2. La prueba

Aunque me sirviera en parte para ello, la mira de Pertúa al darme el trabajo no había sido ayudarme a construir una sensación confortable en mi estancia en Nueva York. En nuestras conversaciones, después de la primera, no volvió a mencionarse el nombre de Dalmau, pero Dalmau seguía allí, omnipresente y agazapado detrás de cualquier cosa que Pertúa hiciera, y yo lo sabía y por eso barrunté que Dalmau no podía ser ajeno a lo que, una mañana de septiembre, Pertúa me convocó para discutir en su despacho. Hacía un día soleado y la luz que entraba por la ventana recortaba su silueta ante mí. Era una silueta enhiesta, como sus pocos cabellos y como su mismo temperamento, siempre en guardia.

—Ya llevas con nosotros algún tiempo, Hugo —creí no haber oído bien; era la primera vez que me tuteaba—. En ese tiempo has probado tu valía y nos has convencido de que la decisión que tomamos en su día fue una afortunada solución para una lamentable desgracia que todos preferimos olvidar. Desconozco hasta qué punto hemos podido satisfacer tus expectativas, pero las nuestras se han visto con mucho superadas.

Siempre hay que dudar cuando a uno se le elogia. Quien elogia siempre busca algo, inocente o perverso, y el elogiado debe medir antes que nada si está en su mano pagar el elogio. A veces es un precio módico, que se desembolsa de buen grado; otras veces es una penitencia con la que se purga desmedidamente el privilegio obtenido. No sabía si podría pagar lo que Pertúa andaba buscando, así que dudé y no dije que también mis expectativas se habían colmado, lo que, por otra parte, podría no haber sido excesivamente mendaz.

—Por eso —prosiguió Pertúa, tal vez haciéndose cargo—, queremos dar un paso más en nuestra relación, si tú crees que puede seducirte.

—¿Qué quiere decir exactamente un paso más?

—Quiere decir trabajar aquí, en la cabecera del grupo.

—¿Aquí?

—Entiendo que pueda resultarte prematuro —concedió—. A fin de cuentas, sólo llevas con nosotros dos meses. Pero te ruego que prescindas de ese aspecto. El tiempo es una magnitud relativa, que depende de quien lo marca y de quien lo recibe. Nosotros no nos complacemos en alargar las ceremonias, al menos ciertas ceremonias, y aunque a otros no les bastarían veinte años, los dos meses que tú has tenido han sido suficientes. Puedes creer que no somos inexpertos en este tipo de apreciaciones.

Podía creerlo, aunque no me fiara. Pero la propuesta de Pertúa era tan tentadora que comprendí inmediatamente que no iba hacer otra cosa que dejarme conducir a donde él hubiera pensado. A aquellas alturas, no podía ser tan ingenuo como para cometer el desperdicio de fingir ante Pertúa, así que me limité a consultar:

—¿Qué tendría que hacer?

—Para empezar, un trabajo especial.

La palabra especial me inquietó. Pertúa lo notó y se apresuró a explicarlo:

—Hemos decidido una reorganización de parte de nuestros negocios. La operación principal de esa reorganización es la venta de la empresa para la que has estado trabajando. Tenemos un comprador que oferta un precio atractivo. Necesitamos alguien con conocimiento de lo que se vende que sirva de interlocutor al personal del comprador que vendrá para comprobar la valoración y cerrar el trato. No estarás solo. Te ayudará alguien con experiencia en estas cosas —y avisó a Myrtle—: Myrtle, llama a Avi.

—¿Avi?

—Se llama Avinash. Nunca pronuncio bien su apellido. Es hindú, una raza imperturbable, cualidad ventajosa para estas misiones.

Avinash apareció al cabo de unos segundos. Era un tipo desgarbado, más o menos de mi edad, y todavía más bajo que Pertúa. En su rostro oscuro, el blanco de los ojos relucía como la luna en mitad de la noche.

—Avi, te presento a Hugo Moncada. Se encargará de la negociación, con tu ayuda.

Avinash no preguntó qué demonios pintaba yo allí, por qué me iba a encargar de la negociación o por qué tenía que ayudarme. Ni siquiera pestañeó. Me tendió la mano y dijo:

—Encantado.

Durante los primeros días de trabajo, la presencia del hindú me incomodó. Era competente y laborioso, y también temible para nuestros interlocutores en la polémica; conmigo, por lo demás, se atenía en todo momento a un compañerismo que parecía sincero. Pero no se me iba de la cabeza que aquel hombre, además de pertenecer a otra civilización, lo que no dejaba de advertirse en alguna que otra circunstancia, era uno de los auxiliares de Pertúa en la misteriosa cabecera del grupo y tenía, por añadidura, experiencia en trabajos como aquél. Las reuniones, casi siempre largas y exasperantes, se sostenían en un lúgubre edificio de Spring Street y a veces en la propia sede de la compañía cuya venta se negociaba. En el primer caso el obstáculo era estar durante horas en una oficina arrendada para la ocasión, rodeados de ordenadores y pizarras y soportando las ingeniosidades de los mercenarios contratados por el comprador (abogados, auditores, etcétera), que ineludiblemente versaban sobre los diversos particulares del negocio que permitían exigir una rebaja en el precio, o un incremento de las garantías, o ambas cosas a la vez. En el segundo caso, había que tener la sangre bastante fría para ajustar con la distancia adecuada las condiciones de la transacción, bajo el mismo techo que cobijaba a todas aquellas personas que iban a ser vendidas a tanto alzado y en lote (alguna de ellas entraba en la sala, de vez en cuando, para pasar un recado o renovar el café). Y ello sin dejar de sugerir, si resultaba a propósito, los costes laborales que podía rebajar el comprador tan pronto como tomase el control de la compañía. Pero Avinash no se inmutaba por lo uno ni por lo otro, y tanto le daba dormir cinco horas o dos. A la mañana siguiente siempre aparecía con su flequillo negro empapado y cepillado a un lado, los ojos muy abiertos y las ojeras camufladas bajo el color de su tez.

A medida que fueron pasando los días, no obstante mis iniciales reticencias, la brega y los combates compartidos propiciaron, de forma casi imperceptible, un acercamiento personal entre ambos. Una noche, en la sede de la compañía, después de un par de jornadas extenuantes, Avinash debió creerme lo bastante reblandecido como para permitirse una confidencia de carácter humano, aunque con pretexto profesional.

—Siempre detesto este momento —dijo—. Ya hemos hecho la parte más importante, pero es ahora cuando queda lo peor. En lo importante sólo entran los especialistas en resolver problemas, con los que no me cuesta tratar, aunque sea a tiro limpio. A partir de ahora intervienen los especialistas en crearlos. ¿Sabes por qué?

—No.

—Para lo importante hace falta trabajar, y eso, en nuestro mundo, sólo lo hace la gente de segunda fila. En el remate, o sea, lo que viene ahora, sólo hay que aparentar que se tiene una mente estratégica. Eso sí están dispuestos a hacerlo los protagonistas, a quienes me refiero como los creadores de problemas. Después de doce años de experiencia, hay pocas cosas que haya aprendido a despreciar tanto como la estrategia. He llegado a la conclusión —afirmó Avinash, con sorna— de que la estrategia, para la mayoría de esos fantoches, no es más que un invento que levantan después de que todo ha terminado. Así tratan de vender a los demás, incluso a quienes realmente contribuyeron, que lo que salió al tuntún o por fuerza, como siempre sale todo, obedecía en realidad a un plan que ellos tenían.

En ese instante alguien llamó a la puerta. Estábamos solos, en la sala en la que se reunía el consejo de administración, al lado del despacho de Ronald. Quien llamaba, según se vio una vez que Avinash le gritó que pasara, era precisamente la secretaria de Ronald. Era una pelirroja tan alta como las mujeres de las que se rodeaba Pertúa, y no menos atractiva, porque Ronald también amaba la belleza. Llevaba un traje color cereza de quinientos dólares, como poco, y había un mohín de asco en su cara cuando le dijo a Avinash:

—Tiene una llamada telefónica. El señor Pertúa.

—¿Y no puede pasarla aquí? —se interesó el hindú.

—Bueno, sería posible si…

—Si es posible, pásela, por favor.

Avinash lo pidió sin brusquedad, casi con pleitesía, como alguno de sus antepasados podía haber llamado sahíb a algún británico desalmado del que pudiera obtener unas monedas, techo o sustento. La pelirroja pudo percibir, no obstante, la desaprobación que recibía su torpeza debió indignarla que aquel indio piojoso la vejase. Desapareció sin decir nada más y al instante sonó el teléfono de la sala. Avinash le dio la novedad a Pertúa y me lo pasó para que yo completara la información con lo que me pareciera pertinente. Había poco que añadir. En realidad Pertúa sólo debía querer mostrarme que no confiaba más en Avinash que en mí; me dio ánimos, se los agradecí y colgó.

Avinash se había quedado pensativo. Como parecía que era una noche de confraternización, le pregunté algo que hasta entonces me habría abstenido de preguntarle:

—¿En qué piensas?

Avinash se volvió hacia mí y dijo, como si saliera de una ensoñación:

—En la pelirroja. ¿Te das cuenta de que vamos a vender su empresa, lo que en cierto modo equivale a decir que su destino está en nuestras manos, y sin embargo no podemos hacer nada para que nos tenga la menor estima? He estado meditando y no se me ocurre ninguna forma de domarla. La admiro por eso —proclamó, con convicción—. Es mucho más digna que Ronald, por ejemplo.

Ronald, a quien manteníamos al margen de todo, siempre tenía lista una sonrisa nerviosa cuando nos presentábamos allí, para utilizar la sala de su consejo, y también cuando le pedíamos que nos dejara a solas, en sus mismísimas oficinas. Avinash, con una incomparable crueldad, había llegado a echarle de su propio despacho por gusto, para debatir conmigo cualquier asunto sin trascendencia.

—Quizá habría alguna forma de persuadirla —aventuré.

Avinash meneó la cabeza.

—Todo el mundo es sensible al chantaje apropiado, desde luego. Pero no hablo de forzarla, sino de que hubiera un medio pacífico de lograr que fuera tan dócil como Ronald. He ahí un reto para la inteligencia, Hugo, y no lo que nos pasamos horas haciendo, en los últimos días. Que esa hermosa muchacha blanca fuera dulce con un feo indio como yo. Sólo es valioso lo que no se puede tener —recitó, inflamado—, como sólo es preciosa la luz en las horas oscuras. El único consuelo que encuentro en renunciar a ella es que la sabiduría de mi pueblo enseña que el espíritu de un hombre es tan grande como sus renuncias.

Me pasmaba oír a aquel sujeto, capaz de pasarse horas tratando únicamente de dinero, encadenar en un estado cercano al éxtasis aquellas palabras sobre la desposesión y el tamaño del espíritu, aunque fueran sarcásticas. Y más aún me pasmaba sospechar que no lo eran. Pero Avinash, como solía, cambió de pronto de asunto:

—¿Cómo has encontrado a Pertúa?

Derivar la conversación hacia Pertúa era un nuevo signo de relajación por parte de mi compañero. Hasta entonces no habíamos hablado de él. Escogí ser comedido:

—Siempre encuentro a Pertúa más o menos igual.

—¿Y qué te parece, Pertúa?

Inquiría sin énfasis, con la neutralidad con que hacía casi todo.

—No le conozco desde hace demasiado. Supongo que es la clase de persona que conviene tomarse algún tiempo para juzgar.

Avinash se rio.

—Pertúa es un hijo de perra, eso se ve en seguida —dijo.

—Siempre he procurado observar la regla de no criticar a las personas para las que trabajo, al menos mientras lo hago —me replegué.

—No le critico —protestó Avinash—. Me mata, ese hombre. Es un hijo de perra magnífico, un modelo para imitar. La mayoría de la gente, y sobre todo sus víctimas, piensan que es un perro ruin, porque no le tiembla la mano a la hora de defender lo que cree que son los intereses de su amo. Muchos fantasean con el momento en que el amo sea otro, preferiblemente uno a quien Pertúa haya perjudicado de una forma u otra, lo que es verdad que no resultaría difícil, o al menos sería un nutrido número, el de los candidatos. Pero esa gente no le conoce, no saben por qué Pertúa es un hombre grande. Pertúa ha medido las consecuencias de sus actos, meticulosamente, y las ha asumido, hasta la última, hasta la peor que puedas imaginar. Si a eso le sumas que desdeña la mayor parte de las ventajas de que podría disfrutar, tienes que Pertúa, además del último de los conscientes, es el último de los ascetas. Trabajo con él desde hace ocho años, y no le he visto caer en una sola debilidad.

No se estaba burlando. Le veneraba de veras.

—Tampoco puede ser tan de una pieza —objeté—. No hay hombres de una pieza.

—No si buscan la perfección, la bondad, la felicidad, o cualquiera de esos ideales que no existen —precisó Avinash—. Pertúa sólo busca cosas que existen, y siempre sabe qué puede esperar de lo que emprende. Su limitación es su fuerza. Pero es toda una tarea, limitarse como él ha llegado a hacerlo. A todos nos tienta la mentira, porque la verdad no basta.

Aquel pequeño malvado, al contrario que tantos otros de su clase, era un filósofo. Llegué a hacerme buen amigo de Avinash, aun abrigando siempre mis reservas. Durante mucho tiempo traté en vano de adivinar qué había pretendido Pertúa poniéndome a trabajar con él y encargándome que negociara aquella venta. Sólo estaba claro que se trataba de una prueba, y por eso me dediqué con ahínco a la última fase, que como Avinash había predicho, fue la peor y sufrió la injerencia de algunos creadores de problemas. Al final la operación se consumó, el precio fue bueno y Ronald perdió su puesto y su despacho con vistas. La pelirroja, según se cuidó Avinash de comprobar, conservó el suyo, y Pertúa nos felicitó a ambos. También nos dieron una gratificación, pero nadie nos odió por eso. En la cabecera del grupo no existían esas rivalidades infantiles.