5. Ognissanti

La noche anterior, mientras paseábamos por la orilla oscura del Arno, desde el hotel hacia el Ponte Vecchio, Sybil me preguntó:

—¿Por qué lo aceptas?

Esperaba esa pregunta. La esperaba desde hacía días o semanas, desde que yo le había comunicado mi extravagante deseo de desposarla en Florencia, en una pequeña iglesia católica donde estaba enterrado Botticelli, y ella había adivinado que aquel deseo no era originalmente mío, sino de él, de aquel difunto que siempre gravitaría sobre nosotros. Sybil había nacido y vivido en un país donde se concede una importancia un tanto dramática a la religión. En Estados Unidos, nadie que declarase profesar una religión dejaría de manifestarlo cumpliendo meticulosamente con el correspondiente rito semanal, o diario, o lo que fuera. Para un americano, era arduo considerar católico a alguien que nunca iba a misa, y de ahí que en la mente de Sybil mi propuesta de una boda religiosa suscitara una perplejidad que tarde o temprano había de manifestarse. Aquella noche, cuando al fin se manifestó mientras caminábamos junto al río, elegí devolverle la pregunta:

—¿Por qué lo aceptas tú?

—Yo aceptaría casarme contigo por cualquier rito, ya que he decidido hacerlo —afirmó, con seguridad y una punta de desafío.

—¿Insinúas que yo dudo?

—No sé si lo haces por mí o por él. No sólo lo de la iglesia.

—Lo hago por ti, naturalmente. Él está muerto.

—¿Por qué la iglesia, entonces?

—Por fe. Si Dios existe, deseo que nos bendiga. La idea fue de él, pero no me costó hacerla mía. Yo también fui bautizado, cuando nací.

—¿A eso llamas fe?

—A mí me parece mucha, más de la que he tenido nunca. Es posible que la sienta en parte por él, pero la siento sobre todo por mí, por nosotros. Y creo que está bien todo, incluso su recuerdo. Nunca olvides que nos conocimos gracias a él.

A Sybil no la convencieron mis palabras, que eran sinceras. Rebasamos el puente y llegamos ante la galería de los Uffizi. Por la noche, el escenario habitual de interminables colas diurnas aparecía desierto y adquiría, en esa soledad insólita, un aire indeciblemente familiar. Al fondo se veía la torre del Palazzo Vecchio y arriba, en el pálido y velado firmamento que la humedad evaporada del río extendía sobre nuestras cabezas, centelleaban sólo las estrellas más luminosas. Nos aventuramos bajo el arco, entre las estatuas de los grandes artistas florentinos. Al fondo, en la plaza de la Signoria, alguien tocaba una música ruidosa, para amenidad de los turistas. No llegamos hasta allí. Nos quedamos observando las efigies de aquellos hombres solos en mitad de la noche, todos desaparecidos, algunos olvidados. No podía dejarla dudar, porque entre ambos todo había sido fruto de un destino férreo y preciso, el único que podía atribuirle a mis pasos desde su comienzo. La tenía abrazada, a Sybil, y allí, entre los florentinos extintos, contra la provisionalidad de la vida, acaté el deber de convencerla y de mantenerla convencida siempre.

Al día siguiente, en la iglesia tenebrosa, todavía más después de atravesar desde el hotel la plaza sobre la que el sol se desplomaba, pude jurárselo también a ella, ante el sacerdote, acaso el mismo con el que Pertúa había negociado desde Nueva York. Y cuando ella me correspondió, asumiendo su compromiso ante el Dios y todos los santos en quienes nadie la había enseñado a creer, se abrió paso en mi espíritu algo semejante a lo que debía haber sentido Dalmau, cuando había rezado en aquella misma iglesia, después de muchos años y para no volver a hacerlo en su vida. De pronto era cierta la frase temeraria de aquel filósofo griego: la iglesia, los objetos, los presentes (mis padres, Sue y Paul, quietos y estupefactos), todo estaba lleno de dioses. Entre ellos, perfecta como quizá nunca pudiera repetirse, efímera y por ello definitiva, sobrevino la intuición de un aliento que enaltecía la existencia de todas las cosas: la madera de los bancos y la piedra de las paredes, la luz y la penumbra, los vivos y los que sólo eran recuerdo. Entonces Sybil se acercó para besarme y, por primera y última vez, se pareció a él.