5. La señal de las azafatas

En una sola mañana, se juntaron demasiados tragos desagradables. El primero fue aquel viaje a Toledo. A las ocho y media estaba en la plaza de Zocodover, llamando a la puerta de la notaría. Contra todos los usos del gremio, me abrió el notario en persona, porque a aquella hora no había todavía ningún empleado. Se cercioró de que llevaba el maletín en la mano y me invitó a pasar. Cuando estuve en el vestíbulo, me indicó la situación de su despacho. Era una habitación grande, más larga que ancha, con un balcón que se abría sobre la plaza. Los muebles estaban descuidados y cubiertos de papeles. Sobre una pared había un cuadro de marco dorado con una estampa grande y mugrienta de la Virgen. El notario se sentó detrás de su mesa, con la luz a la espalda, lo que sin duda estaba calculado para poner en inferioridad al visitante.

—¿Aceptan entonces los términos? —preguntó.

En teoría, yo me dedicaba a las inversiones financieras. La firma para la que trabajaba estaba especializada en colocar el dinero de personas selectas, que no se conformaban con sacar un ocho por ciento y encima pagar sobre eso impuestos, como cualquier muerto de hambre. No era nada sublime, pero nunca habría supuesto que entre las servidumbres de mi empleo se contaran faenas como la que aquel día me había llevado allí. Cuando mi jefe me había dicho que tenía que irme a Toledo a liquidar una deuda de turbio origen, mi primera reacción había sido recordarle que yo no era transportista de fondos. Pero una vez que me hubo puesto en antecedentes sobre el asunto, ciertamente embarazoso, sobre el deudor, uno de nuestros mejores clientes, y sobre el compromiso que él había asumido personalmente de renegociar la deuda hasta una suma adecuada, comprendí que tenía pocas posibilidades de oponerme. Así que fui allí y a la pregunta del notario contesté:

—Si lo quiere en rama y ahora, no aceptamos menos de un cuarenta por ciento de quita. Si no le seduce, puede presentar el pagaré en el banco.

El notario se echó a reír.

—No esperará que me tome su propuesta en serio. Casi me ofrece menos de lo que me ha costado —mintió.

—Nadie le obligó a comprarlo.

—Esto es muy desalentador, señor mío —dijo, abandonando su sonrisa—. Uno obra generosamente, con la mira puesta en salvaguardar la reputación de una dama, y a cambio recibe este trato de perros.

Me abstuve de sugerirle que podía forzar todavía más su generosidad, quemando el pagaré sin pedir ninguna recompensa. Aguardaba a que él hiciera el movimiento.

—Y esa afrenta que acaba de exponerme —volvió a hablar, escogiendo sin apresurarse las palabras—, ¿es innegociable?

Con eso me demostró que estaba blando, y lo aproveché:

—A lo mejor no, pero no pienso darle ninguna pista. Arriesgue usted una contraoferta, por si me gusta. Baje todo lo que pueda, si le vale un consejo.

—Treinta por ciento de quita —apostó, sin meditar ni un segundo.

—Mala suerte. No traigo tanto —rechacé, levantándome.

El notario se levantó también. En su rostro había una ansiedad nauseabunda, demasiada para el millón, cien mil arriba o abajo, en que se movía en ese instante la diferencia. Claro que era plata dulce, sin más trabajo que el de estar allí regateándome.

—No sea tan nervioso —me reprochó—. Comprenda que hace un mes que puse el dinero. Al menos tengo derecho a los intereses.

—Si quiere intereses, haga una estimación razonable. No le voy a dar el diez por ciento mensual ni aunque aúlle.

El notario me midió con suficiencia.

—Parece estar muy seguro —observó—. Pero podría salirle el tiro por la culata y hacer que su cliente perdiera dinero y algo más.

—Sé que usted no va a perderlo. Diga otra cosa o me marcho.

—Está bien —se plegó—. El sesenta y trescientas de intereses. Es una ganga.

—Es verosímil, por lo menos. Vaya trayendo el pagaré.

El notario contó uno a uno los seiscientos y pico billetes. Fue un ritual sórdido, que dejé transcurrir entre la cara compungida de la Virgen de la estampa y el trasiego que abajo en la plaza producía el despertar de la ciudad. Yo siempre había sentido inclinación por Toledo, donde había tantas huellas de la intermitente grandeza de los hombres. Compartir su aire con aquel sujeto era un ultraje del que no iba a resarcirme mi sueldo de aquel mes y algo que me ensuciaba más allá de lo que podía aguantar. Cuando el notario hubo terminado su recuento, cogió el teléfono y marcó un número.

—Clara —nombró a quien apareció al otro lado de la línea—. Llama a Antonio al banco para que nos tengan preparada la caja. Después te vienes por aquí.

Me entregó el pagaré y lo cotejé con la copia. Hecha la comprobación, me guardé el papel en el bolsillo y le señalé el dinero.

—Ahora es suyo. Disfrútelo.

Me acompañó hacia la puerta, sin perder su mefítica sonrisa. El notario era un hombre de unos cincuenta años, obeso y desgarbado. Su barba estaba mal rasurada y el aliento le olía a sentina. Lo percibí cuando se acercó demasiado para aseverarme, como si lo que habíamos librado hubiera sido un caballeresco duelo a espada:

—Es un oponente duro, pero ha sido un placer.

No le di la mano, ni tampoco los buenos días. Diez minutos después estaba en mi coche, haciendo chirriar los neumáticos contra el empedrado de las calles para olvidar el tamaño ínfimo al que aquella mañana había conseguido reducirse mi existencia.

A la entrada de Madrid, más o menos en el primer semáforo, se acercó a mi ventanilla un hombre de unos cincuenta y cinco o cincuenta y seis años. Iba aseado y vestido con ropa de saldo de hipermercado. Tejanos de imitación de mil pesetas menos un duro, camisa sintética de setecientas, zapatillas Made in China de trescientas. Si los calzoncillos le habían costado ciento cincuenta, todo lo que le cubría sumaba 2.150, menos un duro. La quinta parte de lo que hacía poco más de media hora había contado seiscientas veces el notario. El precio de un par de copas en una terraza de la Castellana. El de uno de mis cubrebotones, que eran más que sencillos. El hombre vendía pañuelos y me ofreció. Había últimamente muchos como él. La mayoría eran personas ingenuas que hacia 1960 habían creído que conseguir un trabajo decente era un sostén seguro y una esperanza para la vejez. Habían hecho lo que se les había pedido durante treinta años y con cincuenta los habían echado a la calle. Habían agotado todos los subsidios y ahora tenían que pedir para comer y dar de comer a los suyos. La vida es a veces dura para todos y eso no tiene remedio, pero ellos tenían que conformarse mientras el dinero llovía en abundancia a tantos ociosos, delante mismo de sus narices. A pesar de todo, el hombre no era hostil, te abordaba con educación y todo lujo de disculpas, comprendiendo que te distraía y acaso que era imperdonable por su parte esperar que bajaras la ventanilla para deteriorar la atmósfera climatizada de tu vehículo con una infiltración del calor que a él le caía sobre las costillas. Cuando me enseñó los pañuelos y demandó cualquier suma, porque nada podía dejar de estar a la insignificante altura de su mercancía, dudé. ¿Podía comprar un solo gramo de buena conciencia dándole veinte duros, mil pesetas, diez mil? ¿Acaso era eso una objeción para darle limosna, o al revés, valía más ayudarle aun a riesgo de rebajarle y hacerle sospechar que con ello me aliviaba? En eso cambió el semáforo y todo el mundo empezó a tocar el claxon. No pensaba resolver mi dilema más rápido por tal motivo, pero el hombre, viendo que estaba entorpeciendo, se retiró. No tenía sentido seguirle mirando mientras los energúmenos me apretaban, así que metí la marcha y solté el gas, mordiendo con rabia aquella sensación de culpa y fracaso.

Media hora más tarde, me detuve ante la barrera de la urbanización. El vigilante me escrutó y dedujo de la hechura de mi camisa que no tenía por qué impedirme el paso. Le agradecí la deferencia con un ademán y me adentré por las silenciosas y umbrías calles. Iba al número cincuenta y tantos de una de ellas, pero hube de recorrer casi un kilómetro desde el inicio de la calle en cuestión, por el hecho simple de que la longitud de cincuenta números es función directa del tamaño de las veinticinco fincas pares o impares de que en cada caso se trate. Aparqué el coche en la puerta e hice sonar la campana. Vino a abrir una sudamericana aindiada de ojos huidizos, con cofia, que debía estar avisada de mi visita porque me hizo pasar en seguida a un salón de larguísimos ventanales que daban a una piscina. A través de ellos vi venir, anudándose el albornoz, a la dueña de la casa. Antes de que la prenda ocultara sus muslos, pude apreciar la longitud felina de sus piernas, en las que la carne temblaba un poco con el golpe rítmico de sus pies descalzos sobre el sendero de pizarra gris. Entró en la habitación asegurándose con ambas manos el recogido de su pelo sobre la nuca, sin ninguna emoción en la cara. Me tendió una mano lacia que me quitó apenas fui a cogerla y no dejó de mirarme desde arriba ni siquiera cuando se hubo sentado en el sofá.

—Señora Navata —empecé, apremiado por despachar el trámite.

—Xiao —me interrumpió, con una voz átona. Yo había pronunciado el apellido de su marido temiendo la corrección, pero no había tenido más remedio, porque desconocía su apellido chino, como casi todos.

—Desde luego, perdone. Bien, señora Xiao, asunto concluido. Aquí le traigo el pagaré.

—¿Cuánto le ha dado a ese puerco? —me espetó, sin preámbulos.

—Seis trescientas. No quería bajar de siete, pero…

—¡Seis trescientas! —gritó.

—Su marido nos autorizó hasta seis y medio. Le forcé mucho para que bajara, así que apenas entró quise amarrarle. Si hubiera regateado más podría habérsenos escapado.

—Para ese viaje no necesitaba a nadie —protestó, entrecerrando sus formidables ojos rasgados—. ¿Y cuánto le voy a pagar por el éxito?

La señora Xiao hablaba con poquísimo acento, y había aprendido a marcar la entonación irónica del español con maestría.

—Lo ignoro. Yo me he limitado a cerrar la transacción. El señor Navata trató eso con mi jefe, me imagino.

—Aquí no pinta nada el señor Navata. El dinero es mío. Por eso viene a rendirme cuentas a mí. Se lo aclaro por si no lo había cogido hasta ahora.

—Tendrá que disculparme. Sé lo que me dicen, nada más. Si le he dado motivo de queja puede llamar a mi jefe. Me he limitado a negociar lo mejor que he podido. Sólo me gustaría que tuviera en cuenta que no nos dedicamos a hacer estos trabajos, normalmente.

—Eso a mí me importa un bledo.

Al articular aquella última D se le había notado la extranjería. Acaso por querer intensificarla demasiado. Me envenenaba que aquella zorra me estuviera chuleando, mientras restregaba los pies contra el sofá de cuero y se abrazaba a su albornoz color marfil. Me ofendía también, aunque de forma algo más confusa, que fuera tan alta y su cutis se viera tan inmaculado y tuviera aquel cuello de gacela. En ese momento me vino a la memoria, después de haberlo estado buscando, el nombre de pila que había adoptado para sustituir al original, que no debía satisfacerla tanto como el apellido: Liana. También me detuve a recordar cómo había llegado a poseer aquel albornoz, una mansión con piscina en una de las mejores urbanizaciones de Madrid y una esclava india. Cinco años atrás la policía la había descubierto, con otros veinte inmigrantes ilegales, en un taller de confección oculto en los sótanos de un restaurante chino. Los otros habían sido en su mayoría reexpedidos a su tierra, pero ella se las había arreglado para captar de forma especial la atención del profesor Navata, próspero penalista y catedrático, que se había visto envuelto en aquel incidente en su condición de presidente de la asociación pro derechos humanos que había ofrecido su inmediata asistencia a los inmigrantes. No se pudo evitar la expulsión de la mayoría de ellos, pero sí la de Liana, merced a su entrada en el servicio doméstico de Navata. En sólo un año lo había persuadido de librarse de su mujer y sus hijos y ahora reinaba despóticamente en su corazón y sus cuentas corrientes. En su fulgurante adaptación a las nuevas circunstancias, Liana había exhibido una astucia natural que junto con su presunta sensualidad salvaje eran la comidilla de medio Madrid, dudoso entre compadecer y envidiar al atrapado Navata. Yo había oído algunos chismes acerca de la depravación de aquella devoradora, chismes que iban desde la vulgaridad hasta la más delirante fantasía, y la gestión que acababa de hacerle no me disuadía de dar crédito a alguno de ellos. En cualquier caso, ya me había escupido bastante. Le tendí el pagaré y me puse en pie para marcharme de su intimidante presencia.

—Lamento no haber podido serle de más ayuda —alegué, sin mucha cortesía.

Liana torció el gesto.

—Eso es lo que me pudre de vosotros los españoles —dijo, con un graznido—, que siempre lo hagáis todo de cualquier manera y sólo valgáis para andaros con excusas.

Aquella salida tuvo el efecto de colmarme. Además debí perder el juicio, o era que el influjo de aquella mujer trastornaba realmente, como todos aseguraban. Pudo pesar también en mi ánimo que alguna vez alguien me había contado que los chinos se consideraban más lejanos del mono que los blancos, y por tanto superiores, porque tenían menos vello en el cuerpo. Fuera cual fuera el detonante, mi respuesta fue visceral e inmoderada:

—Si eso es lo que cree, la próxima vez mande un puto chino con un cuchillo.

Liana no saltó. Se me quedó mirando con sus ojos rasgados y relucientes, acostumbrados, decían, a la contemplación de hombres débiles y actos monstruosos. Luego se irguió, dejando que se le abriera el albornoz bajo el que sólo llevaba un escaso traje de baño, y llamó sin alzar mucho la voz:

—Roberta.

La india apareció al cabo de un par de segundos, con el rostro vuelto al suelo y los hombros encogidos. No pidió órdenes, sabía bien que tenía que esperarlas. Liana sólo indicó:

—Lleva a este hombre fuera.

Salí sin perdida de tiempo, sintiendo aquellos ojos en la espalda y toda su lástima por mi destino de gusano a sueldo demasiado susceptible.

Conduje a través de la urbanización, y después por la autopista y la ciudad, con la mente en blanco. A las doce tenía que estar en una presentación para analistas financieros y me concentré en seleccionar un trayecto que me permitiera no llegar tarde. Aun así, entré en el edificio donde se celebraba la sesión con un cuarto de hora de retraso. Declaré mi nombre y empresa a la azafata de labios muy rojos y piel muy empolvada que había a la puerta y ella me facilitó la documentación que se entregaba a los asistentes.

Armado con mi parca carpeta, entré en la semioscuridad de la sala y me senté en una de las últimas filas. Al fondo se proyectaban cifras y gráficos, que coincidían con los que hojeé sin mucho interés en los folletos que me habían suministrado a la entrada. El auditorio estaba compuesto por sujetos en su mayoría bastante zafios, pese a las costosas inversiones indumentarias que exhibían. Repantigados en sus asientos, cuchicheaban entre sí o usaban su teléfono móvil sin hacer mayor caso de la información que facilitaba el orador. Alguno apoyaba el zapato en la lujosa tapicería de la butaca que tenía delante, e impulsándose de esta guisa con ella se columpiaba hacia adelante y hacia atrás. Muchos mascaban chicle o chupaban caramelos.

A ambos lados del pasillo, impecables y tiesas como cirios, sujetando el micrófono inalámbrico que después ofrecerían a quienes quisieran intervenir en el coloquio, había otras dos azafatas. Eran tan pálidas como la de la puerta, y llevaban también los labios delineados en un rojo sangriento. Ninguna tenía más de veinte años y vestían faldas muy cortas, bajo las que asomaba la mitad del muslo. Aguantaron a pie firme toda la presentación, y cuando llegó el coloquio corrieron solícitas a donde se las reclamaba, para evitar cualquier espera y cualquier esfuerzo al patán de turno que quería preguntar. Terminada la sesión de trabajo, durante los canapés que eran, por cierto, lo que había llevado allí a casi todos, ambas se mantuvieron en las proximidades, resplandecientes, abnegadas, para atender cualquier deseo de aquellos miserables.

Mientras miraba a las azafatas y me desentendía de lo que me decía el tipo con el que me había visto obligado a entablar conversación, hice repaso de los acontecimientos y los personajes de la mañana, desde el notario de Toledo y el hombre que vendía pañuelos en el semáforo, hasta Liana y la india. Las azafatas sonreían sin cesar, con una sonrisita quebrada que se me antojaba un poco melancólica. De vez en cuando levantaban imperceptiblemente uno de los pies y hacían girar el tobillo para atenuar el tormento de los tacones, que ya arrastraban durante tres horas sin sentarse. Comparando su esmero con la ostentosa desidia de los que se beneficiaban de sus servicios, obtuve una nueva prueba de la iniquidad del mundo. Como las que había sacado al poner al notario al lado del vendedor de pañuelos o a Liana al lado de la india. Aunque aquellos muslos estaban hechos de la misma sustancia que los que le había atisbado a la china bajo el albornoz (lo que alimentaba la sospecha de que cualquiera de las azafatas podía convertirse en una hija de perra igual que Liana había pasado del taller de confección a firmar pagarés de diez millones), en aquel momento, si había un Dios, estaba de su lado. Del lado de su valerosa y desperdiciada belleza adolescente y enfrente de la canallesca fealdad de los otros. Una de las azafatas tenía una diáfana mirada azul, que iba nerviosamente de una punta a otra del salón donde se daban los canapés. Imantado por ella, ardió dentro de mí el deseo de estar siempre de aquel lado, aunque la vida me invitara a la trinchera de los satisfechos y no tuviera el coraje de abominarlos, aunque las azafatas, como todos, acabaran traicionando a Dios en cuanto se les diera ocasión y se convirtieran en seres vanos y tal vez dañinos. Siempre habría una frágil mirada azul como aquélla, una india con la cabeza gacha, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, para saber dónde estaba la verdad a despecho de todos los cambios y todas las deserciones. Incluso a despecho de la más grave: la mía propia.

Sabía que esa tarde tendría que contarle a mi jefe que había perdido los estribos con Liana Xiao y que era posible que uno de nuestros mejores clientes exigiera que se me despidiese. En un primer momento había planeado justificarme, relatarle en detalle todas las injurias de que aquella desalmada me había hecho objeto. Pero en aquel instante, quizá por una inconsciencia burda y sentimental, eso había dejado de preocuparme. Que pensara e hiciera lo que le diera la gana. Aquel día ya había agotado mi ración de envilecimiento. Les debía un poco de entereza, al fin, a las azafatas melancólicas y a todos los demás postergados del mundo.