5. La patria lejana

Estábamos en el despacho. Había llamado por la mañana y Matilde me había dicho que Dalmau tenía un día bueno. Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, aunque allí dentro nunca se sabía. Dalmau sorbió un poco de su café y postuló, solemne:

—Cuando yo me fui, España ya había perdido todo. La culpa la tuvo la influencia francesa. Esto lo supe después de irme, en los libros, porque mientras estaba no me daba cuenta de mucho. Una vez leí en un libro muy raro, de un francés cuyo nombre no recuerdo, una descripción de cómo cabalgaban los soldados españoles que partían hacia las guerras de Flandes. Al francés le cautivaba la insolente apostura, en sus propias palabras, de aquellos hombres. El español era un imperio menesteroso y polvoriento, como todo el mundo sabe, pero tenía grandeza. Todo eso se acabó cuando nos pusieron rey francés y empezaron a hacerlo todo a su estilo. Desde entonces ningún francés ha podido sentirse cautivado, como aquel que miraba a los soldados que se iban a Flandes. Desde entonces, ellos y todos los demás nos han mirado por encima del hombro, como a unos imitadores poco aventajados. No imaginas cuántas cosas son francesas en España. Desde el pan hasta la organización administrativa. Madrid, nuestra ciudad, es una ciudad francesa, levantada sobre las ruinas de una genuina ciudad española. La maldita Ilustración, Hugo.

—No puede decir eso en serio.

—Claro que lo digo en serio. La España del Santo Oficio podía ser bestial, y hasta absurda, pero tenía algo que la España afrancesada no tiene: personalidad. Por eso se la respetaba, y no en vano. Ahí tienes el episodio de Flandes, por ejemplo. Maastricht, esa ciudad de la que ahora tanto se habla en Europa y que pronto convertirán en una especie de ídolo, si no lo han hecho ya, la tomaron a sangre y fuego los tercios de Alejandro Farnesio. Y aunque fuera una guerra de religión, no eran mojigatos. Nada esteriliza más el cerebro que la mojigatería, que ahora está tan extendida. Por cierto, la mojigatería es una tara protestante. En Flandes la Inquisición tenía un método delicioso para desenmascarar a los herejes: el que no era borracho, ni mujeriego, ni jugador, seguro que profesaba la nueva religión, así la llamaban. Como el marqués de Bradomín de Valle-Inclán, aquellos españoles esperaban menos la salvación que ser eternos por sus pecados. Porque creían en el infierno, y no les importaba en absoluto merecerlo. Muchos de los españoles que había cuando yo me fui, merecían también el infierno, por pecados bastante más ruines, pero ya no creían en él. Otra costumbre francesa, ya ves.

—Se está burlando. Todo es una broma —me quejé.

—Te juro que no. Yo ya he perdido el sentido de la conveniencia, Hugo. Lo que me arrastra me arrastra y lo que no me arrastra lo descarto. ¿Qué pasa, que era malvado e injusto? Lo que menos me preocupa es el bien y la justicia. Nunca hay bien ni justicia, sólo apariencias mejor o peor trabadas. El bien y la justicia sólo tienen valor para los desgraciados, y los desgraciados nunca han organizado el mundo. Ni cuando los bolcheviques.

Dalmau, como todo sentimental, también yo lo era, tenía una vena radical que él, al contrario que tantos otros sentimentales, había resuelto no reprimir. Después de nuestras primeras entrevistas, me fui habituando a ella, a su erudición desordenada y vehemente y a los datos heterogéneos que poseía de la realidad contemporánea, de la que a veces conocía detalles inusitadamente precisos y otras ignoraba las cuestiones más generales.

—En cualquier caso —precisé—, España ya no es afrancesada. Ahora influyen mucho más los Estados Unidos. Incluso en la forma de hacer las ciudades.

—Eso he oído. Qué terrible error. Este es un país por muchas razones admirable, pero endiabladamente insulso. Es un país protestante. Y está lleno de optimistas. El optimismo es el germen de todos los desastres humanos. El optimismo social lleva a los guetos. El optimismo económico, el liberal lo mismo que el marxista, al agravamiento de la pobreza. El optimismo científico, a la bomba atómica. El optimismo artístico, al arte automático. Esta gente es disciplinada, y así puede sobrevivir a su optimismo. Pero los españoles son indolentes. Será una catástrofe.

—Puede que los españoles de hace sesenta años fueran indolentes. Ahora muchos trabajan doce horas diarias.

Esta información pareció sorprenderle. Pero no fue gratamente.

—Peor aún —exclamó—. Acabarán haciéndose americanos. Tendrán miedo de las palabras y de los sentimientos, y tomarán el café aguado. No sabes lo difícil que es conseguir que te hagan un café como éste. No hay nada como el café español —proclamó.

El café que traía Charlotte, en efecto, era fuerte y denso, tanto que las primeras veces me costó asimilarlo, hecho como ya estaba al uso local.

—¿Cómo es que se ha quedado aquí, si tiene ese concepto de los americanos? —pregunté.

—Al principio las razones son más bien gratuitas, casuales —afirmó Dalmau—, aunque después de toda mi vida sin creer en el destino, ahora, cuando puedo observarlo todo junto y encadenado, me he vuelto un fatalista intermitente. Lo cierto es que uno no se queda por la impresión del principio, sino por lo que va sucediéndose a medida que corre el tiempo. Ya te digo que este país tiene muchas virtudes: la organización, prodigiosa para ser casi espontánea, aunque no te dejes embaucar; aquí vinieron muchos alemanes, con el orden en la sangre. También la honradez, que es el lado favorable del defecto de la mojigatería. Y la urbanidad, que es un resultado quizá no buscado del sentido comercial de la vida, y que ha alcanzado una impregnación increíble. Recuerdo que una noche, cuando yo aún salía, andaba por la calle ciento y muchas y se me acercó un sujeto de aspecto temible con las manos en los bolsillos. Nunca me ha pasado nada en Manhattan, y he dado muchos paseos nocturnos, pero siempre he estado convencido de que si una noche tenía mala suerte sería asesinado sin más trámite, así que cuando lo vi venirse hacia mí me dije que ya había sacado la bolita negra. En fin, que allí estaba, resignado a morir, cuando el sujeto me dice sorry to bother you, sir, y me pregunta por una estación del metropolitano. Le doy las indicaciones, él presta atención, inclina imperceptiblemente la cabeza y se despide diciendo thank you very much, God bless you, sir. La urbanidad es algo muy cómodo, sobre todo para los extranjeros, que siempre se hallan en cierta inferioridad. En España, en mi tiempo, no sólo había gente zafia, sino que se jactaba de serlo. ¿Sigue siendo así?

—En Madrid nadie te dice que Dios te bendiga, ni siquiera que tengas un buen día —hube de admitir—. Ni en la tienda en la que acabas de comprar algo. Y si alguien te aborda para pedirte alguna cosa, es bastante probable que la pida directamente, sin excusas.

—He ahí una herencia genuinamente católica. Por alguna razón no lo bastante investigada, el catolicismo fomenta la brusquedad y el despotismo. Debe ser el ejemplo de los clérigos, tan eficaz para difundir la ignorancia moral.

—La verdad, me cuesta situarle —confesé, sin poder aguantarme más—. Flagela a los marxistas y a los liberales, a los protestantes y a los católicos, a los franceses, a los americanos, a los españoles. ¿Hay algo o alguien de lo que sea mínimamente partidario?

Dalmau suspiró.

—Ese ha sido siempre mi gran problema, Hugo —dijo—. Siempre he tenido una gran capacidad de admirar a todo el mundo. A los propios franceses, sin ir más lejos. ¿Hay muchos filósofos tan sublimes como el gran Voltaire? Pero al mismo tiempo sufro una incapacidad de adherirme, siempre hay algo que me resulta intolerable, algo que me subleva, o peor aún, me aburre, y me impide atarme a nada, salvo a algunas ideas magníficas e insensatas de las que no se puede vivir. Es un vicio español, si lo piensas. Y es por eso por lo que en este país, o en esta ciudad, encuentro otra ventaja, la mayor de todas: aquí no hace falta ser de aquí, porque esta isla es en realidad ninguna parte. He vivido en ella desde hace más de setenta años. No he salido de la ciudad desde hace treinta, y nunca volví a España, ni siquiera de vacaciones. No me impulsó a regresar la guerra, aunque pudiera gobernar y terminara gobernando Franco, el mismo sujeto ambicioso y sin piedad al que conocí en Ceuta cuando era comandante de una partida de patibularios. Tampoco pensé en volver cuando él murió y había tantos que volvían. Pero no soy un americano, ni un neoyorquino siquiera. He tenido hijos que lo son, o lo fueron. Sin embargo, yo he podido vivir aquí sin pertenecer a los Estados Unidos, como viven tantos otros de tantas partes del mundo, aunque muchos de ellos, no cabe duda, sí se convierten espiritualmente en americanos.

Dalmau estaba fatigado. Aquella tarde la conversación, al menos por su parte, estaba siendo quizá demasiado apasionada para sus fuerzas. No obstante, se obligó a seguir:

—Yo no podía seguir viviendo en España. Algún día, hoy no, te contaré por qué. Pero cuando vine aquí comprendí que no podía dejar de ser español. Es más: que era, ante todo, un pedazo de aquella tierra, con toda su miseria y acaso una pizca pequeña y recóndita de su genio. Tuve que estar lejos para llegar al corazón de mis propias cosas. El viaje que sólo te lleva a otra parte es un viaje a medias, Hugo. El único viaje completo es el que te lleva al sitio de donde partiste. Lo que hay al final del viaje, en cada imagen extraña a la que uno se siente ligado, incluso en el paisaje descabellado de esta ciudad, es tu propia alma. Si no está tu propia alma detrás de todo, el viaje no vale la pena, lo olvidas, te vuelves. Yo me di aquí con mi propia alma, y me quedé. Y para contarlo, escribí mi libro, y lo hice sobre Madrid, sobre España, porque no podía tener otro objeto.

Dalmau enmudeció, emocionado. Lo que sentí en ese momento, mientras escuchaba las palabras de aquel anciano que desnudaba su conciencia, es difícil de describir. Quizá en ningún otro momento, en toda mi vida, ni antes ni quizá después, aunque todavía el trato de Dalmau y el de otras personas habían de depararme momentos extraordinarios, tuve una certeza semejante de estar en el lugar que me correspondía, allí donde se ventilaba la cuestión esencial que me afectaba. En las palabras de Dalmau hallaba una confirmación de mis intuiciones, un reconocimiento, una identificación, tantas otras cosas que daban una consistencia un poco amarga pero apaciguadora a la vez a mi existencia, a la de aquella habitación, a la de la ciudad y a la del mundo del que éramos piezas al fin valiosas.

Guardé silencio, y Dalmau también lo guardó, para reponerse. Fueron unos pocos segundos, en los que ambos apuramos como una ambrosía aquel café al estilo español preparado por las finas manos adolescentes de Charlotte.

—No imaginas —volvió a hablar Dalmau—, como echo de menos, como he echado de menos Madrid, durante todos estos años. Recuerdo cuando me levantaba temprano, siendo un muchacho, y entraba por la ventana el olor de fuera, la tierra mojada de la calle cuando regaban, la albahaca de las macetas, el olor de los árboles de la Casa de Campo si el aire venía de allí. Es quizá lo que más echo de menos, el olor. Esta ciudad huele tan mal, de tantas formas diferentes, pero todas tan cargantes.

—En Madrid ya no hay calles de tierra, ni albahaca en las macetas, ni huele la Casa de Campo, salvo que se esté allí —le aclaré, porque creí debérselo—. No huele como Nueva York, pero tampoco bien, salvo en primavera, quizá.

—En primavera Madrid era maravilloso —asintió—. No puede haber dejado de serlo. El cielo de mayo, el Retiro. Tuve que escribirlo, en mi libro, tal vez lo recuerdas. También me gustaba el verano, aunque hiciera tanto calor íbamos a bañarnos al río, ahora no creo que se pueda, ya nadie puede bañarse en ningún río, van todos contaminados. Los alrededores del río eran magníficos. Incluso el cementerio. En ese cementerio enterraron a mi padre, cuando yo tenía quince años, y a mi madre, cuando apenas había cumplido veinte, pero era un hermoso cementerio. Cuando estaba allí, enterrándolos, las dos veces, pensé que la desgracia era terrible, injusta, pero que el cementerio era hermoso, y así conseguí no llorar, ninguna de las dos veces, sobre todo la segunda, que iba de uniforme. Un oficial, yo ya era oficial, no podía llorar, ni siquiera la muerte de su madre. Luego sí la lloraba, aquí, mirando el mar desde el puente de Brooklyn cuando me entraba el desamparo.

Dalmau iba de una evocación a otra, navegando a la deriva por su memoria. Temí que estuviera abriéndome su corazón más de lo que deseaba y no quise beneficiarme. A fin de cuentas, era un viejo. Tomé el hilo de Madrid y lo puse de nuevo en su mano:

—El Retiro sigue poniéndose precioso, en primavera. Y a veces llueve y despeja de pronto y se ve el cielo azul, como dicen que era antes siempre.

—Ya lo creo que lo era. Una ciudad de indigentes, hundida en el oprobio por la pérdida de las colonias, la corrupción de los políticos, el desastre que se avecinaba. Y sin embargo, estaba el cielo, como una redención. Debió ser por poder mirar aquel cielo espléndido por lo que hubo madrileños notables en esos años, en medio de todo el estropicio. Andaban por los cafés, pontificando inserviblemente, en el fondo, y acaso hundiendo más aún el país mientras pontificaban. Pero eran notables. Yo fui durante un tiempo a uno de aquellos cafés, en la calle de Alcalá.

Y me describió con todo detalle dónde estaba aquel café. Yo no recordaba haber visto nunca un café a aquella altura de la calle.

—Debieron cerrarlo hace mucho tiempo —aventuré.

—Qué se va a hacer. Espera. También iba a una cervecería, en la plaza de Santa Ana.

—Sigue habiendo alguna allí —me apresuré, gozoso por no tener que certificar otra baja.

—Me he acordado mucho de esa cervecería. Sobre todo en otoño, cuando aquí ya hace frío y no se puede hacer casi nada en la calle. Me acordaba de una de esas mañanas soleadas de octubre o noviembre en Madrid, y me entraba un ansia irracional de estar allí, en la terraza de la cervecería, que la ponían incluso en otoño, si el día era soleado. Volver a tomar una cerveza, mirando la plaza. ¿Tú no lo echas de menos, Hugo?

—Claro que lo echo de menos.

—Pero tú volverás. A veces te miro y creo que eres un poco como yo, pero no debes serlo del todo. Tú podrás superar muchas de las cosas que yo no he podido superar —me exhortó, con calor—. De entrada verás muchos años que yo no veré, lo que ya te hace superior a mí. ¿Nunca lo has pensado? Vencemos a todos aquellos a quienes sobrevivimos, y todos los que nos sobreviven nos vencen. Es tan estúpido apiadarse de alguien más joven, como hacen muchos viejos. No puedes apiadarte de alguien que vivirá para decir de ti ése está muerto, murió de tal manera y yo respiré hondo el aire de la calle, cuando salí del funeral; por cierto que era una tarde preciosa. Yo tengo lástima de todos los que he visto morir, aunque en vida fueran unos canallas o lograran hacerme daño. Sobre todo si murieron hace cuarenta años, y ya no pudieron saber que el hombre pisó la Luna, que en Berlín tiraron el muro o que existió esa mujer vulgar, pero tan sensual, Marilyn Monroe. Algunos de los que murieron eran de mi edad y ahora los recuerdo como seres perdidos en un mundo antiguo y sórdido. Así me recordarás tú a mí, dentro de treinta años.

—Puede que no viva tanto y le envidie por haber pasado de los noventa.

—Eso no lo envidiarás, salvo por un detalle. Quizá te lo explique, pero será otro día, también. Ahora estábamos hablando de Madrid, de nuestra patria. Pobre y triste patria. En todos estos años, mientras la añoraba, meditaba a menudo sobre lo mal y lo chicas que nos habían salido las cosas, a los españoles, y sobre lo mal y lo chicas que nos seguían saliendo. Quizá si la hubiera visto prosperar no la habría añorado tanto.

—Ahora prospera, dicen.

—Quizá prospere, por qué no. Nunca hay que caer en el desencanto. En eso, en no caer en él, consiste la sabiduría de la vida, según dijo Azaña, un afrancesado, en realidad, pero también un hombre de inteligencia, y un peculiar orfebre del idioma. Aquí, rodeado de gentes que hablaban otra lengua, me ha gustado siempre leer el castellano en que escribía, incluso aprenderlo de memoria: Un juego serio, profundo, pone a confusos peligros lo más entrañable. Cada cual libra sobre él su suerte, y mientras va viviéndola difícil es saber a fondo si le es propicia o siniestra. Pero el creyente sabe que los caminos de la Providencia son ocultos. Pobre tocayo, en qué paró su fe en la Providencia. Lo sabemos nosotros, que sabemos cómo terminó de vivir su suerte, y a él también le dio tiempo a darse cuenta. Pero con todo y con eso, no sirve de nada ser un escéptico venenoso, como él los llamaba. De arribistas en perdición se forman venenosos escépticos, decía. Tomar ese camino es la estratagema vacía del cobarde y del idiota. Más vale morir vencido, como Azaña.

Dalmau se paró a tomar aire.

—Ya me ves —prosiguió—, después de haber desperdiciado una vida tan larga, en la que me equivoqué y me extravié tantas veces, no he conseguido ser un escéptico. Me conmueve acordarme de Madrid, me apenan los malos pasos de mi patria lejana, aunque tenga de ella una imagen desfasada y sólo recuerde cafés que han cerrado y olores que ya no pueden olerse. Y te lo cuento todo a ti, que vienes de allí, en tentativa de Dios sabe qué criminal y loca infracción contra las leyes inapelables del tiempo. Pero has de prometerme algo, Hugo: no te quedarás aquí a purgar ningún pecado, ni los tuyos ni los de otros. Sírvete de mis errores y no te sometas a esa penitencia inútil. Vuelve allí, aunque decidas vivir aquí, si lo decides. Vuelve siempre que quieras y sobre todo no te quedes en ninguna parte, sirviéndole de pasto a la nostalgia.

Dalmau estaba cansado, pero ponía toda el alma en su súplica.

—¿Por qué no volvió usted? —pregunté.

—Tampoco eso voy a contártelo hoy. Tienes que prometerme lo que te he pedido. Es importante para mí.

—Lo prometo. No me cuesta trabajo —dije—. En realidad nunca había descartado volver.

—Mejor así. Y otra cosa.

—Qué.

—Lleva a Sybil. Id a pasear por el Retiro, enséñale una de esas mañanas de mayo, cuando llueva y se abra de pronto y el cielo se haya quedado limpio.

—Lo haré, si ella quiere.

—Querrá.

Dalmau no podía más, y me hice cargo. Sugerí que era hora de irme. Él asintió, en silencio. Pulsó el botón del intercomunicador y Matilde vino en seguida. Traía un vaso de agua y un comprimido. Me despedí de ambos. Afuera me esperaba Charlotte, que me acompañó hasta la puerta y me dio el abrigo, con una de sus angélicas sonrisas.

Good evening, Mr Moncada. Take care.

Fui hacia el montacargas y lo cogí con aquel afectuoso take care todavía enredado en mis oídos. Aquella tarde de noviembre llovía con furia en Canal Street, y según caminaba hacia el metro pensé en una tarde soleada de noviembre en Madrid. Por algún trastorno de la imaginación vi a Charlotte paseando por un sendero del Retiro. Las hojas secas crujían bajo sus pies y ella las miraba, con su sonrisa de ángel. Me avergonzó compartir el gusto melancólico de aquel anciano. Luego, en el metro, sentado entre los pasajeros resignados que siempre viajan en él a esa hora, dejó de pronto de avergonzarme.