La idea estaba absolutamente clara en mi cerebro, pero no era yo quien poseía facultades legales para ponerla en práctica. Por eso, en cuanto se hubo serenado, me llevé a Sue fuera de la habitación y traté de ganarla para la causa. Inicié la cuestión por el borde de fuera, para que resultase menos violento.
—Ahora hay que pensar en algunas cosas inevitables —dije.
—¿Querrás ocuparte tú? —abdicó rápidamente Sue, como si lo hubiera estado esperando—. Puedes contar con Paul, desde luego.
—¿Dijo alguna vez qué quería que se hiciera?
—¿Con qué? —y reparando de pronto, repuso—: Ah, no que yo sepa. Hay un testamento. Deberás hablar con Pertúa.
Ya suponía que debía hacerlo, y ya suponía que el testamento no aclararía nada al respecto. Entonces me lancé:
—Creo que él quería que se le enterrase en España.
—¿Cómo? Era ciudadano estadounidense. Su mujer está enterrada aquí. Su hijo está enterrado aquí, quiero decir en Wisconsin, tú lo viste. Toda su vida estuvo aquí. En tu país lo único que hizo fue nacer.
Sue se había revuelto sin pensar, como si yo acabara de ofenderla en lo más sagrado. Pero después de desahogarse quedó un tanto meditabunda, y tras una pausa preguntó, sin la ferocidad de hacía sólo unos segundos:
—¿Por qué crees que él quería que le llevaran allí?
Con Sue hablaba siempre en inglés. Si lo hacíamos en castellano, aún se comunicaban peor nuestros pensamientos. Había una especie de horror en la manera en que había dicho la última parte de la frase, to be taken there.
—Porque nunca fue en vida —repliqué.
En cualquier otra circunstancia, respecto de cualquier otra persona, el razonamiento habría sido un completo contrasentido. En aquel instante, a propósito de Dalmau, encerraba el significado preciso para que Sue, que no lo ignoraba todo (a fin de cuentas, ella había hecho las gestiones para que Matthew fuera enterrado en Kenosha, a donde jamás iría a reunírsele nadie), desfalleciera y admitiese:
—Es posible que tengas razón.
Para resolver el arduo problema de la repatriación, con innumerables trámites que debían ser realizados en dependencias oficiales con la actividad atenuada por las festividades navideñas, recabé la cooperación de Pertúa, quien prestó aquel último servicio a Dalmau como había prestado todos los anteriores, aviniéndose a todo cuanto yo sugería. Para esta diligencia de Pertúa había motivos diversos. Por un lado compartía mi convicción de que aquélla era la mejor forma de cumplir con los deseos que el viejo nunca había tenido la debilidad de expresar abiertamente. Por otro, conocía el testamento de Dalmau, y aunque en él, en efecto, no se contenía disposición alguna acerca del destino que debía darse a sus restos mortales, sí había detalladas previsiones respecto de mi persona. Casi todas se condicionaban a mi matrimonio con Sybil, a quien instituía como heredera universal, pero algunas se mantenían incluso tras una posible ruptura.
Una gélida mañana de enero, un féretro fue introducido en la bodega de un avión en el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey. En ese mismo avión iban Sue y Sybil, a quienes yo acompañaba a conocer el lugar donde habían vivido sus antepasados, hombres heroicos que volvían sentenciados de las campañas de África y mujeres abnegadas que enviudaban y morían en silencio. En ese avión, en fin, deshizo la travesía el muchacho sin nombre que había llegado a América setenta y cinco años atrás.