre de 1921, a despecho de todo lo que me avergonzaba y de cualquier riesgo, habría vuelto a África para expiar o morir. En lugar de eso, embarqué con nombre falso hacia La Habana.

En Cuba estuve apenas un par de meses, malviviendo del dinero que llevaba conmigo. En la isla quedaban numerosos descendientes de españoles, algunos bastante acomodados, a los que habría podido acercarme para tratar de hacer fortuna. Pero no quise aceptar una solución como aquélla, que me mantenía en cierta manera bajo la dependencia de la patria que había traicionado y cuya protección había perdido el derecho a impetrar. No era sólo el remordimiento lo que me alejaba de ella. Después de mi peripecia africana, en la que tan aciagamente me había salpicado la inmundicia del desastre, todo lo español me parecía ruín y desdichado, una especie de infección que debía extirpar para salvarme de la catástrofe en que se sumían todos los que la contraían. Fue entonces cuando alguien me habló de Nueva York, a donde arribaban cada día centenares de inmigrantes de todas las partes del mundo con la promesa de una nueva existencia. Un día vi una película que transcurría en Estados Unidos, donde había casas pulcras y enjambres de automóviles. A la semana siguiente, zarpé hacia esa seductora y fantástica Nueva York.

Uno siempre elige seguir viviendo, aunque sea con los dientes apretados, y alejarse del fin, sobre todo cuando se ha tenido la ocasión de vislumbrarlo y de olfatear su proximidad. Sólo a ese instinto puedo atribuir el férreo esfuerzo al que me entregué después de desembarcar aquí. Esfuerzo para aprender el idioma, del que ignoraba todo, y para desempeñar los sucesivos oficios, siempre agotadores y míseros, en los que se vio comprometida mi subsistencia. Hubo momentos de una oscuridad formidable, en los que me acerqué al borde del abismo. De ellos saqué la fuerza que pude y debí utilizar años más tarde, cuando mi vida se desprendió de la penuria material. En aquellos primeros tiempos, el regreso a España ni siquiera fue una tentación, por razones obvias. Era un desertor, y posiblemente también se supiera que había sido un malversador y un asesino.

Empleé unos cinco o seis años en disponer de los medios necesarios para consolidar mi posición. Tenía un trabajo de dependiente de comercio, no demasiado lucrativo, pero más o menos estable. Gracias a él alquilé una habitación en el Lower East Side y fue mientras vivía en ella cuando se manifestó el impulso de escribir. Ya lo había hecho de adolescente, antes de ingresar en la Academia, y se reavivó allí después de entrar en contacto con un cubano que colaboraba en La Prensa, un periódico hispano de la época. Gracias a él pude leer muchos libros españoles, que llegaban a Nueva York con cierta dificultad. Sobre todo me aficioné a Valle-Inclán y Unamuno, dos patriotas críticos y problemáticos, como lo era mi propio patriotismo de criminal huido. También leía libros americanos, y traducciones de vanguardistas franceses y alemanes, que me desconcertaron con su alternativa a la realidad convencional, dogma uniforme al que me inclinaba mi formación militar y del que me alejaban las paradojas de mi experiencia. De la lectura pasé a la pluma espontáneamente. Empecé haciendo pequeños artículos de interés local, dirigidos sobre todo a los emigrados, que mi amigo colocaba en el periódico. Con los pocos ahorros que podía reunir, me compré una vieja máquina de quinta o sexta mano. Una noche, me sorprendí poniendo en el papel la descripción de un episodio imaginario que transcurría en Toledo. Lo hice en inglés, el idioma al que con alguna dificultad se iba acostumbrando mi alma, y el resultado no me disgustó. Otra noche, probé a reconstruir en la misma lengua una conversación de café en Madrid. Y tampoco me disgustó. Comprobé que así, en un idioma ajeno, podía regresar a la patria de la que había renegado, y que el regreso, por primera vez en todos aquellos años, me tentaba poderosamente. Así nació mi novela, en la que trabajé febrilmente durante todas las noches de los dos años que siguieron.

Cuando terminé mi libro, intenté en vano publicarlo. A nadie le interesaba aquella extraña historia española de personajes movedizos. A la vista del fracaso, pensé en traducirla y enviarla con seudónimo a Madrid o a Buenos Aires. Incluso llegué a traducir el primer capítulo, pero pronto vi que la labor era absurda. Durante siete u ocho años seguí escribiendo, artículos y narraciones que a veces aceptaban los diarios y otras veces no. De día, seguía siendo dependiente. El italiano para el que trabajaba llegó a tomarme afecto, y me daba un sueldo suficiente para vivir. Decía que él también había llegado a Nueva York con una maleta de madera y que sabía lo que era la angustia. Creía en Dios, decía, y Dios le exigía que se ocupara de la gente que tenía empleada, como Dios se había ocupado de él. A principios de los treinta tuve un par de novias de las que casi me he olvidado; una era judía, y me gustaba de veras, pero su familia lo impidió, o quizá fue que a ella yo no le gustaba tanto. A veces me parece acordarme de cómo me miraba, con una especie de repugnancia acongojada, cuando yo me negaba a convertirme.

En la primavera de 1936, poco antes de que en España estallara la guerra, me ofrecieron publicar el libro. Me lo ofreció una de las editoriales que lo habían rechazado siete años antes, y acepté. Cosechó un par de críticas indulgentes, pero no se debieron vender arriba de doscientos ejemplares. Hacia finales de aquel año, cuando me persuadí de que mi obra nunca llegaría a nadie, dejé definitivamente de escribir, y a partir del momento en que tomé esa decisión los acontecimientos se precipitaron. Siempre me ha resultado curioso que las decisiones que más han contribuido a mi supervivencia fueran tomadas en contra de lo que me dictaba mi corazón. Así, contra mi idea de lo que era justo, me plegué a los turbios manejos de mi teniente coronel, salvándome de una muerte probable en el frente. Así, también, huí de España, librándome acaso del presidio. Y así dejé de escribir, lo que a la postre, apartándome de una tarea infructuosa que consumía mis desvelos, me iba a permitir alcanzar la riqueza, a cuyo vil disfrute debo mi insoportable longevidad.

No quiero extenderme demasiado acerca de las casualidades e industrias que llevaron a un pobre emigrante a detentar, éste es el único verbo que puede emplearse para aludir a la dominación de un hombre sobre las cosas, cuando éstas son demasiadas, un patrimonio como el que ahora detento. Para conseguirlo, me vi obligado a dañar con frecuencia a otros seres humanos, y a desatender sus súplicas e incluso las súplicas de sus viudas. Mientras lo hacía, a veces lo lamentaba; otras, quizá las más, me consolaba pensando que casi todos aquellos a quienes derribaba me habrían derribado a mí gustosamente, de haber sido inversas las circunstancias. Puede que hubiera perdido todo escrúpulo cuando había tenido que saltarle la tapa de los sesos a un canalla a la edad de veinte años, o cuando había ensuciado la memoria de mis antepasados con mi deserción, poco después. Pero la pendiente, propiamente dicha, comenzó en 1937, cuando conocí por azar a un desalmado que traficaba desde Nueva York con armas y petróleo para Franco. Simpatizó conmigo y me ofreció cooperar con él. Necesitaba a alguien que dominara el inglés y el español y que estuviera dispuesto a correr algunos riesgos. En juego había mucho más dinero del que podría ganar en la tienda en toda mi vida, aunque el italiano siguiera apiadándose de mí indefinidamente. Me avine a colaborar, y tuve mi recompensa. Durante la Guerra Mundial me refugié en un banco de Wall Street, donde me hacía pasar por traductor, aunque en realidad tenía otras ocupaciones bastante más provechosas. Allí me familiaricé con las finanzas y con la gestión de los fondos de otros, y descubrí las posibilidades que proporcionaban los enormes caudales incontrolados que circulaban al socaire del esfuerzo bélico. Cuando terminó la guerra ya tenía el dinero suficiente para dar el salto y fundé mi primera compañía. El resto, hasta 1966, cuando decidí que no volvería a ocupar mi cerebro en toda esa porquería y contraté al primer antecesor de Pertúa, fue una rutina sin otro mérito que el de prescindir de cualquier ruido de mi conciencia.

En 1945, dos meses después de la derrota de los japoneses, me casé. Ella era una chica de buena familia, americana de pura cepa, si esa expresión no resultara grotesca en un país de advenedizos. La conocí en un selecto baile de celebración de la victoria, al que mi flamante opulencia me facultaba para acudir. Ya era un hombre maduro y me exasperaba relacionarme con estúpidas codiciosas y presumidas. Karen era modosa y complaciente, tanto como para aceptar mi prematura proposición y prestarse a una boda desigual. Me dio dos hijos, a los que siempre quise, aunque seguramente no supe tratarlos, y una nieta que se parece a ella, salvo en el carácter, de una forma que a veces me asusta. Cuando mi esposa murió, en 1965, comprendí que nunca la había amado, en el sentido propio de la palabra, pero desde que desapareció el mundo me ha parecido deshabitado y triste. No digo que no lo fuera cuando ella estaba, pero he de admitir que su presencia, aunque siempre fuera tan leve, neutralizaba en parte esa sensación.

Ahora tengo noventa y cinco años, y si se me concede un poco más de vida, cumpliré noventa y seis dentro de unos meses. A menudo, cuando empecé a disponer de recursos abundantes, pensé en volver al país que abandoné hace tantos años. Nadie podía recordar mi delito, tenía un pasaporte americano, era casi invulnerable. Pero nunca llegué a vencer el obstáculo que había en mi interior, la culpa que me impedía creerme con derecho a regresar. A lo largo de mi vida, como ya he dicho, he cometido sin pestañear muchas acciones execrables, y sin embargo, durante aquellos mismos años en que las perpetraba, fui incapaz de sobreponerme al reproche que me dirigía el recuerdo deshonrado de mi padre, el clamor intolerable de todos aquellos muertos mutilados a los que nunca había visto y entre los que habrían debido terminar tan jóvenes mis días.

En cambio he llegado a ser muy viejo, este viejo. Cuando observo el transcurso de tan larga e indebida prórroga, con la irresponsabilidad que infunde la vejez, a veces siento la tentación de envidiar a aquel muchacho en que pude haberme terminado, sin que hubiera existido nunca Nueva York, ni mi familia dispersada por el viento, ni esa ficción penosa que tan abnegadamente gobierna Pertúa. Pero la impresión que tengo en general es muy otra. Después de todo, doy las gracias. Las gracias por todo, incluso por mis crímenes y por haber vivido encerrado en este edificio durante tres décadas, encima del antiguo almacén del italiano. Hay algo bueno en haber llegado a ser tan viejo: todo se vuelve admisible, incluso lo más inadmisible de todo. Si yo hubiera acabado en África, con veinte años, habría acabado asustado, doliéndome toda la vida, cercenada. Ahora puedo admitir la muerte como una necesidad, como un remedio de este exceso de duración que ha terminado arrebatándome el dolor de casi todas mis heridas. Cuando a un hombre ya sólo le duele el cuerpo, sabe que su tiempo está cumplido, y es un privilegio poder aceptarlo.

Y lo acepto, sobre todo, porque me ha sido dado conocer la fe. La fe en la belleza fugaz y a la vez eterna de cada día que puede ser el último. La fe en la dulzura magnífica de Charlotte, que cerrará mis ojos. La fe en mi nieta, que es la viva imagen de aquella muchacha que tuvo la audacia de unirse a mí cuando yo ya no podía prometer nada. Y también la fe en ti, Hugo, que has llegado a tiempo de escuchar la confesión del hombre que durante setenta y cinco años ha vivido lejos, bajo el falso nombre de Manuel Dalmau.