3. Exhibición de Pertúa

Hacia mediados de octubre, hacía ya un par de semanas que iba todos los días a la oficina del Rockefeller Center. La inmensa morena de la recepción me recibía ya como un habitual y se me había habilitado un despacho, mucho más pequeño que el que había tenido en la compañía de inversiones. En contrapartida, y una vez cerrado el trabajo especial con el que me había incorporado, la información que ahora aparecía en la pantalla de mi ordenador era mucho más suculenta; a veces lo era tanto que llegaba a intimidarme. Aparte de eso, mi trabajo no difería mucho de lo que había hecho antes o de lo que había hecho en España; en muchos aspectos, aunque no en todos, era sólo una cuestión de escala. Las reuniones con Pertúa se habían incrementado hasta alcanzar una periodicidad semanal. Ahora ya no eran encuentros sociales, y no sólo intervenía él, sino que la mayor parte del tiempo era yo quien tenía que dar cuenta de cómo iban las cosas en las parcelas que se me habían asignado. Como jefe, aunque siempre estuviera entre nosotros, condicionándolo todo, la forma en que habíamos entrado en contacto, Pertúa era exigente y directo, pero no como esos jefes que son directos por no dar sensación de titubear, lo que les hace tomar a menudo el recto camino del precipicio o el todavía más recto camino a ninguna parte. Pertúa siempre tenía los oídos abiertos, se tomaba su tiempo, y cuando arrancaba iba a donde dolía, a donde faltaba algo. Además, se guiaba más a menudo por el instinto que por el cerebro, por lo que nadie soñaba con urdir añagazas que pudieran desorientarle. Cuando señalaba un error, había que admitirlo y corregir, porque también era intransigente. Podía permitírselo, y todos sabíamos por qué: siempre se había informado suficientemente. Lo leía todo, incluso lo aburrido o lo mal escrito. No valoraba especialmente la retórica, aunque podía practicarla.

Seguíamos sin hablar de Dalmau. Tres meses después de entrar a su servicio, seguía sin saber gran cosa de él, aunque cada vez sabía más de lo que poseía, si eso es conocimiento acerca de un hombre. De todas formas, me cuidaba de exteriorizar la más mínima ansiedad al respecto. Suponía que entre otras se me estaba sometiendo a una prueba de paciencia, y no tenía motivos invencibles para no superarla. El trabajo distraía mi tiempo y mi mente y Sybil reparaba mi alma. Me gustaba el otoño en Nueva York, aunque se avecinara el frío, y me sentía optimista. También lo estaba mi familia, incluida mi siempre reacia hermana, al saber que tenía un trabajo que no era peor que el que había abandonado en España y que iría a visitarles aquellas navidades, como cumplía a un hijo que no estuviera desequilibrado, accidente que habían llegado a temer de veras meses atrás. Y no tenía prisa respecto a Dalmau, sobre todo, porque me asistía la certidumbre cada día creciente de estar cerca de él. Una tarde, la propia Sybil, con quien, como con Pertúa, el asunto de Dalmau había adquirido tácitamente desde el principio la categoría de tabú (nunca mencionado, siempre presente), quebrantó la prohibición. Paseábamos por Brooklyn Heights Promenade, como muchas otras tardes. Me había aficionado de nuevo a hacerlo, desde que pasaba la mayor parte del día en Manhattan, y a Sybil no le importaba acompañarme. Sin que nada le diese pie a ello, como una observación casual, dijo de pronto:

—Espero que puedas conocer pronto a mi abuelo. Verás que es un gran hombre, aunque no ha tenido suerte en la vida.

Haciendo un esfuerzo, continué la conversación, como si fuera normal:

—¿Dónde vive tu abuelo?

Sybil se detuvo y extendió el dedo hacia la isla cubierta de rascacielos.

—Ahí. Desde hace más de mil años.

No me atreví a preguntar más y Sybil terminó por cambiar de asunto. Sus palabras sobre Dalmau se me quedaron dando vueltas en el cerebro, y desde aquella tarde, en la que confirmé que la indicación que traía la nota biográfica de su libro (en la actualidad vive jubilado en Nueva York) no era un engaño, no pude dejar de percibir una invisible presencia cada vez que cruzaba a la isla.

Aunque no solía pasar en la oficina tanto tiempo como Pertúa, a quien nadie habría podido aspirar a batir en ese aspecto, cuando una noche de aquel octubre, a las nueve, Myrtle se acercó por mi despacho para ver si estaba, todavía me encontraba en él. Ella ya llevaba la gabardina puesta y se disponía a irse. Atendía a Pertúa durante la mayor parte de sus ingentes jornadas, y aunque ya no era joven, como creo haber consignado, todas las mañanas tenía la cara radiante y la mente rápida. Había llegado a congeniar, con Myrtle.

—No sabía si seguirías por aquí —dijo, en voz queda.

—Ya me iba.

—El jefe quiere verte. Si quieres irte, le diré mañana que ya no te encontré.

—No es necesario que mientas por mí, Myrtle, aunque me turba que pienses en hacerlo.

—En serio. Temo que sea largo.

—No te preocupes. Hasta mañana.

Cuando fui al despacho de Pertúa lo encontré con Rhoda, una colaboradora escogida que se encargaba de supervisar las operaciones del grupo en Europa. Era una mujer de unos cuarenta años, concienzuda y brillante, por lo que se contaba, y a la que se comparaba con el propio Pertúa. No me había relacionado mucho con ella, hasta entonces.

—Pasa, Hugo —me invitó Pertúa, al verme asomar por la puerta.

Me aproximé a la mesa sobre la que estaban trabajando. Tenían mucha documentación, tomos, gráficos, un bloc de notas infestado con la minúscula caligrafía de Pertúa y otro con la inclinada letra de Rhoda. De reojo me pareció leer palabras en español, en los tomos abiertos, pero no quise mirar más por no ser indiscreto.

—Te he llamado porque estoy viendo con Rhoda algo en lo que estoy seguro de que puedes sernos de mucha ayuda. Una ayuda insustituible, en realidad.

Me intrigaba en qué podía ayudar yo, y de forma insustituible, cuando se ocupaba de todo una máquina imparable como Rhoda, si su fama era justa. Quizá deduciendo lo que estaba pensando, Pertúa me dio uno de los tomos y me indicó que lo abriera. Empezaba con unos estados financieros y seguía un informe, y a medida que pasaba aquellas hojas iba dando menos crédito a mis ojos. Todo estaba escrito en español, como había atisbado, pero eso no era lo único familiar.

—Es una pequeña firma —constató Pertúa, quitándole importancia—, pero nos pareció interesante, un buen complemento a nuestras inversiones en España. Pujamos y sus dueños resultaron estar abiertos a venderla. Así que la hemos comprado. Rhoda firmó todos los papeles en Madrid la semana pasada.

Mientras iba relatando todo aquello, Pertúa se deleitaba observando cómo reprimía yo mis emociones. Si aquello podía considerarse una debilidad por su parte, ya tenía un ejemplo que darle a Avinash.

—Mañana llega aquí el equipo directivo —añadió—, que de momento son los anteriores dueños. Nos informarán acerca de sus planes y si nos convencen los confirmaremos. Si no, buscaremos a otros. Los abogados se han ocupado de que podamos prescindir de ellos con una indemnización moderada. Tú los conoces a todos. Quisiera que estuvieras mañana con Rhoda y conmigo y nos ayudaras a decidir.

Así fue como lo dijo, tú los conoces a todos, como si dijera a ti ya te han sido presentados, para constatar en voz alta el hecho de que Dalmau había comprado la firma para la que yo había estado trabajando durante años, en España, y que al día siguiente irían a pasar examen quienes habían sido mis jefes, o más que mis jefes, y se me ofrecía entrar a formar parte del tribunal calificador.

—Claro —respondí, aturdido.

El examen no tuvo lugar en las oficinas del Rockefeller Center, sino en otras, de ocasión, cerca de Wall Street. Se había dispuesto una sala con todos los medios, y cuando llegamos allí ya estaban los españoles, esperando. Sólo habían venido los cuatro socios, ahora exsocios, lo que me hizo respirar. Por nada del mundo habría querido ver a mi exjefe directo, a quien apreciaba, en aquel apuro del que no presagiaba que pudiera salir nada bueno para los examinandos. Fue Alfonso, al que mi amigo Bartolomé, desde su conciencia proletaria, afeaba su egoísmo desvergonzado y doctrinario, quien me reconoció primero, y palideció bruscamente al hacerlo. Puede que fuera por eso por lo que se trabó al saludar a Pertúa, con una estudiada fórmula en un denodado aunque oscuro inglés.

—No sufra por mí —repuso Pertúa, en español—. Mi idioma materno es el suyo. Sólo les ruego que si tienen dificultades hagan que alguien traduzca para Rhoda. Es irlandesa, o de origen irlandés, quiero decir, y no entiende bien el español.

Pertúa comenzaba sin piedad, humillando a Alfonso, que había estudiado en Harvard (aunque fuera uno de esos cursillos de unos meses para poner en las tarjetas), a cuento de su habilidad para expresarse en inglés. Pero no se detuvo ahí:

—Creo que conocen a Hugo Moncada. Lleva varios meses colaborando conmigo y no creo necesario explicarles por qué me acompaña hoy.

Los cuatro me dieron la mano, con notable compostura, vistas las circunstancias, mientras en sus cabezas debían sucederse todo tipo de pensamientos catastróficos acerca de eso que Pertúa no había creído necesario explicarles. Pertúa se dirigió a continuación al lado que nos correspondía de la mesa y se dejó caer sobre un sillón, sin preocuparse de cómo quedaba su americana, ya bastante arrugada (mis antiguos jefes habían debido hacer un encargo ex profeso a sus sastres, sobre todo Alfonso, que venía hecho un pincel, con su traje gris humo). Rhoda y yo nos sentamos flanqueándole y sacamos nuestros blocs de notas. Pertúa se limitó a cruzar las manos y a esperar. Las notas que había tomado la noche anterior estaban en su papelera desde poco después de tomarlas. Pertúa anotaba para memorizar, no para poder olvidar lo anotado, como casi todo el mundo.

Alfonso, que siempre había sido el más echado para adelante de los cuatro, tomó la responsabilidad de la exposición. Se aclaró la garganta y procedió en inglés, en atención a Rhoda, sin la ignominiosa impericia del saludo. Sus muchachos, mis antiguos compañeros, habían hecho un excelente trabajo. Las transparencias que se fueron proyectando mientras Alfonso hablaba eran de todo punto irreprochables. Aunque probé, no capté el más mínimo error, algo más que sobresaliente para unas transparencias, porque seguramente aquéllas habían terminado de elaborarse a uña de caballo, como todas las transparencias, unas pocas horas antes de que cogieran el avión. Alfonso, por su parte, no hizo nada mal su parte. Superado el nerviosismo inicial, se las arregló para presentar las magnitudes de la firma y sus perspectivas con un tono efectivo, e incluso a ratos con una audacia bien dosificada. Sin duda había reservado sus mejores bazas para el final, donde le tocaba detallar las estrategias para el futuro del equipo directivo, o sea de ellos, por el momento. Al oír en sus labios la palabra estrategia me acordé de Avinash, que sólo creía en lo que podía tocarse y desdeñaba a los hacedores de cábalas y pronósticos. Miré de soslayo a Pertúa. Hacía rato que había cruzado los brazos y abatido un poco la barbilla, y en aquel instante empezaba a cerrar los ojos. Más allá, Rhoda asistía a los esfuerzos de Alfonso con un gesto impenetrable. Esto, la combinación de la somnolencia de Pertúa con la quietud impasible de Rhoda y mi presencia inverosímil, alteró un poco la concentración de Alfonso. Sin embargo, con una actitud heroica, siguió hasta el final. Para entonces, Pertúa ya parecía profundamente dormido. No lo estaba. Tan pronto como Alfonso hubo comentado la última transparencia, abrió los ojos y se volvió primero a Rhoda y después a mí. Yo no tenía la compenetración precisa con Pertúa como para transmitirle mi opinión con una mirada, así que mientras me observaba me limité a pensar que Alfonso había hecho una buena exposición, por si él podía leerlo. También pensé que si el propósito de Pertúa era integrar la firma en el grupo, debía despedirse a Alfonso y a los otros tres, que procurarían engañarnos con bonitas transparencias siempre que pudieran. No lo pensaba por rencor, sino por lealtad a quien ahora era mi jefe, aunque era bastante absurdo tener escrúpulos sólo por un pensamiento, como si Pertúa pudiera en realidad leerlo.

—Muchas gracias, Alfonso. Una excelente exposición —dijo al fin Pertúa.

—Gracias —se apresuró Alfonso, a quien nadie había enseñado a desconfiar de un elogio.

—Sin embargo —however, se demoró Pertúa, para que Rhoda no tuviera ningún problema en entenderlo—, hay un pequeño problema.

—¿Qué problema? —saltó Alfonso, otra vez demasiado colérico.

—No tienen para nada en cuenta los objetivos básicos del grupo. Quien les ha hecho esas diapositivas del final —dijo les ha hecho, y diapositivas, y se refirió a ellas y no a lo que Alfonso había dicho, aunque había permanecido con los ojos cerrados—, desconoce obviamente cuáles son nuestros propósitos globales, nuestro, ¿cómo les traduzco approach?

—Enfoque —apunté.

—Nuestro enfoque del negocio.

Alfonso y los otros estaban lívidos. Podía oírseles tragar saliva, sobre todo a Arturo, el más cobarde de todos, que debía fundamentalmente su suerte a influencias familiares y siempre había estado, hasta entonces, bien atrincherado en su despacho.

—Cuando cerramos la operación —siguió Pertúa, como si hablara al acaso pero adelantando sus piezas en un impecable orden de maniobra—, les hicimos entrega de una documentación que les recomendamos que estudiaran. La portada era a color, no tan vistosa como las diapositivas que han traído —volvió a decir diapositivas marcando la palabra, no mucho—. Tal vez por eso la confundieron con unos folletos publicitarios que no tenían mayor relevancia. En esos folletos, señores, se detallan nuestros objetivos, nuestros propósitos, nuestro, cómo era, nuestro enfoque del negocio.

—Hemos estudiado esa documentación —improvisó Alfonso, fatalmente.

—Por favor, señor. Yo soy un poco indio, al menos alguien de mi familia, una bisabuela, creo, lo era. Pero Rhoda y Hugo no lo son, y yo, indio y todo, no soy imbécil. Ténganos un respeto, aunque sólo sea por la mucha plata que hemos puesto en su firma y por el tiempo que hemos dedicado a escucharlo atentamente.

Pertúa pronunciaba sus palabras, con las que el suelo iba desapareciendo bajo los pies de Alfonso, con una humildad exquisita.

—Por tanto —ahondó, inmisericorde—, he aquí que nos encontramos con una situación de cierta insatisfacción mutua.

—Hay algo —se lanzó Alfonso, con innegable coraje—, un punto de nuestros acuerdos, que quizá haya que traer a colación aquí.

—¿Qué punto es ése? —preguntó Pertúa, con solicitud.

—Ustedes se comprometieron a respetar una cierta autonomía en la gestión de la firma, con arreglo a su operativa tradicional y al entorno peculiar del mercado español.

Operativa tradicional y entorno peculiar. O mucho me equivocaba o era el tipo de locuciones vacías que no iban a agradar a Pertúa.

—Una mierda su autonomía de gestión —estalló Pertúa, aunque sin alzar demasiado la voz, porque el otro no creyera que se forzaba por él, supuse—. Los hemos comprado, señores, y su firma es nuestra y hacen lo que se les mande. ¿Qué carajo son, aprendices?

A Alfonso nadie debía haberle llamado antes aprendiz. Por cualquier lugar que otro pisara, él siempre había pisado antes. Hubo de refugiarse en el orgullo:

—Cuando negociamos con ustedes creímos que eran caballeros.

—Qué caballeros ni qué niño muerto. Somos los dueños, ahora. Y no sé en España si las cosas van de otra manera, Hugo me lo habría dicho, pero aquí a nuestros empleados no los pagamos por tener otra idea del negocio. Ni siquiera aunque sea mejor, así que fíjese si encima es una pavada.

—Bien. En ese caso, como dijo antes, tenemos un problema —dedujo Alfonso, altivo.

—Pero un problema bien pequeño —ponderó Pertúa—. Ahora mismo llaman a las mujeres, les dicen que dejen de gastar el dinero de la empresa, lo mismo si se han ido de compras a la avenida Lexington o a ver al MoMA pinturas que no entienden, y las agarran y se las llevan de vuelta a España. Mañana mismo se planta allí una persona con poderes para hacerse cargo de todo, y ustedes se están quietecitos si no quieren tener a los abogados más hijos de puta de su país persiguiéndolos hasta debajo de las bragas de sus madres. ¿Clarito?

—Hay un acuerdo —insistió Alfonso, ya apocado.

—Terminaremos de pagar lo que valen, señores. Yo no discuto con alguien a quien puedo comprar. Que tengan un buen día.

Salí tras él, como Rhoda, mientras Alfonso y los otros tres trataban en vano de comprender por qué les pasaba aquello. Cuando estuvimos fuera de la sala, Pertúa, de nuevo con su suavidad habitual, concluyó:

—Venir aquí a contar cuentecitos. Esta vaina va de verdad, joder.