El día que enterramos a Dalmau, el sol brillaba sobre una radiante mañana invernal, de las que sólo pueden soñarse en tantos otros países y enero depara sin especial dificultad a Madrid. Enterrar a Dalmau allí, en el cementerio frente al río donde reposaban sus padres, había exigido a Pertúa los mejores esfuerzos. En aquel antiguo camposanto ya sólo se sepultaba a quienes disponían de una tumba familiar en propiedad, y aunque quizá hubiera podido averiguarse el nombre de los padres de Dalmau, preferí que no se hiciera. Para proporcionarle las pistas necesarias habría tenido que confiarle a Pertúa detalles que Dalmau me había revelado en la reserva de nuestras conversaciones, y que nada me autorizaba a compartir con nadie, ni siquiera con él. Por otra parte, si Dalmau no había querido que nadie, y esto me incluía, supiera su verdadero nombre, tampoco era aquél un pretexto suficiente para contrariar su deseo. De modo que me contenté con que reposara en el mismo recinto en el que, en algún sepulcro que nunca podríamos reconocer, habían dado a la tierra a los suyos, y para lograrlo Pertúa tuvo que encontrar la manera de eludir todas las ordenanzas y las restricciones que lo impedían.
No me opuse a que hubiera un sacerdote en la inhumación, según ofrecía el cementerio, porque recordé lo que Dalmau me había dicho poco antes de morir: aun sin creer en Dios, era católico. Mientras el cura recitaba sus oraciones, en las que se postulaba el acceso del difunto a la gloria y a una resurrección de la carne que el propio Dalmau habría sido el primero en declinar, observé a sus descendientes. Enlutadas, escuchando las peculiares palabras españolas con que se encomendaba a Dios a aquel hijo pródigo tardíamente regresado, se las veía más rubias y más extranjeras que en ningún otro momento de los que había habido desde que habíamos tomado tierra en Madrid. Me produjo una emoción confusa, la imagen de aquellas dos mujeres rubias contemplando el agujero abierto en la tierra española, intentando comprender por qué el hombre cuya sangre llevaban era devuelto a aquel país extraño en el que ni siquiera el invierno era demasiado frío.
Después, cuando bajaron el ataúd y empezaron a cubrirlo de tierra, me acordé de él, de Dalmau. Le vi de nuevo, en la semioscuridad de su despacho, extendiendo ante mí con tesón, casi con una especie de furia, el mapa quebrado de su conciencia. Le vi cuando miraba venir o irse a Charlotte, cuando hablaba de sus minuciosos recuerdos de España, o cuando confesaba con impudicia sus culpas. Le vi, en fin, cuando me enfrentaba los ojos, tratando de vadear con los suyos la niebla que los anegaba, y cuando había llorado, por única vez, al relatarme el final de su hijo. Todas estas escenas sombrías que desfilaban por mi mente contrastaban intensamente con la luz poderosa de aquella mañana, el azul hiriente del cielo sin una sola nube y el soplo tenue y vivificante del viento que se arrastraba sobre la colina en que estaba el cementerio. Me percaté de que Sybil, tras las gafas oscuras, que sólo parcialmente podían atenuar su color, estaba absorta en la nitidez de aquel cielo al que el libro de su abuelo había conferido carácter casi legendario.
Entre tanto, la tierra iba cubriéndole. Había vivido lejos, había rehusado volver, pero antes de morir se había asegurado, por mi mediación, de que se le restituiría a aquella tierra; al principio, donde sólo podía terminar su viaje. Pensé, aunque esto no tuviera que ver con Dalmau y puede que él nunca lo pensara, que lo que hace sublime a una patria (si es que ha de existir tal cosa como una patria, más allá de los trompetazos huecos de los que la palabra suele acompañarse) no es la forma en que recompensa el arrojo o la inmolación de sus paladines y sus mártires. Lo que hace sublime a una patria, al contrario, es la dulzura con que acoge a sus desertores, como la tierra acogía a Dalmau, que había hecho el único camino posible, el más largo y ominoso, para aprender a quererla sin reservas. Los hijos necesitan un sacrificio ingente, para acertar a corresponder a la madre.
Después fui con Sybil al Retiro, aunque no era mayo y los árboles estaban pelados y las flores ausentes. Era una hermosa mañana y los dos aspiramos fuerte el aire del parque, sin avergonzarnos, porque el que ella y yo sobreviviéramos a Dalmau, contra lo que habría podido suceder con otro, no era su derrota, sino su triunfo.