1. Al servicio de Dalmau

En ningún momento, ni siquiera mientras representaba lo contrario ante Pertúa, había dudado que aceptaría entrar a trabajar al servicio de Dalmau. No lo había dudado aunque desde luego tenía motivos para rechazar la oferta, o quizá sería más correcto decir que me costaba encontrarlos a favor. Si bien se trataba de un medio de vida más o menos asequible a mi capacitación profesional, y me permitía demorar un regreso que no deseaba, cuando llamé a Pertúa para confirmarle que quería el trabajo, no era eso lo que inclinaba mi ánimo, ni tampoco ninguna de las razones a las que Sybil se había afanado, conforme a su promesa, en convertirme. Si consentí fue, sobre todo, por la intuición de que era allí, en los dominios de Dalmau, mucho antes que en un regreso deshonroso a Madrid o en cualquier otra ocupación en Nueva York, donde podía tener una oportunidad de esclarecer las causas que habían provocado mi viaje. Era la misma intuición que había despertado en mí la lectura del libro, y que resucitaba, intensificada, con la reaparición de Dalmau a través de Pertúa, aquel formidable subalterno.

Entre quienes asistieron atónitos a mi nueva ocupación se contó destacadamente mi amigo Raúl, quien me había visto descartar, considerar y volver a descartar la opción de la repatriación en el corto plazo de unas pocas semanas. No le había contado en su día lo que me había hecho cambiar por primera vez de opinión, porque había sido una experiencia ominosa que prefería esconderle (uno sólo puede olvidar por sí lo que no ha compartido con nadie), y tampoco le conté que era Dalmau quien me daba el trabajo por el que volvía a reconsiderarlo todo. Sí se enteró de mis progresos con Sybil, e incluso se la presenté pronto, lo que le llevó a entender al fin, y no hice nada por sacarle de esa idea, que todos mis vaivenes se debían a los flujos y reflujos de un corazón enamorado. Hasta tal punto, que después de conocerla se creyó en el deber de prevenirme.

—Siempre te dije que no era bueno estar demasiado en el aire, lo admito. Pero la verdad, compañero, estarás de acuerdo en que tienes la dudosa virtud de pasar de un extremo a otro. De repente eres residente, tienes un trabajo, y hasta tienes novia. ¿Te das cuenta de que si te descuidas puedes quedarte aquí para toda la vida?

—¿Qué tendría de malo?

—Nada, en sí mismo. Yo me he quedado, sin ir más lejos. Sólo que ese tipo de cosas es mejor decidirlas, no que te pasen.

—¿Estás seguro de eso?

—No seas insidioso —me recriminó—. Nadie está seguro de nada.

Pese a las advertencias de Raúl, aquel verano, mientras todo el mundo en Nueva York se preparaba para las vacaciones, yo volví a trabajar. Pertúa me asignó un puesto de cierta responsabilidad en una compañía de inversiones, con una remuneración que no podía objetar (según me había anticipado) y unas tareas que podía desempeñar con el solo y lógico esfuerzo de adaptación al modo de hacer las cosas en otro país, nada que sobrepasara mis facultades. Tratar de nuevo con aquellos asuntos me producía una extraña sensación. Mi profesión nunca había llegado a interesarme, en el sentido propio de la palabra; ni me había sentido demasiado recompensado por los éxitos que me deparaba, ni tampoco gravemente demolido por los fracasos, aunque a veces no es posible que a uno deje de dolerle lo que pudo salirle mejor (pero esto no es más que una deleznable afloración del orgullo). Cuando había tenido que ejercerla antes, mi empeño principal había sido sobrellevar mi profesión con el mejor talante posible, como un sacrificio que debía tener una utilidad moral; aunque ya nadie lo crea, a mí sigue pareciéndome que el sacrificio hace mejores a las personas y la satisfacción las envilece. A cambio, no me había ido mal, en mi profesión. Era como una mujer a la que no quería y a la que a menudo había que abrazar sin ganas, pero que casi siempre me quería y casi nunca dudaba de mí. Hay algunos momentos, más frecuentes a medida que pasa el tiempo y disminuyen las esperanzas de que venga la mujer deseada, en que el hombre que vive con una mujer así se sorprende sintiendo afecto por ella, y también yo me había sorprendido alguna vez sintiendo afecto por mi profesión.

Fue a aquel afecto, y a la innegable y excepcional novedad de trabajar para Dalmau, a lo que recurrí para desempeñar con una razonable conformidad mi labor. Mientras ojeaba balances o leía informes, consultaba cotizaciones en las pantallas o revisaba proyecciones, me abstraía en la paz mecánica que también podían suministrar aquellos ejercicios, cuando uno los hacía como si no existiera nada más y a nada más fuera factible dedicarse. La mente humana experimenta una inexpugnable felicidad en las cifras, sobre todo cuando están recién calculadas o recién impresas, porque la aritmética, a la que tienden a reducirse las matemáticas de la faena diaria, está basada en una simple ilusión de perfección que es, ante todo, deliberadamente ajena a las rugosidades e incoherencias del mundo. Es el triunfo de la aritmética el que permite el sosiego creciente de las conciencias, a despecho de los millones de desastres cotidianos que los tersos números y los infalibles cálculos con los que se ha convenido en traficar enmascaran.

Otro aliciente de mi trabajo era indagar en la profundidad y la extensión del imperio económico de Dalmau. Desde la limitada atalaya que constituía la empresa para la que trabajaba y la posición que ocupaba en ella, pude reunir rápidamente los datos suficientes para comprender que su fortuna, o al menos los recursos que estaba en disposición de controlar y movilizar, debían ser inmensos. Mi compañía de inversiones, sin lugar a dudas una simple pieza en toda la maquinaria, poseía intereses en los más diversos sectores e industrias, por importes que multiplicaban muchas veces lo que había tenido ocasión de conocer de otras compañías similares en mi país, y contaba con cerca de un centenar de empleados, la mayoría de cualificación estimable. En cuanto al poder que sobre ella ejercía Dalmau, estaba fuera de toda cuestión. El chief executive officer, o gran jefe, de nombre Ronald, abandonaba cualquier reunión y cancelaba cualquier compromiso ante una simple llamada telefónica de Pertúa desde su modesto despacho del Rockefeller Center. Y eso que Ronald disponía, como era quizá preceptivo, de una especie de palacio personal en lo alto de una de las mejores torres de Lower Manhattan, donde tenía su sede la empresa. En mi ocasional trato con este hombre, un notorio canalla curtido en veinte años de trabajo en bancos de negocios que siempre estaba chupando o mordiendo (éstos eran los verbos justos) puros habanos de contrabando, observé al principio cierta antipatía. Podía ser porque Pertúa le hubiera impuesto mi contratación, haciéndole sentir la subordinación que tan copiosamente se le pagaba. Más adelante, cuando le dieron informes de mi relativa solvencia técnica y, sobre todo, cuando le constó que Pertúa se interesaba de forma regular por mi actividad, llegó incluso a hacerme objeto de alguna de sus atenciones. Aunque no descendió a invitarme jamás a su gran casa de las afueras, porque en Nueva York se mantiene una férrea separación entre la empresa y la familia, y también porque para él, WASP e inexorable votante conservador, yo no dejaba de ser un hispanic, es decir, un ejemplo de inferioridad racial, alguna vez me llamó a su despacho para preguntarme por mis inquietudes. Enfrentando la mirada sin fondo de sus ojos de color acero y admirando su poblado y vigoroso cabello rojizo repeinado hacia atrás, no pude reprimir la maldad de recordar que aquel hombre obedecía a Pertúa, un hispano desaliñado y calvo.

En cuanto a mis compañeros de trabajo, con ninguno llegué a establecer demasiados vínculos. Aquellos que realizaban una tarea semejante a la que a mí se me encomendaba me recibieron con una indisimulada hostilidad. Sin duda temieron que en el reparto de las gratificaciones de final de año irían a parar a mis bolsillos algunos dólares que les pertenecían; cuántos, era lo de menos. Si encima eran muchos ya sopesarían la posibilidad de alquilar a alguien para que me lisiara. Por lo pronto se contentaron con obsequiarme con un trato desabrido y alguna que otra maniobra alevosa, que capeé como pude. En su mayoría eran más jóvenes que yo, brillantes graduados en universidades selectas e incansables trabajadores nocturnos y de fin de semana contra cuya abnegación y cuyo mérito nunca me propuse competir, aunque ellos tardaron bastante en percatarse. Entre el resto del personal, sobre todo el de categorías inferiores, encontré algo más de calor humano, porque la muestra ganaba en diversidad. Había gente de Nueva Jersey o de Queens, y hasta una filipina de más de cincuenta años a la que incomprensiblemente se le permitía sestear con total impunidad en su puesto de trabajo y que mientras estaba dormida soltaba unos pedos como salvas de trabuco. A jirones me refirió su vida, que no era materia envidiable. Había enviudado joven y sólo tenía un hijo, enganchado intermitentemente al crack. Todos los corazones duros tienen un límite de resistencia, y al del jefe de personal la filipina debía habérselo alcanzado con aquella espeluznante historia.

En mis dos primeros meses en la compañía de inversiones, Pertúa me llamó a su despacho en tres o cuatro ocasiones. Siempre que llegué a la suite del Rockefeller Center la enorme recepcionista me estaba esperando, ufana, y Myrtle estaba presta para hacerme pasar al despacho de su jefe. Un día, cuando ya había logrado una mínima certeza de que podía conducirme ante aquel hombre con algún desembarazo (llevaba semanas trabajando para él, o para Dalmau, sin contratiempos; salía con Sybil; y Pertúa y yo ya habíamos mantenido otras entrevistas), reuní el valor preciso para interrogarle acerca de aquel detalle que desde el primer momento me había impresionado, la desproporcionada y unánime belleza de las mujeres que trabajaban allí, a su alrededor. Pertúa no se ofendió.

—Estoy aquí durante muchas horas —dijo, con su sempiterna sonrisa demediada—. La belleza de que me rodeo aquí es casi la única que veo. No sé si estará de acuerdo conmigo, pero en mi parecer un hombre que carece por completo de la oportunidad de contemplar la belleza se convierte en un ser abyecto e indeseable. Confieso que puede ser reprobable que destine algunos recursos económicos de la empresa a paliar una necesidad personal, pero afortunadamente la belleza que tanto le llama la atención es barata, y no se trata de personas ineficientes, como afirma el tópico. Myrtle, por ejemplo, es la mejor secretaria que existe.

Se enorgullecía de Myrtle como de un pura sangre o una motocicleta, pensé, pero ya les había sorprendido alguna vez comunicándose con una mirada como el relámpago y temí estar siendo burdo e injusto. En nuestras conversaciones, Pertúa seguía obsesionado por rectificar lo que él llamaba su falta, es decir, la drástica iniciativa que había adoptado respecto de mi persona antes de conocernos. A este afán respondía la protección que me hacía sentir y que claramente me prestaba, y la aparente franqueza con que me instruía acerca de distintos aspectos del grupo de sociedades de Dalmau. Yo almacenaba en mi memoria todo lo que me transmitía, sin preguntarle casi. Para mí el problema no era confiar en ellos, algo que en mi composición de lugar de entonces no iba a suceder nunca, sino que ellos confiaran en mí, y nadie confía con facilidad en un curioso. No podía ser más evidente que Pertúa, con aquellas entrevistas y por otros medios, me vigilaba.

Aquella vigilancia podría haberme provocado cierta tensión, pero me las arreglé para evitarlo. Algunos mediodías de aquel agosto, cuando no me citaba con Sybil para almorzar, me iba a pasear por Nassau Street, entre los turistas. Caminar por aquella calle, tan parecida a algunas calles comerciales de España, curioseando por las tiendas o simplemente mirando a la gente, me producía un gran placer, lo mismo que alargarme hasta Battery Park, donde iba a veces a tomar un bocadillo o una hamburguesa en mi hora de descanso. Por primera vez acaso desde mi llegada, un año atrás, mientras estaba allí, sentado a la sombra de los árboles con la chaqueta de mi traje de oficinista en el brazo y la camisa arremangada, me sentía acogido por la ciudad, casi uno de ellos. Y me gustaba.