4. Acaso un espejismo

Aunque yo lo había esperado y Pertúa lo había estado preparando, minucioso y sin alterar nunca el orden de los sucesos, cuando al fin vino pareció venir de pronto, como si algo se hubiera adelantado sobre lo que estaba previsto. Una tarde, después del almuerzo, no era todavía noviembre, aunque casi, Pertúa se presentó en mi despacho, abrigado para salir, y sólo dijo, sabía que yo entendería:

—Ponte lo que hayas traído para el frío. El viejo quiere verte.

Le llamó así, el viejo, y aun no habiéndole oído nunca llamarle de esa forma, deduje que quien quería verme no podía ser otro que Dalmau, a quien Pertúa, no había que engañarse por el apodo, respetaba por encima de cualquier otro ser en el mundo.

Bajé con él a la Quinta Avenida, donde paramos un taxi. Pertúa disponía de un coche privado y un chófer, de los que prescindía a menudo. Sostenía que la única forma de necesitar precauciones en Nueva York era llamar indebidamente la atención.

—A Canal Street con Bowery —indicó al taxista.

No pasé por alto el emplazamiento. Era un lugar cuando menos pintoresco, entre Chinatown y el borde del Lower East Side.

—He mantenido al viejo informado de tu comportamiento —reveló Pertúa, superfluamente—. Le ha gustado, incluso más, has despertado su curiosidad.

—¿Por qué?

—Quién sabe. Las curiosidades del viejo son insondables. Él te contará, si quiere.

Durante el resto del trayecto fuimos en silencio. Pertúa no pronunciaba más palabras de las precisas, y se veía que en su opinión aquélla no era ocasión para pronunciar muchas. Yo, aunque había contado secretamente con ello desde hacía semanas, no daba crédito a lo que estaba viviendo. De algún modo, había superado las pruebas a que Dalmau me había sometido.

Pertúa guio al taxista hasta un inmueble bastante viejo y descuidado, en la acera norte de Canal Street, frente a los bazares de los chinos que al otro lado de la calle vendían camisetas y relojes falsificados a los turistas. Bajamos del coche y entramos en una insólita tienda, con aspecto de almacén antiguo. Lo que en ella se despachaba, según reparé al desfilar a toda prisa tras Pertúa junto a los estantes en que se mostraba la mercancía, era, simplemente, plástico. Plástico de todos los colores, en piezas de todos los tamaños y de todas las formas posibles: triángulos, circunferencias, esferas, estrellas de tres a infinitas puntas, cuentas de collar, barritas, pletinas, pirámides, conos, romboides; incluso había estatuas de jardín de plástico, de tamaño natural. Pertúa advirtió mi extrañeza.

—Te asombraría lo que factura esta tienda —aseguró—. No es mal negocio.

Al fondo de la tienda había un hueco a mano izquierda y en él un montacargas, porque sólo con gran benignidad podía calificársele de ascensor, si esa palabra conviene sólo a artefactos destinados a las personas. Junto al montacargas había un negro fornido, apilando cajas. Miró de reojo a Pertúa y siguió con su tarea. Mientras nos introducíamos en el ingenio elevador, Pertúa se vio en el deber o en la apetencia de informarme:

—En el almacén que había aquí antes trabajó durante años el viejo. Fue poco después de llegar a Nueva York, allá por los años veinte. Compró el edificio hace treinta años y desde entonces apenas ha salido de aquí.

El montacargas se detuvo ante un vestíbulo amplio, aunque ajado. Había dos puertas, a izquierda y derecha. Ante la puerta de la izquierda estaba sentado un hombre de unos cincuenta años y aspecto apacible. Pertúa le saludó y el hombre, tras devolverle el saludo, oprimió un pulsador. Acto seguido fuimos hacia la puerta de la derecha, que se abrió automáticamente. Al otro lado ya nos esperaba una mujer que rebasaba con largueza la setentena, aunque tenía aspecto firme. Saludó con afabilidad a Pertúa:

—Buenas tardes, señor Pertúa. ¿Hace mucho frío?

—El justo, Matilde —estimó Pertúa, dándole su abrigo—. Este es el señor Moncada. Vino de España, como el jefe.

—Bienvenido, señor Moncada —se aprestó Matilde—. Deje que me ocupe de su abrigo.

Entonces comprendí vagamente el sistema de seguridad de Dalmau, del que formaban parte la tienda (a la que sólo podía accederse por la fachada delantera, de eso me enteraría después), el negro que había junto al montacargas, el hombre sentado en el vestíbulo, y quienquiera que accionara el dispositivo que abría la puerta (no había sido el hombre, salvo que el pulsador fuera de efecto retardado, y tampoco debía ser Matilde, que ya aguardaba con las manos entrelazadas cuando giró la hoja sobre sus goznes). Cuando uno estaba ante Matilde, ya había sido admitido. En mi deslumbramiento sobrevaloré, sin embargo, la importancia que daba Dalmau a todas aquellas barreras mecánicas. La barrera principal, colosal e invisible, era la que había que saltar para averiguar que había que ir allí, a aquel polvoriento inmueble de Canal Street, a buscarle.

Matilde nos precedió por unos pasillos larguísimos. A ambos lados pude ir viendo que había habitaciones de tamaño considerable. Dalmau debía ocupar toda una planta del edificio, cuya fachada no era precisamente angosta. El piso, por llamarlo de alguna forma, era bastante oscuro, y aunque pisábamos alfombras que debían haber costado mucho dinero, no estaba decorado con ningún lujo. Al fin Matilde se paró ante una puerta corrediza de doble hoja. Golpeó dos veces, la abrió lo justo para pasar ella y desapareció en el interior. Medio minuto después, lapso durante el que Pertúa estuvo observando el techo, inmutable, Matilde salió y abrió completamente.

—Pasen, por favor.

Lo que entonces se ofreció a mis ojos fue un gran despacho con las paredes revestidas de madera noble, aunque algo deteriorada. Los estantes se veían atestados de libros. Las cortinas estaban echadas y toda la iluminación provenía de unas lámparas de pantalla mugrienta. Detrás de una mesa amplia, ante una de las librerías, había un anciano de cráneo pelado, ataviado con un sencillo traje gris, camisa blanca, y una corbata negra atada al cuello con un nudo muy grueso, o el cuello era demasiado delgado. Estaba erguido, y aunque no se levantó, su voz no tembló en absoluto cuando pidió:

—Venid aquí, Pertúa.

Su castellano era como el mío, sin la música, aunque la mantuviera normalmente sofocada, del de Pertúa. Siempre al lado de él, me aproximé a aquel anciano sucinto y vigoroso que nos esperaba, con las manos extendidas y apoyadas sobre su mesa; al fin, Dalmau.

—Dame la mano —se dirigió a mí, en cuanto estuve lo bastante cerca—. Los españoles apreciamos los gestos. Celebro conocerte.

Estreché su mano, alargada y tibia, y al ver que eso hacía Pertúa, me senté en una de las dos butacas que había ante su mesa. La tapicería de mi asiento era de cuero verde y estaba cuarteada. Recordé lo que me había dicho Sue Fromsett sobre sus problemas de visión y miré los ojos de Dalmau. Bajo las cejas blancas, aún pobladas, ya no eran de ningún color, y estaban casi apagados. No debía afectarle mucho el deterioro de la superficie de las cosas, al menos de las que no tocaba habitualmente, como aquellas butacas.

—Mi hija me contó que hacías una tesis sobre mi novela —dijo Dalmau, sin preámbulos—. ¿Es verdad?

Para comenzar, me cazaba en un renuncio.

—No es completamente mentira —me descargué—. He trabajado mucho sobre ella.

—Es gracioso. No creí que nadie leyera el libro, aparte de algún chiflado como la profesora esa de Princeton que anduvo enredando para reeditarlo. Por eso no me opuse. ¿Dónde lo encontraste?

—En la biblioteca pública de Brooklyn.

—Dios santo —exclamó—. Hace cincuenta años que no voy a una biblioteca pública. ¿Tú has ido mucho a las bibliotecas públicas, Pertúa?

—Por fuerza —respondió Pertúa—. Mis padres no tenían dinero para pagarme los libros que necesitaba en la universidad.

—Eso quiere decir —explicó Dalmau—, que sólo iba a leer libros de economía. Pertúa no es un literato, como nosotros, Hugo. No entiende que pueda utilizarse el papel para escribir algo que no sirve para nada y que además es sustancialmente fingido.

No pasé por alto que Dalmau me había asimilado a la categoría de literato. No lo dejó ahí, en una alusión.

—Conseguí tu libro —desveló—. Melisa Chaves, de la editorial, nos escribió diciendo que habías ido por allí a preguntar por mí y que le habías dejado una novela, y el título. Hubo que revolver bastante, en España, para que me enviaran un ejemplar. Pero lo conseguí. Me lo han leído, y te felicito. Tienes madera, ya lo creo. Sólo te falta entregarte. Si uno no se entrega, por mucha madera que se ponga, no termina de pasar nada. Es siempre así, en la vida, y aunque fastidie un poco, si lo meditas, resulta justo. Pertúa me ha dicho que al trabajo sí te has entregado, todos estos meses.

—He hecho lo que he podido. No tiene mérito. Es mi costumbre, en el trabajo.

—¿Y te ha interesado lo que has visto?

Olfateé que la interrogación tenía otro sentido, aparte del aparente. No albergaba grandes esperanzas de resultarle ingenioso a Dalmau, o no albergaba más de las que albergaba de resultárselo a Pertúa, y éstas eran bien pocas. Sin embargo, quise darle una contestación que fuera más allá de aquel sentido aparente:

—Me ha enseñado aspectos insospechados, si había de servir para eso.

—¿Por qué había de servir para nada? —cuestionó—. Si quieres saber mi impresión, el mundo de los negocios, hoy día, no presenta el más mínimo aliciente intelectual. Se ha convertido en algo gratuitamente inextricable, como la teología académica, que todo el mundo sabe que es una ciencia muerta. El mundo financiero de hoy se basa, en definitiva, en la perpetua reinvención de la rueda. Hay que desconfiar de la proliferación de contratos y de mercados y de los pretendidos nuevos conceptos que los respaldan. Lo único que se inventan son nombres, querido amigo. Al final, el hombre, en seis mil años de civilización, sólo ha creado un contrato, la compraventa. Lo demás son ganas de despistar, o de perderse en la hojarasca, y yo ya no busco despistar a nadie ni tengo tiempo para la hojarasca. ¿Sabes cuál es la única ciencia que me parece que conserva algún valor?

Dalmau, para haber rebasado los noventa años, razonaba con una rotundidad y una derechura escalofriantes. Tenía la edad en el cuerpo, y en la forma en que a veces alargaba los huecos entre las frases o los vocablos. Pero su mente era pujante, como si no hubiera transcurrido el tiempo por ella. Pertúa le escuchaba, inconmovible, mientras Dalmau menospreciaba la labor a que estaba consagrado, o eso creía yo, groseramente.

—La única ciencia es la psicología —se autorreplicó Dalmau—, porque siempre hay hombres, hombres y mujeres, como hay que dividir ahora, y conocerlos ahorra muchos aprendizajes irritantes e inútiles. A mí, que ya no me interesa casi nada, todavía me interesa la psicología. Aunque es una ciencia que a menudo se ha practicado de forma muy deficiente. He leído muchos libros de psicología que no eran más que jerga, o mera fisiología. Sin embargo, la psicología brilla en los lugares más imprevistos. A veces se aprende a conocer a los hombres, como uno no podía imaginarse, en los amanerados versos melancólicos de un poeta muerto a los veinte años, sin haber salido de su pueblo ni haber experimentado los peligros del mundo —se interrumpió, de repente, y precisó, abandonando su tono discursivo—: Creo que Pertúa no está encontrando estimulante esta conversación.

Pertúa se removió en su asiento. No había producido la más leve señal que pudiera interpretarse en el sentido que apuntaba Dalmau. No obstante, admitió:

—He cumplido con el trámite de acompañarlo aquí. Ahora quizá estoy estorbando, sólo.

—No me estorbas, Pertúa. Pero si quieres volver a tus ocupaciones, hazlo. No tienes por qué aguantar las tonterías que este muchacho me hace decir. Compréndelo, me recuerda mi juventud, eso inconcebible que pasó antes de que tú nacieras.

—Lo comprendo —dijo Pertúa, con reverencia, y se levantó. Se retiró sin ruido, sin perder en la sumisión un ápice de su grandeza, como defendía Avinash, el pequeño hindú malvado que le veneraba. Me quedé solo con Dalmau. Aquello, lo que había perseguido con ahínco y entusiasmo, lo que incluso había dejado de perseguir y dado por irrealizable, no me causaba una sensación perturbadora. Allí, en la atmósfera casi tenebrosa de su despacho, evocaba lo que había sentido en alguna ocasión hacía años, en mi tierra, bajo la nave de una de esas viejas iglesias que no visita nadie. La atmósfera de las iglesias tiene a la vez algo desolador y algo de invulnerable, quizá porque en ellas se ha dado siempre refugio y sepultura. Así era el despacho de Dalmau, un santuario sosegado y ajadamente triste.

—Ahí lo tienes —señaló Dalmau, cuando su ayudante se hubo ido—. Pertúa es el mejor ejemplo de la utilidad de la psicología. Desde hace años sólo me esfuerzo en elegir a los hombres, y ellos hacen por mí lo demás. Los hombres a los que elijo hacen muchas cosas que yo no sé hacer, de las que depende lo que poseo, pero a mí no me importa demasiado lo que poseo, así que tampoco me preocupo de esas cosas que ellos hacen, ni de alentarlas, ni de corregirlas. No merece la pena, puedo aliviarme de eso, mientras sepa elegir al hombre apropiado. Pertúa es el hombre apropiado, el más apropiado que he tenido. Y también es un psicólogo, y a veces un poeta, aunque él no lo crea. ¿Quieres tomar un café o alguna otra cosa? —ofreció, con súbita hospitalidad.

—No rechazaría un café.

—Lo encargaremos, entonces.

Dalmau apretó el botón de un aparato que tenía sobre su mesa, un antiquísimo intercomunicador. Diez o doce segundos después, sin prisa —la prisa no existía allí—, el artilugio expulsó al aire la voz de Matilde.

—¿Sí?

—Que nos preparen café, Matilde —ordenó Dalmau, rehusando entrar en más detalle. Al inclinarse sobre el aparato le vi encorvarse por primera vez, y al hacerlo me pareció por primera vez el anciano casi imposible que en realidad era.

—Bueno, no sé por qué hemos terminando hablando de Pertúa —recobró el hilo Dalmau—. La decrepitud, que es el único nombre plausible que el castellano ofrece para mi condición, tiene estas servidumbres. Uno va de un lado a otro, como si anduviera sin brújula. Estábamos con nuestras comunes inclinaciones literarias. Ya te he participado lo que pienso de tu libro. Ahora cuéntame qué te atrajo tanto del mío.

No era difícil estar allí, frente a él, escuchándole. Dalmau estaba dotado para la elocución y me gustaba oír las inflexiones de su voz, más débil que la de un hombre joven, pero sin llegar al extremo grotesco al que edades muy inferiores a la suya reducen con frecuencia, con una invencible crueldad, a oradores antaño deslumbrantes. También me gustaba su levísimo acento norteamericano, con el que modelaba su español despacioso. Mientras fluían sus palabras, me preguntaba cuánto habría en ellas del idioma que había traído consigo, cuánto de lo que hubiera leído y cuánto del ejercicio oral que le hubiera sido dado durante todos aquellos años, con Pertúa u otros. Sí, era agradable, escucharle. Pero ahora era yo quien debía tomar la palabra ante Dalmau, y eso dudaba cómo hacerlo. Elegí no deformar lo que me brotaba del corazón. Imprudente o no, era mi único recurso.

—Lo primero que me atrajo —dije— fue el título. Y me atrajo aún más después de haber leído el libro, porque me parece que encierra el espíritu, que es lo máximo que puede conseguir un título. Su libro, si no me equivoco, es un libro sobre la distancia, y proclama que la distancia puede ser una proximidad a lo esencial. Esa es la experiencia que también yo he sacado de la distancia, en el tiempo que llevo en Nueva York.

Me detuve, por si Dalmau quería rectificarme. No quería. Me atendía con el puño derecho sujetando su pómulo, los ojos nublados fijos en mí.

—Otras razones para que el libro me atrajera son obvias —afirmé, buscando un terreno más seguro—. Usted también había venido de España, como yo, y hacía tantísimos años que no podía dejar de llamar la atención. Y sobre todo, estaban las descripciones que hace de Madrid. No quisiera que me considerase presuntuoso, pero en muchos momentos tenía la certeza de estar entendiendo el libro como quizá nadie lo había entendido antes.

—Quién sabe, por qué no —concedió Dalmau—. Cuando publiqué ese libro, hace sesenta años, lo hice convencido de que nadie iba a entenderlo, y nadie lo entendió. Cuando lo reedité, hace muchos menos años, no creí tener razones para estar convencido de otra cosa. Aunque tu presencia aquí, esta tarde, puede ser un indicio de que sí las tenía. Ahora bien, ¿qué fue lo que te hizo dar el paso siguiente, buscarme?

—No podría darle un motivo preciso, o racional, o lo que sea que deban ser los motivos para ser tenidos por tales —reconocí—. Estaba aquí, en Nueva York, sin nada que hacer; sin un oficio, ni una finalidad, ni siquiera un pretexto. Supongo que necesitaba lo que cualquiera, que el día siguiente tuviera algún objeto, y le escogí a usted. Era con mucho lo mejor que tenía a mano. Su libro me había absorbido de veras.

Dalmau me contempló con aprecio. Aunque tenía los labios finos y las facciones ya bastante escasas, no resultaba inexpresivo, y no debía quitarle el sueño que su cara fuera espejo de sus emociones.

—Te confesaré algo —dijo—: desde que se me ocurrió que podía ser el libro, y sólo el libro, lo que te había impulsado, tuve el presentimiento de que tarde o temprano te pediría que vinieras aquí, para conocerte. Me costó persuadirme, sobre todo cuando se produjo ese malentendido con mi nieta, pero al fin se hizo la luz, una luz casi milagrosa. Por eso he querido que esta tarde hablásemos antes que nada de literatura. Es la literatura lo que nos ha unido, Hugo. Qué lazo poderoso puede ser, si ha sido capaz de unir a dos personas como tú y yo, entre las que median tantos abismos.

Paladeó la palabra abismos, con una suerte de entusiasmo. En ese momento, alguien golpeó la puerta. Dalmau se echó hacia atrás, y aguardó, sin autorizar ni impedir nada. Un par de segundos después, la puerta se abrió y entró una criatura de ensueño. Era una chica de quince o dieciséis años, preciosa, e incitante hasta el extremo de desasosegar. Mientras le ponía a Dalmau su café reparé en sus grandes ojos acuosos, sus labios fruncidos, que apenas cabían entre su barbilla y su nariz. Cuando colocó la otra taza ante mí y me sirvió el café me quedé hipnotizado por sus manos. Después, hube de hacer un esfuerzo para enfrentar su sonrisa y agradecerle el servicio. No era fácil, pero quizá lo era menos mantener la vista a la altura de su talle. Cuando ella susurró you’re welcome, apartándose de la sien y enganchándose a la oreja con una de aquellas manos un largo mechón suelto de su cabello castaño, comprendí que me encontraba ante uno de esos raros ejemplares de belleza estrictamente animal, que escapan a cualquier raciocinio y a cuyo embrujo casi humillante no hay nada que pueda oponerse.

Una vez que la muchacha se fue, Dalmau, a quien no se le había escapado el brutal efecto que en mí había producido, constató:

—Creo que no eres insensible al encanto de la pequeña Charlotte. Quién podría serlo. Desde hace años, me he preocupado de que siempre hubiera aquí alguien como ella, porque me conforta mirar y escuchar a las muchachas de su especie. A veces me gusta también tocarlas, pero me basta con tocar sus manos o sus mejillas, cuando vienen a traerme algo. Con la edad se va casi todo, y lo primero la apetencia carnal. Además, hay algo intolerable en la idea de mezclar algo como Charlotte con algo como yo. ¿Has visto alguna de esas repugnantes películas en las que los adultos yacen con niñas? Yo me hice traer una, hace años, y mandé que la quemaran. Ver la juventud marchitarse entre lo marchito, tan sucia y bruscamente, es un espectáculo más degradante que el propio envejecimiento. No sé como a nadie le consuela de nada.

Dalmau se interrumpió, asqueado. Pero no le costaba hablar de aquello, como no le había costado confesar su afición por el esplendor adolescente de Charlotte. Era difícil distinguir si se confiaba o si me consideraba menos que nada y eso le hacía impúdico.

—Sin embargo —prosiguió—, sí es agradable mirarlas, y tocarlas, donde no pueda confundirse con un intercambio sexual. Por desgracia mis ojos empezaron hace un año a dar señales de rendición, y cada vez me cuesta más verlas. Pero es portentoso cómo perdura el tacto. Me gusta tocar la piel joven, Hugo, porque me da una prueba de la continuidad del mundo, la continuidad que hace tanto que yo he dejado de representar. Mirando y tocando lo joven, teniendo cuidado de no mezclarse nunca, para no mancharlo y arruinarlo, se puede seguir en el mundo, aunque se esté ya más muerto que vivo, como yo. Es un arte riguroso, porque la tentación de querer seguir siendo dueño de la vida, y no simple espectador, es fuerte. Pero hay que retirarse, despreciarse si hace falta. Es la única manera de enterrar con honor la propia juventud. Hay tanta gente empeñada en alargarla y pudrirla en una pantomima ridícula, cuando no repulsiva.

—¿Qué hará cuando Charlotte crezca? —intervine.

—Lo mismo que hice con las demás. Saldrá de mi casa como entró, entera si lo estaba, y tendrá un lugar en el mundo. Hay que preocuparse por que los jóvenes tengan un lugar en el mundo; es lo único de lo que hay que preocuparse, aunque ahora esté todo lleno de viejos egoístas. Ése es el equilibrio de la naturaleza, todos los animales mueren por defender a sus crías. Pero el individuo humano se ha vuelto demasiado importante, tiene pretensiones de absoluto, y por eso la gente no quiere apartarse y dejar paso. ¿Has pensado en ese invento perverso, los planes de pensiones? Está tan asumida la guerra a muerte entre las generaciones, tan por descontado se da que habrá que defender el hueso contra los perros jóvenes, que los bancos, a quienes conviene el negocio, venden sin problemas el producto. Ya nadie se fía, con razón, de que los que hoy están ganando sueldos bajos, y viviendo en el alero, vayan a apiadarse de los que los tienen a agua y migajas. Al final, todo afán acaba en su contrario. Se terminará pasando por las armas a los viejos, sin pestañear.

Mientras oía a Dalmau, creí disponer de una fantástica hipótesis para la presencia de todas aquellas hermosas mujeres en las oficinas del Rockefeller Center, y me conmovió la discreción siempre sacrificada de Pertúa. También juzgué que no era muy elegante que Dalmau, que poseía entre tantas otras cosas aquel edificio y podía pagarse las muchachas y su colocación posterior, censurara a quienes, con menos medios, se angustiaban por tener techo y comida en el futuro. Todavía no entendía a Dalmau. No sabía cuánto ni cómo se inculpaba él mismo, acatando su propia doctrina, en lo tocante a aquel asunto del trato a los hijos. Era curioso, en todo caso, que aquello hubiera comenzado por Charlotte. El anciano pareció percatarse de que se había desviado de nuevo. Podía permitírselo, pero regresó a la conversación:

—En fin, Hugo, me has buscado, y no te ha sido sencillo dar conmigo. Ahora aquí estás, en esta habitación oscura. Perdona por eso. Desde que me falla la vista prefiero que haya poca luz, por no tener ansia de ver, o para irme acostumbrando a la ceguera, si le da tiempo a venir. Sin duda tendrías alguna expectativa, cuando fuiste hasta Wisconsin siguiendo mi rastro. Y ahora, ¿qué te parece este viejo enfermizo y fanático? Acaso un espejismo.

—No me parece un espejismo —le rebatí, aunque igual hubiera podido apoyarle—. Esperaba que fuera viejo, claro, quizá más. Otras cosas no las esperaba. Todo lo que he visto durante estos tres meses, este edificio, Charlotte.

—Lo que has visto durante estos tres meses es accesorio. Olvídalo —Dalmau sacudió una mano hacia un lado, para reforzar su conminación—. Si te he hecho venir ha sido porque Pertúa me ha contado que lo que te encargaba lo hacías con pundonor pero sin vocación. Me inclina en tu favor tu pundonor, pero más me inclina que no tengas vocación por los asuntos de dinero. Mi dinero no forma parte de mí. El edificio y Charlotte, por el contrario, son un buen resumen de lo que soy. Y reconozco que me hace ilusión resultar inesperado, a los noventa y cinco años. Debe ser la última vez que va a suceder. ¿Qué crees que esperaba yo de ti?

—No lo sé.

Dalmau se inclinó sobre su mesa y obligó a sus ojos gastados a hacer el trabajo de atrapar mi imagen. Nunca supe cómo ni qué veía.

—Quiero que vengas más veces, Hugo. Matilde te dará el número, llámala y ella te dirá si puedes venir. Hay días que me duele la cabeza, días que no respiro bien, días que lo devuelvo todo. Pero todavía tengo otros como hoy, en los que soy casi una apariencia completa de persona. Llama de vez en cuando y algún día será uno bueno, y podrás venir. Haremos que Charlotte nos traiga café y hablaremos. De ti, de mí, de este lugar extranjero, de la patria. ¿Por qué te lo pido? Esto es como tocar la piel de Charlotte, pero se trata de otra piel más sutil, la del alma, algo que ni Charlotte ni nadie como ella pueden brindarme. ¿Querrás hacer el sacrificio por mí? Piensa que es posible que tú no ganes nada.

—Al contrario. Será un placer —aposté.

—Bien. Es tarde. Haré que te acompañen.

Fue Charlotte quien vino. Me despedí de Dalmau como le había saludado, con un simple apretón de manos, porque los españoles apreciamos los gestos, y a veces nos bastamos con ellos. Luego fui tras la ligera figura de Charlotte por aquellos pasillos cavernarios en los que su juventud florecía para aquel espectro de hombre, y recibí mi abrigo y una tarjeta con un número telefónico de manos de Matilde. Cuando estuve de nuevo en Canal Street, enfrente de los bazares de los chinos, me costó aceptar que aquellas tiendas asediadas por los turistas formaran parte del mismo universo.